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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (11 page)

Y continuamos esperando, dormitando lo mejor que podíamos y preguntándonos cuándo atacarían los Eldren, si acaso llegaban a hacerlo.

Podían oírse los pasos de Katorn recorriendo la cubierta mientras, abajo, permanecía acostado en mi catre sin dormir, intentando hacer lo más razonable, cual era preservar las fuerzas para el día siguiente. De todos nosotros, Katorn era el más impaciente por entrar en combate. Pensé que, de haber dependido de él, ya estaríamos cargando contra los Eldren ahora mismo, despreciando todos nuestros anteriores planes tan meticulosamente establecidos.

Sin embargo, afortunadamente, la decisión debía ser mía. Ni siquiera el rey Rigenos tenía autoridad, salvo bajo circunstancias muy excepcionales, para contradecir ninguna de mis órdenes.

Descansé, pero no conseguí dormir. Ya había tenido un primer contacto visual con un barco de los Eldren, pero seguía sin saber el aspecto real de sus naves, ni cuál sería la impresión que me produciría su tripulación.

Acostado en el catre, recé para que llegara pronto el inicio de nuestra batalla. ¡Una flota de apenas la mitad de tamaño que la nuestra! Sonreí sin ganas. Sonreí porque sabía que íbamos a salir victoriosos.

¿Cuándo atacarían los Eldren?

Incluso podía ser que aquella misma noche. No me importaba si era de noche. Deseaba combatir. Katorn había dicho que les gustaba la noche. Una enorme ansia de batalla se estaba apoderando de mí. ¡Quería luchar!

11. El encuentro de las flotas

Transcurrió un día entero y otra noche y los Eldren siguieron inmóviles en el horizonte.

¿Acaso esperaban deliberadamente nuestro desgaste, a base de ponernos nerviosos? ¿O más bien temían el tamaño de nuestra escuadra? Medité si quizá su estrategia dependía de que fuéramos nosotros quienes atacáramos.

La segunda noche dormí por fin, pero sin el embotamiento alcohólico al que me había acostumbrado. Ya no quedaba bebida, y no había habido ocasión para que el conde Roldero trajera a bordo los odres prometidos.

Y los sueños fueron, si acaso, peores que nunca.

Vi mundos enteros en guerra, destruyéndose mutuamente en batallas sin sentido.

Vi la Tierra, pero era una Tierra sin Luna. Una Tierra que no daba vueltas, que tenía una mitad bajo la perenne luz del sol y la otra en una oscuridad aliviada apenas por las estrellas. Y había allí, también, una gran lucha y un morboso interrogante que casi me destruyó... Un nombre... ¿Clarvis? Algo parecido. Yo intentaba retener los nombres que aparecían en mis sueños, pero casi siempre se me escapaban; supongo que no eran, en realidad, sino la parte menos importante de aquellos.

Vi la Tierra, una Tierra diferente otra vez. Una Tierra tan vieja que hasta los mares habían empezado a secarse. Yo cabalgaba por un paraje inhóspito, bajo un débil sol, y pensaba en el tiempo...

Intenté asirme a aquel sueño, alucinación, recuerdo o lo que fuera. Creí que allí podía encontrar una clave de lo que yo era en realidad, de cómo había empezado todo.

Otro nombre, el Cronarca... Después, todo se difuminó. No parecía existir en aquel nuevo sueño nada que fuera más significativo que los anteriores.

Y una vez desaparecido el sueño me encontré en una ciudad, junto a un automóvil de gran tamaño, riéndome, con una especie de extraña arma en las manos y entre una lluvia de bombas descargadas por invisibles aviones, que destruían la ciudad. Di una calada al habano Upmann...

Me desperté, pero casi de inmediato volví a caer en mis sueños.

Ahora caminaba, a solas y fuera de mí, por unos pasillos de acero y tras los tabiques de los pasillos no había más que espacio vacío y oscuro. La Tierra quedaba atrás, en la lejanía. La máquina de acero dentro de la cual me encontraba se dirigía a otra estrella. Yo estaba atormentado, obsesionado con el recuerdo de mi familia. ¿John Daker? No...John...

Y entonces, como para confundirme aún más, empezaron a surgir los nombres. Los vi. Los escuché. Eran pronunciados en muchas formas distintas de jeroglíficos, y cantados en muchas lenguas diferentes.

Aubec. Bizancio. Cornelius. Colvin. Bradbury. Londres. Melniboné. Hawkmoon. Lanjis Liho. Powys. Marca. Elric. Muldoon. Dietrich. Arflane. Simon. Kane. Allard. Corum. Traven. Ryan. Asquinol. Pepin. Seward. Mennell. Tallow. Hallner. Colonia...

Y los nombres continuaron y continuaron...

Me desperté con un alarido.

Y ya era de día.

Me levanté del catre sudando y refresqué todo mi cuerpo en agua fría.

¿Por qué no empezaba ya la lucha? ¿Por qué?

Sabía que, una vez iniciada la batalla, los sueños desaparecerían. Estaba seguro de ello.

En ese instante se abrió la puerta de mi camarote y entró un esclavo.

—Amo...

Una trompeta lanzó su agudo sonido de alerta y se escucharon los gritos y pasos de los hombres moviéndose apresuradamente por todo el barco.

—Amo, los barcos enemigos empiezan a moverse.

Me vestí con un gran suspiro de alivio, me enfundé la armadura todo lo aprisa que pude y me até la espada al cinto.

Después corrí a cubierta y subí a toda prisa al puente donde ya estaba el rey Rigenos, cubierto por su armadura y con un aire preocupado en el rostro.

Por doquier, las naves de la flota se enviaban señales con las banderas mientras las voces de sus capitanes gritaban consignas de barco a barco. Las trompetas alzaban sus gritos como bestias metálicas y los tambores empezaban a tronar.

Por fin, aprecié con toda claridad que las naves de los Eldren se ponían en movimiento.

—Nuestros comandantes están dispuestos —murmuró con voz tensa el rey Rigenos—. Mira, las naves ya están tomando posiciones.

Observé complacido cómo la flota empezaba a adoptar la disposición prevista en nuestro tan repasado plan de batalla. Ahora, si los Eldren se comportaban según nuestras expectativas, la victoria tenía que ser nuestra.

Volví a observar las naves enemigas y emití un jadeo al ver acercarse sus cascos, maravillado ante su exquisita gracia y sorprendido al verlas surcar las olas con la gracia de un delfín.

Pero no eran delfines, me dije. Eran tiburones que terminarían con todos nosotros si les dábamos oportunidad. Ahora comprendía en parte la suspicacia de Katorn ante cualquier cosa que pudiera asemejarse a los Eldren. Si yo no hubiera sabido que aquellos eran nuestros enemigos y que intentaban destruirnos, me habría quedado extasiado ante su belleza.

No eran galeones, como los barcos que componían el grueso de nuestra flota. Eran sólo barcos a vela, y las velas lucían diáfanas de unos mástiles muy delgados. Sus cascos blancos surcaban el blanco más oscuro de la espuma mientras se lanzaban hacia nosotros furiosamente, sin el menor titubeo.

Estudié su armamento con atención.

Montaban unos cuantos cañones, pero no tantos como nuestras naves. Los suyos, sin embargo, eran finos y plateados, y al verlos temí su potencia.

Katorn llegó junto a nosotros, jadeando de placer.

—¡Ah, por fin! —exclamó—. ¡Por fin! ¡Por fin! ¿Ves sus armas, Erekosë? Guárdate de ellas. Con esas armas hacen brujería, aunque no me creas.

—¿Brujería? ¿A qué te refieres...?

Pero Katorn ya se había alejado otra vez, dando gritos a los hombres que cuidaban de los aparejos para que apresuraran su trabajo.

Empecé a distinguir pequeñas figuras en las cubiertas de las naves Eldren. Veía las formas de sus rostros pero, a aquella distancia, todavía no alcanzaba a discernir sus facciones. Se movían raudos por los barcos, que avanzaban sin pausa hacia nosotros.

Las maniobras de nuestra flota ya estaban casi ultimadas y la nave insignia empezó a situarse en posición.

Dí personalmente la orden de ponerse al pairo y nos mecimos con las olas, a la espera de los barcos Eldren que, como tiburones, se lanzaban contra nosotros.

Tal como estaba proyectado, maniobramos hasta formar un cuadrado poderoso por tres lados pero débil por el frente situado ante la flota Eldren.

Unos cientos de barcos estaban situados en el lado opuesto del cuadrado, apretados proa con proa, con los cañones preparados. Los dos lados restantes tenían un centenar de naves cada uno y estaban a suficiente distancia entre sí como para que un disparo propio no diera accidentalmente en otro barco de la flota. Habíamos dispuesto un muro de barcos más reducido —unos veinticinco— en el lado del cuadrado contra el que se dirigían los Eldren. Esperábamos dar la impresión de una formación muy densa, con unas cuantas naves en el medio con los colores reales, para que creyeran que se trataba de la nave insignia y su escolta. Estas embarcaciones eran el cebo. La verdadera nave insignia —en la que estaba yo— había arriado momentáneamente sus colores y estaba casi en el centro del lado de estribor del cuadrado.

Los buques de los Eldren estaban cada vez más cerca. Era casi cierto lo que Katorn había dicho. Realmente, parecían volar a ras de agua, más que surcar las olas.

Me empezaron a sudar las manos. ¿Picarían el anzuelo? El plan había sorprendido a los comandantes por su originalidad, lo cual significaba que no se trataba de la maniobra clásica que tanto se había practicado en algunos períodos de la historia de la Tierra. Si no salía bien, perdería todavía más la confianza de Katorn y saldría afectada mi situación ante el rey, con cuya hija esperaba casarme algún día.

Pero ya no tenía sentido preocuparse por ello. Observé los acontecimientos.

Y los Eldren picaron el anzuelo.

Con un rugido de cañones, la flota Eldren golpeó en una formación en flecha contra la débil pared y, llevada de su propio ímpetu, se encontró sólidamente rodeada por tres lados.

—¡Izad nuestra enseña! —grité a Katorn y la tripulación—. ¡Izad las enseñas! ¡Que sepan quién es el causante de su derrota!

Katorn dio las órdenes. Mi estandarte fue el primero en subir, con su espada de plata en campo negro, y después el del rey. Maniobramos para estrechar la trampa, para aplastar a los Eldren antes de que se dieran cuenta de que habían caído en el engaño.

Jamás había visto una flota tan capaz de maniobrar como aquellos finos barcos utilizados por los Eldren. Casi tan grandes como nuestras naves, se movieron ágilmente tratando de encontrar una abertura en el muro de barcos humanos. Pero no había por dónde salir. Yo me había ocupado de que así fuera.

Ahora, sus cañones bramaban feroces, escupiendo bolas de llamas. ¿Era aquello lo que Katorn tenía por «brujería»? La munición de los Eldren era de bombas incendiarias en lugar de proyectiles sólidos como los que utilizábamos nosotros. Las bombas incendiarias cruzaban el claro cielo del mediodía como extrañas cometas.

Pero las naves Eldren eran como tiburones capturados en una red irrompible. Fuimos cerrando inexorablemente la trampa. Nuestros obuses vomitaban hierro sobre sus blancos cascos hasta desgarrarlos, causándoles grandes daños, arrancando de cuajo sus esbeltos mástiles y haciendo estallar las cuadernas, desgarrando las diáfanas velas que caían como las alas de una mariposa agonizante.

Y nuestros enormes barcos de guerra, con sus poderosas maderas chapadas de metal, sus inmensos remos batiendo el agua y sus velas oscuras y pintadas henchidas al viento, avanzaron para aplastar a los Eldren.

La flota Eldren se dividió entonces aproximadamente en dos mitades iguales que se lanzaron hacia los extremos opuestos de la red de barcos de la humanidad, que eran sus puntos más débiles. Muchas naves Eldren intentaron pasar, pero estábamos preparados para ello y, con monumental precisión, nuestros buques se situaron como refuerzos en las zonas amenazadas.

La flota Eldren estaba ahora dividida en varios grupos, lo que hacía más sencilla nuestra labor. Implacables, nos lanzamos a aplastarles.

Los cielos estaban ahora llenos de humo y las aguas bullían con los restos en llamas, y el aire estaba lleno de gritos, quejidos y voces de guerra, del silbido de las bombas incendiarias, del rugido de nuestros disparos y del estremecedor estruendo de los cañones. Tenía el rostro cubierto de una capa de grasa y cenizas producto del humo y sudaba por la proximidad de las llamas.

De vez en cuando contemplaba por un instante algún tenso rostro Eldren y me admiraba de su belleza y me decía con temor que quizás habíamos confiado demasiado en nuestra victoria. Iban cubiertos de una armadura ligera y se movían sobre sus naves con la gracia de bailarines entrenados, y sus cañones de plata no hacían la menor pausa en el bombardeo de nuestra flota. Allí donde daban las bombas incendiarias, las cubiertas y puentes quedaban al instante en llamas, con un fuego intenso y estruendoso que daba un color verdeazulado y parecía devorar el metal con la misma facilidad que la madera.

Me así a la barandilla del puente y me incliné hacía delante, intentando divisar algo a través de la densa humareda pestilente. De pronto vi un barco Eldren con el costado frente a nosotros, a escasa distancia.

—¡Preparados para embestir de proa! —grité—. ¡Preparados para embestir de proa!

Como muchas de nuestras naves, la
Iolinda
poseía un espolón de hierro justo bajo la línea de flotación. Había llegado nuestra oportunidad de usarlo. Vi al capitán Eldren en su castillo de popa, gritando órdenes a sus hombres para que viraran el barco, pero ya era demasiado tarde hasta para los rápidos Eldren. Nos abalanzamos sobre su nave, de menor tamaño que la nuestra, y todas nuestras cubiertas se estremecieron y rechinaron con el embite, que nos envió de un lado a otro. El hierro y la madera resonaron con un tremendo rugido al chocar contra su costado y la espuma de las olas se alzó hasta el firmamento mientras el casco enemigo cedía. Fui lanzado contra el mástil y perdí pie. Mientras intentaba reincorporarme, vi que habíamos partido el barco Eldren completamente en dos. Contemplé el espectáculo con una mezcla de entusiasmo y horror, pues no me había dado cuenta hasta entonces del brutal poder de la
Iolinda.

Vi flotar por unos instantes las dos mitades del barco que acabábamos de partir, y segundos después contemplé cómo empezaban a hundirse, uno por cada costado de nuestra poderosa nave. La expresión horrorizada de mi rostro parecía reflejarse en la del capitán Eldren, que pugnaba fieramente por mantenerse en pie sobre la escorada cubierta de popa, mientras sus hombres arrojaban las armas y saltaban al mar negro y rugiente que ya estaba repleto de restos de naufragios y cadáveres a la deriva.

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