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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (9 page)

Las nubes se cerraron de nuevo y las aguas del río se volvieron negras, como para decirme que jamás encontraría la revelación que tanto perseguía.

Contemplé las orillas. Estábamos pasando ante un espeso bosque. Las copas de los árboles recortaban sus siluetas contra la oscuridad ligeramente menor del cielo nocturno. Algunos animales lanzaban sus gritos de vez en cuando, y tuve la impresión de que eran voces solitarias, perdidas, lastimeras. Suspiré, me apoyé en la barandilla y contemplé el agua grisácea batida por las palas de los remos.

Sería mejor que aceptara el hecho de que debía luchar una vez más. ¿Una vez más? ¿Dónde había combatido antes? ¿Qué significaban los vagos recuerdos que surgían en mi mente? ¿Cuál era la interpretación de mis sueños? La respuesta más sencilla, la más pragmática y, desde luego, la que mejor habría comprendido John Daker, era que estaba loco. Mi imaginación se había desbordado. O quizá jamás había sido John Daker. Quizá también él era otra invención de mi mente enferma.

Debía luchar una vez más.

Era lo único que podía hacer. Había aceptado mi papel y debía seguir desempeñándolo hasta el fin.

Mi mente empezó a despejarse mientras la luna se hundía en las aguas y el amanecer empezaba a rozar levemente el horizonte.

Observé la salida del sol como un enorme disco rojizo que se alzaba con creciente esplendor en el cielo, como si tuviera curiosidad por descubrir los sonidos que perturbaban el mundo natural: el batir del tambor y el chapoteo de los remos.

—Veo que no duermes, Erekosë. Pareces dispuesto a entrar en batalla de inmediato.

No tenía ningunas ganas de soportar, además de todas mis angustias, las ironías de Katorn.

—Me ha parecido una buena idea subir a contemplar el amanecer —respondí.

—¿Y la puesta de la luna? —añadió él. En su voz había un retintín que no terminé de comprender—. Parece que te gusta la noche, lord Erekosë.

—A veces —repliqué—. Es un momento de paz —añadí, dando a mis palabras toda la intención de que fui capaz—. No hay en ella casi nada que perturbe los pensamientos de un hombre.

—Es cierto. En tal caso, tienes algo en común con nuestros enemigos...

Me volví con gesto de impaciencia, clavando la mirada en sus oscuras facciones con aire furioso.

—¿A qué te refieres?

—Sólo quiero decir que también los Eldren, según se dice, prefieren la noche al día.

—Si yo comparto tales preferencias, Katorn —respondí—, eso será de gran valor para nosotros en la batalla, pues así habrá quien les pueda combatir tanto de día como de noche.

—Así lo espero, Erekosë.

—¿Por qué desconfías tanto de mí, Katorn?

—No he dicho que así fuera —repuso él encogiéndose de hombros—. Llegamos a un compromiso, ¿recuerdas?

—Y yo he mantenido mi parte del mismo.

—Lo mismo que yo. Yo te seguiré, eso no lo dudes. Sean cuales sean mis sospechas, te seguiré.

—Entonces, debo pedirte que te abstengas de lanzarme esas puyas e indirectas. Son una absoluta estupidez y no tienen el menor sentido.

—Para mí sí tienen un propósito, lord Erekosë. Me sirven para moderar el ánimo, para canalizarlo de una manera aceptable.

—He hecho un juramento de fidelidad a la humanidad —insistí—. Serviré lealmente a la causa del rey Rigenos. Tengo mis propias cargas que llevar, Katorn, y...

—Cuentas con toda mi comprensión.

Me di media vuelta. Había estado a punto de portarme como un estúpido ante él, apelando a su clemencia casi, y poniendo por excusa mis propios problemas.

—Gracias, lord Katorn —repliqué fríamente. El barco empezó a doblar un recodo y me pareció ver el mar a lo lejos—. Te agradezco tus buenos sentimientos.

Me di un palmetazo en la mejilla, pues el barco estaba cruzando entre una nube de mosquitos que volaban sobre el río.

—Esos insectos son irritantes, ¿no? —exclamé.

—Quizá sería preferible que no te expusieras a sus intenciones, mi señor—replicó Katorn.

—Realmente, creo que tienes razón. Volveré abajo.

—Buen amanecer, mi señor.

—Buen amanecer, lord Katorn.

Le dejé en plena cubierta, con la vista fija al frente y aire sombrío.

En otras circunstancias, pensé, habría acabado con aquel hombre.

Y, según estaban las cosas, parecía cada vez más evidente que él también haría cuanto pudiera por acabar conmigo. Me pregunté si no tendría razón el rey Rigenos y Katorn estaba doblemente celoso de mí. Celoso por mi fama como guerrero y celoso por el amor que Iolinda sentía por mí.

Me lavé, me puse mi traje de batalla y me negué mentalmente a preocuparme de todos aquellos pensamientos sin sentido. Poco después escuché gritar al vigía y salí de nuevo a cubierta para ver qué significaba su llamada.

Noonos estaba a la vista. Todos nos apretujamos en las barandillas de las naves para contemplar aquella ciudad fabulosa. El resplandor procedente de las torres casi nos cegaba, pues realmente estaban incrustadas de joyas. La ciudad refulgía de luz, como una gran aura blanca moteada de cien colores más, verdes y violetas, rosas y malvas, ocres y rojos, todos ellos titilando en el enorme fulgor creado por un millón de gemas.

Y detrás de Noonos se extendía el mar, un mar calmo que reflejaba la luz del amanecer.

Al aproximarnos a Noonos, el río se fue ensanchando hasta que quedó claro que allí se abría el océano. Las orillas se hicieron más y más distantes y nos ceñimos a la orilla de estribor, pues era allí donde se alzaba Noonos. Entre las colinas cubiertas de bosques que besaban la boca del río entrevimos otros pueblos y aldeas, pero todos ellos quedaban dominados por el puerto al que nos acercábamos.

Las aves marinas empezaban a chillar, revoloteando alrededor de nuestro palo mayor hasta posarse en las vergas con un gran batir de alas, discutiendo entre ellas, parecía, por tener un mejor punto de observación.

El ritmo de los remos empezó a aminorar y entramos en aguas tranquilas y sin corrientes antes de penetrar en el puerto. Allí echó anclas el resto de la escuadra de orgullosas naves que venía tras nosotros. Ellos nos seguirían más tarde, cuando llegara el práctico para guiar sus maniobras de atraque.

Tras dejar a nuestras naves hermanas, entramos en Noonos remando lentamente, enarbolando el pabellón del rey Rigenos y el de Erekosë, un campo negro con una espada de plata.

Y el griterío empezó otra vez. La muchedumbre, mantenida a distancia por soldados vestidos con una armadura de cuero claveteado, estiraba el cuello para vernos desembarcar. Y entonces, cuando descendí por la pasarela y aparecí en el embarcadero, un enorme cántico se alzó de sus gargantas, sorprendiéndome al principio cuando comprendí la palabra que estaban entonando.

¡EREKOSË! ¡EREKOSË! ¡EREKOSË! ¡EREKOSË!

Levanté el brazo derecho para saludar y casi me tambaleé pues el rugido subió hasta resultar literalmente ensordecedor... Apenas pude contener mi impulso de llevarme las manos a los oídos.

El príncipe Bladagh, gran señor de Noonos, nos recibió con la debida ceremonia y leyó un discurso que resultó inaudible por el griterío, tras lo cual fuimos conducidos por las calles hasta los aposentos que íbamos a utilizar durante nuestra breve estancia en la ciudad.

Las torres enjoyadas no resultaban desagradables, pero advertí que constituían un enorme contraste con las casas construidas más cerca del suelo. Muchas de ellas no eran más que chabolas. Quedaba muy claro de dónde salía el dinero para tantas esmeraldas, perlas, rubíes y demás como había incrustadas en ellas...

No había advertido esa gran disparidad entre ricos y pobres en Necranal. O bien me había impresionado demasiado la novedad de sus paisajes, o bien la ciudad del rey se ocupaba de disimular cualquier área de pobreza, si la había.

Aquí se veía a gentes harapientas, muy a tono con las chabolas, aunque vitoreaban tanto como cualquiera... o más, incluso. Quizás echaban la culpa de su miseria a los Eldren.

El príncipe Bladagh era un hombre de facciones hundidas, de unos cuarenta y cinco años de edad. Llevaba un gran bigote que le caía sobre los labios y unos ojos inexpresivos, y sus movimientos eran como los de un buitre precavido. Descubrí, y no me sorprendió en absoluto, que no participaría en la expedición sino que se quedaría «a proteger la ciudad», es decir, su propia riqueza, pensé yo.

—Y ahora, mi señor —murmuró cuando llegamos a su palacio y se abrieron sus verjas enjoyadas para dejarnos entrar (advertí que habrían podido brillar mucho más si hubieran estado limpias)—, mi palacio es tuyo, rey Rigenos. Y vuestro también, mi señor Erekosë, por supuesto. Cualquier cosa que necesitéis...

—Una comida caliente... y sencilla —dijo el rey Rigenos, expresando casi mis propios sentimientos—. Nada de banquetes. Ya te advertí que no quería convertir esto en una gran ceremonia, Bladagh.

—Y no lo será, mi señor.

Bladagh pareció aliviado. No me pareció un hombre al que le gustara gastar dinero.

La comida fue realmente sencilla, aunque no especialmente bien cocinada. La tomamos con el príncipe Bladagh, su esposa, la princesa Ionante, una mujer regordeta y estúpida, y sus dos hijos, unos muchachos débiles y flacuchos. Personalmente, me sorprendía mucho el contraste entre la ciudad contemplada a distancia y el aspecto y modo de vida de su gobernante.

Poco después, llegaron los demás comandantes, que habían ido congregándose en Noonos durante las semanas anteriores, y celebramos con ellos una conferencia, bajo la presidencia de Rigenos. Katorn estaba entre ellos y fue capaz de perfilar de un modo gráfico y sucinto los rasgos generales de los planes de batalla que habíamos elaborado en Necranal.

Entre los comandantes había varios héroes famosos de los Dos Continentes, el conde Roldero, un fornido aristócrata cuya armadura estaba tan exquisitamente realizada y tan carente de cualquier tipo de decoración como la mía; también estaba el príncipe Malihar y su hermano el duque Ezak, los cuales habían participado en un sinnúmero de campañas, y el conde Shanura de Karakoa, una de las provincias más alejadas, y una de las más bárbaras. Shanura llevaba su largo cabello en tres trenzas que le colgaban a la espalda. Sus pálidas facciones eran enjutas y estaban cruzadas por las cicatrices. Rara vez intervenía, y sólo para plantear cuestiones concretas y específicas. La diversidad de rostros y vestimentas me sorprendió al principio. Por lo menos, pensé irónicamente, la humanidad de aquel mundo estaba unida, lo cual era mucho más de lo que podía decirse del mundo donde había quedado John Daker. Aunque quizá sólo estaban unidos momentáneamente para derrotar al enemigo común. Después de ello, pensé, su unidad podía sufrir un serio resquebrajamiento. El conde Shanura, por ejemplo, no parecía aceptar de muy buen grado las órdenes del rey Rigenos, a quien probablemente consideraba demasiado blando.

Confié en poder mantener unido a un grupo tan heterogéneo de oficiales en las batallas que se aproximaban.

Terminamos por fin las conversaciones e intercambié un par de frases con cada uno de los comandantes presentes. El rey Rigenos observó el reloj de bronce situado sobre la mesa, y que estaba dividido en dieciséis partes.

—Pronto será hora de poner rumbo al mar —murmuró—. ¿Están todos los barcos apunto?

—Los míos llevan meses preparados —gruñó el conde Shanura—. Empezaba a pensar que se pudrirían antes de entrar en acción.

Los demás aseguraron que sus naves podrían zarpar en un plazo de apenas una hora.

Rigenos y yo agradecimos a Bladagh y a su familia su hospitalidad, y ellos parecieron mucho más contentos ahora, al vernos partir, que cuando arribamos.

Al abandonar el palacio, en lugar de desfilar ante el pueblo, nos apresuramos en nuestros carruajes hasta el embarcadero y, con la misma rapidez, abordamos las naves. El buque insignia del rey llevaba el nombre de
Iolinda,
hecho que hasta aquel momento no había advertido pues toda mi mente había estado ocupada por la mujer en cuyo honor se había puesto el nombre al barco. Las demás naves que venían con la nuestra desde Necranal estaban ahora en el puerto y sus marineros se refrescaban durante la breve escala que estábamos realizando, mientras los esclavos subían a bordo las últimas provisiones y armas necesarias.

Un sentimiento de ligera depresión me envolvía aún tras los extraños sueños de la noche anterior, pero el desánimo empezaba a difuminarse al tiempo que crecía en mí la excitación. Todavía quedaba un mes de navegación hasta Mernadin, pero yo ya empezaba a paladear la proximidad de la entrada en acción. Al menos, ésta me ayudaría a olvidar los otros problemas. Recordé algo que le decía Pierre a Andrei en
Guerra y Paz,
algo referido a cómo todos los hombres encontraban un modo de olvidar la muerte. Algunos se volvían mujeriegos, otros jugadores, otros bebedores y, paradójicamente, algunos se lanzaban a hacer la guerra. Bien, no era el hecho de la muerte lo que me obsesionaba; más bien al contrario, era el hecho de la existencia eterna lo que me rondaba en la mente. Una vida eterna dedicada a hacer la guerra eternamente.

¿Llegaría en algún momento a conocer la verdad? No estaba seguro de querer saberla. La mera idea me atemorizó. Quizás un dios podría haberlo aceptado, pero yo no era tal. Yo era un hombre, sabía que era un hombre. Mis problemas, mis ambiciones, mis emociones eran a escala humana; todo lo era, salvo un problema que me asaltaba en todo instante: ¿cómo podía yo existir en aquel tiempo y lugar? ¿Cómo me había convertido en lo que era? ¿O quizás era realmente eterno? ¿Acaso mi existencia no tenía un principio y un final? Me resultaba ya imposible entender el tiempo en términos lineales, como habría hecho John Daker. Ya no podía comprenderlo más que en términos espaciales.

Necesitaba un filósofo, un mago, un científico que me ayudara a resolver el problema. ¿O acaso podría olvidarlo? ¿Podría? Al menos, tendría que intentarlo.

Las aves marinas graznaban y volaban en círculo mientras desplegábamos las velas y éstas se hinchaban bajo el viento sofocante que se había levantado. Las cuadernas crujieron al levar anclas, las amarras fueron izadas de los postes y la gran nave insignia, la
Iolinda,
se separaba del embarcadero y abandonaba el puerto, batiendo todavía los remos pero adquiriendo velocidad progresivamente conforme se acercaba al mar abierto.

10. Primeras señales de los Eldren

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