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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (6 page)

Desde luego, en lo que no estaba dispuesto a ser un estúpido era en lo referente a Iolinda, cuya belleza era casi insoportable. Pero con ella no podía comportarme como un estúpido, pues la muchacha quería un héroe, un Inmortal, o nada. Así pues, debía actuar como un héroe ante ella, para consolarla, aunque ello no se pareciera a mi manera habitual de expresarme, que siempre ha sido bastante despreocupada. A veces, de hecho, me sentía más como un padre que como su posible amante, y con mis rudimentarios conocimientos de las motivaciones humanas adquiridos en el siglo XX, me pregunté si mi figura no sería sólo un sustitutivo del padre fuerte que ella esperaba encontrar en Rigenos.

Creo que Iolinda despreciaba secretamente a Rigenos por no ser más heroico, pero a mí me caía bien el anciano (¿anciano?... Más bien soy yo quien tiene más edad —infinitamente más—... Pero basta ya de estas consideraciones...), pues Rigenos sobrellevaba una enorme responsabilidad, y la soportaba bastante bien por lo que podía observar. Después de todo, era un hombre que prefería proyectar planos de jardines que planes de batalla. No era culpa suya haber sido único descendiente varón de un rey que no le dejó hermanos sobre los cuales haber podido, con un poco de suerte, descargar las responsabilidades heredadas. Y también escuché decir que se batía con coraje en las batallas y que nunca rehuía ninguna de sus responsabilidades. El rey Rigenos estaba hecho para una vida más tranquila, pero podía demostrar buen ánimo cuando se trataba de odiar a los Eldren. Yo iba a ser el héroe que él se sentía incapaz de ser.

Acepté este hecho, pero me sentí mucho más reacio a ser el padre que él no podía ser. Deseaba mantener con Iolinda una relación mucho más agradable o, me dije, preferiría no relacionarme con ella en absoluto.

No estoy seguro de que tuviera elección, pues me sentía subyugado por ella. Probablemente la habría aceptado bajo cualquier condición.

Pasábamos juntos todo el tiempo que nos era posible, siempre que podía librarme de los soldados y de mis entrenamientos marciales. Paseábamos cogidos del brazo entre los balcones cerrados que cubrían el Palacio de las Diez Mil Ventanas como plantas trepadoras, enroscándose desde el pie hasta la cúspide del gran edificio y rebosantes de una incontable cantidad de flores, arbustos y pájaros enjaulados y libres que revoloteaban por entre el follaje de sus pasillos espirales y se posaban en las ramas de las enredaderas y arbolillos y cantaban para nosotros mientras paseábamos. Iolinda me contó que también aquello había sido idea del rey Rigenos, para hacer más agradable los balcones.

Pero todo eso había sido antes de la llegada de los Eldren.

Poco a poco, se acercó el día en que la flota estaría dispuesta para zarpar y navegar hacia el lejano continente que dominaban los Eldren. Al principio, me había sentido impaciente por enfrentarme al enemigo, pero ahora me sentía cada vez más reacio a partir, pues ello significaría alejarme de Iolinda y mi pasión por ella crecía con la misma fuerza que lo hacía mi amor.

Aunque había advertido que la sociedad humana se estaba haciendo más y más cerrada con el transcurso de los días, limitándose con restricciones progresivamente más desagradables e innecesarias, todavía no se consideraba mal que dos personas se acostaran juntas sin estar casadas, siempre que pertenecieran al mismo estrato social. Me sentí muy aliviado al saberlo, pues me parecía que un Inmortal —como había llegado a convencerme de que era yo— y una princesa debían de pertenecer a la misma categoría. Sin embargo, no eran los convencionalismos sociales los que limitaban mis ambiciones, sino la propia Iolinda. Y eso era algo que no podía solucionar ni toda la libertad, «permisividad» o «licenciosidad» (para usar las palabras de la gente anticuada o conservadora del siglo XX) del mundo. En el siglo XX (me pregunto si esta denominación significará algo para quien lea esta narración), existía el convencimiento de que si se abolían las leyes impuestas por el hombre respecto a la «moralidad», en especial la moralidad sexual, se desataría de inmediato una enorme orgía sin freno. Al afirmarlo, se olvidaba que, por lo general, la gente sólo se siente atraída por unas cuantas personas y sólo se enamora de una o dos en toda la vida. Y que puede haber muchas otras razones por las que no se pueda hacer el amor, incluso si tal amor existe y es correspondido.

Por lo que se refería a Iolinda, yo tenía mis dudas pues, como ya he dicho, no deseaba convertirme en un mero sustituto de su padre; y también ella dudaba porque necesitaba estar completamente segura de que podía «confiar» en mí. John Daker habría calificado de neurótica tal actitud. Quizá fuera así, pero ¿acaso cabía catalogar de neurótico que una muchacha sintiera algo especial por una persona a la que hacía apenas un corto tiempo que había visto materializarse en el aire?

Pero basta de eso. Solamente expondré que, pese a estar ambos profundamente enamorados del otro por esa época, no dormíamos juntos y ni siquiera hablábamos del tema, aunque a menudo estaba apunto de surgir de mis labios...

Lo que realmente sucedió fue que, cosa extraña, mi deseo de poseerla empezó a apagarse. Mi amor por Iolinda seguía tan fuerte o más que antes, pero no sentía una gran necesidad de expresarlo de un modo físico. No era lo normal en mí. ¡O más bien debería decir que no era normal en John Daker!

No obstante, cuando se aproximaba la fecha de la partida empecé a sentir la necesidad de expresar mi amor de alguna manera y una tarde, mientras paseábamos por los balcones, me detuve y pasé la mano bajo su cabello y le acaricié la nuca y volví lentamente su rostro hacia mí.

Ella me contempló con ternura y sonrió. Abrió ligeramente los labios y no apartó la cara cuando posé sobre ellos los míos y la besé dulcemente. El corazón me dio un vuelco y la mantuve abrazada, notando como sus pechos se alzaban y descendían contra el mío. Así su mano y la llevé a mi rostro mientras contemplaba su belleza. Hundí mis dedos entre sus cabellos y saboreé su aliento cálido y dulce mientras nos besábamos otra vez. Nuestros dedos se entrecruzaron y, al abrir los ojos, Iolinda expresó en ellos felicidad, auténtica felicidad, por vez primera. Después, nos separamos.

Su respiración era ahora mucho menos regular y la oí empezar a murmurar algo, pero la hice callar al momento. Ella me sonrió, expectante, con una mezcla de orgullo y ternura.

—Cuando regrese —dije suavemente—, nos casaremos.

Iolinda pareció sorprendida por un instante, y luego comprendió lo que acababa de decir, el significado de las palabras que acababa de pronunciar. Estaba intentando decirle que podía confiar en mí, y se lo decía del único modo que se me ocurría. Quizás era un reflejo de John Daker, no lo sé.

Ella asintió mientras se sacaba del dedo índice un anillo de oro, perlas y diamantes de color rosa maravillosamente trabajado. Después, me colocó el anillo en el meñique.

—Una prenda de mi amor —dijo—. Una aceptación de tu proposición. Un amuleto, quizás, para darte suerte en las batallas. Algo para que me recuerdes cuando te tienten esas bellezas Eldren inhumanas...

Al hacer este último comentario, Iolinda sonrió.

—¡Vaya, este anillo tiene muchas utilidades! —murmuré.

—Todas las que desees —repuso ella.

—Te lo agradezco.

—Te quiero, Erekosë —dijo Iolinda simplemente.

—Te quiero, Iolinda—respondí. Tras una pausa, añadí—: Pero soy un amante poco delicado, ¿ no crees? Yo no tengo prenda alguna que darte. Me siento avergonzado y un tanto fuera de tono...

—Tu palabra me basta. Júrame que volverás a mí.

Por un instante, la miré desconcertado. Naturalmente que volvería. Ella insistió:

—Júralo.

—Lo juro. Naturalmente que...

—Vuelve a jurarlo.

—Te lo juraré mil veces si una no te basta. Lo juro. Juro que volveré a ti Iolinda, amor mío, placer mío...

—Bien.

Ella pareció satisfecha por fin.

Entonces llegó hasta mí el sonido de unos pasos apresurados por el balcón y vimos a un esclavo que reconocí como de los asignados a mí, que se acercaba a nosotros a toda prisa.

—¡ Ah, amo, estáis aquí! El rey Rigenos me ha pedido que os lleve ante él.

Ya era bastante tarde y le pregunté qué quería de mí el rey.

—No lo ha dicho, amo.

Sonreí a Iolinda y así sus brazos entre los míos.

—Está bien. Ahora vamos para allá.

7. La armadura de Erekosë

El esclavo nos condujo a mis aposentos, donde no había nadie salvo mi retén de servidores.

—¿Dónde diablos está el rey Rigenos? —bramé.

—Ha dicho que aguardarais aquí, amo.

Volví a sonreír a Iolinda, y ella me devolvió la sonrisa.

—Está bien, esperaremos.

No tuvimos que hacerlo mucho rato. Al poco, empezaron a llegar esclavos a mis aposentos. Llevaban unas abultadas piezas metálicas envueltas en pergamino aceitado que empezaron a amontonar en la sala de armas. Yo observé el trasiego con la menor expresión posible en el rostro, aunque estaba muy sorprendido.

Después, por fin, hizo su entrada el rey Rigenos. Parecía mucho más excitado de lo habitual, y esta vez Katorn no venía con él.

—¿Cómo te encuentras, padre? —dijo Iolinda—. Yo...

Pero el rey Rigenos alzó una mano y se volvió, dirigiéndose a los esclavos.

—¡Quitad los envoltorios! —ordenó—. ¡Pronto!

—Rey Rigenos —dije yo—. Me gustaría decirte que yo...

—Perdóname, lord Erekosë. Primero observa lo que te traigo. Ha permanecido durante siglos en las bóvedas de palacio, esperando tu vuelta, Erekosë... Tu vuelta...

—¿Esperando...?

Entonces, los esclavos retiraron el pergamino aceitado y lo arrinconaron sobre las baldosas del fondo, dejando a la vista algo que para mí constituyó una magnífica sorpresa.

—Esta es la armadura de Erekosë —dijo el rey—. Arrancada de su tumba de roca en los sótanos más profundos del palacio para que Erekosë pueda llevarla otra vez.

La armadura era negra y reluciente, como si hubiera terminado de forjarse ese mismo día en el taller del mejor herrero de la historia, pues era de un refinamiento exquisito.

Levanté el peto y pasé la mano sobre él.

Al contrario de las armaduras que lucía la guardia imperial, ésta era lisa, sin ningún tipo de repujados o embellecimientos superfluos. Las hombreras llevaban surcos que se alzaban en dirección contraria a la cabeza para desviar lo más posible de su portador los golpes de espadas, lanzas y hachas. Los pectorales, espinilleras, casco y demás piezas llevaban también surcos semejantes.

El metal de que estaba compuesta la armadura era ligero pero muy fuerte, como el de la espada. Sin embargo, el lacado negro que la cubría brillaba, resplandeciente hasta resultar casi cegadora. Dentro de su sencillez, la armadura resultaba hermosa, tanto como sólo puede serlo la mejor obra de artesanía. Su único adorno era el grueso penacho de crin escarlata que se alzaba de la parte superior del casco y caía a ambos costados de éste. Acaricié el metal con el respeto que inspira una gran obra de arte. En este caso, se trataba de una obra de arte diseñada para proteger mi vida y por ello, mi admiración por ella era, si acaso, mucho mayor todavía

—Gracias, rey Rigenos —exclamé, con palabras llenas de sincero agradecimiento—. Prometo que la luciré el día que zarpemos al encuentro de los Eldren.

—Ese día será mañana —contestó Rigenos en voz baja.

—¿Cómo?

—La última de nuestras naves ha salido ya del astillero, y ya está a bordo hasta el último miembro de la tripulación. El último cañón está en su aspillera correspondiente, mañana habrá una marea favorable y no podemos perder la oportunidad.

Observé al rey con suma atención y me pregunté si no habrían estado actuando a mis espaldas. Quizá Katorn había hecho prevalecer su opinión ante el rey para mantenerme en la ignorancia de la fecha exacta de la partida. Sin embargo, la expresión del rey Rigenos no mostraba el menor rastro de desconfianza hacia mí. Descarté la idea y acepté como buenas sus palabras. Volví la mirada hacia Iolinda, quien parecía paralizada por la sorpresa.

—Mañana... —murmuró ella.

—Mañana—confirmó el rey Rigenos.

—Entonces, debo prepararme —dije al tiempo que me mordía el labio inferior.

—Padre... —dijo ella.

—¿Sí, Iolinda...?—contestó él, mirándola.

Yo empecé a hablar, pero pronto hice una pausa. Iolinda me miró y permaneció también en silencio. No resultaba fácil exponer la cuestión ante su padre y, de pronto, ambos tuvimos la sensación de que debíamos guardar nuestro amor, nuestro pacto, en secreto. Ninguno de los dos sabía muy bien por qué, pero ambos tuvimos la misma impresión.

Con mucho tacto, el rey se dispuso a marcharse de mis aposentos.

—Ya discutiremos más tarde los detalles, lord Erekosë.

Asentí inclinando la cabeza y el séquito real se alejó.

Algo aturdidos, Iolinda y yo nos miramos y nos abrazamos mientras nuestros ojos se llenaban de lágrimas.

John Daker no hubiera escrito este párrafo. El hombre del siglo XX se habría reído de aquella demostración de sentimientos igual que se habría burlado de quien considerara importantes las artes bélicas. John Daker no hubiera escrito estas líneas, pero yo sí debo hacerlo.

Empecé a sentir un creciente nerviosismo ante la proximidad de la guerra que se avecinaba. En mi interior empezó a bullir de nuevo el sentimiento de exaltación que se había apoderado de mí desde que se iniciaran los preparativos. Y por encima de tal exaltación me invadía el sentimiento de amor por Iolinda. Este sentimiento parecía ser un amor más tranquilo y más puro que el meramente carnal y casual, y mucho más satisfactorio. Era algo diferente a cuanto había sentido nunca. Quizá fuera el caballeroso amor que, según la historia, sentían los pares de la cristiandad por encima de cualquier otra emoción.

John Daker habría hablado más bien de represión sexual y de las espadas como sustitutivos del encuentro sexual, y otras ideas parecidas.

Y quizá John Daker hubiera acertado en su análisis, pero entonces no me pareció que así fuera, aunque era perfectamente consciente de todos los argumentos racionalistas que apoyaban y sostenían tal análisis de los hechos. Entre la raza humana existe una acusada tendencia a contemplar la vida en otras épocas distintas a la propia según los esquemas que rigen ésta. Sin embargo, los esquemas de la sociedad en que me hallaba ahora presentaban sutiles diferencias con respecto a los de la época de la cual procedía, y yo apenas era consciente de muchas de tales diferencias. Lo único que puedo decir es que, en ese instante, yo respondía ante Iolinda según esos esquemas. Y supongo que los acontecimientos que se produjeron posteriormente también se ajustaron a la manera de pensar de la época a la que había sido transportado por la invocación del rey Rigenos.

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