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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (3 page)

Yo ya no era John Daker. Ahora era Erekosë, el Campeón Eterno. Una leyenda que había cobrado vida.

Me eché a reír. Si estaba loco... era una locura gloriosa. Una locura que jamás me habría creído capaz de inventar.

Por fin, nuestra caravana llegó a la cima de la montaña y las puertas enjoyadas del palacio se abrieron ante nosotros y penetramos en un espléndido patio en el que crecían los árboles y manaban las fuentes, aumentando riachuelos sobre los que cruzaban puentecillos ornamentales. Las aguas bullían de peces y en los árboles cantaban los pájaros. Unos pajes se adelantaron hacia nosotros para hacer que se arrodillaran las bestias que nos habían transportado y bajamos de ellas para estirar las piernas bajo la luz crepuscular.

El rey Rigenos sonrió con aire orgulloso mientras señalaba con un gesto el enorme patio del palacio.

—¿Te gusta esto, Erekosë ? Lo hice construir yo mismo poco después de acceder al trono. Hasta entonces, el patio era un lugar sombrío y desagradable, que no respondía a la hermosura del resto del palacio.

—Es muy hermoso —respondí. Después, tras volverme para mirar a Iolinda, que se había aproximado a nosotros, añadí—: Y no es la única cosa hermosa que has ayudado a crear, pues aquí está el adorno más hermoso de tu palacio...

El rey Rigenos emitió una risilla.

—Veo que eres tan buen cortesano como guerrero —comentó. Me asió de un brazo y, haciendo lo mismo con Iolinda, nos condujo por el patio—. Naturalmente, en esta época tengo poco tiempo para dedicarme a la creación de belleza. Lo que debemos crear hoy son armas. En lugar de planos de jardines, hoy debo ocuparme de planes de batalla. —Exhaló un suspiro y continuó—: Ojalá consigas alejar para siempre a los Eldren, Erekosë. Quizá cuando hayan sido destruidos podamos disfrutar de nuevo de la belleza y de las actividades pacíficas...

Sentí lástima por él en aquel instante. Sólo deseaba lo que cualquier hombre: estar libre de temores, tener la oportunidad de criar hijos con una razonable certeza de que éstos, a su vez, podrían hacerlo con los suyos, vivir con la posibilidad de mirar el futuro sin la certidumbre de que cualquier proyecto puede verse abortado para siempre por un súbito acto de violencia. Su mundo, en el fondo, no era muy distinto del que yo había dejado hacía poco.

Posé la mano en el hombro del rey.

—Esperémoslo así, rey Rigenos —respondí—. Haré cuanto esté en mi mano.

Él se aclaró la garganta y murmuró:

—Y eso será mucho, Campeón. Sé que eso contará mucho. ¡Pronto nos veremos libres de la amenaza de los Eldren!

Penetramos en un frío salón de paredes cubiertas de plata batida sobre la que colgaban grandes tapices. Era un salón agradable, aunque muy grande. A la puerta del mismo se extendía una amplia escalinata por la que descendía ahora todo un ejército de esclavos, sirvientes y criados de todas clases. Al llegar al pie de la escalinata se colocaron en filas y pusieron rodilla en tierra para dar la bienvenida a su rey.

—Este es lord Erekosë —les dijo el rey Rigenos—. Es un gran guerrero e invitado de honor de vuestro rey. Tratadle como me tratáis a mí, obedecedle como lo hacéis conmigo. Cuanto desee, dádselo.

Algo avergonzado, vi como la servidumbre se arrodillaba de nuevo y murmuraba, a coro:

—Bienvenido, lord Erekosë.

Extendí las manos y se incorporaron. Empezaba a adoptar el tipo de comportamiento acorde con la situación en que me encontraba. No había duda de que una parte de mi ser estaba habituada a ello.

—No voy a abrumarte con una recepción oficial esta noche —dijo Rigenos—. Si te apetece refrescarte del viaje en los aposentos que hemos destinado para tu uso, pasaremos a visitarte más tarde.

—Muy bien —asentí. Me volví hacia Iolinda y extendí la mano para asir la suya. Ella correspondió a mi gesto tras un instante de titubeo y posé un beso sobre sus dedos—. Espero veros a ambos dentro de poco —murmuré con la mirada fija en lo más profundo de sus maravillosos ojos.

Iolinda bajó la vista y retiró la mano, y yo permití a los criados que me escoltaran escalera arriba hacia mis habitaciones.

Veinte grandes estancias habían sido acomodadas para mi uso. En ellas había espacios para los diez esclavos y sirvientes personales que me habían sido asignados, y la mayor parte de las salas estaban decoradas con gusto extravagante y un placer por el lujo que, en mi opinión, la gente del siglo XX había perdido. Opulencia, fue la palabra que me vino a la mente al recorrerlas. No hacía falta que me moviera: un esclavo vendría a la menor indicación para ayudarme a ponerme la capa, para servirme un vaso de agua o para arreglar los cojines de un diván. Pese a todo, me sentía algo incómodo en esas salas y fue un alivio encontrar, en mi recorrido por los aposentos, algunas salas más austeras. Eran salones para guerreros, de paredes tapizadas de armas, sin cojines, sedas ni pieles, sino con bancos sólidos, mazas y espadas de hierro y de acero, lanzas de hojas metálicas y flechas afiladas como cuchillas.

Pasé un buen rato en las salas de armas y regresé a ellas poco después para comer. Los esclavos me trajeron comida y vino, y bebí y comí alegre y copiosamente.

Cuando terminé, me sentí como si hubiera estado mucho tiempo dormido y me acabara de despertar con nuevo vigor. Recorrí de nuevo los salones, examinándolos con más atención e, interesándome más por las armas que por el mobiliario y la decoración, que habrían complacido al más exigente de los sibaritas. Salí a uno de los varios balcones cubiertos y contemplé la gran ciudad de Necranal mientras el sol se ponía y las densas sombras empezaban a apoderarse de sus calles.

A lo lejos, el cielo estaba lleno de colores vaporosos. Había púrpuras, naranjas, amarillos y azules, y esos colores se reflejaban en las cúpulas y campanarios de Necranal dando a toda la ciudad un tacto más suave, como el de un dibujo al pastel.

Las sombras se hicieron más oscuras. El sol desapareció tras el horizonte y tiñó de escarlata las cúpulas más altas del palacio, y después cayó la noche y, de pronto, alrededor de todo el perímetro de las distantes murallas de Necranal y en el interior de éstas, empezaron a encenderse hogueras, distanciadas unas de otras por apenas unos pasos, que iluminaban gran parte de la ciudad. En las ventanas fueron apareciendo luces y escuché los cantos de los pájaros e insectos nocturnos. Me volví para entrar de nuevo en la estancia y vi que los sirvientes habían encendido unas lámparas. La temperatura había descendido pero titubeé en el balcón y decidí permanecer donde estaba, meditando profundamente sobre mi extraña situación e intentando calibrar la naturaleza exacta de los peligros con que se enfrentaba la humanidad.

Un ruido sonó a mis espaldas. Me volví para observar los aposentos y vi entrar al rey Rigenos. Con él venía el taciturno Katorn, capitán de la guardia imperial. Ahora, en lugar de casco, lucía en la cabeza un aro de platino y, en lugar de coraza, un chaleco de cuero con dibujos estampados en oro; sin embargo, la ausencia de armadura no parecía suavizar su porte general. El rey Rigenos iba envuelto en una capa de pieles blancas y lucía todavía su corona de hierro y diamantes. Los dos hombres se unieron a mí en el balcón.

—Espero que te sientas descansado, Erekosë —dijo el rey Rigenos con aire casi nervioso, como si se hubiera convencido de que yo desaparecería en el aire en cuanto me dejara a solas.

—Me siento perfectamente. Gracias, rey Rigenos.

—Bien —respondió él, titubeando.

—-El tiempo es oro, majestad —gruñó Katorn.

—Sí, Katorn, lo sé.

El rey Rigenos me miró como si esperara que yo ya supiera qué pretendía decirme, pero no era así y sólo pude devolverle la mirada a la espera de sus palabras.

—Nos perdonarás, Erekosë —dijo Katorn—, si vamos directamente al grano, al tema de los Reinos Humanos. El rey te expondrá nuestra posición y lo que deseamos de ti...

—Naturalmente —respondí—. Estoy preparado.

En realidad, sentía un gran interés por conocer la situación general.

—Tenemos mapas —intervino el rey—. ¿Dónde están los mapas, Katorn?

—Dentro, señor.

—¿Vamos, pues...?

Asentí y entramos en mis aposentos. Cruzamos dos habitaciones hasta llegar al salón principal donde había una gran mesa de roble. Allí se encontraban varios de los esclavos del rey Rigenos con grandes rollos de pergamino bajo los brazos. Katorn seleccionó varios de tales rollos y los extendió sobre la mesa, uno encima del otro. Sacó su pesada espada corta para sostener uno de los extremos y utilizó un jarrón metálico engastado de rubíes y esmeraldas para mantener extendidos los pergaminos.

Observé los mapas con interés y los reconocí casi al instante. Eran muy similares a los que había visto en sueños antes de que el rey Rigenos me convocara a su mundo mediante sus encantamientos.

El rey se inclinó sobre los mapas y su largo y pálido índice recorrió los territorios reflejados en el pergamino.

—Como ya te dije en tu... tu sepulcro, Erekosë, los Eldren dominan hoy todo el hemisferio sur, al que denominan Mernadin. Aquí—su dedo señaló una región costera del continente—. Hace cinco años reconquistaron el único puesto avanzado real que teníamos en Mernadin. Aquí, en su antiguo puerto de Paphanaal. No hubo apenas lucha.

—¿Tus fuerzas huyeron? —pregunté.

—Reconozco que habíamos relajado las medidas de seguridad —intervino de nuevo Katorn—. Cuando de repente surgieron de las montañas del Dolor, no estábamos preparados. Los Eldren debían de llevar años preparando sus ejércitos y no nos habíamos dado cuenta, pero eso resulta bastante lógico. No podíamos esperar conocer sus planes, pues ellos utilizan la brujería y nosotros no.

—Supongo que, al menos, pudisteis evacuar vuestras colonias, ¿no es así? —murmuré.

Katorn se encogió de hombros.

—No fue necesario montar una gran evacuación. Mernadin estaba prácticamente deshabitado, pues los seres humanos no vivirían en una tierra contaminada por la presencia de la Jauría del Mal. El continente está maldito, habitado por secuaces del infierno.

Me froté el mentón y pregunté con aire inocente:

—Entonces, ¿para qué expulsasteis a los Eldren a las montañas si no necesitabais sus territorios?

—¡Porque mientras ellos tuvieran la tierra bajo su control eran una amenaza constante para la humanidad!

—Comprendo —asentí, al tiempo que hacía un breve gesto con la mano derecha—. Perdona por haberte interrumpido. Continúa, por favor.

—Una amenaza constante... —empezó a decir Katorn.

—Esa amenaza vuelve a ser inminente —le interrumpió la voz del rey, débil y temblorosa. Sus ojos se llenaron de pronto de temor y odio—. Esperamos que en cualquier momento lancen un ataque contra los dos continentes, sobre Zavara y Necranala.

—¿Sabéis cuándo proyectan efectuar la invasión? —pregunté—. ¿De cuánto tiempo disponemos para organizamos?

—¡Seguro que atacarán! —exclamó Katorn con sus ojos negros llenos de ardor.

La breve barba que enmarcaba su pálido rostro pareció erizarse.

—¡Seguro que atacarán! —asintió el rey Rigenos—. Ya nos habrían derrotado si no estuviéramos guerreando con ellos constantemente.

—Tenemos que mantenerlos a raya —añadió Katorn—. En cuanto se produzca una brecha en nuestras líneas, se lanzarán sobre nosotros.

—Sin embargo —dijo el rey con un suspiro—, la humanidad está cansada de guerras. Necesitamos una de estas dos cosas, o, a ser posible, ambas: nuevos guerreros que hagan retroceder a los Eldren, o un líder que dé nuevas esperanzas a los guerreros que ya tenemos.

—¿Y no se puede preparar a más guerreros? —pregunté.

Katorn emitió un breve sonido gutural que tomé por una carcajada. Después replicó:

—¡Imposible! ¡Toda la humanidad está empeñada ya en la lucha contra la amenaza de los Eldren!

—Por eso te hemos llamado, Erekosë —asintió el rey Rigenos—. Aunque cuando lo hacía me consideraba a mí mismo una especie de loco desesperado buscando un milagro irrealizable...

Ante aquel comentario, Katorn se volvió de espaldas. Intuí que aquélla había sido la teoría íntima del capitán de la guardia: que su rey se había vuelto loco debido a su desesperada situación. El hecho de que yo me hubiera materializado en su mundo parecía haber echado por tierra su teoría, y comprendí que de algún modo estaba resentido conmigo, aunque me parecía que no podía echarme la culpa de la decisión del rey. Éste se irguió antes de continuar.

—Yo te he llamado para hacerte cumplir tu promesa.

Yo no recordaba ninguna promesa, y la frase me sorprendió.

—¿Qué promesa? —pregunté.

Ahora fue el rey quien pareció asombrarse.

—¿Cuál va a ser? La de que si alguna vez los Eldren volvían a dominar Mernadin, regresarías para decidir la lucha entre ellos y la humanidad.

—Ya comprendo.

Hice una señal a uno de los esclavos para que me trajera una copa de vino. Bebí un sorbo y contemplé el mapa. Como John Daker observé una guerra sin sentido entre dos facciones feroces, llenas de odio ciego. Los dos bandos parecían llevar a cabo una
yijad,
una guerra santa racial el uno contra el otro. Sin embargo, mis lealtades estaban claras: yo pertenecía a la raza humana y utilizaría todas mis fuerzas para colaborar en la defensa de mi raza. La humanidad tenía que ser salvada.

—¿Y los Eldren? —pregunté, dirigiéndome al rey Rigenos—. ¿Qué dicen ellos?

—¿A qué te refieres? —gruñó Katorn—. ¿Decir? Hablas como si no creyeras a nuestro rey.

—No pongo en duda la verdad de vuestras afirmaciones —repliqué—. Deseo conocer los términos exactos por los que los Eldren justifican su guerra contra nosotros. Eso me permitiría tener una idea más precisa de sus ambiciones e intenciones.

Katorn se encogió de hombros y replicó:

—Acabarían con nosotros. ¿No te basta con saber eso?

—No —respondí—. Debéis de tener prisioneros. ¿Qué os han dicho al respecto? —Extendí las manos y añadí—: ¿Cómo justifican su guerra contra la humanidad los líderes de los Eldren?

El rey Rigenos sonrió con aire condescendiente.

—Mucho es lo que has olvidado, Erekosë, si no recuerdas a los Eldren. Ellos no son humanos. Son muy listos y fríos, y poseen una lengua suave y engañosa con la que pueden adormilar al hombre envolviéndolo en una falsa sensación de tranquilidad antes de arrancarle el corazón del pecho con sus colmillos desnudos. Pero también son valientes, eso tengo que reconocerlo. Si los sometemos a torturas, mueren antes de confesar cuáles son sus verdaderos planes. Son muy astutos. Intentan convencernos de que buscan la paz, la confianza y la cooperación mutuas, con la sola esperanza de que bajemos nuestras defensas el tiempo suficiente para revolverse y destruirnos, o de que alcemos nuestra mirada hacia ellos y tener así la posibilidad de realizar sus perversos conjuros sobre nosotros. No seas ingenuo, Erekosë. No intentes tratar con un Eldren como lo harías con un ser humano pues, si lo haces, estarás perdido. Los Eldren no tienen alma como nosotros la concebimos. No saben amar, y sólo poseen una especie de fría lealtad para con su causa y con su amo, Azmobaana. Comprende bien esto, Erekosë: los Eldren son diablos. Son secuaces del infierno a los que Azmobaana, en su soez blasfemia, ha dotado de algo parecido a la forma humana. Sin embargo, esa forma no debe cegarte, pues bajo ella se encuentra un Eldren que no es humano, que es, en esencia, inhumano...

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