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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno

 

¿Qué extraños poderes llevaron a John Daker hasta aquel tiempo y lugar imposibles? Sobre aquella tumba se convocaba la presencia de Erekosë, pues el momento de necesidad había llegado y el Campeón Eterno debía responder a la demanda de ayuda. Y John Daker se encontró en el papel de Erekosë, el Héroe, el Esperado. Y tuvo que aceptar su responsabilidad y destino, conducir a las huestes de los suyos a una guerra sin cuartel contra el ancestral y odiado enemigo del hombre.

Michael Moorcock

El Campeón Eterno

Crónicas del Campeón Eterno I

ePUB v1.0

Dyvim Slorm
05.12.11

Título original: The Eternal Champion

ISBN 84-270-1481-3

1970 by Michael Moorcock

Prólogo

Ellos me llamaron.

Eso es lo único que sé de cierto.

Ellos me llamaron, y yo acudí. No podía hacer otra cosa, pues la voluntad del conjunto de la humanidad era un vínculo muy poderoso que me presionaba a través de las ataduras del tiempo y de las cadenas del espacio y me arrastraba hacia ella.

¿Por qué fui yo el escogido? Todavía no lo sé con certeza, aunque ellos creían habérmelo dicho. Y ahora ya está hecho y aquí estoy. Aquí estaré para siempre y si, como me repiten los sabios, el tiempo es cíclico, algún día regresaré a la parte del ciclo que he dejado atrás y que he conocido con el nombre de siglo XX después de Cristo en la era del Hombre. Sí, algún día regresaré pues, sin que mis acciones o mis deseos tengan nada que ver en ello, soy un ser inmortal.

1. Una llamada a través del tiempo

En ese lapso de tiempo que transcurre entre la vigilia y el sueño, la mayoría de nosotros hemos experimentado la fantasía de escuchar voces, fragmentos de conversaciones, frases murmuradas en tonos no familiares. A veces, intentamos con centrar nuestras mentes para poder escuchar más, pero rara vez lo conseguimos. Estas fantasías reciben el nombre de alucinaciones hipnagógicas, es decir, son el inicio de los sueños que posteriormente experimentaremos mientras dormimos.

En mi fantasía había una mujer. Un niño. Una ciudad. Una ocupación. Un nombre: John Daker. Un sentimiento de frustración. Una necesidad de satisfacción. Aunque yo les amaba. Sí, yo sabía que les amaba.

Era invierno y yo estaba acostado miserablemente en una cama fría, con la mirada fija en la luna que asomaba tras la ventana. No recuerdo cuáles eran mis pensamientos con exactitud. Era algo relacionado —de eso no tengo la menor duda— con la mortalidad y la futilidad de la existencia humana. Entonces, entre la vigilia y el sueño, empecé a escuchar voces cada noche...

Al principio no hice caso, esperando caer dormido inmediatamente, pero las voces continuaron y empecé a intentar comprender lo que decían. Creía que podía ser un mensaje de mi subconsciente, pero la palabra que más se repetía en aquellas frases era para mí un galimatías incomprensible:

Erekosë… Erekosë… Erekosë…

Me resultaba imposible reconocer el idioma en que hablaban las voces, aunque me sonaba extrañamente familiar. A lo que más me parecía que se asemejaba era al idioma de los indios sioux, pero yo no sabía más que cuatro palabras en esa lengua.

Erekosë… Erekosë… Erekosë…

Cada noche redoblaba mis esfuerzos por concentrarme en las voces y, poco a poco, empecé a experimentar alucinaciones hipnagógicas cada vez más poderosas, hasta que una noche me pareció que me liberaba por completo de mi cuerpo físico.

¿Acaso había permanecido una eternidad en el limbo? ¿Estaba vivo... o muerto? ¿Era quizás el recuerdo de un mundo que quedaba en el remoto pasado o en el futuro distante? ¿Un recuerdo de otro mundo que parecía más cercano? ¿Y los nombres? ¿Quién era yo, John Daker o Erekosë? ¿Era alguno de los dos? Muchos otros nombres —Corum, Bannan, Flurrun, Aubec, Elric, Rackhir, Simon, Cornelius, Asquinol, Hawkmoon— se sucedieron por los ríos fantasmales de mi mente. Permanecí suspendido en la oscuridad, inmaterial y sin cuerpo. Llegó hasta mí una voz de hombre. ¿Dónde estaba quien me hablaba? Traté de verle pero carecía de ojos con losque mirarle...

«Erekosë, el Campeón, ¿dónde estás?».

Otra voz:

«Padre... no es más que una leyenda...»

«No, Iolinda. Noto que me está escuchando. Erekosë»

Intenté responder, pero carecía de lengua con la que hablar.

Entonces, todavía medio despierto, me invadieron unos ensueños agitados de una casa en una magnífica ciudad de los milagros, una ciudad mugrienta y de gran tamaño, atestada de máquinas de colores deslustrados, muchas de las cuales transportaban pasajeros humanos. Aprecié varios edificios de hermosas líneas bajo la capa de polvo, y otras construcciones más brillantes y no tan hermosas, de líneas austeras y numerosas ventanas. Escuché gritos y ruidos estridentes.

Un grupo de jinetes galopaba por el campo abierto, suavemente ondulado. Los caballeros refulgían con sus armaduras recubiertas de oro y sus penachos de vivos colores en lo alto de sus lanzas teñidas de sangre seca. En sus rostros se apreciaba un profundo cansancio.

Aparecieron entonces en mi sueño más y más rostros, algunos de los cuales creí reconocer vagamente. Otros me resultaban completamente desconocidos. Muchos de ellos iban cubiertos de extrañas vestimentas. Observé a un hombre de mediana edad y cabellos canos, que llevaba una corona alta en la cabeza, de hierro con incrustaciones de diamantes. El hombre abrió la boca y le escuché decir:

«Erekosë. Soy yo, el rey Rigenos, Defensor de la Humanidad...

»Volvemos a necesitarte, Erekosë. La Jauría del Mal se ha apoderado de un tercio del mundo y la Humanidad está agotada en su batalla contra ellos. Ven a nosotros, Erekosë. Condúcenos a la victoria. Esos seres perversos han plantado su corrupto estandarte desde las llanuras del Hielo Fundente hasta las montañas del Dolor, y me temo que prosigan más aún su avance en nuestros territorios.

»Ven a nosotros, Erekosë. Llévanos a la victoria. Ven a nosotros, Erekosë. Llévanos a...»

La voz de mujer sonó de nuevo:

«Padre, eso no es más que una tumba vacía. Ni siquiera contiene la momia de Erekosë, cuyos restos hace ya mucho que se redujeron a polvo y se esparcieron en el viento. ¡Vayámonos y regresemos a Necranal para ponernos al frente de nuestros camaradas vivos!»

Me sentí como un hombre a punto de desmayarse que luchara por conservar la conciencia pero que, pese a sus esfuerzos, no lograra controlar su propio cerebro. Intenté de nuevo responder a la llamada, pero no lo conseguí.

Era como si estuviera retrocediendo en el tiempo mien tras cada átomo de mi ser intentaba ir hacia delante. Me embargó la sensación de poseer un tamaño gigantesco, como si estuviera hecho de piedra y tuviese unos párpados de granito de tamaño kilométrico... Unos párpados que me resultaba imposible abrir.

Y, un segundo después, me sentí diminuto, como la más ínfima mota de polvo del espacio sideral. No obstante, pese a todo, sentí que pertenecía más al todo universal como ente minúsculo que como piedra gigantesca.

Los recuerdos iban y venían en mi mente.

El panorama completo del siglo XX, sus descubrimientos y sus falsedades, sus bellezas y amarguras, sus satisfacciones, rivalidades y autoengaños, sus fantasías supersticiosas a las que se daba el nombre de ciencia, penetraron en mi mente como el aire penetra y llena el vacío.

Sin embargo, todo ello duró sólo un momento, pues al segundo siguiente todo mi ser fue lanzado a otra parte, a un mundo que era la Tierra, pero no la Tierra de John Daker y tampoco exactamente el mundo del difunto Erekosë...

Había tres grandes continentes, dos de ellos juntos y separados del tercero por un vasto océano salpicado de muchas islas, grandes y pequeñas.

Vi un océano de hielo que, por alguna razón, sabía que estaba contrayéndose: eran las llanuras del Hielo Fundente.

Contemplé el tercer continente, cubierto de una flora lujuriante, densos bosques y lagos azules, y circundado en sus costas septentrionales por una impresionante cadena de montañas, las montañas del Dolor. Y al verlas supe que aquél era el territorio de los Eldren, a los que el rey Rigenos había denominado la Jauría del Mal.

Aprecié entonces, en los otros dos continentes, los campos de trigo del oeste del continente de Zavara, con sus elevadas ciudades edificadas con rocas multicolores, las opulentas ciudades de Stalaco, Calodemia, Mooros, Ninadoon y Dratarda.

Allí estaban los grandes puertos de Shilaal, Wedmah, Sinara y Tarkar, y Noonos con sus torres tachonadas de piedras preciosas.

Y vi después las ciudades-fortaleza del continente de Necranala con su capital, Necranal, que era la más importante de todas, erigida sobre una impresionante montaña, alrededor de ella y en sus entrañas, y coronada por el inmenso palacio de sus reyes guerreros.

Empecé a recordar entonces mientras, en el fondo de mi conciencia, escuchaba una voz que me llamaba,
Erekosë... Erekosë...Erekosë...

Los reyes guerreros de Necranal, reyes durante dos mil años de humanidad unida, en guerra y unida otra vez. Los reyes guerreros de los cuales el rey Rigenos era el último con vida, ya un anciano y con sólo una hija, Iolinda, para continuar la estirpe. Rigenos, viejo y cansado de odiar, pero lleno todavía de odio. De odio contra el pueblo no humano al que denominaba la Jauría del Mal, el enemigo ancestral de la humanidad, salvaje y temerario, vinculado —se decía— a la raza humana por una débil línea de sangre producto de la unión entre una antigua reina y Azmobaana, el Malvado. Un pueblo odiado por el rey Rigenos como inmortales sin alma, como esclavos de las perversas maquinaciones de Azmobaana.

Y, por odio, Rigenos invocaba a John Daker, a quien llamaba Erekosë, para que le ayudara en la guerra contra ellos.

—Erekosë, te ruego me respondas. ¿Estás dispuesto a venir?

La voz de Rigenos, potente, resonaba como el eco y, tras una breve lucha, conseguí responder con una voz que también parecía un eco.

—Estoy dispuesto —contesté—, pero me parece estar encadenado...

—¿Encadenado? —respondió la voz de Rigenos con un aire de consternación—. Entonces, ¿eres prisionero de los temibles esbirros de Azmobaana? ¿Estás atrapado en los Mundos Fantasmas?

—Quizá, pero no lo creo. Son el tiempo y el espacio los que me encadenan. Me separa de ti un abismo sin forma ni dimensión...

—¿Cómo podemos tender un puente sobre ese abismo y traerte hasta nosotros?

—Los muros unidos de la humanidad pueden ser la solución.

—Ya estamos rezando para que puedas venir con nosotros.

—Seguid, entonces —añadí.

Sentí que de nuevo volvía a caer. Creí recordar risas, tristeza, orgullo... Luego, de pronto, más rostros. Sentí como si fuera testigo de la muerte de todos los hombres y mujeres que había conocido a través de los tiempos, y por fin un rostro se superpuso a los demás: eran la cabeza y los hombros de una mujer de asombrosa belleza, con sus cabellos rubios recogidos bajo una diadema de piedras preciosas que parecía iluminar la dulce expresión de su rostro ovalado.

—Iolinda —murmuré.

Ahora la veía con más claridad. Estaba asida del brazo del hombre que lucía la corona de hierro y diamantes. El rey Rigenos.

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