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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (5 page)

¿Qué derecho tenía yo a conducir a la humanidad en una guerra que podía decidir su propia existencia? Ninguno, en verdad.

Y entonces llegó a mi mente otro pensamiento, más lleno de autocompasión.

¿Qué derecho tenía la humanidad a esperar tanto de mí?

Por decirlo así, me habían despertado del sopor que me había ganado llevando una vida decente y tranquila como John Daker. Y ahora me imponían su voluntad, exigiendo que les devolviera la confianza y, sí también, el convencimiento en la justicia de su lucha, que empezaba a decaer entre ellos.

Continué en la cama y, durante unos minutos, odié al rey Rigenos, a Katorn y al resto de la raza humana, incluida la rubia Iolinda que me había hecho plantearme la cuestión.

Erekosë, el Campeón, el Defensor de la humanidad, el Mayor de los Guerreros, permaneció en su lecho sintiéndose infeliz, casi lloroso, sintiéndose profundamente apesadumbrado por sí mismo.

5. Katorn

Me levanté por fin y me vestí con una túnica sencilla, tras haber sido bañado y afeitado, con gran turbación por mi parte, por los esclavos que me habían asignado. Después acudí solo a las salas de armas para recoger mi espada del lugar donde colgaba, envainada, sostenida entre dos ganchos.

Desenvainé la hoja y, de nuevo, una especie de exultación me invadió. De inmediato, olvidé mis dudas y escrúpulos y me eché a reír mientras la espada hacía vibrar el aire sobre mi cabeza y mis músculos se flexionaban bajo su peso.

Hice una finta con la espada y me pareció como si el arma fuese una parte de mi propio cuerpo, una nueva extremidad cuya presencia no hubiese advertido hasta entonces. Lancé un golpe a fondo, recuperé la posición de partida y bajé por fin la punta del arma. El mero hecho de tenerla en la mano me llenó de alegría.

La espada me convertía en algo superior a lo que nunca había sentido. Me convertía en un hombre, en un guerrero, en un campeón.

Y todo ello pese a que, en mi personalidad como John Daker, sólo había sostenido una espada en mis manos un par de veces en toda mi vida, manejándola de la manera más torpe, según la opinión de aquellos amigos míos que se consideraban expertos en esgrima.

Por fin, a regañadientes, envainé la espada al ver a un esclavo que rondaba a cierta distancia. Recordé una vez más que sólo yo, Erekosë, podía sostener aquella espada y seguir con vida.

—¿Qué sucede? —pregunté al esclavo.

—Es lord Katorn, amo. Desea hablar contigo.

Colgué de nuevo la espada de sus ganchos en la pared.

—Dile que pase —indiqué al esclavo.

Katorn entró en seguida. Parecía haber aguardado un buen rato a que le recibiera y no traía un mejor humor que cuando nos encontramos por primera vez. Sus botas, que parecían llevar suelas metálicas, resonaban sobre las losas de la sala de armas.

—Buenos días tengas, lord Erekosë —dijo Katorn como saludo.

—Buenos días, lord Katorn —respondí con una inclinación de cabeza—. Lamento que hayas tenido que esperar. Estaba probando esa espada...

—La espada Kanajana... —murmuró Katorn, contemplando el arma con aire meditabundo.

—La espada Kanajana —asentí—. ¿Quieres tomar un refresco, lord Katorn?

Estaba haciendo un gran esfuerzo para mostrarme agradable con él, no sólo porque no me convenía tener por enemigo a un guerrero tan experimentado cuando precisamente se estaban preparando los planes bélicos, sino también porque, como ya he expuesto, había llegado a comprender perfectamente su situación.

Sin embargo, Katorn no deseaba apaciguarse.

—Ya he desayunado al amanecer —dijo—. He venido a tratar temas más urgentes que la comida, lord Erekosë.

—¿Cuáles son esos temas? —pregunté, conteniendo virilmente mi malhumor.

—Asuntos de guerra, lord Erekosë, ¿qué, si no?

—Naturalmente. ¿Y qué temas específicos deseas tratar conmigo, lord Katorn?

—Considero que debemos atacar a los Eldren antes de que ellos se lancen contra nosotros.

—La mejor defensa es un buen ataque, ¿no es eso?

Katorn pareció sorprendido al oír mis palabras. Era evidente que no había escuchado la frase con anterioridad.

—Exactamente, Erekosë. Casi se diría que piensas como un Eldren, con esa facilidad de palabra que tienes...

Katorn estaba provocándome deliberadamente, pero me tragué la insinuación.

—Así pues, les atacaremos —dije—. ¿Dónde?

—Eso es lo que tendremos que decidir entre todos los que participan en la planificación de esta campaña, aunque parece haber un lugar perfecto para nuestro ataque.

—¿Cuál?

Katorn dio media vuelta y avanzó hasta la siguiente estancia, de la que regresó con un mapa que extendió sobre un banco. Era un mapa del tercer continente, Mernadin, que controlaban por completo los Eldren. El capitán de la guardia sacó su daga y la clavó en un punto que la noche anterior ya había visto señalado en el pergamino.

—Paphanaal —murmuré.

—Aunque es el punto lógico de un ataque inicial en una campaña como la que estamos proyectando, me parece improbable que los Eldren esperen de nosotros un movimiento tan osado, sabiendo que estamos cansados y bajos de fuerzas...

—Pero si estamos débiles y cansados —dije yo—, ¿no te parece que sería mejor atacar primero alguna otra ciudad menos importante?

—Te olvidas, lord Erekosë, de que nuestros guerreros han cobrado nuevos ánimos con tu llegada —replicó Katorn con sequedad.

No pude evitar una sonrisa al escuchar sus palabras, pero Katorn se irritó interiormente, enfadado porque no me había tomado como ofensivas sus provocaciones. Respondí a sus palabras con tranquilidad y flema:

—Tenemos que aprender a colaborar, Katorn. Yo admiro y respeto tu gran experiencia como jefe de guerreros, y reconozco que tienes un conocimiento de los Eldren mucho más reciente que el mío. Estoy seguro de que necesito tu ayuda tanto o más de lo que el rey Rigenos cree necesitar la mía.

Katorn pareció tranquilizarse un poco con mis palabras, carraspeó y prosiguió su exposición:

—Una vez tomada la provincia y la ciudad de Paphanaal, dispondremos de una cabeza de playa desde la que efectuar otros ataques al interior. Con Paphanaal de nuevo en nuestras manos, podremos decidir nuestra propia estrategia, iniciando las acciones en lugar de reaccionar a las iniciativas de los Eldren. Sólo después de que les expulsemos de nuevo a las montañas podremos emprender la tarea final de acabar con todos ellos. Nos llevará años, pero es lo primero que debemos hacer. Eso, sin embargo, será asunto de la administración militar ordinaria y no nos afectará directamente.

—¿Qué clase de defensas tiene Paphanaal? —pregunté.

—La ciudad confía fundamentalmente en sus naves de guerra —sonrió Katorn—. Si conseguimos destruir su flota, Paphanaal caerá fácilmente.

Vi que asomaban sus dientes entre los labios, formando lo que tomé por una sonrisa. Él me miró, transformando su expresión en otra de súbita suspicacia, como si me hubiera revelado demasiados detalles involuntariamente. Me fue imposible pasar por alto su gesto.

—¿Qué tienes en la cabeza, lord Katorn? —le pregunté—. ¿No confías en mí?

El guerrero controló de nuevo la expresión de su rostro.

—Tengo que confiar en ti —dijo con voz hueca—. Todos tenemos que confiar en ti, lord Erekosë. ¿Acaso no has vuelto para cumplir tu antigua promesa?

Estudié su rostro para descubrir el sentido de sus palabras.

—¿Tú lo crees así?

—Tengo que creerlo.

—¿Crees que soy Erekosë, el Campeón, que ha regresado?

—También tengo que creerlo así.

—¿Lo crees porque consideras que si no soy Erekosë, el Erekosë de las leyendas, entonces la raza humana está condenada?

Katorn bajó la cabeza con gesto de asentimiento. —¿Y si no soy ese Erekosë, lord Katorn? Éste alzó la cabeza.

—Tienes que serlo, mi señor. Si no fuera por una cosa, sospecharía...

—¿Qué sospecharías?

—Nada.

—Sospecharías que soy un Eldren disfrazado, ¿no es eso? Un astuto no humano que ha asumido el aspecto externo de un hombre, ¿verdad, lord Katorn? ¿Leo correctamente tus pensamientos?

—Demasiado correctamente —murmuró Katorn juntando sus espesas cejas y apretando los labios, reducidos a una línea fina y pálida—. Se dice que los Eldren tienen el poder de sondear las mentes, mientras que los seres humanos...

—Entonces, lord Katorn, ¿tienes miedo?

—¿De un Eldren? Por el Bienhechor, ya te enseñaré...

Y la poderosa mano del guerrero se posó en la empuñadura de su espada.

Yo levanté la mano y señalé la espada que colgaba envainada de los ganchos de la pared.

—Sin embargo —dije—, éste es el hecho que no cuadra en tu teoría, ¿no es así? Si no soy Erekosë, ¿cómo puedo entonces empuñar la espada del Campeón?

Katorn no llegó a desenvainar su arma, pero mantuvo la mano en la empuñadura.

—¿Es o no cierto que cualquier criatura viviente que toque la espada, sea humano o sea Eldren, morirá? —pregunté en tono reposado.

—Así dice la leyenda—asintió.

—¿Leyenda?

—Nunca he visto a un Eldren intentando empuñar la espada Kanajana...

—Pero debes considerar que así es, ¿no? De lo contrario...

—... de lo contrario, pocas esperanzas le quedan a la humanidad —completó la frase Katorn, casi como si hubieran de arrancársele las palabras de la boca una a una.

—Está bien, lord Katorn. Así pues, tienes que creer que yo soy Erekosë, invocado por el rey Rigenos para conducir a la victoria a la humanidad.

—No tengo más opción que creerlo así.

—Bien. Y también hay algo que yo, por mi parte, debo dar por seguro, lord Katorn.

—¿Tú? ¿Qué es?

—Debo tener la seguridad de que colaborarás conmigo en esta empresa. Que no habrá complots a mis espaldas, que no se me privará de informaciones que puedan ser fundamentales, que no intentarás buscar aliados contra mí entre nuestras propias filas. Ya ves, lord Katorn: podría suceder que fueran precisamente tus suspicacias lo que hiciera naufragar nuestros planes. Un hombre celoso y resentido contra su jefe es capaz de causar más daños que cualquier enemigo...

Katorn asintió y levantó los hombros, apartando la mano de la espada.

—Tengo esa observación en cuenta, mi señor. No soy estúpido.

—Sé que no lo eres, lord Katorn. Si lo fueras no me habría molestado en mantener esta conversación.

Le vi mover la lengua de un lado a otro de la boca, como si estuviera masticando mis palabras. Por último, murmuró:

—Y tú tampoco eres un estúpido, lord Erekosë.

—Gracias. No tenía idea de que me consideraras tan...

—Humm.

Se quitó el casco y se pasó los dedos por sus espesos cabellos. Comprendí que seguía dándole vueltas a algo en la cabeza.

Esperé a que dijera algo más pero, un instante después, Katorn volvió a colocarse el casco en la cabeza firmemente, se llevó un pulgar a la boca y se dio unos golpecitos con la uña sobre un diente. Luego retiró el pulgar y me contempló con intensidad durante unos segundos. Por fin, contempló el mapa y murmuró:

—Bien, al menos tenemos un acuerdo. Con eso resultará más sencillo terminar con esta hedionda guerra.

—Mucho más sencillo, en efecto —asentí. Katorn hizo una muestra de desdén—. ¿Qué tal es nuestra flota? —añadí.

—Sigue siendo bastante buena. No tanto como en otros tiempos, pero también estamos arreglando eso. Nuestros astilleros trabajan día y noche para construir naves más grandes y en mayor número. Y en nuestras fundiciones forjamos cañones poderosos con que armar esas naves.

—¿Y qué me dices de los hombres que tienen que tripularlas?

—Estamos enrolando a todos los que podemos. Hasta mujeres y niños son utilizados para algunos trabajos. Ya te hemos explicado, y era absolutamente cierto, lord Erekosë, que toda la humanidad está en lucha con los guerreros Eldren.

No respondí, pero empecé a admirar el espíritu de aquel pueblo. En mi mente tenía pocas dudas sobre la legitimidad de mi actitud. El pueblo de aquel extraño tiempo y lugar en que me hallaba estaba librando una batalla ni más ni menos que por la supervivencia de su especie.

Sin embargo, otro pensamiento acudió entonces a mi mente. ¿No podía decirse lo mismo de los Eldren? Aparté tal idea de mi cabeza.

Al menos, Katorn y yo teníamos algo en común: ambos nos negábamos a meternos en temas especulativos, morales o sentimentales. Teníamos una labor que realizar, habíamos asumido la responsabilidad de tal labor, y debíamos llevarla a cabo como mejor pudiéramos.

6. Preparativos de guerra

Así pues, me reuní con generales y almirantes. Estudiamos mapas y discutimos tácticas, y hablamos de logística, disponibilidades de hombres, animales y medios de transporte, mientras la flota seguía su construcción y se reclutaban como guerreros a todo tipo de gentes de los Dos Continentes, desde niños de diez años a ancianos de cincuenta o más, desde niñas de doce hasta mujeres de sesenta. Todos ellos se encuadraban bajo la doble enseña de la humanidad que llevaba las armas de Zavara y Necranala y el estandarte de su rey, Rigenos, y de su campeón en la guerra, Erekosë.

Con el transcurso de los días, fuimos perfeccionando los planes para la invasión por mar y tierra del principal puerto de Mernadin, Paphanaal, y de la provincia que rodeaba el puerto, también llamada Paphanaal.

Cuando no estaba conferenciando con los comandantes de los ejércitos y la flota, me adiestraba en el manejo de las armas y las monturas hasta que llegué a convertirme en un experto en ambas artes.

No era tanto una cuestión de aprender como de recordar pues, del mismo modo que me había parecido familiar el tacto de la espada al asirla por primera vez, la misma sensación tenía al sentir un caballo debajo de mí. Así como siempre había sabido que mi nombre era Erekosë (que, según me habían dicho, significaba «El que siempre está allí» en un antiguo idioma de la humanidad que ya no se utilizaba), también había sabido siempre cómo colocar una flecha en el arco y dispararla contra un blanco mientras pasaba ante él a lomos del caballo.

En cambio, Iolinda no me resultaba familiar de ese modo. Aunque había una parte de mí que parecía capaz de viajar a través del tiempo y del espacio y asumir muchas reencarnaciones, era evidente que tales reencarnaciones no eran las mismas. No estaba volviendo a vivir un episodio de mi existencia, sino que me había convertido de nuevo, simplemente, en la misma persona enfrentada a una serie de acontecimientos distintos, o al menos eso parecía. Tenía una sensación clara de disponer de libre albedrío, dentro de tales circunstancias. No me parecía que mi destino estuviera predeterminado, pero quizá lo estuviera. Quizá fuese en exceso optimista. Quizá, después de todo, era en realidad un estúpido y Katorn se había equivocado en su apreciación. El Estúpido Eterno...

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