Cuando Fiamma se estaba acabando de vestir escuchó a Martín abriendo la puerta. Hacía algunos días que no le veía; la preparación del cubrimiento informativo de la guerra le hacía madrugar mucho y llegar por la noche a horas invisibles. Le miró sin verle, mientras se cruzaban un volátil saludo que ninguno de los dos recogió. Fiamma arrastraba una culpabilidad apartante y se escudaba en los excesos de trabajo de su marido para no fomentar diálogos que podrían delatarla. Acabó de ponerse el sujetador, sintiendo vergüenza de que Martín la viera en ropa interior. Hacía tiempo que ninguno de los dos se reclamaba ninguna caricia, y aunque eran perfectamente conscientes de ello, no les convenía abordar el tema por temor a una posible reactivación de algo que de ningún modo deseaban. Martín rozó con la manga de su camisa el cuerpo de Fiamma y ni la miró. Se desnudó y metió rápidamente en el baño, evitando también que Fiamma al verle en paños menores tuviera algún arrebatador pensamiento pasional. La tensa semi-desnudez y el silencio calcáreo acabaron por desunir aún más sus desuniones y acelerar sus respectivas huidas, desconociendo que ambos se dirigirían a la misma calle a buscar felicidades que, juntos, habían sido incapaces de crear.
Fiamma se fue arreglando en lenta y mentirosa calma, maquillándose y desmaquillándose, mientras el rabillo de su ojo controlaba los movimientos de su marido; necesitaba que se fuera primero que ella para no tener que darle explicaciones de adonde irían a parar sus ganas esa noche. Por su parte Martín, que todo lo había resuelto con los temas de su trabajo, deseaba que Fiamma no estuviera en la habitación para, por lo menos, poder arreglarse tranquilo; temía que de repente su mujer se sacara de la manga alguna salida o montara algún plan de última hora. Miró con inquietud el reloj; tendría que irse inmediatamente o corría el riesgo de que le cerraran la floristería. Escapó como ventarrón, dejando en su huida una estela de perfume a naranja recién cortada que la nariz de Fiamma absorbió con avidez; cuando estaba a punto de cerrar la puerta le gritó que llegaría tarde.
Bajó las escaleras de tres en tres, y en menos de lo que pensaba llegó al puesto de Cristino Flores, donde sabía que encontraría aquellas rosas rojas de pétalos gruesos que tanto le gustaban a Estrella. Se entretuvo eligiendo las más bellas y esperó a que las manos del amanerado dueño crearan un delicadísimo ramo, que resultó bastante aparatoso. Mientras pagaba, ramo en mano, se le ocurrió una idea romántica: al final de la noche arrancaría sus pétalos y los dejaría caer en cascadas sobre el cuerpo desnudo de Estrella; llevaba cinco días de deseos retenidos. Se tragó a zancadas dos manzanas, y en la vinería de Cesáreo se llevó una botella de
Veuve Clicquot.
Con las manos cargadas y el salitre oxidado del ambiente que se le iba pegando en los cabellos, llegó empapado de ansiedad a la Calle de las Angustias.
Fiamma, que había salido cinco minutos después que Martín, decidió que iría a la Calle de las Angustias caminando; necesitaba recibir el aire marino de la noche; bordearía las viejas murallas. Mientras sus pies la llevaban, sus pensamientos se perdían entre su realidad cansada y esa especie de felicidad ingrávida que no podía situar en un contexto externo, pero que su interior vivía con total plenitud. Sus cavilaciones se iban introduciendo fantasiosas en las grutas ignoradas de su inconsciente. ¿Sería posible que este maravilloso estado de dicha se diera infinitamente, que esta llenura de amor nunca se vaciara? Al mismo tiempo que su corazón la interrogaba, su razón la recriminaba. ¿En qué enredo se había metido? Ella no estaba hecha para vivir una doble vida; no servía para relaciones clandestinas; no era como Máxima Pureza Casado, aquella antigua amiga de universidad que seguía manteniendo en secreto desde hacía veinte años una oscura relación con un siquiatra que le doblaba en edad, habiéndose casado y tenido hijos incluso con él, sin que su marido se hubiera dado cuenta. Fiamma no sabía cómo actuar en este caso, porque nunca había tenido ningún affaire; además, no sabía si lo que empezaba a sentir por David era eso: un affaire o, simplemente, era puro amor... Y entonces, ¿qué era lo que había sentido por Martín durante años?... ¿Qué era lo que les seguía manteniendo unidos? No paraba de formularse preguntas. Lo que sentía por su marido, en ese momento se le había convertido en una gran incógnita. ¿Qué le unía a él?... ¿La costumbre?... ¿El piso?... ¿Lo vivido?... ¿El temor al fracaso?... Un sentimiento maternal y protector sacudió la mente de Fiamma. Si, tal vez siempre lo había sentido como a un hijo desvalido al que debía proteger... De pronto, el recuerdo umbrío del marido se fue quedando difuso, pues delante de él otro recuerdo se impuso altivo. La evocación del pecho firme de David restregando su cuerpo terminó por desvanecer sus sombras y culpas. Cuando faltaban dos manzanas para llegar a la casa violeta, el alma de Fiamma empezó a recordar las horas plácidas y frenéticas vividas junto al escultor, chorreantes de vida como tierra empapada. Con David había aprendido a mezclar la ilusión del alma con el placer del cuerpo; se había dado cuenta que la división alma cuerpo, aquella que tanto había estudiado y en la que tanto había creído, no existía. Había tomado conciencia que el amor, como el ser, era un todo que abarcaba anhelos, realidades, plenitudes, vacíos, alegrías, tristezas, carcajadas, llantos, gritos y silencios. Sin darse cuenta, ella y David habían ido estimulando en cada cita todos sus sentidos. Un día, recreaban sus ojos descubriendo luces y sombras. Otro, provocaban lujurias de olores entre aceites, almizcles, esencias e inciensos; se olfateaban los cuerpos coronando éxtasis imposibles de describir. A veces, se lamían como gatos hasta saborearse el intelecto y las zonas erróneas. Habían ido cayendo en un amor tántrico, repleto de sensualidad, inteligencia y erotismo. Una mezcolanza de sentires infinitos a los que ella no podía renunciar.
Cuando le faltaban pocos metros para llegar, casi cae desmayada de la impresión. La figura de su marido la aterrizó de un bofetón al suelo; parecía dirigirse a su encuentro, cargado con un ramo de rosas y un paquete que contenía algún licor. Tuvo que reponerse de la impresión que le había dejado su rostro sin sangre. Se había quedado blanca, lívida. ¿Qué estaba haciendo Martín Amador por allí?... ¿Y ella?... ¿Qué le diría?... ¿Adónde se dirigía tan acicalada?... ¿Qué estaba pasando?... ¿Por qué las rosas?
Mientras Fiamma trataba de quitarse de encima las preguntas que se le habían pegado como sanguijuelas a su miedo y decidía si poner cara de «paseante plácida» o de «sicóloga circunspecta», Martín no daba crédito a lo que veían sus ojos. No era una alucinación. Fiamma dei Fiori se dirigía a él. ¿Se habría enterado de algo?... ¿Le vendría siguiendo?... ¿Qué hacía su mujer en la Calle de las Angustias un viernes por la noche?... Reflexionó rápido. Ella tampoco le había dicho si se quedaría en casa; simplemente, él lo había dado por supuesto... ¿Y ahora qué pasaría?... Pero del mismo modo que las preguntas se le amontonaban amenazando aplastarle, otra cantidad de frases corrieron a auxiliarle.
Cuando la tuvo delante, lo último que quería decir le salió de primero. Se fue metiendo en el hueco de donde quería salir. Le explicó que «quería darle una sorpresa, pues llevaban muchos días sin verse», —mientras lo decía por fuera, por dentro se iba recriminando diciéndose a sí mismo que qué locura estaba diciendo—... pero continuaba... «que le iba a dar esas flores, y a sugerirle que se quedaran en casa y cenaran juntos»... —por dentro se decía: pero ¿qué le estás diciendo?—... pero continuaba... «que había comprado champagne para acompañar la cena»... —por dentro se decía: no digas más—... pero continuaba...» y que le sabía muy mal que le hubiera descubierto la sorpresa»... —eso sí era verdad, pero no de la manera que ella creía—... Le fue entregando a regañadientes el ramo, que ella recibió ofreciendo su boca fría, todavía matada por el susto. Por más que pidió a sus labios que sonrieran, los dientes se negaron a engalanar su cara. Tuvo que recurrir a las palabras de cortesía que su madre le había enseñado cuando niña: «No hacía falta... Qué bonitas... Por qué te pusiste... Muchas gracias... Huelen muy bien...».
Emprendieron apáticos el regreso a casa, arrastrando a desgana sus mutuas tristezas empantanadas de decepción y soledad, que empezaron a rodar por la Calle de las Angustias como ríos achocolatados y se colaron por las puertas del número 57 y del número 84, inundando de desencuentro y frustración todos los rincones.
Al llegar al portal de su piso, desencajados de pena y con el corazón como pasa de corinto, Fiamma y Martín se tragaron sus ganas, que pasaron raspándoles el alma. Fiamma colocó las aturdidas rosas, que decidieron marchitarse en el jarrón; Martín metió la botella de champagne en la nevera. Cuando la cena estuvo lista, se pusieron uno delante del otro y terminaron haciendo, entre conversaciones pesarosas, una gran noche de retazos pardos.
Desgraciados aquellos
cuyo corazón no sabe amar
y que no han podido conocer
la dulzura del llanto.
VOLTAIRE
Fiamma se duchaba cuando descubrió en una esquina de la pared una mancha negra. Lo que a simple vista parecía una sombra en realidad era una enorme mariposa negra. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza y la dejó con los pelos de punta. No veía este tipo de insectos desde que era pequeña. Recordaba que su madre les tenía pavor, pues estaba convencida de que eran emisarios de malos augurios. Fiamma, que había recibido en herencia ese legado pavórico, salió disparada de la ducha completamente enjabonada, y escurriendo champú por los ojos empezó a dar tumbos tratando afanosamente de espantarla, pero la mariposa se agarraba a la pared como si hiciera parte de ella; entonces empezó a gritar aterrorizada, pero los gritos no fueron socorridos por nadie, ya que Martín había madrugado como siempre para escapar de su vista. Salió del baño desnuda y, como pudo, llegó a la cocina, buscando la escoba para tratar de sacar de su casa el oscuro bicho volador. Después de una frenética pelea a escobazo limpio, la pobre mariposa cayó rendida al suelo. Cuando pudo verla de cerca, inerte y derrotada, Fiamma se entristeció por ella; ni era tan negra como la había visto, ni tan fea como parecía. La muerte la había hecho bella; la levantó por las alas para arrojarla a la terraza y todo el polvillo ceniciento quedó en sus dedos, tiznándolos de negro; trató de limpiar los, pero entre más se los restregaba, más se repintaban. Sus manos tuvieron que llevar durante muchos días el obligado luto de la mariposa; había sido la única venganza a la que había tenido derecho el pobre insecto.
Durante los días que siguieron al encuentro de Martín en la Calle de las Angustias, Fiamma había evitado encontrarse con David, pues cuando le veía quedaba enferma de amor y todo su mundo se trastornaba, resultando, después de estar con él, totalmente inhabilitada para practicar su oficio. Un día había pasado por la consulta de su supervisor, pero cuando lo tuvo delante no fue capaz de sincerarse y enfrentar el hecho de que su vida afectiva estaba interfiriendo en el ejercicio de su carrera. Hacía ya tiempo que le aburrían las historias de sus pacientes; se le salían bostezos, miradas al reloj, algún cabeceo o intervención nefasta; su mente vagabundeaba entre sus sentidos más sentidos; en el fondo, cada tarde quería correr al encuentro de su escultor, pero se castigaba evitándolo. Estaba muy preocupada de que Martín se llegara a dar cuenta que le estaba siendo infiel, ya que por nada del mundo hubiera querido hacerle daño; prefería hacérselo a ella misma antes que a él. No soportaba ver sufrir a la gente, y menos a alguien querido. Así que, como siempre, eligió su dolor al dolor ajeno.
David, que se moría por verla pero que de ninguna manera quería presionarla, se había volcado en acabar la espectacular escultura que había empezado con ella, y aunque religiosamente le enviaba cada mañana algún mensaje con
Passionata
, aprovechaba sus pausas de descanso para inundarle de amor con más mensajes, envidiando a la roja paloma. En cada uno de ellos escribía la hora, para que ella supiera que en todos sus instantes la tenía consigo.
Fiamma ya no sabía dónde esconder tanto papelito. Adoraba el picoteo mensajero en su ventana porque sabía que siempre le traía palabras enroscadas, de coloradas vehemencias; eran sus dosificadas alegrías.
Estaba sumergida en un profundo pozo de confusiones. Afrontar ante la vida su fracaso, o ante los ojos de Martín, iba a ser el caso más difícil al que se había enfrentado en su vida. Cuando pensaba que perdería a Martín, le dolía el alma. Pero cuando pensaba en dejar a David, el dolor era igual o más agudo. Quedarse con los dos era imposible, pues tarde o temprano todo quedaría al descubierto. ¿Sería posible que les amara a ambos?
Había concluido que el día que había conocido a David se le había partido en dos su corazón.
Encargó a los días la dura tarea de enderezar sus emociones, pero cuando se dio cuenta de que en lugar de encauzarlas las estaba torciendo aún más, decidió actuar.
Lo había resuelto aquella mañana, mientras se dirigía a la consulta, desafiando unos vientos arrebatados que casi la levantaron del suelo. Al llegar, el pelo se le había enredado como en aquellos jóvenes días de revolcado amor vividos con Martín en la playa. Se puso la bata, y buscando un informe en los cajones del escritorio, por entre los papeles removidos, una vieja caracola «saltó», destapando con su presencia recuerdos viejos de su noviazgo con Martín. Había olvidado que llevaba todos los años escondida en esa oscuridad de pino seco. La cogió, y de ella empezaron a salir palabras dichas y besos dados, risas y momentos de alegría; aquellas ingenuas certezas de los veinte años, de creer estar frente al amor completo que llenaría de gozo cada día de su vida. Quiso espantar el recuerdo, pero en lugar de ello se puso la caracola en la oreja. El sonido de las olas le llegó nítido, lleno de espumas y ondas. Logró cristalizar en su memoria el reflejo verde de un pez multiplicado, capturado por la cámara de Martín cuando se dedicaba a cazar con ella cuanta belleza le impresionaba. Ella le había llamado el «cazador de almas», pues en cada fotografía que hacía, Fiamma siempre había encontrado el alma viva del objeto retratado. Martín era capaz de encontrar en un viejo amarre de barca el dolor más profundo de sus nudos. Sabía que en lo inerte también se hallaba aprisionada la vida. Con Fiamma habían descubierto en una vieja librería un oscuro libro japonés que hablaba sobre el wabisabi: la quinta esencia del oscurantismo estético; una especie de filosofía visual que entrañaba en lo más hondo la subjetividad de la belleza; habían dedicado largas tardes a descubrir en las cosas menos llamativas ese espíritu austero que se escondía tímido entre desgastes y soledades. Durante años Fiamma se había dedicado a fotografiar los cielos, buscando también allí encontrar el alma de las formas. Y lo había logrado. Con las cientos de fotos disparadas a ese cosmos azul había creado «el gran álbum de los cielos», que contenía tal diversidad de figuras que nadie creía, salvo Martín, que todo ello se había visto alguna vez en el firmamento. ¡Eso les había hecho tan felices! Ahora, con la caracola en la mano, Fiamma se preguntaba dónde habían quedado esos pasatiempos tan pausados y profundos, tan ricos en experiencias. La evocación de su pasado le activaba aquel amor que había sentido por Martín, y ese fuego, a su vez, terminaba avivando las llamas de su sentir presente: su amor por David.