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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (23 page)

BOOK: De los amores negados
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Para Fiamma dei Fiori, ese sábado había sido mágico. Durante toda la noche había visto desfilar constelaciones, tendida en la cama de David que no paraba de iluminarle el rostro con sus besos. Habían jugado a adivinar si era Venus o Marte aquella estrella brillante que acariciaba la barriga de la luna. Se les fueron los ojos en el telescopio saltando de un planeta a otro, como si sus pies brincaran sobre una gran rayuela dibujada en el cielo. Se bañaron en los mares lunares; se contaron sus juegos y travesuras de niñez y descubrieron juntos que ese cielo nocturno era como una inmensa cobija negra, llena de pequeños agujeros por donde se colaba la luz brillante de la vida.

Celebraron el nacimiento del domingo bailando, desnudos y abrazados, un tango de Gardel. Abajo les aguardaba una nueva escultura: la huella seca de cuatro manos que habían marcado de pasión el sencillo bloque de barro. De ello, más adelante David haría una gran escultura que presidiría el gran hall de la Escuela de Bellas Artes.

Ese fin de semana Fiamma volvió a la Calle de las Almas convertida en una experta en el arte de tocar; había aprendido con maestría a manosear el barro y el hombre. Su cuerpo había sentido una explosión de estrellas mientras la amaban; sus ojos habían visto otra mientras amanecía. Ahora sabía amasar ilusiones, despuntar alegrías, cincelar augurios y perfilar un posible futuro incierto. Cuando estaba a punto de llegar a su casa, se encontró con la tristeza en el camino. No sabía cómo enfrentar esta nueva situación. La había vivido a través de algunas de sus pacientes, pero nunca se había imaginado lo doloroso que podía ser llegar a sentir la dicha en brazos de un hombre ajeno, no porque perteneciera a otra, sino porque ella no pertenecía a él. Ahora llevaba dos cosas nuevas en el alma: el complejo de culpabilidad por su infidelidad y un indescriptible gozo que nadie le podría arrebatar.

Martín ya había llegado. Se lo encontró asomado al balcón, muy pensativo. Ni siquiera se giró a mirarla. Le lanzó un saludo destemplado, al que ella contestó rápidamente para no distraer sus presurosas ganas de meterse en la habitación. Se miró al espejo y descubrió un brillo impresionante en sus ojos y una lozanía en su cara que no tenía nada que ver con aquella que había visto el día anterior. Había rejuvenecido años. Se veía viva, con la sangre enarbolada en las mejillas que se le izaba altiva delatando su alegría. Por primera vez tuvo que maquillarse sus rubores, escondiéndolos tras una gruesa capa de polvos blanquecinos.

No sabía en qué cajón del alma esconder su tesoro. Abría y cerraba los cajones de su armario sin encontrar el vestido que disfrazara de cordura sus locos arrebatos. Por fin se serenó y salió cubierta de desgana cansada a preguntarle a Martín si cenaría; ella no podría morder ni un trago de agua. Martín le contestó que no tenía hambre y que al día siguiente tenía que madrugar. Se metería a la cama pronto. Le dio un beso de hermano y se alejó con su silencio. Fiamma no quería meterse en la cama con él, pues temía que en su cuerpo se le notara la otra cama. Le dijo que se quedaría un rato en el balcón. Necesitaba reflexionar en la hamaca donde hacía algunos minutos las pesadumbres de Martín se habían balanceado.

Allí, mientras la hamaca iba, ella se iba en alegrías. Cuando la hamaca volvía, ella volvía en sus tristezas. En este ir y venir se le pasó la noche. A la mañana siguiente tenía la cabeza demasiado desordenada para entender a ninguna paciente.

Le costó acomodar la mente y situarla en el contexto de «profesional de las almas»; todavía llevaba las huellas de los dedos de David revoloteándole en el cuerpo cuando dejó pasar a su primera paciente de la mañana. Se llamaba Renunciaciones Donoso, y había ido a verla porque decía que, de un terrible susto, había perdido el alma; el hecho había ocurrido en su propia casa y de eso hacía ya tres meses. Desde entonces la iba buscando como sombra en pena por cuanto rincón encontraba: debajo de la cama, dentro de los zapatos, entre bolsos y camisas, detrás de puertas y ventanas, en la cocina y la nevera... sin resultados.

Nadie entendía por qué se le iban las horas en esa búsqueda infructuosa, porque a nadie le había dicho qué era lo que se le había perdido.

Venía porque sentía la imperiosa necesidad de resolver ese tema cuanto antes; necesitaba que le volviera el alma al cuerpo, pues se había dado cuenta que sin alma no se podía vivir. Le decía que aunque al principio le había parecido muy agradable estar sin ella porque había dejado de sufrir, también había descubierto que sin ella había dejado de sentir. No quería vivir más de esa manera, en esa levedad de cuerpo sin alma; necesitaba el peso de sus angustias y alegrías, con todas sus consecuencias.

Fiamma le pidió que le narrara cómo había ocurrido y ella se extendió en pormenores, convencida de que el hueco que llevaba en el pecho era como un boquete enorme que todos podían ver. Empezó a explicarle el hecho tratando de serenarse, pues con solo recordarlo el agujero le crecía.

Su marido, que era médico, la había engañado diciéndole que se iba de viaje a una convención de medicina preventiva. Ella, aprovechando, había corrido a llamar a su amante y cuando estaban en pleno acto de descontrición, había escuchado que alguien abría la puerta; era su marido que había vuelto sin irse.
In fraganti
y desesperada sólo había tenido el tiempo justo para esconder a su desnudo amigo detrás de una pequeña cómoda de patas altas; cuando su marido entró en el dormitorio, la cómoda se reflejaba perfectamente en el espejo de la entrada y las piernas peludas del amante que aún llevaba puestos los calcetines asomaban acusadoras. El solo hecho de ver a su marido delante del espejo delator le había producido un shock de pánico, que había dado lugar a una alocada risa por la que salía desatada a borbotones una gran bola blanca que parecía llevar alas. Su marido, al verla, atribuyó su risa a la alegría del encuentro inesperado, y aquella bola blanca a su deseo; y las sospechas que tenía de infidelidad se le esfumaron raudas por entre las piernas de su mujer, que acabó por perder del todo el alma en los aullados jadeos que le tocó dar para ahogar los ladridos de su pequeño chihuahua, mientras las piernas de su amante aguantaban estoicas a que el canino acabara de hacer sus líquidas necesidades sobre ellas al haberlas confundido con las patas del encogido mueble.

Mientras Renunciaciones le narraba la historia, Fiamma se fue contagiando de su susto y su cabeza empezó a imaginar terroríficas historias que acabaron por alterar sus nervios, agitándole los miedos nocturnos que la noche anterior la habían dejado en vela.

Por primera vez en la historia de su profesión rechazaría un caso; no podría de ninguna manera llevarlo con objetividad, dado su momento actual. Llamó a una colega y, aduciendo que tenía demasiadas pacientes se lo endosó, no sin antes acabar de escuchar el final de la historia que terminó con el amante escapando con la cómoda puesta a modo de faldilla, dando pasitos cortos hasta alcanzar la calle mientras era perseguido por el ridículo perrito.

Sólo le faltaba a Fiamma escuchar historias de infidelidades, ahora que llevaba a cuestas la suya. Por más esfuerzos que hizo durante toda la mañana, no logró concentrarse.

De camino al gimnasio,
Passionata
la alcanzó al vuelo. Llevaba otro papelito atado a su pata. Esa tarde David la esperaba en su casa. Con las palabras más amorosas, le rogaba que fuera; quería que le posara para una escultura.

Aquella mañana, David había encontrado en la cantera un grandioso bloque de mármol virgen y se le había ocurrido trabajar la piedra, sin tomar antes ningún apunte. Le seducía la idea de tallar directamente el bloque con su cincel y su martillo mientras Fiamma le hacía de modelo. Esa antigua técnica la había aprendido hacía muchísimos años en Pietrasanta, pero la había abandonado, ya que era mucho más cómodo modelar la pieza en barro, vaciarla en yeso y luego pasarla a la piedra copiando la forma, un trabajo que casi siempre dejaba para sus ayudantes. Pero la talla directa siempre le había fascinado. Le parecía que tenía una gran fuerza intestina, una carga emocional muy grande; un aire catastrófico sobrevolaba la pieza desde el inicio de la obra hasta el fin. Eliminar trozos de piedra, golpeándola a punta de martillo y cincel, era un hecho definitivo que no daba lugar a correcciones ni a arrepentimientos; totalmente opuesto a la arcilla, tan dúctil y benévola. Podía considerarse que la piedra era una malvada noble, mientras la tierra era una bondadosa campesina.

David había admirado a artistas como Modigliani, Brancussi, Lipchitz y Epstein que, en una época donde se imponían las modas fáciles, habían desafiado al mundo, golpeando con fuerza y rebeldía para rescatar del abandono lo más puro y fiel de la técnica, seguramente impulsados por algún revolucionario motivo, como el amor. Pero a él siempre le había faltado ese motivo; ahora lo tenía. Con Fiamma podía romper moldes porque se sentía más escultor que nunca. Con unas ganas imperiosas de expresarse en la piedra y dar volúmenes a sus deseos. La escultura, que hasta ahora había sido su vida, se le convertía en el instrumento para llegar a su amor. Sentía una lucidez nueva que podía darle aire fresco a su obra; tal vez hacerla menos elaborada y pulida pero, seguramente, más dramática y sobrecogedora. El solo pensar en ello le producía un egoísta gozo estético. Fiamma sería la generadora de ese nuevo escultor que saldría de él. El mensaje que le había enviado iba cargado de expectativas propias, pues si algo tenía era que siempre pensaba en él.

Fiamma se quedó con el papelito en la mano; era una invitación difícil de rechazar, una jugosa tentación después de lo que había vivido ese fin de semana. Pero tenía un serio problema: su tarde estaba llena de pacientes. Pensó de prisa, ya que, como siempre, la paloma esperaba anhelante su respuesta; terminó por sentarse en un banco que encontró vacío y en el primer papel que halló en el bolso escribió que no podía ir. Luego se quedó mirando fijo a
Passionata
y tachó con rabia lo escrito. La cabeza empezó a girarle con recuerdos que danzaban entre barros y estrellas. Iría. Cancelaría todas sus pacientes por una indisposición de última hora. Mientras su mano escribía un sí mayúsculo, su corazón iba repintando una plana infinita de múltiples siiiís; no podía faltar a esa cita. Volvió a sentir aquellos locos aleteos de mariposas en su estómago. Llamó de prisa a su secretaria, que todavía se encontraba en la consulta, y le pidió que lo cancelara todo, aduciendo que de repente se encontraba descompuesta; que seguramente había cogido uno de los dengues que esos días flotaban en el ambiente de Garmendia.

En el gimnasio resolvió hacerse unas cincuenta piscinas para cansar esa locura de encuentro que empezaba a convivir con ella y la hacía malvivir en la alegría triste. Ni siquiera fue capaz de esperarse a las campanadas de las tres. Sus pasos la fueron llevando hipnotizados y raudos por las calles vacías de transeúntes, entre un sol justiciero que le quemaba la cabeza y un asfalto hirviente, oloroso a alquitrán derretido y a sancocho de pescado; el almuerzo que ese mediodía seguramente estaría llenando los estómagos de muchos garmendios.

Cuando llegó a la casa violeta, un descomunal bloque de mármol se erguía imponente ocupando casi la totalidad del patio. David había hecho montar un gran andamio para irse moviendo por la piedra con soltura; enfrente del bloque, una ancha peana estaba preparada para acoger el cuerpo de Fiamma. David se deslizó ágilmente por entre tubos hasta alcanzar el suelo y corrió al encuentro de Fiamma, besándole con alegría en plena boca. Le dijo que había preparado para ella velos de suaves caídas, pues quería que se desnudara y vistiera como Isadora Duncan para un baile. Quería trabajar los pliegues de las telas, la transparencia de los velos en su cuerpo. Esculpir sus pies desnudos irrumpiendo en la piedra sin abandonarla por completo; tallar el nacimiento de una Fiamma etérea, que pertenecía a la piedra pero de la que podía emerger letárgica para tomar un pequeño soplo de vida externa.

Empezó a desnudarla y Fiamma se abandonó a sus manos, y aunque él llegó a besarle con dulzura sus senos, no se distrajo del objetivo que se había trazado para esa tarde. David Piedra era así. Le gustaba planificarlo todo y organizar muy bien su tiempo. Era ordenado y meticuloso. Como la escultura había sido el gran objetivo de su vida, había aprendido a mantenerse firme y riguroso en sus propósitos. Ese tesón le había regalado muchos triunfos, pero también le había ido alejando de la gente. Su concentración total en la piedra le mantenía al margen de la vida; le había aislado, aportándole ese aire enigmático que le envolvía y lo hacía parecer incluso distante y frío, aunque en el fondo fuera tierno y próximo. Su rostro, de facciones puras y ángulos marcados, le daban un aire de escultura griega. Siempre iba despeinado y con la mirada profunda, armada de lanzas afiladas que terminaban atravesando el alma.

Observó la altiva desnudez de Fiamma, y sobre ella empezó a crear su bailarina. Le fue anudando velos en el cuerpo, dejándole al descubierto casi la totalidad de un seno, como si la tela hubiera caído distraída sobre el pezón rosa y su punta erguida hubiera detenido su inminente caída. Cuando por fin creyó que estaba lista, la llevó al espejo y volvió a besarla con ternura, dejando resbalar sus labios por el cuello hasta cerrarlos en la punta del seno descubierto. Delante de su imagen, Fiamma se reconoció bella por primera vez. Dejó que David la condujera delicadamente hasta el pedestal y subió a él, ansiosa por asistir a algo tan nuevo. El escultor de sus sueños empezó a golpear el mármol. Al fondo, una música suave la invitaba a danzar entre las esculturas que rodeaban los arcos interiores.

Con cada martilleo, Fiamma empezó a sentir una increíble excitación. Una especie de turbado desasosiego. Como si presidiera una gran ceremonia de destrucción y creación simultáneas. Algo dramático y visceral que la empujaba también a martillar. Acababan de nacerle ardientes deseos de desafiar la piedra; de romperla y aporrearla, de destruir sus aristas, para ver surgir redondeces y formas curvilíneas femeninas fuertemente suaves. No quería trabajar como David la figura humana o, mejor dicho, la quería trabajar simplificándola; sus ganas se inspiraban en la naturaleza. Si ella pudiera dedicaría su vida al arte, pensó; pero no podía. Con cada golpe que David daba a la piedra, Fiamma iba enumerando la cantidad de frenos que le impedían dedicarse a su sueño. No podía abandonar a sus pacientes; ellas habían creído en ella y la necesitaban; le habían confiado sus penas y frustraciones, esperanzadas en que esas citas enderezarían sus caminos. No podía dejarlas tiradas en la cuneta del descarrío. Aunque Fiamma estuviera convencida de que en el fondo había nacido para ser escultora, para expresarse y transmitir todo el volcán contenido en su interior, la vida no era tan sencilla como para dejarlo todo por un sueño tan etéreo y poco práctico. ¿De qué viviría? ¿Qué pasaría con Martín? La voz de David pidiéndole que levantara los brazos le espantó sus reflexiones.

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