Cuando esa tarde empezó a hablar, Estrella sintió que se le atragantaban las palabras y le salían atolondradas y revueltas, en un discurso inconexo. Fiamma pudo ver cómo salían de su boca convertidas en nudos. Parecía poseída por una lengua sajona. Todas las vocales se le habían quedado enredadas entre las cuerdas. Salían zetas, equis, haches, jotas y kas que, apenas se encontraban desparejadas, volvían a entrar a la boca de Estrella buscando como locas sus compañeras. Para Fiamma era otro caso de «negación verbal», producido por exceso de palabras no dichas, típico en pacientes con soledades crónicas. Tuvo que pedirle que se tendiera en el sofá y respirara hondo. Hicieron relajación durante diez minutos. Fiamma bajó las persianas y puso una música, que más que música era un canto de olas roto por algunos trinos mañaneros; en verdad era una grabación que había hecho un amanecer de caminar solitario. Durante algunos minutos le hizo inspirar a fondo, al ritmo del sonido marino, hasta hinchar el estómago y luego vaciar todo el aire. Le habló muy suave, en voz baja y tono didáctico sobre las técnicas de meditación budista. La invitó a que eligiera cada mañana unos minutos para estar ella y su respiración en total conciencia y armonía, le dijo que eso le ayudaría a aquietar su mente; asimismo le hizo caer en cuenta del equilibrio que cohabitaba entre palabra y silencio. La llevó a visualizar los espacios blancos existentes entre las palabras, las respiraciones en medio de cada una de ellas. Cuando notó que su paciente podía hablar serena, volvió la luz y con ella la charla.
Estrella se incorporó más tranquila mientras retomaba el tema de
Ángel
. Había olvidado cuántas veces lo había visto. No sabía si entre recordarlo y vivirlo había una diferencia, lo que sí tenía claro era que desde el primer momento había quedado sujeta a él. No podía describir ese sentimiento con palabras, pues no le gustaba estar sometida a ningún afecto, pero esto era distinto, dijo. Eran ansias que la emborrachaban de alegría. Fiamma pensó en giogia, aquella palabra italiana que le enseñó su abuelo y que resumía ese estado, mientras Estrella seguía describiendo su sentir. Decía que presentir la proximidad de su encuentro la revitalizaba; a medida que las horas pasaban y le acercaban a
Ángel
, su corazón le latía acelerado. Su exaltación aumentaba hasta dejarla ebria de suspiros. Si se miraba la blusa, alcanzaba a ver cómo, en su lado izquierdo, la tela brincaba al compás de los latidos; le dijo que a veces había notado que en la oficina la gente la miraba sin atreverse a hablarle; ella sabía que ese ruido de péndulo ensordecedor que retumbaba en su despacho cada jueves era su corazón que se le desbordaba desquiciado. Desde el día anterior su alma empezaba a prepararse. Perdía las ganas de comer y hasta le costaba pasar saliva. Vivía pendiente del reloj, tratando de que las seis de esas tardes de jueves llegaran con urgencia, y cuando estaban juntos, ese reloj que la había acercado a él, se le convertía en su más odiado enemigo, pues también le apartaba de su dicha. Amaba a
Ángel
apasionadamente. Le deseaba.
Mientras hablaba, descubrió que tenía sentimientos mezclados. Por un lado quería vivirlo a plenitud; se imaginaba durmiendo con él, amaneciendo con él, viajando con él, en definitiva, compartiendo su vida. Por otro, pensaba en su anterior marido y se llenaba de un terror irracional que la paralizaba. Adivinando los miedos de Estrella y para ahondar más en su deseo manifestado de compartir más tiempo con
Ángel
, Fiamma le preguntó a qué se dedicaba aquel hombre. Ella, confusa, se quedó sin saber qué decirle. La verdad no era que supiera poco de él, es que lo desconocía todo, excepto el cómo le susurraba al oído, cómo la besaba y tocaba, cómo la miraba y de qué le hablaba. Salvo los afectos externos, todo su mundo era una incógnita.
Entonces Fiamma le pidió que le describiera en más detalle un día de encuentro; al hacerlo cayó en una trampa, pues sin darse cuenta empezó a depender de esa historia para satisfacer sus deseos, marchitos por los años. Mientras Estrella hablaba, paciente y terapeuta terminaron cerrando los ojos, dejándose ir por un momento en la narración, flotando en los efluvios del amor. En Fiamma nació una sana envidia. ¡Cuánto hubiera dado por ser Estrella una sola tarde para vivir toda esa borrachera de amor! Fueron unos minutos en que olvidó su norte y se dedicó a identificarse en todo el sentimiento de su paciente, algo que por nada del mundo una sicóloga podía hacer, pero lo que le explicaba era tan bello que por una vez se lo permitió todo, expidiéndose mentalmente una licencia de ensoñación. En el relato, Fiamma imaginó que era Estrella. Mientras la escuchaba, se fue metiendo en las interminables despedidas de besos que ésta narraba jugosamente, adoptando su lugar. Por un instante se vio a sí misma, desmadejada de amor, besando ¿
Ángel
enfrente de la capilla. Vivió todo lo que Estrella le contó. El dolor de la despedida de las diez, cuando el amante huía como cenicienta dejándole entre sus labios el jugoso sabor de su boca y el hueco de su abrazo en su cuerpo. Antes que Estrella levantara los párpados Fiamma despertó de su aturdimiento recuperando su papel de terapeuta; pensó que debía aconsejarla, aunque se tenía prohibido hacerlo. Quería que Estrella llegara a conclusiones por ella misma y no guiada por sus consejos; en realidad su trabajo como sicóloga consistía en acompañarla durante un tiempo en su camino y hacerle de espejo que reflejara sus propias actitudes; donde pudiera observarse desde fuera, como si observara el paisaje de otra; donde pudiera darse cuenta de sus comportamientos y reacciones para entrar a modificar, por convencimiento propio, conductas que no le hacían bien. Pero ese día pensó que tendría que darle alguna luz. La hizo reflexionar en por qué
Ángel
escapaba a las diez. ¿Sabía si tenía mujer? ¿Sabía que profesión tenía? ¿Sabía si tenía familia, hermanos tal vez? ¿Era garmendio? ¿Dónde vivía? ¿Conocía algún teléfono, algo que le diera alguna pista? Si quería que la relación avanzara, tenía que empezar a desvelar incógnitas. Le hizo pensar en su deseo ya casi incontrolable. Ese sano apetito carnal estaba pidiendo a gritos hacer el amor. Si
Ángel
no tomaba la iniciativa, le recomendó, tendría que hacerlo ella. ¿Por qué no se atrevía? ¿Qué podía perder? Estrella le dijo que el temor a desencantarse, a encontrar un ser vasto y violento detrás de esa fachada de dulzura la había detenido. En el fondo, Fiamma deseaba que la relación de Estrella fuera a más, no sólo por su paciente sino por ella misma; sin siquiera percibirlo, esa «Fiamma confidente» quería compartir y revivir en las citas de Estrella todos los pormenores de las escenas más amorosas y ardientes. Por eso la empujó con fuerza a tomar una actitud más activa en lo referente al sexo. La convenció para que hallase en
Ángel
un buen amante. La instruyó en el manejo del miedo. Le dijo que la mejor manera de vencerlo era enfrentándolo; que tenía que vivir hasta el extremo ese temor a la relación sexual para superarlo. La invitó a hacer un psicodrama. Por un momento la forzó a pensar que, enfrente de ella, en lugar de tener a su sicóloga, tenía a su ex marido. ¿Qué le diría? La llevó a revivir el momento más crítico de su relación marital y hasta que no paró de llorar y limpiar su dolor no la dejó marchar. Gastaron la tarde entera en preparativos y limpiezas de alma, tarde que se vio afectada por una larga cola de pacientes amontonadas que terminaron en la calle. Mientras la despedía, Fiamma volvió a advertirle lo importante que era enterarse un poco más de
Ángel
, aunque por otro lado le aconsejó que se dejara ir en el deseo desnudo y paladeara a fondo lo que nunca antes había paladeado. La abrazó con cariño y dejó que se fuera.
Estrella había salido más confundida de lo que había entrado. La sicóloga le había dejado en su cabeza tal cantidad de interrogantes que le iba a costar serenarse. Lo único que le había quedado claro era que haría el amor con él. Sólo pensarlo le llevó a sentir un vacío en el estómago. Era un martes. Todavía faltaban dos días para verlo. Pasó por una tienda de lencería y pensando en el jueves entró y se probó más de diez conjuntos de ropa interior. Al final se llevó uno de flores verdes y rojas y un juego de ligueros, aunque la verdad, con el calor que hacía, ponerse medias sería terrible pensó mientras pagaba, pero el conjunto era muy sexy y ella quería parecer más versada en estos temas; odiaba la mojigatería, pretendía verse bella al desnudo; por primera vez alguien podría admirar su ropa interior antes de arrancársela y hacerla añicos sin verla. Imaginó que la desnudarían con cuidado, o que tal vez la dejarían con el liguero puesto, algo que había visto en el catálogo de la tienda y que encontraba muy sensual. Se imaginó girando envuelta en los abrazos de
Ángel
hasta que la vendedora la aterrizó con el paquetito y el cambio.
Esos últimos días Martín había corrido como un loco con su caracola en el bolsillo buscando un artesano o grabador que pudiera tallar su poema. Un orfebre callejero, de los que se mantenían a la caza del turista en El Portal de las Platerías, le había mandado a un joyero bajito con cara de sabandija, arrugado como pasa, de antiparras y librea, que tenía su taller en la Calle del Carbón. Era muy conocido. Su único oficio había sido marcar todos los anillos de compromiso que lucían los garmendios en sus manos. A regañadientes cogió el pedido, recalcando con su voz chillona que lo haría con la letra que a él se le antojara; de antemano sabía que Martín lucharía por hacerlo a su manera, y eso serían más pesos. Después de discutir una hora, y a cambio de una suculenta propina, prometió tenérselo listo para el jueves antes de las seis. Discutieron la caligrafía y al final quedaron que copiaría con exactitud la de Martín, escrita en el papel.
Así que llegado el día, y después de una espera que se le hizo eterna, recogió su regalo feliz como si fuese un niño esperanzado en la noche de Navidad. Lo metió en una cajita que compró en una joyería y lo envolvió con un papel de seda verde, en el que antes había escrito una frase que había sacado de
Zen: recopilación de textos sabios
, uno de los libros favoritos de Fiamma que él supuso encantaría también a Estrella. Se retrasó pero allí estaba ella, en la capilla, esperándolo como cada tarde de jueves. La diferencia era que ese día Estrella había venido decidida a cambiar el rumbo de la conversación, llevándola a cosas más aterrizadas y reales; menos angelicales. Llevaba, terrenalmente hablando, unas ganas incontroladas de salir de tanto incienso y velamen, desnudar el cuerpo de
Ángel
y su identidad, pues hasta ese momento el nombre de
Ángel
se lo había puesto ella. Ese valor, recién estrenado, se debía a la conversación que había tenido con Fiamma; en realidad era el valor de Fiamma que haría acto de presencia esa tarde. Se metieron detrás de la imagen de santa Rita, patrona de los imposibles, y empezaron a besarse con hambre. Cuando se saciaron de beso, comenzaron a hablar. Martín ya se había acostumbrado a su otra identidad, la que le había dado Estrella cuando le había bautizado con el nombre de
Ángel
. Lo apartaba totalmente de su mundo monótono. Interiormente, le había dado licencia para actuar con las dos mujeres; por eso, cuando ella había querido descubrir su verdadero nombre, él se había escudado en el amor, en su identidad recién estrenada, en la que se sentía cómodo. El nombre de
Ángel
le había dado alas para ser un hombre nuevo y comportarse con más libertad y ternura; ser lo que nunca había sido con nadie. Ya no estaba bajo la identidad de Martín Amador, aquella persona educada a golpes y restricciones; ahora era
Ángel
a secas, sin apellido, profesión ni familia. Era un hombre convertido en
Ángel
por amor. Le dolía el alma pensar que un día este sueño se acabara, cuando desvelara no sólo que no era libre, sino que además tal vez nunca podría serlo ni compartir su vida con ella, pues no sabía qué cordón férreo le ataba tanto a Fiamma. Estaba seguro que Estrella le dejaría, a no ser que ella estuviera casada como él; entonces, el impedimento sería mutuo y estarían hablando de igual a igual, podría haber más comprensión; no existiría esa necesidad de posesión que al final terminaba matando el amor. Así que cuando Estrella le cuestionó, él prefirió evadir la pregunta entregándole rápidamente su regalo. Ella lo abrió con delicadeza, y se encontró con aquel pensamiento que él había copiado del libro de filosofía zen de Fiamma: «Cuando no puedes hacer nada, ¿qué puedes hacer?» Esa frase fue como un pararrayos para Martín. Lo libró de su confesión manifestada únicamente por su silencio. Un silencio que había dicho más que cien palabras gritadas. El texto oriental dejó pensando a Estrella. Sintió pena por
Ángel
. Había adivinado miedo en sus ojos. Se dio cuenta que le amaba por encima de todo; ¿qué más daba si se llamaba Pedro, Pablo o Juan? ¿Dejaría de ser lo que él le había mostrado que era? ¿Lo amaba por lo que tenía o por lo que era? Pensó que ninguno de los dos estaba preparado para la verdad, bastante intuida por ella, así que se dedicó a disfrutar de ese instante como si el mundo se fuera a acabar a las diez. Decidió dejarse ir en el amor, olvidando las normas impuestas. ¿Por qué iba a matar con sus preguntas su propia alegría? ¿Qué ganaba desvelando el misterio? Se fundió en su abrazo maravilloso; tenía necesidad de acurrucarse en él, de sentirlo. Cuando finalmente abrió el estuche aterciopelado se encontró con una caracola sólida y pesada de forma cunicular; era la
Conus litteratus
que ahora llevaba escrito el poema; no se dio cuenta de lo que estaba grabado en la superficie, aunque sí percibió las letras como asperezas en la yema de sus dedos. Entonces miró a
Ángel
con sus pestañas interrogantes y él le contó que había escrito en ella un poema que tendría que ser leído con lupa. Le explicó su pasión por las caracolas; le hizo escuchar el mar poniéndole la
Conus litteratus
en su oreja. Ella cerró los ojos y le pareció percibir hasta gaviotas; imaginó un mar inmenso encerrado en ese diminuto espacio. Pensó en su corazón agitado por las olas de ese amor. ¿Cómo podría caberle tanto sentimiento en un espacio tan reducido como su alma? ¿Cómo puede caber tanto mar en una caracola?... Volvió como una niña a alisar el papel del envoltorio con la frase zen escrita. La releyó y aprovechó para hablarle de meditación, de todo lo que le había recomendado Fiamma; hablaba como si fuera una experta en el arte de meditar aunque nunca lo había hecho; se había comprado un libro y de allí había extraído algunas recomendaciones que le dio a
Ángel
, quien le escuchaba embelesado; ella le hablaba de cosas nuevas y, como él se sentía naciente en su identidad, estaba abierto a recibirlo todo; tenía avidez por experimentar, por llenarse de otro tipo de sabiduría. Lo desconocido le ayudaría a crearse de nuevo dejando en libertad su sensibilidad. Por su parte, Estrella estaba sorprendida de ella misma, de encontrarse hablando con tal fluidez de algo que desconocía; no se atrevió a decirle que nunca había meditado y menos que iba a una sicóloga que era quien se lo había recomendado. Aprovechó la atención de
Ángel
para hablarle de respiración explicándole la manera de hacerla. Mientras lo hacía, Estrella cogió la mano de
Ángel
, la puso en su pecho y empezó a inspirar. Le preguntó si sentía como su aliento entraba hasta el fondo. Él le respondió que sí, pero además de sentirle su respiración,
Ángel
la estaba sintiendo toda. Su cuerpo, su alma. En lugar de calmarse con aquellas tomadas de aire su pulso se había acelerado. Sentía hervir su sangre. Le volvieron aquellas ganas imperiosas de desnudarla. Ni siquiera estar en la capilla de Los Ángeles Custodios le frenaba. Detrás de santa Rita, quien miraba con ojos perdidos a san Antonio, el santo de enfrente,
Ángel
metió la mano por entre la blusa de su amante. Mientras la besaba, sus manos ávidas de piel desataron el sostén, liberando los pechos que quedaron como manzanas maduras envueltas en sus manos. Era la primera vez que sus dedos tocaban los senos quemantes de Estrella. Ella sintió que se desmayaba. No podían esperar más. Tratando de evitar un sacrilegio, Estrella se abotonó la camisa como pudo e invitó a
Ángel
a su ático. Esos ríos de deseo necesitaban derramarse en un mar. No podían seguir así. Se iban a morir de amor y ganas. Pero Martín no estaba preparado para la infidelidad física. La imagen de Fiamma iba y venía a su mente sin parar, revuelta entre sus deseos que pedían ser saciados. Su corazón estaba con Estrella, pero su razón volaba con Fiamma. ¿Dónde quedarse? Mientras tanto, Estrella pensaba en lo que le había dicho Fiamma. Tenía que ser más activa. Si él tambaleaba, sería ella quien tomaría la iniciativa. Siguiendo sus consejos, le cogió de la mano suavemente y salieron de la iglesia. Ya era de noche y para los transeúntes ellos se habían convertido en siluetas impersonales. Fuera, Estrella volvió a ofrecerle su sonrisa de niña cómplice y él, de nuevo empezó a besarla. Metió su pierna entre las de ella hasta sentir su cálida humedad. Ella percibió entre su falda la fuerza erguida de
Ángel
. Se fueron caminando abrazados por la calle como dos estudiantes enamorados sin parar de besarse y acariciarse. Se quedaron enfrente de la puerta del reloj, que por primera vez y sin agujas dio las campanadas de las nueve. Les quedaba una hora de amor, pensó Martín. Caminaron protegidos de todas las miradas por su estrecho abrazo que los cubría al completo; tomaron un taxi que les dejó una calle antes, pues esa noche el alcalde Narciso de los Santos Flores había organizado una procesión de la Virgen de las Angustias, implorando el desvío del ciclón que se venía y que podía causar muchos desastres en una ciudad que todavía se estaba recuperando del último huracán. Por eso las otras calles les habían parecido tan vacías. Toda la muchedumbre se había volcado al llamado del alcalde; algunos balcones estaban a reventar de gente que por nada del mundo se hubiera perdido de llorar con la angustiada virgen. Encabezaba el desfile el arzobispo de Garmendia del Viento y el alcalde, seguidos de las autoridades menores; mientras la virgen era cargada por empresarios ilustres, una interminable fila de mujeres, hombres y niños, cada uno con una vela encendida en la mano, cantaban el Ave María; Estrella al escuchar la canción recordó sus cantos del colegio, cuando siendo niña llegaba a aquel estribillo y ella y todas sus amigas lo cambiaban por el
aveeee aveeee aveeeemaría
para ser luego castigadas por la madre superiora que, llevándolas de la oreja, las dejaba hasta las diez de la noche encerradas y a oscuras en un cuartucho que daba al jardín donde tenían enterradas a todas las superioras de la comunidad de los últimos tres siglos. Mientras ellas esperaban muertas de miedo a sus padres, veían desfilar los fantasmas de las monjas entre los parrales del jardín, coger racimos de uvas sentarse sobre sus tumbas para comerlos. Luego, sin tocar el suelo terminaban bailando una extraña danza con sus sombras y finalmente desaparecían. Esas imágenes espectrales se volvieron tan familiares para Estrella, pues sus castigos eran continuos, que ya al final hasta se hacía castigar adrede con tal de no perderse el festín de uvas, risas y baile que terminó compartiendo con todas las superioras muertas. Estaba recordando todo esto cuando una viejita de sonrisa desdentada les ofreció incorporarse al desfile regalándoles dos velas encendidas. La única forma de llegar al piso de Estrella, que quedaba justo en la Calle de las Angustias, era disfrazándose de feligreses. No lo dudaron. Se introdujeron en el tumulto, y entre ceras derretidas y cantos virginales, lograron avanzar por la calle con tan mala suerte que, cuando estaban a punto de llegar al portal, la vela de Estrella había prendido fuego a la cabellera de la mujer que estaba delante de ella, quien no paraba de repetir que le olía a pelo quemado sin saber que era su propia cabeza la que ardía. Menos mal que, desde arriba, un feligrés de balcón tiró un cubo de agua helada sobre la mujer, que también alcanzó a empapar a
Ángel
y a Estrella. De esta manera terminaron llegando al portal, ensopados, enamorados y con dos velas que escurrían, aparte de cera, agua. Se les había pasado la hora sin que ellos hubieran podido llegar a casa. Finalmente, el tumulto los dejó en la entrada. Estrella abrió la puerta invitando a pasar a
Ángel
con el gesto. Él dudó por un momento, pero la gente le metió dentro sin esperar su decisión. Ahora no sólo no tenía tiempo, sino que además estaba calado hasta los huesos, sucio de humos ajenos; así no podría irse. Se rió de su suerte. ¿Qué más le podría pasar? Ya no conseguía resistirse más. Había llegado el momento en que no podía «no hacerlo». Así que, con un gesto fuerte, se sacudió de la camisa algunos trozos de vela derretida y también sus pensamientos dudosos, que terminaron por quedarse más pegados que la dichosa cera en su camisa. Se metieron en el ascensor; se miraron y rieron a carcajadas nerviosas, queriendo esconder en ellas todos los temores y expectaciones por lo que estaba a punto de ocurrir. Ella le explicó, entre los labios de él y como pudo, que vivía sola desde hacía tres años, cuando se había divorciado de su marido. Él le tapó la historia con besos y no quiso escuchar más. Entraron a la casa en penumbra total. Estrella lo fue llevando a ciegas por el pasillo hasta situarlo debajo de las bóvedas repletas de
Ángel
es que hacía algunos meses los ojos de Fiamma habían admirado. Una vez allí encendió las luces; de la oscuridad emergieron aquellos
Ángel
es desteñidos entre dorados viejos. Ahora era Martín quien se había maravillado ante tanta hermosura. Se quedó en silencio observándolo todo, mientras Estrella traía lo primero que se había encontrado, un whisky. Le ofreció el vaso a
Ángel
, quien lo agarró anheloso a pesar de que no solía beber. Necesitaba ese trago; tenía la garganta rasposa y por sus brazos se deslizaba un sudor frío que goteaba hasta el suelo. Estaba nervioso. Era la primera vez que le iba a ser infiel a su mujer. Miraba a Estrella y la veía tan bella y niña. Lo que en verdad no veía era que el miedo también se había apoderado de ella. Era un miedo ansioso de ser vivido; un temor a la decepción que ella había optado por disfrazar con aquel trago. Estrella se bebió de golpe todo el vaso y sintió que el alcohol bajaba por su garganta quemándole todo, hasta el liguero que ese día había estrenado. El líquido le había bajado a las entrañas. Se acercó a
Ángel
, que también había vaciado de un trago su vaso. Cruzó las piernas, y por primera vez él descubrió que eran largas y maravillosas. Sintió ganas de acariciarlas de principio a fin. Empezó a desnudarla poco a poco, como si no tuviera prisa, quitándole botón a botón la camisa. Se encontró con un cuello largo que palpitaba al paso de su boca. Por primera vez se recreó en observar los senos de Estrella. Eran redondos y firmes. Pasó el dedo pulgar sobre las areolas rosas mientras ella se desvanecía en suspiros. Temblorosos de deseo y miedo se metieron en la habitación a oscuras. Martín encendió torpemente una lamparilla y se encontró de frente con los ojos de un
Ángel
vestido de azul que colgaba de la pared; le miraba fijo, con ojos acusadores. Era el mismo
Ángel
que hacía unos meses había caído sobre Fiamma. El mismo
Ángel
que había hecho daño a su mujer. El mismo
Ángel
que, con sonrisa cálida, había despedido a Fiamma aquel mediodía. Martín no pudo sostenerle más la mirada. La bajó avergonzado y se metió en el cuerpo de Estrella para olvidar quién era.