Ahora, cuando le había llegado la plenitud profesional, no podía saborear la felicidad. Se sentía triste en su alegría. Había empezado a degustar la frustración.
Siendo un hombre tan agudo y duro en su trabajo, su comportamiento profesional contrastaba con la indefensión que a nivel afectivo llegaba a tener; y es que aun el hombre más duro, cuando le llega el amor tardío, puede terminar convertido en un niño desvalido.
Por primera vez Martín cayó en cuenta que desde hacía años vivía como muerto. La alegría nueva que Estrella le proporcionaba en cada cita le había abierto los ojos, haciéndole ver cuán vacío había llegado a estar los últimos tiempos; comprobó que sólo había tenido una plenitud de pareja los dos primeros años de matrimonio y que había vivido una tristeza, programada por el hábito y la comodidad, los otros dieciséis. Se fue agarrando a esto, cada vez con mayor fuerza, para desoír la voz de su conciencia que en algo empezaba a incordiar.
Ese deseo ardiente que cada jueves Martín consumía como velitas de voto en la capilla de Los Ángeles Custodios, buscaba en realidad la aprobación de Dios. Inconscientemente había ido a parar al mismo sitio de donde había salido despavorido, cuando había caído en cuenta que él no servía para amar sólo a Dios, sino que también necesitaba amar a las mujeres. Amar un cuerpo, amar la carne. Seguía creyendo en la trilogía divina, pero no con la severidad de su juventud. Habían sido muchos los años de machaques doctrinales, primero en el colegio de San Antonio donde había estado interno por culpa de su hermano mayor que siempre le había acusado de ser el artífice de todas sus fechorías, y después en el seminario de Los Abnegados Misioneros del Sacrificio Divino donde en realidad había ingresado huyendo de las palizas de su padre, un hombre agrio, parco en palabras y pródigo en castigos. No sabía si su desidia por tener hijos tenía su origen en ese hecho. Nunca se había puesto a investigarlo. Es posible que no hubiera querido traer al mundo a ningún vástago para evitarle castigos a los que hubiera tenido derecho, sólo por el hecho de ser hijo. Claro que en lo del seminario no se sabía qué había sido peor, si el remedio o la enfermedad, pues una vez había ingresado se había encontrado con un padre que, aunque no era el suyo natural, le imponía otra serie de castigos tanto o más fuertes que los de su progenitor, eso sí, disfrazados de regalos divinos. Le había hecho meterse piedras en los zapatos, atarse en la cintura alambres con púas y ofrecer todas esas mortificaciones a Dios, asegurándole que con ello ganaría indulgencias para la otra vida. Tenía un cuaderno donde iba anotando suplicios, jaculatorias, flagelaciones, todos sacrificios sacros por amor a Dios. De tanto ir anotando le había ido cogiendo el gusto a escribir. Empezó a observar el comportamiento de todos los aprendices a cura, de los superiores, de la movida interna del claustro; lo anotaba todo. Un día descubrió entre la sotana de uno de los compañeros un par de tetas descomunales. Había entrado al servicio a orinar y se encontró con el padre Dionisio, el cura dedicado a la limpieza del seminario, con la sotana remangada haciendo pipí sentado. Resultó ser que el padre Dionisio era en realidad la señora de la limpieza, camuflada entre los hábitos, pues tenía un cuerpo tan escultural y hacía el trabajo tan bien que al superior de la orden se le había ocurrido esconderla entre los novicios disfrazándola de uno de ellos. El asunto quedó en secreto entre la señora y Martín, quien para mantenerse en silencio vivía con los enormes pechos «Sofía Loren» en su boca recibiendo todos sus favores, favores que disfrutaba en esta vida y no en la otra, cosa que le encantó. Se subían al campanario, aprovechando la tarea que habían impuesto a Martín de tocar las campanas y, en un ejercicio de malabarismo y contorsión circense, Martín se colgaba de la cuerda del campanario, sotana al aire, mientras le esperaba el cuerpo rotundo de Dionisio, que en realidad se llamaba Dionisia. Así, camuflada por el sonido de los cobres al viento, ella chillaba de placer con las embestidas en volandas del seminarista. Terminaron campaneando cada día, anunciando no sólo el paso de las horas, sino los cuartos y hasta los minutos. Por poco acaban tísicos de tanto cuerpo tocado y sordos de tanto tantán oído, sino hubiera sido porque los echaron casi a patadas. A partir de ese momento, a Martín le había quedado claro que las campanas, una fascinación infantil, le seguían gustando pero oídas desde bien afuera, al igual que las carnes femeninas, pero estas últimas sentidas bien adentro. Por supuesto que Martín pasó algún tiempo refugiado en esos pechos y en sus creencias religiosas, hasta que emprendió definitivamente su camino. Claro que, cuando no se sentía seguro, una parte de él volvía a sus orígenes seminaristas. Y en este momento, con lo que estaba sintiendo por Estrella, había reincidido en lo religioso. Se había creído el refrán «el que peca y reza, empata» y había llevado su pecado ante Dios. Ahora que estaba viviendo en ese desvivir sentimental, sus creencias y arraigos más íntimos afloraban con mayor fuerza. Martín era creyente, aunque no lo manifestara en público ni fuera practicante. Es más, había corrido un tupido velo sobre su pasado como seminarista, un pasado que había desvelado a Fiamma en un momento de debilidad cuando acababan de vaciarse el uno en el otro. Él le había ofrecido el secreto como dádiva por acabar de hacerle feliz. Le regalaba su mayor tesoro. Ella se lo había tomado en broma; había reído, le había estado tomando el pelo, pidiéndole que le bendijera frente, senos, ombligo y pubis. Le había llamado reverencia, eminencia, santidad, padre Martín, pero al ver que él no le seguía la burla había jurado no volver a tocar el tema nunca más. Y lo había cumplido. Hasta había terminado olvidando que él había sido proyecto de cura; sólo había vuelto a recordarlo el día del temblor, cuando había llegado a casa y le había sentido ese olor a incienso y mirra concentrado en su camisa.
Fiamma nunca había pensado en la infidelidad. Era un tema que no entraba en su relación con Martín. Sentía que se amaban profundamente. Que sus espíritus llevaban unidos muchos años. Que eran uno parte del otro. Un solo ser dividido en dos. Martín, el lado masculino, y ella, el femenino. El uno no estaría completo sin el otro. Ambos habían jurado amarse para toda la vida; «hasta que la muerte nos separe» habían prometido delante del sacerdote. No se les había pasado por la cabeza el no vivir juntos. Aunque tanto modernismo hubiera terminado por deshacer matrimonios «modelo», ellos no entraban en ese juego. Esa estabilidad sentimental ayudó a Fiamma a consolidarse profesionalmente. Cuando sus pacientes se habían interesado por su estado civil, había dado por hecho que la pregunta sobraba. Su estado no podría haber sido otro que «felizmente casada».
Por su consulta pasaban los casos más increíbles de mujeres engañadas y a ella le daba mucha tristeza; sentía pena ver cómo naufragaban los matrimonios. Cómo se iban quebrantando los juramentos de amor; «tan fácil como tomarse un vaso de agua» había dicho alguna vez. Los casos que analizaba en su consulta le servían para reafirmarse incondicionalmente en su compromiso de amor con Martín, compromiso recíproco que ella también veía en sus ojos. Por eso nunca sospechó de él.
Martín había decidido llamar a Estrella y encontrarse como de costumbre en la capilla. Esa tarde se había encerrado con doble llave en su despacho para escribirle unos versos. Siempre que quería imaginarla le costaba mucho hacerlo; cerraba los ojos y sólo podía ver partes de su rostro. A veces, le venía la sombra de sus largas pestañas sobre su pequeña nariz. Trataba de irla construyendo a partir de esa imagen, pero ésta desaparecía por la de su carnosa boca entreabierta. Luego, empezaba a reconstruirla a partir de la boca y ésta se le esfumaba... entonces imaginaba sus delicadas manos. Había leído que cuánto más se quería a una persona, cuánto más se la sentía, más difícil era visualizarla. Pensó, como ejercicio contrario, en el director del diario, por quien no sentía ni simpatía ni antipatía. Cerró los ojos, y su rostro le llegó nítido, perfecto; frente, ojos, nariz, boca, barba, hasta la perenne caspa que cubría sus hombros. No fue capaz de pensar en el rostro de Fiamma por temor a descubrir que le llegara claro y nítido como el del director. Se vació en el papel. Escribió como hacía tiempo no lo hacía para ninguna mujer. Tanta contención de amor le había dado la más grande inspiración. Empezó a sentirse un poco Romeo viviendo en las prohibiciones, ya no de sangre, sino de estado civil. En sólo dos horas alcanzó a hacer veintiún poemas de amor y tres canciones desesperadas y lo hizo de un tirón, sin corregir ni una coma ni un punto. Era su sentir exorcizado en el papel. Las palabras se amontonaban en su cabeza, como las palomas de la plaza de la catedral cuando les tiraba pan, como las gaviotas al olor del pescado fresco. Le invadían. No le daban tiempo a descansar los dedos. Quería atraparlas todas, para regalárselas a Estrella. Cuando se le escapaba alguna, la agarraba de la última vocal, tiraba de ella y terminaba poniéndola como adjetivo a algún sustantivo lleno de significado. Su antigua pluma, que hoy había vuelto a utilizar después de muchos años en desuso, era su arma. Su redecilla donde quedaban encerradas las más bellas letras; los más tiernos significados. Quería que sus escritos acariciaran a Estrella; que la acompañaran en sus ausencias debidas. Desocupaba sobre el papel toda su tinta, todas sus ansias. Cuando se quedaba en blanco, no era él quien se quedaba, era la pluma que le pedía a gritos más tinta. Entonces, volvía a llenarla y volvía a agotarla. Le había vuelto una vitalidad literaria que había creído agotada para siempre. El amor lo había resucitado a la vida, a la alegría. Se encontraba pensando en las estrellas, en las hojas caídas, en las cascadas, en las flores, en el cielo, en el mar... en las caracolas. Había vuelto a pensar en su colección de caracolas. ¿Dónde estarían los cientos de ellas que había recogido en sus años de juventud? Se acordó de aquel baúl que tenía en la buhardilla de su casa, arriba de todo. ¿Cuánto hacía que no subía allí? También guardaba algunos juguetes de cuando era niño. Sus soldaditos de plomo que derretía infligiendo castigos cuando le castigaban a él. Allí convivían desde hacia dieciocho años todas sus historias con las muñecas de Fiamma y los trabajos manuales que ella había realizado durante sus años de colegio; estaban las ropitas de cuando les habían bautizado y la
Spirata inmaculata
, con la que había acariciado por primera vez el cuerpo de su mujer. Los recuerdos de ambos ahora estaban amontonados, escondidos entre las telarañas y el moho. Quería subir allí pensando que tal vez encontraría algo para regalarle a Estrella esa tarde. Le habían resucitado las ganas de volver a hacer regalos sencillos; los que no se compraban con dinero; los que nacían del sentimiento. Siempre le había parecido que el acto de regalar era más bello por su valor sentimental; que el valor material demeritaba el objeto, pero el día que notó que se le empezaban a agotar las ideas románticas con Fiamma, había intentado comprarlas en joyerías, y le había parecido que a ella le gustaban, aunque no recordaba haberle visto puestos muchos de los regalos que le había dado. Cuando él le había hecho algún comentario, ella le respondía que nunca encontraba la ocasión adecuada para adornarse con tal fastuosidad. No había captado la sencillez y austeridad con que Fiamma vestía.
Esa tarde Fiamma regresó de la consulta más temprano que de costumbre. Había tenido una anulación a última hora y quería aprovecharla para tomar un baño. Antes de ir a casa había pasado por el mercadillo indio. Aquel pasaje le fascinaba y retrocedía a sus quince años, cuando el movimiento hippie había pasado de refilón por Garmendia del Viento y sólo les había dejado los restos de unos
harekrisnas
enyerbados y rapados que cantaban por la calle unas jerigonzas imposibles de entender. El barrio indio, como todos le decían, era una pequeñísima ciudad dentro de la ciudad. La entrada estaba presidida por una estatua gigante del dios Ghanesa, aquel niño con cabeza de elefante. Sólo entrar un aluvión de olores revueltos daba la bienvenida al visitante, la mezcla de verduras podridas, frutas frescas, almizcles, esencias, inciensos y tantos perfumes que a Fiamma le excitaban la cabeza y la llevaban a la India. Había comprado en el Bazar
Namaste
unos conos que, al ser quemados, emanaban un intenso olor a sándalo; una vela con forma de estrella y otra, en forma de luna. Esa tarde se regalaría un rato para sí misma, se querría mucho. Necesitaba sentirse con todos sus sentidos. A veces le parecía haber perdido el contacto con su propia naturaleza. Por primera vez sintió su soledad, tal vez porque en ese momento le había quedado un hueco libre, no ocupado por ninguna de sus pacientes y sus problemas. Siempre había dicho que la soledad era buena para encontrarse a sí mismo, para escucharse. Lo decía a sus pacientes cuando las veía atolondradas entre los oficios y la familia, pero una cosa era estar sola y otra sentirse sola. Esa diferencia la había tenido clara a la hora de explicarla, pero le había fallado a la hora de sentirla. Puso la
Novena sinfonía
de Beethoven interpretada por la filarmónica de Rusia y su coro nacional, y subió el volumen al máximo. No quería pensar. Quería sentir vibrar todos los instrumentos, todas las voces en su oído. Empezó a llenar la bañera, olió con avidez el frasco que contenía las sales y lo vació por entero en el agua. Cerró las ventanas y se quedó en una semi penumbra relajante. Encendió las dos velas, una en cada esquina de la bañera; prendió los inciensos que empezaron a inundar de sándalo no sólo el baño sino el dormitorio, la sala y el comedor hasta escapar por las ventanas, impregnando las calles de un olor que por una hora tuvo intrigados a los garmendios. Pretendía que el asiático aroma se le metiera hasta en los huesos. Preparó sin prisas una margarita y se metió en el baño con la coctelera llena. Pronto aquella margarita se le convirtió en un ramillete, pues todo lo que le sobró después de llenar su copa se lo fue sirviendo. Paladeaba cada trago como si fueran pétalos que arrancaba uno a uno de la copa.
Desnuda, se sumergió hasta el fondo en el agua tibia y perfumada que le esperaba con los brazos abiertos. Allí volvió a sentirse en el vientre materno. Flotando ingrávida. Hizo una regresión placentera y vio su cara niña reflejada en el agua. Le sonrió. Con sus manos sumergidas empezó a crear olas, descubriendo en su piel la suave caricia del agua que le llegaba en suaves ondas. Abrió sus piernas y continuó agitando humedades. Pronto sintió un aleteo exquisito que casi tenía olvidado; su sexo era una mariposa abierta que aleteaba con ganas de volar. En el centro de su pubis una luz dorada florecía, se movía con vida. Parecía como si estuviera pariendo luz; eran los reflejos de las velas en el agua. Crecían con el movimiento de sus manos y se adelgazaban en la acuosa quietud. Las voces cantaban en alemán el
Himno
de la alegría mientras sus manos ya habían pasado de mover el agua a acariciar con suavidad su monte. Estaba viva, su cuerpo era un instrumento que daba todas las tonalidades, todos los matices, simplemente había que saberlo tocar. Por primera vez se había amado a sí misma, sin complejos. Había gemido con su propio gozo. Se había ido descubriendo entre los poros zonas que al mínimo contacto crecían de placer. A sus treinta y siete años se estaba descubriendo un cuerpo nuevo. Nunca se había atrevido a tocarse a fondo, pues en el colegio las monjas le habían dicho que hacerlo era un acto impuro, que Dios veía todos sus movimientos y pensamientos, y así lo corroboraban aquellos cuadros con un ojo triangular y la inscripción «Dios te ve» a los que tanto había temido. Una vez, cuando era pequeña, se había metido con su primito debajo de la mesa del comedor, aprovechando el momento en que los mayores habían pasado a tomar el café a la sala, y empleando el mantel como cortina se habían escondido de ese Dios supremo que todo lo veía para enseñarse con ingenuidad sus respectivos sexos. Durante muchas noches estuvo viendo el omnipotente ojo que en plan acusador la estuvo señalando, hasta que en la confesión de antes de la primera comunión se había liberado por completo. Por eso nunca había investigado su cuerpo. Por eso se había perdido del placer más íntimo.