Read De los amores negados Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (11 page)

4. La frustración

Porque todos consideran bello lo bello,

así aparece lo feo.

Porque todos admiten como bueno lo bueno,

así surge lo no bueno.

TAO TÉ-KING

Martín había llegado tarde y descompuesto al restaurante. Fiamma lo había notado abatido y lejano pero se había tragado las ganas de preguntarle qué le pasaba; conociéndole como le conocía, lo mejor era no hacerle preguntas. Sabía que cuando algo le preocupaba, odiaba que le interrogaran. Siempre le había dicho que sus cuestionamientos los dejara para sus pacientes, que a él no le estuviera analizando. Cambiaron de tema tres veces hasta caer en los terribles atascos producidos por la procesión; un corte de tráfico del cual Martín se agarró para justificar su tardanza.

Al regresar, habían puesto la televisión, como habitualmente hacían cuando querían llenarse de temas ajenos para esquivar los propios. El último noticiero de la noche mostraba algunas imágenes de la Calle de las Angustias en pleno tumulto. Martín empezó a sudar frío, pues de enfocar a la Virgen y a los empresarios más conocidos, la cámara había pasado a deambular entre las filas de gentes que presidían la procesión. Aterrado le pareció reconocerse a él y a Estrella en una toma, justo en el instante en que el pelo de la mujer de delante de Estrella ardía. En ese preciso momento Fiamma se levantó a buscar agua a la nevera, sin detallar la última imagen que llenaba la pantalla; al regresar, otra noticia ocupaba el telediario. Martín había quedado enfermo de la impresión. Sediento de sed y susto se había bebido toda la jarra. Esa noche se le haría eterna; como en una pesadilla despierta le sobrevinieron todas la agitaciones recién vividas, en una revoltura sacudida de imágenes: los ojos del
Ángel
acusador, los senos de Estrella, el balde de agua helada, la mirada de Fiamma interrogante y muda, la sonrisa desdentada de la vieja de las velas, la caracola desenvuelta, las preguntas sin respuesta de Estrella, sus sentimientos encontrados, su camisa empapada, la humedad del sexo de Estrella prendida a su pantalón, el amasijo de ropa mojada que había escondido con urgencia en el cesto de la ropa sucia, la prisa por llegar al restaurante y sobre todo... su deseo en el cuerpo de Estrella que se le había quedado sin resolver, pues al tratar de meterse en ella, un nudo mental le había atado su virilidad dejándole impotente de amor. El exceso de deseo y de infidelidad le habían paralizado. La falta de tiempo para arder juntos y combustionar por fin sus ansias les había robado el momento sublime. Había sido un verdadero desastre. Nunca se había sentido tan mal consigo mismo.

Esa madrugada el alba le sorprendió ensopado de pensamientos, en una cama saturada de posiciones que habían buscado con desespero conciliar ya no el sueño, sino por lo menos una vigilia tranquila. Finalmente el sol le había llegado con una idea difusa entre sus manos. Escribiría una carta.

Para Fiamma, esa noche era la confirmación de lo que venía sintiendo. Los últimos jueves en El jardín de los desquicios se les habían vuelto marchitos y desabridos. Les faltaba aquella chispa que solía encenderlos, a pesar de que sólo fuera el resultado de beberse esa mezcla perfecta que Lucrecio, el barman del restaurante, hacía de
cointreau
, tequila y limón. Sus margaritas eran las mejores de Garmendia del Viento, aunque habían ido perdiendo el «efecto alegría» buscado por ellos con avidez en cada trago. Hacía ya días que Fiamma notaba a Martín cambiado, poco comunicativo. Pensando y pensando llegó a la conclusión de que este comportamiento coincidía con su ascenso, así que todo se lo atribuyó a las nuevas responsabilidades a las cuales tenía que irse acostumbrando. Él le había comentado por encima que su trabajo era monótono, que se lo pasaba mejor cuando estaba en la cocina del diario; que aún no tenía muy claro sus nuevas funciones. A Fiamma se le ocurrió de pronto la brillante idea de tratar de distraerlo, comprando entradas para asistir a conciertos, exposiciones y cuanto evento anunciaran en la cartelera cultural de los periódicos. Le sorprendería. Llenaría las noches y los fines de semana de pequeñas salidas que con seguridad les gratificarían a ambos, si bien no todos los sentidos juntos, por lo menos cada uno de ellos por separado. En eso coincidían. Les encantaba la música, el teatro, y estaban abiertos a las nuevas tendencias. Podían estarse horas frente a un cuadro impresionista. Ir a exposiciones itinerantes. Visitar museos, tiendas y mercadillos. Les hacía falta salir más. Se estaban encerrando mucho, pensó Fiamma. Con ese último pensamiento se quedó dormida.

A la mañana siguiente tuvo que incluir un dolor nuevo en su agenda. Habían amanecido muertos todos sus palomos. Por la sala todavía revoloteaban cientos de plumas sueltas que, con los primeros rayos de luz filtrados por la ventana, parecían diminutos pájaros iridiscentes llenos de vida. Ignoraba qué les había pasado. El día anterior había jugado con ellos y se les veía alegres y brillantes. No sabía por dónde empezar a recoger cadáveres. Las lágrimas rodaban imparables por sus mejillas. Hacía mucho tiempo que no sentía ese deslizar mojado por su cara. Se fue empapando en su tristeza sin entender muy bien por qué lloraba. Tal vez ese llanto no se debía sólo a los palomos, aunque sabía que les había entregado su amor huérfano de hijos. Recogió a Paz y se quedó con su cabeza inerte colgando. Ese palomo había sido su compañero de sábados solitarios de diario y reflexiones. Solía posarse silencioso sobre su hombro, observando sus escritos y dibujos, como si entendiera lo que ellos escondían. Siguió sollozando cada vez más fuerte; aquella pérdida removía su pena más vieja: la muerte de su madre. ¡Cuánto le dolía recordarla! Los años posteriores a su desaparición, Fiamma había corrido un tupido velo; una cortina de hierro que la protegía de su dolor más duro. El fallecimiento de su madre no le había cogido por sorpresa, pues antes de saberlo, ella había intuido que tarde o temprano tanta tristeza sin salida se manifestaría en enfermedad. Había estudiado los innumerables casos de somatizaciones fabricadas por pacientes con problemas para defenderse de las agresiones de otros. Pacientes que nunca habían manifestado su descontento, ni gritado, ni rechazado las injusticias a las cuales se veían sometidos. Un informe realizado por un prestigioso centro corroboraba con alarmantes cifras de muertes, los cánceres que podrían llamarse «cánceres de los desamados». Estaba segura que una de esas muertes había sido la de su madre. Pero aunque ella hubiera esperado ese desenlace, nunca se le había ocurrido pensar en el día después; nunca se había preparado para no volver a verla nunca más. Quería que su madre no sufriera; eso era lo primero. Evitándole el sufrimiento a su madre, inconscientemente había estado tratando de evitar su propio sufrimiento. De repente se le vinieron a la cabeza todas las preguntas juntas. ¿Cuántas cosas hacemos por nosotros y cuántas por los demás? ¿Cuántos pesares lloramos por lástima a nosotros mismos, más que por verdadero dolor al hecho en sí? ¿Por qué nunca nos prepararon para asumir la muerte, cuando es tan natural como la vida? ¿Por qué nos aferramos tanto a la vida si no nos pertenece? ¿Por qué en lugar de disfrutarla y exprimirla hasta la última gota, nos quedamos contemplándola de lejos sin participar en ella? ¿Por qué siempre estamos esperando el día menos pensado para vivir a plenitud? ¿Por qué somos tan inconscientes de la vida mientras se nos escapa entre los días? ¿Viviríamos más intensamente un día si supiéramos que es el único que nos queda? ¿Por qué nos cuesta aceptar que la confirmación de haber muerto pasa por haber vivido? ¿Por qué hay gente que muere sin haber vivido? ¿Por qué hay gente que vive sólo esperando la muerte?

Contemplando a sus palomos muertos todas sus tristezas florecieron. Otra vez se sintió infinitamente sola... pero no lo dijo a nadie.

Después de esa mañana enlutada, a Fiamma le costó mucho ponerse en marcha. Llegó un poco más tarde a la consulta. Aquel día abría la tanda de pacientes con Estrella. Al entrar le extrañó que todavía no hubiese llegado. Después de una hora supo que no vendría. Intrigada, la llamó a su móvil, que sonó y sonó hasta que finalmente salió el contestador; con desgana le dejó un mensaje. Pero como pacientes no le faltaban, no se entretuvo más y preparó la siguiente visita.

Con tantos casos por resolver, Fiamma nunca tenía tiempo para pensar en sus propios temas; además, consideraba que lo de ella era nada comparado con los problemas que escuchaba cada día. No se dio cuenta que lo suyo con Martín había empezado a desmoronarse. Que su estabilidad de pareja estaba en peligro de muerte.

Fueron pasando los días. Martín se encontraba perdido en la maraña de sus emociones, con un indefinido sentimiento por Fiamma que le perturbaba. Avergonzado de su mísera actuación con Estrella, pensó en ella. Desde la noche del último encuentro no la había llamado. Estaba quedando como un canalla. En realidad, quería solucionar sus contrariedades amorosas antes de volcarse de nuevo en su amante. Cada día llegaba más temprano al diario; se paseaba por el rotativo como ánima en pena. Su oficina se le había convertido en el mejor refugio. Esas cuatro paredes eran todo lo que tenía para dejarse ir sin poner cara de nada. Estaba huyendo de las miradas de Fiamma en las que empezaba a sentirse juzgado y examinado, cuando en realidad los ojos de ella sólo le estaban enviando amor. Madrugaba para sumergirse en las tipografías y en los cafés impersonales del despacho. Su rincón era un cielo despejado donde su pluma volaba libre. Había empezado a sentirse encadenado a no sabía qué. Nunca había deseado tanto ser dueño de su libertad; ser como aquellas gaviotas que parecían letras blancas en ese inmenso cielo azul, tantas tardes observado en su juventud, cuando todavía soñaba ser poeta. Empezó a escribirle a Estrella desbocado, vomitando con afán lo que ahogaba su alma. Sus palabras aterrizaban en el papel como cascadas de agua fresca, llenas de sensatez y sabiduría, desbordadas de amor y frustración, cargadas de piedras y espumas, de golpes y cadencias. Su teléfono sonaba sin descanso pero él sólo escuchaba lo que el corazón le decía. Después de dos horas de pensar con el corazón y sentir con la cabeza, tenía en sus manos la más bella y dura declaración de amor. Dobló la carta, que metió en un sobre y guardó en un cajón bajo llave. Posteriormente, ya más tranquilo y desahogado, se sumergió en las noticias que destacaría en portada y en un editorial que tuvo que redactar a última hora, después de saber que el director de La Verdad no llegaría hasta el día siguiente. Aquel mensaje había sido el más sensible y humano que jamás se había escrito en ese diario.

Al salir del periódico Martín fue a buscar el cuadro que Fiamma había hecho enmarcar hacía meses. Era la dichosa camisa que ella se había empeñado en convertir en cuadro después del accidente del
Ángel
. Cuando Martín lo tuvo en sus manos tuvo que reconocer para sus adentros que la pieza era en verdad una obra de arte. Habían seguido todas las indicaciones de Fiamma, pegando el trozo delantero de la camisa manchada sobre un lienzo pintado al óleo en un azul eléctrico. Era verdad que las «rosas» rojas que ella había descubierto en la sangre, después del accidente, habían cogido con los días una fuerza increíble. De puño y letra de Fiamma se leía en tinta dorada y en forma circular una inscripción que decía: «Ocho rosas de un mayo adolorido... florecido.» Martín se quedó pensando en la casualidad de la inscripción. El ocho de mayo él había conocido a Estrella. ¿Sospecharía algo su mujer? Pero Fiamma lo había escrito sólo para darle más sentido a la obra, imitando los textos que Frida Kahlo dibujaba en algunos de sus cuadros. Si Martín hubiese ojeado alguna vez su diario, se habría encontrado con el boceto y la inscripción del cuadro que en ese momento llevaba a casa.

En aquel libro Fiamma escondía sus sueños frustrados; pinturas y apuntes que a veces le daba por hacer cuando nadie la veía. Era uno de los pocos pasatiempos infantiles que conservaba y guardaba para sus ratos de soledad más íntima. Creía que el ser humano nunca debía perder del todo su parte niña. Había estudiado que en el «estado niño» era donde residían las emociones, los afectos, los juegos, la alegría, en definitiva la fuente del optimismo. Su «estado niño» era el que había conectado con Martín cuando se habían conocido. Reían, y en su alegría exploraban el mundo; corrían descalzos por andenes y playas; en los atardeceres se sentaban a la orilla del mar y recitaban al alimón todos los versos de Rubén Darío aprendidos en el colegio y actualizados en sus labios, y mientras lo hacían, no paraban de besarse y encontrarse con los ojos. Cantaban a grito suelto los boleros más pasados de moda que, sin conocerse apenas, los dos sabían de memoria. Ella le había enseñado a descubrir animales de nubes en el cielo; él, a buscar caracolas en el suelo. Sus partes niñas se habían unido y eso había sido lo más grande que les había pasado a los dos, aunque ahora no sabían adónde habían ido a parar esas partes que tantas alegrías les habían regalado. Martín ya no se acordaba de ello y ella tampoco; se habían apoltronado en un estado demasiado serio para ser disfrutado. Habían cambiado el compartirse como niños grandes para mirar la vida como adultos. Habían ido recortando poco a poco sus ratos de recreo dual y ahora naufragaban entre compromisos adquiridos y cientos de responsabilidades que estaban distanciando no sólo sus cuerpos, sino sus almas.

Además, acababa de morir el último tema que les había unido: sus Palomos; en ellos habían volcado sus frustraciones y desbordado sus ternuras.

Martín se llevó el cuadro a casa pensando si esta vez lo colgarían o se quedaría como casi todos, apoyado sobre una pared de alguna mesa o suelo. Fiamma había impuesto esta moda y a él le encantaba ver cómo su hogar se había convertido en un pequeño museo donde todo cabía y todo se veía bien aunque estuviera descolocado o aparentemente fuera de lugar. Cuando estuvo dentro echó de menos el recibimiento que siempre le hacían sus palomos; llevaba unos días de tristeza atravesada en su garganta. Se distrajo buscando el sitio donde ponerlo y descubrió una foto del día de su boda con Fiamma. Se quedó mirándola y sintió pena por los dos. ¿Debería decirle a Fiamma lo que le estaba pasando? Se contestó rotundo que no. Eso podría hacerle más daño. Se le vino a la memoria el dicho de «ojos que no ven, corazón que no siente», pero lo descartó por mentiroso. Lo desvió a su sentir, concluyendo que él no veía a Estrella y no paraba de sufrir por ella.

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