Estrella llevaba muchos días encerrada en su trabajo buscando entretener con soledades y frustraciones ajenas su propia soledad. Desde ese jueves naufragado nada le entusiasmaba; se había quedado aturdida, suspendida en el tiempo. No había entendido nada de lo que había pasado. No paraba de reconstruir segundo a segundo su último encuentro con
Ángel
y después de analizarlo no llegaba a ninguna conclusión lógica. Su vida sexual era ruinosa. Había pasado de un marido enfermo de deseo que se había cansado de violarla a un hombre tierno y amoroso que no había pasado a más cuando la había visto desnuda. ¿Qué le había pasado a
Ángel
?, se preguntaba continuamente. De repente se había levantado de la cama, huyendo sin darle explicaciones de nada. Lo único que le había dicho era que lo sentía mucho, que no podía hacerlo y que ya la llamaría. Ella se había sentido utilizada y huérfana, rodeada de ángeles que no la habían protegido de su nuevo dolor. Se recriminaba a sí misma el haber sido tan tonta e ingenua, pero mientras lo hacía, simultáneamente iba fabricando perdones inéditos que le dejaran algún agujero por donde pudiera entrar de nuevo
Ángel
. No había querido ir a la consulta de Fiamma, pues temía defraudarla; consideraba que la estrategia había fallado. Se sentía deprimida y triste, más sola que nunca. No quería mirar a su sicóloga y tener que desnudarse de nuevo, ya no el cuerpo sino sus sentimientos otra vez golpeados, contándole que nada había salido como ella quería. Temía descubrir su fracaso como mujer de delantera, así que se refugió en su trabajo hasta altas horas de la noche, creando una nueva causa social que llevaría pronto a valoración en la reunión semanal que solía hacer con los grandes benefactores de la entidad que dirigía. Mientras trabajaba, no paraba de controlar su teléfono, esperando la bendita llamada que le devolviera el alma al cuerpo. Llegó a autollamarse unas trescientas veces, buscando confirmar el estado del aparato, comprobando si éste recibía llamadas; lo mismo hizo con su móvil, pero
Ángel
no la había llamado. Salvo algunas pocas llamadas incluida la de Fiamma, su teléfono no había sonado. Le hacían mucha falta sus telefoneadas mañaneras y las nocturnas de las siete. Habían ido pasando los días y se encontraba con otro jueves en sus narices. Aunque
Ángel
no le había llamado esa semana, ella fue a la capilla como siempre. Sus pestañas cargaban el peso de la congoja de sus últimos días y sus pies parecían cementos arrastrados a desgana. Aunque por fuera se había maquillado, su expresión dejaba al descubierto una semana de sufrimiento penoso. Se sentó en el banco y esperó y esperó pero él no apareció. Claro que no sólo ella esperaba a
Ángel
. Escondida en el confesionario otra persona aguardaba impaciente; era el fraile que cada jueves les espiaba. Miraba el reloj sin comprender nada, extrañado por la tardanza; espiando a Estrella a través de la cortina de encajes de bolillo la encontró triste. Le dieron ganas de salir y hablarle, de darse ánimos y consolarse mutuamente. Esa tarde Estrella empezó a tomar verdadera conciencia de la oquedad que la ausencia de
Ángel
dejaba en su alma. No estaba completa sin él. Con su desaparición había Perdido la mitad de su cuerpo. Nunca había sentido un dolor así. Se sintió incapaz de aguantarlo. Empezó a llorar, más que por él, por ella; por saberse tan desamparada e incompleta. Hacía mucho tiempo que no rezaba y en ese momento sintió que era lo único que le quedaba. Volvió a creer en su Dios de niña y le pidió con ingenuo fervor, como cuando pedía algún muñeco el día de Navidad, que
Ángel
volviera. Se le había esfumado de las manos como si hubiera atrapado humo, como si no hubiera existido nunca. No sabía dónde buscarlo porque no sabía nada de él. Había entrado en su vida de golpe como huracán y como viento sutil había escapado. Sus sollozos retumbaban en todas las paredes de la capilla, envolviendo las columnas en un eco largo y húmedo que fue impregnando de lágrimas los frescos de los techos, diluyendo lentamente los colores de algunas alas de los
Ángel
es más bellos. El fraile no podía quedarse ajeno a la escena, así que empezó a toser mientras corría las cortinas fingiendo arreglar el confesionario. Desde el techo goteaban lágrimas malvas y plata que fueron cayendo al lado de Estrella formando una luna de agua. El cura se le acercó y permaneció en silencio hasta que la encharcada mirada de Estrella le permitió hablar. Con voz melosamente afectada por los muchos años de sacerdocio la invitó a que le desvelara el porqué de su congoja. Aprovechó para tomarle las manos y acariciarlas mientras ella le contaba, sin entrar en detalles, que su amor le había desaparecido; entonces a él se le ocurrió la idea de que le pidiera al santo casamentero para que «el novio» volviera. Le dijo que la recuperación del ser querido necesitaba por lo menos una novena completa rezada a san Antonio, santo que el fraile, sin dejar de acariciarle las manos, le señaló con un gesto. Lo ideal, decía, era hacerlo a la misma hora del mismo día, y lo que era más importante, iluminar con velas su rincón. Cogiéndola por la cintura con familiaridad extrema la condujo hasta la imagen. Allí le dio licencia para encender no sólo una velita, sino las cien que completaban el retorcido hierro, al comprobar disimuladamente el valor del billete que Estrella acababa de depositar en la ranura del cofre. Se sacó del bolsillo la novena y durante un largo rato la abrazó en silencio. Lo que él pensaba mientras la abrazaba sólo él lo sabía. Estrella se quedó allí hasta que el fraile la invitó a salir, pues le había llegado la hora de poner a dormir a todos los santos.
Durante muchos jueves Estrella y el cura, cada uno por separado, estuvieron rezando y pidiendo el regreso de
Ángel
. Los dos, por motivos distintos, necesitaban el milagro de la vuelta a los encuentros. Estrella terminó rezando, además de la novena que consideró corta para la grandeza del pedido, todas las oraciones aprendidas en su infancia, desde el
padre nuestro
y el
ave maría
hasta el
ángel
de mi guarda
y el
jesusito de mi vida
.
En medio de tanto rezo tuvo que hacer un viaje relámpago a Somalia que le ayudó a mitigar y distraer un poco su aflicción, repartiendo ternura y afectos como si los diera a
Ángel
, pues su obsesivo recuerdo no la desamparaba; se le había adherido al alma acompañándola día y noche. La negación, en lugar de hacerle desaparecer el sentimiento, se lo había ido acrecentando; era como leña seca que hacía crepitar el fuego de su amor, manteniéndole al rojo vivo las ansias de encuentro.
Mientras tanto Martín se debatía entre continuar viendo a Estrella o tratar de arreglar su matrimonio con Fiamma. Cada día cogía el teléfono, y cuando estaba a punto de marcar el último número que le regalaría la voz de su amante colgaba, pues se preguntaba que podría ofrecerle aparte de una noche desastrosa. Además, entre más días pasaban más difícil veía arreglar su cobarde desaparición. Se había sumergido de lleno en su trabajo asistiendo a cuanto foro y reunión había; escribiendo sin parar sus artículos más inteligentes; vaciando todas sus rabias y desazones contenidas; evitando los espacios de silencio que le llevaban a la duda y a la soledad, al recuerdo doloroso y malogrado de Estrella. Había cambiado su habitual trayecto que le llevaba a pasar muy cerca del Parque de los Suspiros donde la había conocido, creyendo que desviando su ruta desviaría también sus deseos y los encaminaría hacia Fiamma. Pero la prohibición que se había impuesto no había hecho más que engrandecer su amor por ella. Sin embargo, forzó su alma como si se tratara de una rígida brújula, doblando con fuerza la aguja que marcaba su amoroso norte hasta hacerla apuntar en dirección contraria. Sometiendo su deseo a desear lo que ya no quería.
Con Fiamma decidieron hacer un viaje relámpago de cinco días. Viajarían un fin de semana a la isla de Bura. La idílica isla en la que juntos habían visto derramarse en rojos los atardeceres más bellos y cálidos. El sitio que poseía los acantilados más fastuosos, donde las piedras habían creado, en su sinuosidad, dragones que vomitaban espumarajos de olas por los ojos, que dejaban colar soles por agujeros insospechados. Un lugar donde las almas más distanciadas podían llegar a unirse en un solo latir. Para Martín este viaje sería como una prueba de amor que ayudaría a esclarecer sus sentimientos. Para Fiamma, ajena a la silenciosa lucha interior que mantenía Martín con sus emociones, era otro de sus habituales viajes; les servía para desconectar del trabajo, regalándoles horas de sombra fresca donde leer libros que llevaban años durmiendo de pie en la estantería, aguantando mudos y estoicos el maravilloso instante de ser seleccionados y, al fin, poder desperezarse y hablar a unos ojos ansiosos de saber.
Aunque por esos días el viento había empezado a arrancar furioso cuantas hojas y frutos encontraba en el camino, nada les hizo desistir de hacer el viaje. Se fueron sin decir una palabra a nadie. Salieron del puerto arropados por un ruido inagotable de gaviotas, loros, voces de mujeres gritando a los cuatro vientos las frutas habidas y por haber; maletas, chalupas, barcos y barcazas; vendedores de caimanes, dulces de guayaba, arepas de huevo y bocadillos vélenos. En medio de la confusión reinante les esperaba un barco de madera pintado de verde con bandera tricolor izada y un racimo de plátanos maduros colgando de la proa. La sonrisa blanquísima de oreja a oreja de dos negros corpulentos les dio la bienvenida a bordo. Todo rezumaba salitre y olor a pescado fresco. Habían querido alquilar una barca de pescadores para hacer más íntimo y entrañable el viaje, saliéndose del circuito turístico tan repetido y aburrido. Llevaban un pequeño maletín lleno de libros de Fiamma y una libreta en blanco que Martín Amador esperaba llenar de pensamientos, poemas e impresiones. La tarde anterior al viaje él se había hecho un lavado de cerebro, buscando llenarlo de recuerdos. Había subido a la buhardilla a ojear el álbum donde estaban, ya despegadas, todas las fotos de cuando Fiamma y él eran novios. ¡Cuánta juventud y alegría respiraban! Había recordado las veces que la sonrisa de ella le había acariciado. Se había parado en una foto grande en la que Fiamma reía a carcajadas y, pasando sus dedos por encima del destemplado plástico, la había acariciado. Al llegar a la boca se había detenido. ¡Cómo había amado esa sonrisa! Cuando la besaba, más que besar sus labios acariciaba sus dientes. Entretenía su lengua deslizándola en ellos. Ella lo sabía y por eso, cuando estaba feliz, le regalaba sonrisas a cambio de palabras. Qué lejos había quedado todo. Sólo las fotos permanecían como testigos mudos de ese amor; eran la prueba de que lo habían vivido. Sin éstas él hubiera pensado que eso nunca había formado parte de su vida. Había releído los poemas que había escrito para ella tiempo atrás. Se había encontrado, apolillado y amarillento, el libro
El Profeta
de Jalil Gibran, primer regalo que Fiamma le había hecho; lo había contemplado, tropezando con las anotaciones y subrayados de su puño y letra; allí estaban guardados los pensamientos que, en la ingenuidad púber, habían abierto los ojos del alma a su mujer. Allí también estaba descuadernado y maltratado por el uso
El Principito
de Saint Exupéry, otro libro que leyó siempre a escondidas ocultándolo de los ojos de su padre; una historia que le había hecho sentirse niño a sus veinte años. En el altillo había permanecido largo rato, revolviendo añoranzas, y cuando consideró que ya se había empapado lo suficiente de relación pasada, había bajado pesaroso y haciendo de tripas corazón se había puesto a hacer la maleta.
Se metieron en el barco y partieron mar adentro, buscando encontrar en otra tierra lo que se les había perdido en ésta. Se dejaron abofetear las caras por la fuerte brisa. Poco a poco se fueron alejando de Garmendia del Viento. La puerta del reloj empezó a hacerse pequeña hasta desaparecer diluida en el paisaje. Cuando estaban a mitad de camino se encontraron con pescadores que llevaban sus redes milagrosamente llenas de peces voladores. Súbitamente el cielo se cerró cargándose de nubes. El mar estaba tan agitado como el corazón de Martín. Un oleaje fuerte amenazaba con despedazar el barco. La marejada era producida por un descomunal banco de peces voladores y martillos que pujaban por salir. Finalmente acabaron por atravesar el banco prácticamente en volandas, pues todos los peces con sus aletas habían levantado el barco unos centímetros del agua y lo habían vuelto a dejar cuando estaban casi a punto de arribar a la isla, que ese día estaba desierta, pues todos sus habitantes se habían ido, caminando entre las arenas blancas de las islillas nacientes a celebrar el Carnaval de los Muertos, que por esos días se adueñaba del espíritu de los isleños.
Descargaron sus cosas en el bungalow amarillo que habían reservado; el mismo al que solían ir siempre. Como ya les conocían, los empleados les dejaron solos. Ese día no estaba el mar para baños ni bronceados. El cielo estallaba en truenos furiosos y nubes a punto de derramarse en llanto negro. Se quedaron en la habitación, con sus pensamientos repartidos y distantes. Empezaron a hablar y terminaron enfrascados en una acalorada discusión donde no pudieron ponerse de acuerdo. Entre más trataban de aclararse, más se enredaban en palabras. Discutieron hasta por el tipo de vaso en el que les habían servido el jugo de bienvenida. Que si la boca era muy grande, que si era muy alto, que si le faltaba azúcar, que si habían llevado suficiente ropa, que si habían olvidado el cepillo de dientes... que quién se había encargado de guardar los libros. Todas nimiedades ridículas que se acrecentaron en el fragor de la pelea. Terminaron saliendo hasta las pequeñas peleas de recién casados que creían superadas, la fobia que Martín sentía por las diez hermanas de Fiamma, las críticas de ella al padre de él, palabrerías que acabaron por dejarlos exhaustos y en un tenso y compacto silencio que ni el cuchillo más afilado hubiera podido cortar. Martín se cubrió de papeles en blanco mientras Fiamma, ofendida, se refugió en el grueso libro que clasificaba las últimas psicopatologías del siglo. Les llegó la noche tendidos sobre sus pensamientos y con un malestar del cual los dos querían salir, sin dar el brazo a torcer. Cada uno esperó en vano la disculpa del otro, como si fueran un par de niños. Por enésima vez la incomunicación se adueñó de Martín Amador y Fiamma dei Fiori. Él, sublime comunicador de papel impreso, y ella, prestigiosa sicóloga especializada en ofrecer soluciones en las más complejas interrelaciones humanas, no fueron capaces de levantar la veda de palabra que sobre ellos se acababa de cernir. El orgullo de ambos y el cansancio habían podido más que el conocimiento y la cordura. Se quedaron dormidas las ganas de darse las buenas noches con un beso. De espaldas a los gestos inequívocos del amor no hablado. Martín se odió por haberse inventado ese viaje, por no haber vuelto a ver a Estrella, por no haberse quedado con ella aquella noche de jueves, por haber desperdiciado cuatro semanas en negaciones impuestas. Fiamma empezó a maldecir el ascenso de su marido. ¡Cómo le había cambiado! Le estaba volviendo un ser agresivo, poco comunicativo y nada comprensivo. Se estaban volviendo a repetir*episodios vividos en la crisis que les había sobrevenido después de los primeros cinco años y que ellos habían sorteado sin siquiera decírselo. Volvía a escasearles el ingrediente que todo ser humano necesitaba Para entenderse: la comunicación.