Así que terminaron las dos igual de ilusionadas con el regreso de
Ángel
. Volvieron a imaginar el encuentro próximo, las palpitaciones, las miradas y la consumación final de tanta espera retenida. A Fiamma todo le pareció bien; llegó a justificar hasta los días de silencio a los que se había visto forzada Estrella, decía que ello había servido para consolidar la relación. Ahora los fundamentos estaban claros, se construiría sobre la verdad, sabiendo qué terreno «estaban» pisando. Mientras hablaba, Fiamma se encontraba muchas veces empleando el plural, un detalle que a Estrella le encantó pues así la sentía más cómplice, más hermana en todo esto; su alegría más íntima era capaz de multiplicarse y dar alegrías a otros.
Durante más de dos horas vagaron entre ensoñaciones femeninas, vistiendo el momento esperado con ternuras azules que iban convirtiendo, a medida que crecían sus deseos, en pasiones rojas. Fiamma, que conocía el ático de Estrella, llegó a proponerle como escenario de amor la terraza llena de ángeles, flores y pájaros. Le dejó en préstamo el libro de los ángeles y otro sobre masajes:
Saber tocar. Saber amar;
además, le dejó la grabación que había hecho de olas y gaviotas, todo para que ella lo estrenara al día siguiente si se daba el caso. Estrella se despidió de Fiamma pletórica, cargada de deseos, ideas y vida. Volvía a pensar en los relojes. No veía la hora de que fuera mañana.
Fiamma se quedó viéndola marchar. Por primera vez la había acompañado hasta abajo; la observó alejarse por la acera y después girarse varias veces para decirle adiós con su cartera roja; iba esperanzada y feliz. Cuando definitivamente la perdió de vista, Fiamma sintió algo extraño: una incipiente envidia acababa de brotar de no sabía que sitio y, por primera vez, le empantanó el corazón.
Esa tarde Estrella no pasó por la oficina. Se fue directa a casa, entrar se sacudió los zapatos que salieron volando por los aires hasta aterrizar, uno encima de la mesa de la sala y otro sobre la cabeza de un ángel. Se dejó caer en el sofá y, sin cambiarse, empezó a leer el libro de los masajes. Iba haciendo prácticas sobre sus muslos, colocando los pulgares en las posiciones recomendadas, copiando las ilustraciones que aparecían. No se levantó hasta que no creyó dominar la técnica. Ya era de noche cuando se asomó a la terraza. Una luna de pan iluminaba las enredaderas dándoles un maravilloso tono hielo. Las buganvillas florecidas habían tomado el tono azul de la noche y los grillos cantaban la misma canción nocturna que Estrella, de tanto escucharla, ya no oía. Cerró los ojos y aspiró el aire salado de las sombras, imaginando el día siguiente. Se acordó de la grabación que le había dejado Fiamma y la escuchó. Era la misma que le había puesto el día que había llegado tan nerviosa a la consulta. Pensó que a
Ángel
le encantaría, pues sabía que las gaviotas y el mar habían sido sus amigos de juventud. Desde la sala trajo un altavoz del equipo de sonido y lo escondió entre las madreselvas, para que la música saliera cubierta de vegetación. Preparó un rincón con alfombras naranjas, cojines de piedrecitas de colores y pequeños faroles trabajados en hierro llenos de agujeros, por donde escaparían las tenues luces de una vela, todo perteneciente a una vieja compra que conservaba desde hacía años. Los había visto anunciados en un reportaje de revista bajo el título: «Las mil y una noches de amor», y había terminado apuntando la dirección de la tienda y haciéndose con todos los objetos que componían el rincón marroquí; después la compra había terminado sin estrenar, amontonada en un armario, ya que nunca había encontrado la ocasión de amor mágico que valiera la puesta en escena. Ahora presentía estar en los preludios de esa noche.
Se recostó entre los cojines y se quedó profundamente dormida. A la mañana siguiente un sol que parecía la pepa con mechas de un mango chupado la bañó de calor. Se encontró rodeada de petiamarillos que picoteaban sin clemencia las piedrecitas de los cojines pensando que eran comida. Los espantó y corrió a cubrir el rincón, protegiéndolo hasta la noche. Salió corriendo, entre empujones de reloj, a ducharse y cambiarse. Era jueves. Gastó ante el espejo el poco tiempo que le quedaba. Llegó a probarse hasta cincuenta trajes entre una angustia e indecisión increíbles. No tenía qué ponerse, pensó. Al final terminó con el mismo traje rojo que llevaba el día que había conocido a
Ángel
, convencida de que le traería suerte. Quiso desayunar, pero no le cabía nada; tenía el estómago atracado de dicha.
Martín estaba de viaje. Había ido a Caucania donde se celebraba el congreso anual de periodismo. El acto finalizaba al mediodía con un gran almuerzo. Estaba sufriendo por el regreso, sobre todo porque aún abrigaba la esperanza de encontrarse con Estrella. Aunque había asistido los dos jueves anteriores a la capilla sin ningún resultado, se había impuesto seguir yendo durante un mes. Trataría de regresar en el avión de las tres y cuarto.
Pero la comida se fue alargando entre charlas polémicas, whiskies y partidismos. Terminaron hablando de la política de guerra adoptada por las Naciones Unidas. De la posición de Estados Unidos en los grandes conflictos mundiales; de los árabes, israelíes, palestinos, iraquíes, chinos y afganos. Así se le fueron pasando angustiosamente los minutos, enfrascado en una discusión que le importaba un bledo pero que no podía abandonar, pues hubiese sido una descortesía con el fundador y propietario del diario, que había propiciado la interminable charla. De pronto, aprovechando una ida al baño de la voz cantante, Martín se escurrió por entre la gente y terminó cogiendo el primer taxi que pasó. Miró el reloj, eran las cuatro y media; con suerte llegaría para tomar el avión de las cinco. Por muchas maromas que hiciera no llegaría antes de las siete a la capilla de Los Ángeles Custodios. Eso, contando con que el avión no se retrasara ni cinco minutos. Incluso le iba fatal coger su coche que había dejado en el parking del aeropuerto, pues la capilla estaba en pleno centro de la ciudad vieja y seguro que a esa hora sería imposible entrar. Tomaría un taxi y al día siguiente ya pasaría a buscarlo, decidió mientras le rogaba al taxista que se diera prisa. Al final pudo embarcarse en el avión de las cinco que salió a las cinco y media, después de hacer una larga cola para despegar. Cuando salió del aeropuerto eran las siete, y aunque pensaba que tal vez sería demasiado tarde para encontrarse con Estrella, se mantuvo firme en lo que había resuelto. Tomó un taxi y aprovechó para llamar a Fiamma y decirle que acababa de aterrizar pero que todavía no llegaría, pues antes tenía que pasar por el periódico. Ese día quedaba anulado ir a El jardín de los desquicios. Fiamma le tranquilizó. En el fondo, esa noche a ella tampoco le apetecía ir de cena. Prefería caminar por las calles. Hacía muchos días que iba de la casa a la consulta y de la consulta a la casa, en una rutina inmisericorde que la estaba matando. Esa noche quería disfrutar sola del bullicio del puerto; darse un paseo largo por las murallas; perderse en la ciudad entre músicos callejeros, saltimbanquis, vendedores de choclos, pintores, cuentistas y estatuas vivientes. Se llenaría de monedas y disfrutaría como cualquier turista, llenando de dinero los sombreros. Esa noche se dejaría maravillar por la lujuria callejera. Miró al cielo y se sorprendió ante la plenitud de la luna. Era noche de luna llena.
Salió a la calle dejándose seducir por el asfalto. Caminó entre los adoquines y el olor a boñiga que dejaban los carruajes de caballos atiborrados de turistas. Atravesó los arcos amurallados y se detuvo en el Portal de los Pájaros. Se acordó del patio de su casa lleno de jaulas abiertas y de su madre silbando entre los mirlos; hablándoles mientras les colocaba pequeños trozos de pan mojado en leche. Nunca había conocido a nadie que tuviera los pájaros en esa libertad y sin embargo los mantuviera en casa. Las aves salían y entraban de sus jimias en una tranquilidad asombrosa. Cuando había preguntado a su madre Por qué no les cerraba las puertas, ésta le había enseñado la lección más importante de libertad: «Si quieres mantener a quien amas contigo, no le encierres. No le cortes las alas.»
Pasó por el Portal de los Dulces, un sitio donde se podía probar todo tipo de manjares, algunos empalagosos, pero todos deliciosos; allí se compró caspiroletas rellenas de licor de anís, esos vasitos hechos de galleta que le encantaban cuando era niña; los saboreó con apetito de recuerdo hasta acabárselos en un santiamén. Se fue adentrando entre las callejuelas que aún conservaban los faroles del virreinato, sólo que hacía tiempo pertenecían a un gran alumbrado eléctrico. Aun cuando Garmendia del Viento mantenía intacta su historia, la modernidad la había convertido en una ciudad cosmopolita, vanguardista y funcional. La capital del diseño, el arte y la creatividad. Entre sus más ilustres habitantes se encontraba lo más selecto del panorama artístico y literario. Era una ciudad encantadora, romántica. Una babel caóticamente ordenada. La ciudad del amor y también de las desgracias, pues cuando el viento se enloquecía parecía que Dios castigara con su furia a los amantes.
Cruzó el Parque de los Suspiros, por donde hacía algunos minutos Martín acababa de pasar como alma que lleva el diablo, y se detuvo a observar unas niñas jugando a mamas con un muñeco. Volvió a sentir su vacío de maternidad. Se acordó que muy cerca estaba la capilla de Los Ángeles Custodios y pensó en meterse un rato dentro para sentir su silencio.
En el interior, Estrella y
Ángel
celebraban con sus bocas el reencuentro. Esa tarde, Estrella no se había ido. Nunca había permanecido tanto tiempo sin hacer nada dentro de la capilla. Algo le había dicho en su corazón que lo vería. Había ido despidiendo los minutos de su reloj con una certeza de encuentro inviolable. Sin permitirle a la duda que la obligara a irse. Había luchado contra la desilusión y había valido la pena. Después de esperar más de dos interminables horas, había escuchado los pasos inequívocos de
Ángel
, y aunque había estado a punto de girarse, se había aguantado las ganas para retener una posible dicha incierta. Martín había entrado ahogado por la carrera y al ver la silueta de Estrella sentada en el banco, en lugar de serenarse su respiración se había desbocado. Sentía que los metros que le separaban de ella se habían convertido en kilómetros. Se apresuró hasta detenerse a sus espaldas. Respiró su perfume y se arrodilló, justo detrás de ella. Pegó la nariz a su nuca y empezó a olería. Quería bebérsela entera mientras la aspiraba. Estuvo un rato sintiéndola de espaldas, ella cerró los ojos mientras el aliento quemaba su cuello; cuando
Ángel
ya no pudo aguantarse más, metió los brazos por entre el agujero del banco y la aprisionó por la cintura hasta tocar sus senos. El pecho de ella comenzó a agitarse. Tenía que abrazarlo, mirarlo de frente, sumergirse en las profundidades de sus ojos. Le retiró las manos y se giró. Quedaron frente a frente resoplando pasión. Atragantados de palabras mudas, desenvolviendo caricias escondidas para vestirse de encuentro. Con una urgencia loca de desnudarse y comerse las almas en los cuerpos.
El fraile desde el confesionario vivía, como en un palco de honor, el retorno del amante ausente. Tan emocionado y excitado como si fuese uno de los dos protagonistas. Había resuelto ahogar sus descarriados suspiros metiéndose un pañuelo a la boca. Sin embargo, ya se le había escapado uno, que fue a parar donde ellos como un ventarrón venido de otro mundo, levantándoles el pelo. Ellos lo atribuyeron sin reparos a la magia divina que gravitaba en ese instante. Se sentían ángeles ligeros, tocando el cielo con las manos. Tenían que irse corriendo a la Calle de las Angustias a revolcarse en la felicidad. Necesitaban llenarse el uno del otro.
Al fraile le provocaba decirles que no hacía falta que se fueran. Que podían amarse ante los ojos de Dios sin vergüenza alguna. Que si querían, él podía dejarles su abstinente celda. Mientras lo pensaba, se iba justificando con razones eclesiásticas. ¿No había sido Dios quien había dicho: amaos los unos a los otros?, pues este era un caso de amor. Un amor que ya había pasado por unos meses de prueba y merecía colmarse de dicha. Se cogió la cabeza temiendo que sus reflexiones hubiesen sido escuchadas por los amantes. Se santiguó y agradeció a san Antonio el milagro. Con esto quedaba confirmado que ese santo era de fiar, pues nunca le había fallado, aunque a veces se demorara en responder a las súplicas. Lo tuvo en cuenta para cambiarlo de posición y situarlo más cerca del altar. Lo pondría en un lugar privilegiado.
Fiamma se dirigía resuelta a entrar a la iglesia. El paseo la había llenado de paz y alegría. Le fascinaba su ciudad. Subió los escalones y abrió la puerta. Cuando estaba a punto de entrar, las notas de un piano callejero la detuvieron. Era el
Claro de luna
de Beethoven, su sonata favorita. Subyugada por las notas, su oído empezó a buscar el lugar de donde provenía el concierto. Desando algunos pasos, giró por una adoquinada callejuela y se topó en plena calle con un piano de cola blanco y un viejo de barba muy larga, vestido de frac raído que, con ojos entrecerrados, interpretaba la melodía con la maestría propia de un virtuoso. El lugar estaba desierto. Asistiría a un concierto exclusivo para ella. Cerró los ojos y se fue entre corcheas, semicorcheas, negras y blancas, en una dejadez maravillosa. Recordó las tardes en que su abuelo italiano la ponía a escuchar sonatas. Ella era muy pequeña para entender de música, pero él siempre le había dicho: «la música no hay que entenderla, hay que sentirla en el corazón. Escucha bien y descubrirás que en ella están todos los sonidos del alma». Luego le cerraba los ojos, mientras le susurraba: «lascia andaré, Fiamma». Ahora volvía a perderse entre las cuerdas amartilladas del piano. Era una noche mágica. Las manos del pianista se deslizaban por las teclas, como si acariciaran un cuerpo de mujer. La música trepó por la pared de piedras, caminó por los tejados hasta coronar la luna y empaparla en notas. Fiamma no se movió. Cuando la calle volvió a quedar en silencio, ella todavía continuaba con sus ojos cerrados. Al sentir que la melodía había finalizado, sacó un billete, lo metió en el sombrero de copa que descansaba en el suelo y regresó a su intención de entrar en la capilla. En el camino de vuelta percibió un aroma familiar que se escapaba por la calle de al lado, pero no pudo identificarlo. Entró a la iglesia que estaba completamente vacía, como a ella le gustaba. Hacía mucho tiempo que no la visitaba. Se maravilló con los ángeles del techo. ¿Dónde había visto ella unos ángeles como estos?, se preguntaba, relamiendo las bóvedas con sus ojos. Repasando recuerdos, le vinieron todas las iglesias visitadas con Martín en uno de sus viajes a Italia y también ángeles de museos, jardines y techos. Finalmente su memoria fue a parar al piso de Estrella. Entonces cayó en la cuenta: era allí donde había visto unos ángeles semejantes. Pensó en cómo le estaría yendo con su
Ángel
, y una sonrisa cómplice acompañó su pensamiento.