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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (6 page)

Fueron pasando las semanas en Garmendia del Viento. Fiamma ni se cortó el pelo, ni se compró braguitas, ni sujetadores, ni ligueros, ni ninguna lencería especial, ni fue al gimnasio, ni se apuntó a ningún curso. Lo único que no dejó de hacer fue asistir cada día a su consulta con puntualidad religiosa.

Un miércoles, mientras Fiamma se entretenía en su casa espiando el nido lleno de huevos a punto de romperse que la paloma había montado en su escultura, recibió la llamada de una Estrella excitadísima que tenía que verla con urgencia. No podía esperar al viernes, le dijo, tenía que abrirle un hueco en su agenda. Más que un pedido era un ruego; aunque Fiamma lo tenía difícil, quedó que la recibiría al día siguiente; por lo menos le adelantaría en un día su cita. Notó en su voz una agitación y urgencia desproporcionadas, como de niña poseedora de un gran secreto con muchas ganas de revelarlo. Colgaron, y al volver a mirar el nido lo encontró lleno de cabecitas pelonas, de picos abiertos. Habían nacido palomas moñudas en su sala. No quiso acercarse por temor a ser vista por la paloma madre y que los pequeños fueran a sufrir un abandono temprano. Lo que no sabía era que la paloma ya había abandonado esos huevos, pues había escapado con un palomo nuevo que le había estado haciendo arrumacos en la plaza de la catedral. Fiamma tuvo que criarlos a punta de gotero, donde ponía lombrices trituradas, una papilla asquerosa que se inventó por necesidad y que a los palomitos les parecía manjar de dioses. Así se vieron, a falta de hijos, rodeados de palomos blancos, a los que Fiamma y Martín llegaron a bautizar con nombres y apellidos.

Esa noche Fiamma soñó que era una caracola que entraba y salía con las olas del mar, cansada de no poder escapar de una vez de la marea. El agua la ahogaba en su sal y en su arena. ¿Por qué las caracolas no tendrían alas?

Llegó a la consulta a las nueve en punto, envuelta en perfume de azahares. Tenía días en que se le alborotaba su aroma. Estrella Blanco ya estaba ahí. Como siempre impecable y antes de la hora prevista. Era curioso, pensó Fiamma, todas sus pacientes se hacían esperar menos ella.

La hizo pasar, no sin antes darle su abrazo entrañable. Descubrió en su mirada color miel un brillo nuevo que encandilaba. Fiamma ya conocía esa extraña luz. La había visto en sus ojos de jovencita, cuando se había enamorado de Martín Amador.

Empezó la sesión tratando de calmar a Estrella; desde que había empezado la terapia nunca la había visto tan excitada. Parecía una niña con juguete nuevo. La miró como solía mirar a sus pacientes, entre interrogante y expectante, esperando que abriera la boca.

En el desorden de su alegría atropellada, Estrella le fue describiendo lo que venía sintiendo los últimos días. Esa exaltación que la mantenía ebria de dicha. Se disculpó de no habérselo dicho en las anteriores citas por puro miedo; creía que era de mal agüero desvelar los secretos alegres. Le dijo que aquello se le había ido creciendo tanto que ya no le cabía en el cuerpo y necesitaba compartirlo con alguien, exorcizar su alegría. Fiamma dejó que hablara.

«He conocido un ser maravilloso. Un ángel», le dijo excitadísima. Sin guardarse ni un respiro le fue contando los pormenores del primer encuentro.

Le explicó que una tarde sin saber por qué, saliendo de la sede de
Amor sin límites
había sentido el impulso de sentarse a descansar en uno de los bancos del Parque de los Suspiros, aquel que quedaba cerca de la torre del viejo reloj; preguntó a Fiamma si lo conocía más que con ganas de que le contestara, comprobando si la seguía en el relato. Fiamma asintió. ¡Claro que recordaba aquel antiguo reloj sin agujas!, muchas veces observándolo, había deseado que los relojes fueran así, sin agujas; relojes destiempados que dieran cabida a los momentos sublimes. Donde la espera no existiera, ni las prisas; donde nada de lo bueno se quedara por hacer, ni decir; donde lo más bello permaneciera suspendido en el instante eterno; donde se pudiera retroceder y borrar lo equivocado y triste. Estrella no se dio cuenta que por un momento su sicóloga se había elevado y continuó desenvolviendo su secreto...

Aquella tarde los rosales del parque que durante años habían permanecido sin florecer estaban cargados de botones a punto de abrirse. Era la primera vez que Estrella los veía así. Estando a la espera de lo inesperado, había sentido un soplo de brisa que venía del banco de al lado; un hombre daba de comer restos de pan a decenas de gaviotas. Después de posarse sobre los zapatos de Estrella, la más jolgoriosa había abandonado un trozo sobre ellos. Entonces, de una mirada, ella y el hombre se desvistieron el alma. Terminaron hablando. Él se le fue acercando con el pretexto de hablar de la gaviota y del pan, de los rosales y, sin saber cómo, acabaron hablando de ángeles. La invitó a conocer los ángeles más bellos de Garmendia del Viento y ella, con sonrisa de caricia se dejó llevar. Ya había entrado en ese estado de ingravidez donde el tiempo queda suspendido y todo empieza a suceder lento. Veía reflejado en los ojos del hombre el brillo de sus ojos. En la sonrisa de él su propia sonrisa. Ella se sentía interesante. Él, interesado. En ese estado de levedad, empezaron a caminar por entre callejuelas adoquinadas hasta llegar a la capilla de Los Ángeles Custodios. Dentro, el retumbar de los tacones de Estrella y los pasos de él habían roto el solemne silencio. El olor a cirios derretidos y a incienso había cargado el aire de espectral recogimiento. Las luces de las velas proyectaban sus sombras en el pequeño altar. Subieron los pequeños escalones que les llevaron hasta allí, y cuando estaban en el centro, él le hizo mirar hacia arriba. La cúpula de la pequeña capilla era un esplendor de ángeles desnudos que, entre velos, presentaban el nacimiento de la Virgen: una madonna de cabellos dorados ondulantes emergiendo de una gran rosa roja abierta, circundada por cientos de pétalos rojos suspendidos en el aire. Una obra del
Quattrocento
tan bella, que Estrella terminó con los ojos húmedos de emoción. Al ver su reacción, el hombre trató de secarle las lágrimas que rodaban por sus mejillas, con un ramillete de botones cerrados que había arrancado de los rosales; al contacto con las gotas, los capullos se abrieron en una floración inesperada. Estrella pensaba que lo que estaba viviendo en realidad lo soñaba. Se sentía en las nubes, como uno de esos ángeles que tanto la habían conmovido. Así se quedaron hasta muy tarde, flotando en la alegría del enamoramiento fulminante; con las manos entrelazadas de palabras nuevas. Parecía que se hubieran conocido de toda la vida. Él la inició en el culto a las alas dándole una clase magistral. Le enseñó que los grandes pintores renacentistas, antes de pintarlas recogían plumas de todos los pájaros existentes y hacían un estudio minucioso. Así, las alas que pintaba el Beato Angélico eran diferentes a las de Lorenzo de Credi o a las de Duccio o Giotto. Le contó que para la
Anunciación,
Simone Martini había recogido plumas de águilas, estorninos, martines pescadores, búhos, carpinteros, pavos reales, patos salvajes, azulejos, gallinas y aves de corral. De todos esos estudios habían salido, en oro bizantino y colores armónicos, las alas más hermosas del Renacimiento. Estrella, que sólo coleccionaba ángeles por puro placer, volaba en lo que escuchaba. No sabía que existiera alguien que supiera tanto de alas y vuelos.

Terminaron hablando de los sueños, de las almas gemelas. En cada lamparilla de votos que encontraron encendieron dos velas que colocaron juntas. Cuando el hambre de beso fue más fuerte que todas las historias, acabaron mordiéndose las bocas; fundidos en un interminable aliento enamorado, respirando deseo hasta que, un fraile en sombras, empezó a apagar los últimos cirios encendidos del altar. La capilla quedó en penumbra total. Se levantaron con desgana arrastrando los pies hasta encontrar la salida. Estuvieron a punto de quedarse encerrados, sino hubiera sido porque el cura al final los descubrió y, con tosecitas y gestos, los empujó a la salida envidioso del momento que estaban viviendo. El hombre y Estrella desandaron las calles en silencio, sabiendo que lo que acababan de sentir era maravilloso; al llegar al parque, todos los rosales habían florecido. Rosales que habían sido de distintos colores, ahora daban una floración única, toda roja. A la luz de la luna, los arbustos se doblaban de flores.

Quedaron de volver a verse, siempre en el mismo parque, el mismo día, los jueves, y a la misma hora, las seis. Al despedirse el hombre preguntó por su nombre, ella le contestó un Estrella susurrado. Entonces él le dijo que tenía el nombre más brillante de la tierra. Estrella quiso saber el suyo, y se encontró con una pregunta: «¿Cómo quieres que me llame?». Ella lo bautizó
Ángel
.

A Estrella, que no había conocido más hombre que un marido borracho y machista,
Ángel
le había parecido maravilloso. Había foto el solemne juramento que se había hecho de no volver a enamorarse nunca, cayendo otra vez en aquella agitación. Se volvía a sentir, más que viva, revivida. Le había llegado ese amor, como una ráfaga de viento, limpiándole de un soplo, sus prevenciones, dolores y desconfianzas. La había bañado con esa ingenuidad tan de mortales que a la hora de amar iguala a todos, porque en el fondo del corazón siempre se abriga la esperanza de encontrar el amor perfecto, aquel que regala felicidad las veinticuatro horas del día, todos los días del año. Esa tarde de encuentro fortuito, Estrella había vuelto a creer en el amor. Había guardado su secreto celosamente, pero finalmente, al no resistir la tentación de contárselo a alguien, en la consulta de Fiamma, se había vaciado explicando con lujo de detalles su más íntima felicidad.

A las seis lo vería. Ya llevaban un mes así. Encontrándose en el Parque de los Suspiros. Metiéndose en la capilla de Los Ángeles Custodios, besándose y tocándose hambrientos, por encima de la ropa, mientras nadie los veía. En realidad el fraile era testigo mudo de sus jueves; no quería perderse de sentir, aunque fuera de lejos, esos amores ajenos. Se escondía en el confesionario para vivir su calentura improcedente. Así, acababan jugando los tres a no ser vistos. Al final siempre los echaba de allí, eso sí, con gestos delicadamente sacerdotales y una velada invitación al regreso. Terminaban vagando por las calles sin rumbo fijo, pero cargados de conversación y gestos. No habían hecho el amor aún y eso le gustaba a Estrella, que temía al encuentro desnudo. Esa prohibición sexual no hablada la había ido llenando de un deseo ardiente que la atacaba sobre todo en las noches y la hacía correr a la bañera y enfriarlo, a punta de baños larguísimos en los que colocaba unos bloques inmensos de hielo que hacía subir al portero del edificio. Un día tuvo que echarlo a gritos, pues se dio cuenta que después de descargar los bloques en el baño se había quedado detrás de la puerta tratando de escucharla; espiando sus calores, esos vapores que aún
Ángel
desconocía. Se sentía como una olla a presión a punto de explotar. La pasión que estaba sintiendo por
Ángel
la quemaba. Era verdad que no sabía muchas cosas de él, pero tampoco le preocupaba; lo encontraba un ser tan especial que hasta verlo solamente una vez a la semana le había parecido algo natural, pues nada de lo que hacían era habitual. Lo encontró parte de ese estado. «¿Por qué tendrían que hacer lo que todos?», se decía. Así que, cuando Fiamma trató de aconsejarla en la manera en que estaba llevando esa relación, Estrella la apartó con delicadeza. Creó una muralla de protección donde no había cabida más que para ella y
Ángel
.

A la sicóloga le preocupaba que, en cada cita, Estrella no sólo no comentara sobre su historia pasada, sino que ocupara la hora en su totalidad narrando sus encuentros con
Ángel
. Ella, que había llegado a su consulta pidiendo ayuda, buscando resolver el problema de su soledad crónica, ahora sólo hablaba de su nueva compañía. Aquella solitud angustiosa había sido llenada un día a la semana por un extraño. El problema seguía allí, pero de eso ya no se hablaba.

Por más que Fiamma trataba de desviarle las sesiones, llevándolas a otros aspectos de su vida, todo, aun lo más lejano y ajeno, terminaba al final en
Ángel
. La sentía como una adolescente susceptible y ella no quería asumir el papel de madre; no le tocaba ni creía que le fuera a servir a ninguna de las dos. Sabía que Estrella necesitaba desfogar su dicha y que, si la liberaba con ella, era porque no tenía a nadie en quien confiar. Le preocupaba el hecho de que aquel hombre llegara a desaparecer de su vida tan de golpe como había entrado. Le había empezado a coger simpatía; le intrigaba. Hasta le producía un poco de morbo el hecho de que no se la hubiera llevado a la cama todavía. Empezaba a preocuparse demasiado por este caso, reflexionó. No quería ni pensar que tal vez se estuviera identificando en el sentir de su paciente. Tendría que controlar más sus sentimientos, se dijo, mientras se preparaba para la última cita de la tarde.

Fiamma no tenía tiempo de aburrirse. Su trabajo como sicóloga le aportaba vida. Sus clientes la hacían sentir necesaria, salvadora de almas. Cada caso, en su complejidad, le regalaba nuevas sensaciones y retos. La forzaba a investigar, a estar al día. La paseaba por otros modos de vida. La obligaba a estar atenta a los cambios sutiles que sus pacientes iban experimentando en cada terapia. Todas estas personas le llenaban la vida. Le ayudaban a trazar nuevos mapas en la tan compleja geografía humana. A veces los sentía su familia; la acompañaban día y noche en la gélida soledad vivida con Martín. A sus treinta y siete años se sentía en una madurez plena. Segura de que ya lo había experimentado todo, habiendo quemado cada etapa de su vida a fondo. Ahora tocaba el sosiego y ella lo iba viviendo; se sentía en paz y equilibrio, aunque en el fondo más hondo de su ser añoraba la sana locura de la juventud. La expresión abierta y suelta de todos sus deseos. La cándida desfachatez de la locura de poder hacerlo todo protegida por la inconsciencia de la edad temprana. Hoy, esa energía sacada de lo insensato se le había ido cubriendo de hollín. Había ido quedando cubierta por años y años de cordura rutinaria. A veces se preguntaba por qué había dejado perder esa locura. ¿Adónde se había ido ese desentenderse, ese ir por las calles a plena lluvia sin importarle empaparse hasta los huesos? ¿Qué había sido de aquella muchacha que corría entre las rocas y se lanzaba al mar de madrugada para coger gaviotas al vuelo o comer ostras vivas o erizos sin miedo a pincharse? ¿No había sido ella misma la que se había impuesto esa cordura para pertenecer más a una sociedad establecida a base de sedentarismo y rectas reglas?

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