Volvió a pensar en él; esa tarde regresaría del viaje. Ya no tenían nada importante que decirse. Comentarían nimiedades. Se preguntarían «cómo te fue hoy por la consulta», «qué tal por el diario»... Se les había ido gastando el amor como la suela de sus zapatos favoritos. Hasta habían caído en la desgracia de hablar del tiempo, haciendo las predicciones del día mientras el beso mecánico les despedía. Habían pasado de coleccionar atardeceres nuevos a coleccionar días iguales, repetidos. Empezó esa separación que nadie nota por ir vestida de gala, cenas y amigos comunes. Risas estudiadas, viajes comentados, trajes de moda y conciertos próximos.
Habían cambiado la alegría de saborearse a solas por la necesidad de masa acompañada, pero como vieron que las otras parejas eran iguales que ellos, pensaron que habían entrado en la natural decadencia de los años matrimoniales, tan rica en pasados, tan vacía en presentes. No se dieron cuenta cuando el corazón dejó de cabalgarles desbocado entre sus abrazos para ir a dormir taciturno entre la almohada; ni notaron el quejido del tedio, ni el medio luto que les insinuaba su muerte. Dejaron de mirarse con el alma y comenzaron a verse con los ojos. Se empezaron a descubrir las pequeñas arrugas de los comportamientos indebidos; las carcajadas ordinarias, las toallas mojadas abandonadas en el suelo del baño, los desórdenes, los dentífricos mal aplastados y mal cerrados, las camisas arrugadas, los desayunos de diario abierto, el café frío... o muy caliente, el arroz desabrido, la tapa del váter rociada de pequeñas esferas de orina, y hasta la boca pastosa de los despertares, ya no a punta de beso sino a punta de despertador ronco y aburrido. Pero a ellos les pareció lo más normal del mundo; total, no iban a estar toda la vida subidos a lo más alto de la ola. La vida les había enseñado, por experiencia de otros, que todas las parejas estables terminaban «estableciendo» su rutina, y eso significaba seguridad, solidez de mesa de cedro, inamovible en peso y forma. Estaban pues salvados de rupturas y fragilidades.
Llegó a su casa chorreando agua. Las sandalias le bailaban entre los pies. Ese día se había equivocado de calzado, de calle, de todo. Tendría que llamar a la periodista y darle una excusa por no haber llegado a la entrevista. Algo que sonara coherente. «Un ángel me cayó del cielo y casi me mata» no era lo más apropiado. Sonaría mejor «una paciente me llamó de urgencia, estaba a punto de cometer una locura y no tuve más remedio que...».
Menos mal que el programa se pasaba en diferido. Llamaría inmediatamente.
Dejó el paquete de la blusa accidentada en la mesa del recibidor, tomó el teléfono inalámbrico y fue directo al balcón. El mar estaba calmo, triste, como si se le hubieran ahogado las olas, como si estuviera muerto; vestía traje gris de pies a cabeza. Fiamma respiró hondo y marcó. Una voz de mujer lineal e impersonal le devolvió una frase: «está usted llamando a Gente que cura; si tiene algún problema digno de programa deje sus datos y enseguida le llamaremos. Gracias». A continuación se escuchó el bip. Se quedó pensando... odiaba hablar con los contestadores, se sentía ridícula. Colgó.
¿Qué quería decir eso de... «problema digno de programa»? ¡Cómo se les ocurría semejante barbaridad! Ya le comentaría a Marina Espejo, la presentadora, para que cambiara el mensaje y lo hiciera más humano. Insistió en su móvil y esta vez le contestó. Quedaron para el martes siguiente. Fiamma llevaría al programa el caso de una juez que había abandonado a su marido, metiéndose a monja después de haber parido cuatro hijos y millones de lágrimas.
En su consulta tenía casi tantos casos como mujeres había en Garmendia del Viento. Ya no daba abasto. A veces hasta empleaba sus mediodías para atender alguna emergencia. Últimamente había notado un crecimiento exagerado de divorcios, era como una epidemia que había ido desencadenando soledades diversas. Incluso sus amigos más íntimos, Alberta y Antonio, olían a separación inminente.
Una noche, en medio de una cena, había presenciado una pelea kafkiana entre ellos; había empezado como una tomadura de pelo, todo porque al cruzar la pierna el calcetín de Antonio dejaba al descubierto media pantorrilla. Éste decía que no sabía cómo su mujer podía comprarle aquellos calcetines tan cortos que lo hacían ridículo; pidió que Martín le enseñara los suyos, cosa que hizo y, la verdad, a Fiamma le había parecido ver que el calcetín de su marido tenía la misma altura que el de Antonio, pero él no lo veía así; escuchó cómo Alberta aseguraba que no existía ninguna otra medida de altura, mientras con sus ojos le pedía que participara en la pelea. La cosa se fue poniendo fea cuando Antonio se quitó el calcetín en pleno restaurante y estuvo a punto de dejarlo en el plato y se complicó aún más cuando su mujer, días después, le envió al estudio una caja llena de medias con una nota que decía: «¿los querías altos?, pues aquí tienes, para que te lleguen hasta la cintura».
Recordó cuando los cuatro caminaban de novios bordeando la muralla. En aquel entonces no había tiempo para calcetines, todo lo ocupaba el amor. Alberta era para Antonio su musa espiritual y material, su alma gemela. Antonio era para Alberta el pintor de su vida. Habían vivido la experiencia de permanecer en el Tíbet, durante casi un año, viviendo entre monjes y silencios. Recordaba haberlos recibido en el aeropuerto envueltos en un halo de paz y serenidad, rezumando equilibrio y reposo. Llevaban en el cuello un collar de cuentas, que aún conservaban, pero eso no había impedido que la plaga del desamor les invadiera a trozos. Había empezado por los pies, más exactamente por los calcetines, pero pronto iría subiendo hasta invadirles el corazón. Era difícil razonar con los dos, parecían molestos por todo. Fiamma hubiera querido ayudarles, pero ellos no se daban cuenta que su amor estaba cayendo en desgracia, y mientras fuera así, sería muy difícil echarles una mano.
De pronto escuchó la llave en la cerradura; era Martín que regresaba del viaje arrastrando la pequeña maleta que ella le había regalado en su penúltimo cumpleaños. Atrás habían quedado los regalos pensados y trabajados durante meses para darle la sorpresa que produjera el milagro de verle brillar sus ojos. Se les habían agotado las ideas pero no el amor, siempre se lo decían. Hacía un año que se habían comprometido a no darse más regalos, pues empezaron a repetirse con corbatas, aretes, camisas, pulseras y billeteras. Un día llegó a contar quince corbatas idénticas, veinte camisas del mismo color, siempre azules, y alrededor de treinta billeteras. Ella en cambio, guardaba en su joyero la colección más increíble de aretes, todos imponibles. Pero nunca dejó de sonreír y hacerse la sorprendida cuando abría el paquetito rojo que, con su lazo, desvelaba a gritos el contenido.
Fiamma le llamó desde el balcón y su marido se acercó y le dio un beso indefinido. No se dio cuenta del golpe que llevaba en su nariz hasta que no estuvo frente a ella. Entonces, ella le contó con lujo de detalles la mañana que había pasado. Lo del ángel, el hospital, la huida, la entrevista a la que no había acudido y el aguacero que había vivido de regreso. Él estaba vestido de presencia-ausencia. Últimamente era el traje que más se ponía: de cuerpo presente, pero de mente ausente. Con la mirada fija en la cara de Fiamma pero atravesándola, mirando por detrás de ella sus propios pensamientos.
Se prepararon entre los dos una ensalada, mientras se recordaban la próxima salida. El
Réquiem
de Mozart ese viernes sería cantado por el coro búlgaro en la iglesia de La Dolorosa, que quedaba a orillas del mar, en la playa donde ellos hacía 17 años se habían casado, donde se habían enamorado. Forzaron una conversación intrascendente para llenar vacíos. Hablaron de las noticias y del último artículo sobre la guerra entre petroleras y bananeras. Volvieron a hablar del tiempo y de la pronta floración de los almendros. Del dulce de coco y de la pila del reloj de Martín, que hacía varios días se había parado. Comentaron de los amigos y de todos los problemas que veían a su alrededor. Hablaron de todo, menos de ellos. Ni se enteraron que una paloma blanca se había colado por el balcón y había empezado a hacer su nido en la cabeza de la escultura
Mujer con trompeta
; una figura maravillosa de la que se habían enamorado en uno de sus viajes, cuando escudriñaban en galerías hasta encontrar, adivinando el uno en la mirada del otro, la elegida. Era su juego. ¡Se habían llegado a decir tanto con los ojos! La paloma llevaba en el pico pequeñas ramitas, que iba entretejiendo delante de ellos, sin vergüenza.
Nunca habían tenido hijos, no porque no los hubieran deseado sino porque la vida se había empeñado en mantenerlos juntos, sólo por amor a su amor. Pero ellos nunca sintieron soledad. Sin saberlo, cada uno fue supliendo la necesidad de dar ternura niña al otro. Muchas veces, Fiamma había vivido a Martín como si fuera su hijo. Un día había sentido la necesidad imperiosa de arrullarle y cantarle, y él había terminado durmiendo en su regazo, acunado por su canto.
Se le había quedado sin estrenar su maternidad y el vestidito que su madre había bordado antes de morir para un nieto que nunca llegó. A veces añoraba no haber vivido los arañazos y mordiscos impacientes de un bebé hambriento. Esa necesidad de pezón lácteo, desbordante de leche y vida. Se había preparado a fondo leyendo sobre el tema, y cuando fueron pasando los años los libros se fueron envejeciendo con sus ganas de ser madre. Nunca volvió a hablar del tema —siempre que algo le dolía terminaba guardado en el último rincón de su memoria— pero alcanzó a llorar, cuando Martín no la veía, su infertilidad sin causa. En cambio a él, ese hecho parecía haberle dado tranquilidad; en realidad los bebés nunca habían sido su punto fuerte, siempre había preferido hablar con adultos; odiaba el llanto, le ponía muy nervioso. Nunca supo lo que se perdió perdiéndose de ser padre. Como Fiamma, tampoco entendió por qué no lo fueron. Les habían hecho todas las pruebas y ambos habían salido fértiles. En lo más profundo de su alma Fiamma guardaba un rencor aún desconocido; había culpado a su marido de su obligado celibato materno, pues nunca le había visto serias ganas de ser padre.
Terminaron de comer la ensalada y se estiraron en la hamaca que tenían en el balcón. Siempre les había fascinado hacer la siesta allí; era su postre. Podían ver el mar que tanto les había acompañado; era el único gesto antiguo que todavía mantenían, a pesar de los años y los cambios. Mientras se balanceaban, Martín empezó a acariciar despacio el brazo de su mujer, y ella adivinó lo que él quería, pero no le apetecía; le dolía la nariz. Lo último que deseaba en aquel momento era un acercamiento sexual. Sólo necesitaba sentir su abrazo. Al creerse rechazado, Martín acabó apartándose con brusquedad. En realidad, a él tampoco le apetecía mucho, pero lo había hecho por cotidianidad costumbrosa. A pesar de ello, decidió quedarse, manteniendo su habitual estado «digno» de enfado. Ella pareció no darse cuenta.
Martín Amador jamás había sido dado a las caricias tiernas; era poco afectuoso, parco en arrumacos y querendonerías, y ello se acentuaba si estaban en público. En cambio, Fiamma dei Fiori era abrasadora en abrazos y ardores, pero tenían que saberle llegar; sólo entonces se derramaba en fuegos, que podían hacer arder montañas de hielo.
La primera vez que sus cuerpos se habían encontrado sin un trozo de tela encima había sido en la playa. La arena estaba como un espejo. Todo el cielo había caído, por arte del crepúsculo, a la tierra. Esa tarde habían estado buscando caracolas entre la arena y se habían encontrado una muy especial. Parecía una novia larga, arisca, vestida de tules blancos y encajes finísimos. Era una
Spirata inmaculata
, la novia de los mares del Sur. Hacía mucho tiempo que Martín la buscaba. Había gastado tardes enteras de ojos en el suelo. Era una especie difícil de encontrar, que sólo aparecía cuando las corrientes del Sur removían con fuerza los fondos del mar, donde solían esconderse como niñas tímidas. Estaban felices. Había sido Fiamma quien la había descubierto, reteniendo la caracola en su mano, mientras la perseguía. Un juego de niños. Él cayó y la cogió por los pies buscando que ella perdiera el equilibrio. Así se encontraron en medio de la playa, con toda su juventud desnuda y un cielo malva, rosa y naranja que se les reflejaba como espejos en los cuerpos, con los temblores primeros de una sexualidad desconocida por ella, pues con sus escasos veinte años, la severidad de su padre y la religiosidad de su madre, nunca había podido jugar a pieles, ni con sus manos, ni con sus amigas, ni con sus primos. Fiamma había tenido que recurrir, años después, al recuerdo de esa primera vez, cuando se dio cuenta de que sus pezones no volvieron a izarse como banderas ante las caricias de Martín. Recordaba cómo había empezado a recorrerle el cuerpo con la punta de la
Spirata inmaculata
. Había sido un dolor suavísimo, casi imposible de aguantar. Martín hacía deslizar la caracola por el cuerpo de Fiamma, creando espirales de lujuria. Las crestas eran hélices que sobrevolaban como alfileres romos, acariciando, hiriendo su piel reventada en hervores. En la cima de sus senos le fue dibujando margaritas imaginarias, mientras le recitaba apartes del poema inconcluso del primer día de encuentro. Así aprendió que la letra con pieles entra. Se les hizo de noche y luego de día y luego de noche. Estuvieron amándose durante trece días. Trece días y trece noches, sin comer más que sus propios cuerpos. Sin beber más que sus propias salivas. Sintió coronar la
Spirata inmaculata
de Martín en la cima de su monte más oscuro. Sintió brotar con fuerza cascadas de placeres, que a punto estuvieron de ahogarle las entrañas. Vivieron nadando entre las olas de un amor que supieron terminaría en boda o en cárcel, pues el padre de Fiamma ya había dado aviso a las autoridades de la desaparición de la hija. Y cuando la vio llegar, con los linos hechos jirones y su pelo negruno convertido en masa, tan enredado que parecía una virgen de paso de procesión de Semana Santa, presintió que a su hija se le había metido el duende de la locura en la cabeza. Lo que llevaba dentro, en realidad, era un empacho de amor.
En quince días se organizó la boda. Hablaron con el párroco de la iglesia de La Dolorosa; Fiamma se empeñó en que la boda se celebrara allí por ser el sitio donde la imagen de su virgen titular había visto cómo su virginidad se había ido para siempre de paseo. Se vistió de blanco purísimo, a pesar de las súplicas de su madre por ponerla en tonos beiges, pues sus amigas ya sabían que su hija había estado desaparecida durante trece días con su novio, y aunque delante de ella nunca hicieron ningún comentario, sabía que en los tés de las tardes, mientras tejían vestiditos para los huerfanitos del tercer mundo, entre el mono punto y el ensortijado sus amigas de la Cruz Roja habían despellejado a punta de chismorreos la virginidad de su hija.