El día de la boda, la playa se había vestido de encajes blancos y rojos. Eran residuos de corales que los espumarajos de las olas habían vomitado la noche anterior sobre la arena. Después de la ceremonia, adornada con una celestial recopilación de Avemarías cantada por doña Carolina Soto de Junca, Fiamma y Martín quisieron recorrer la playa; por eso habían querido casarse descalzos. Caminaron abrazados y vieron cómo el mar los bendecía a su paso. Sobre un atardecer que sangraba naranjas, las olas iban creciendo hasta alcanzar metros y metros de altura. El mar de Garmendia del Viento nunca había vivido olas más bellas. Subían y bajaban creando un ballet de lujurias perezosas, en una cadencia de murmullos mínimos que confirmaban la placidez interior que estaban viviendo en ese instante. Susurrando infinitos síes. Como si el agua estuviera reafirmando la promesa que acababan de regalarse, concediéndoles ese vals de compases despeinados que Martín le había recitado el día que la conoció. Mientras avanzaban, Martín le desveló más versos. Nadie podía escuchar lo que le iba susurrando al oído, sólo ella le sentía su aliento húmedo y salino que no cesaba de crear palabras nuevas... Su voz le acariciaba el alma. Pero ella, ignorante en su juventud, desconocía que ese instante era glorioso. Lo vivió y lo dejó pasar, como novia primeriza, envuelta en organzas y tules, en ceremonias y fiestas. Amnésica de cuánto le costaría después volver a sentir tanta ebriedad de dicha.
Qué lejos quedaba todo aquello. Cuánta cordura aburrida la llenaba ahora de reflexiones. Mientras Martín dormía a su lado, Fiamma pensaba «¿por qué será que cuando tenemos la felicidad soñada entre las manos, no la saboreamos más a fondo?; ¿por qué seremos tan inconscientes y nos cuesta identificar el momento de gloria?; ¿por qué no chupamos como troncos sedientos la savia de alegría de ese instante, y lo vamos liberando como alimento que nos nutra día a día?; ¿por qué la felicidad nos pasa desapercibida en el segundo mismo en que la estamos viviendo, y luego toca revivirla a punta de recuerdos?; ¿quién nos metió en la cabeza que la felicidad, para ser reconocida, debía ir vestida de felicidad, con un letrero luminoso diciendo: hey, estoy aquí. Soy la felicidad, disfrútame?». La voz de Martín interrumpió de golpe su monólogo de preguntas; debía estar soñando con algo que le dolía, pensó Fiamma, pues su cara estaba contraída y sus manos eran puños cerrados. Lo miró con ternura y le abrazó, pero él se liberó de su abrazo con un gesto rápido.
La semana se fue volando con el viento de Garmendia del Viento. La hinchazón de la nariz de Fiamma bajó. Las historias de sus pacientes engordaron su libreta de apuntes y la cinta de su grabadora. Los artículos de prensa de Martín cada vez eran más agudos y críticos. Las noches, cada vez más idénticas. A veces, Fiamma se levantaba por la mañana y no sabía si se estaba levantando o se estaba acostando de tan plana que llegó a ser su actividad camística. El coro búlgaro llegó en medio de una tormenta tan bestial que casi obligó al avión que los traía a atravesar el centro del reloj sin agujas de la gran torre que presidía la puerta amurallada de la entrada de la ciudad, sino hubiera sido por la maestría con que el piloto desvió el avión. Al final, en la primera plana del diario La Verdad, donde Martín trabajaba, había una foto del avión rozando la gran torre y un titular que decía «Salvados por el canto».
Martín y Fiamma asistieron al concierto del
Réquiem
de Mozart destilando agua. Aquella noche llovió tanto que se desbordó el mar. El agua no sólo llegó a la entrada de La Dolorosa, sino que subió escaleras y atravesó los dinteles de la puerta que se encontraba cerrada para proteger la sonoridad y acústica de la iglesia; fue invadiendo reclinatorios, confesionarios, santos y vírgenes que terminaron haciendo nado sincronizado, una especie de ballet triste acompañado por las angelicales voces que marcaban uno de los momentos más sublimes del
Réquiem
, el
Confutatis
, en medio de un público impertérrito que aguantó, casi a punta de nado, la última parte. El concierto llegó a su punto culminante con los cantantes en el altar interpretando el
Sanctus
con el agua al cuello. La gran obra de Mozart finalizó con las voces búlgaras haciendo prácticamente gárgaras, sacando de su boca pequeños pececillos tricolores como los de la bandera nacional. Los aplausos se ahogaron entre el agua del mar y los chuzos de lluvia, que esa noche habían resuelto casarse. Hacía muchos años que en Garmendia del Viento no pasaban cosas raras, y ahora el tiempo parecía haber decidido revolver y agitar la olla donde reposaba la paz de los garmendios.
Una tarde, mientras Fiamma estaba pasando consulta, recibió la llamada de alguien que había olvidado por completo. Estrella. Estrella Blanco. No le sonaba de nada. Al principio no recordó quién era. Habían pasado algunos meses y sólo la había visto una vez. Tuvo que ser Estrella quien habría de evocarle el encuentro.
«¿Recuerdas?, te golpeé con un ángel.» Imposible de olvidar, pensó Fiamma, preguntándole con prisas cómo le iba la vida, tratando de que no la distrajera mucho, pues enfrente tenía el caso de María del Castigo Meñique, una mujer con delirio de persecución que miraba fijamente el teléfono mientras se mordía frenéticamente las uñas, convencida que quien llamaba era su marido averiguando con quién andaba; la llamada la había puesto tan nerviosa que sus dedos empezaban a sangrar.
Estrella, percibiendo la urgencia que tenía la sicóloga, le esbozó a grandes rasgos su deseo, un poco confuso, de visitaría. Quedaron para verse en dos semanas aprovechando una anulación de última hora.
Al colgar Fiamma se quedó pensando... ¿Qué le podría explicar esa mujer que tenía tanto, que parecía tenerlo todo? Tanta gente que se veía tan llena y en cambio estaba tan vacía.
Aquella llamada era repetir el continuo ciclo de su vida. Otra paciente. Otras penas. Otras ilusiones. Otras lágrimas. La vida se le había ido cargando de anécdotas cada vez más ajenas que propias. Había vuelto a hacer lo que aprendió en su casa. Dar, dar y dar. Vaciarse en otros sin pensar en ella. Se había ido acostumbrando a vivir los días como una secuencia de puntos que encadenaba a modo de labradoritas de collar indio hasta formar su recta existencia. Había canalizado sus sentimientos en una sola causa: dar luces a los demás, en este caso a las demás, con el desconocimiento total de poder encontrar su propia luz, aquella que la llevara a vivir su madurez a plenitud. Era un ejemplo perfecto de: «En casa de herrero, cuchillo de palo.»
Había perdido la zona de encuentro con Martín. ¡Él era tan perfeccionista! Siempre la estaba corrigiendo cuando hablaba. Remarcándole puntos, comas y acentos, como si fuera uno de sus famosos artículos de La Verdad listo para la entrega. Nunca le escuchaba los contenidos de sus conversaciones. La analizaba como párrafo compacto, con titular en negrita y tipografía courier new. Se quedaba en la forma y no llegaba ni a oler el fondo. Era un perfecto ilustrado. Había ido escalando a fuerza de perseverancia y talento. Era imaginativo y, cuando quería, casi siempre con los demás, era divertido y seductor. Tenía un halo de misterio que nunca le había desvelado, a lo mejor porque carecía de él, y ella se lo había ido creando en su enamoramiento desmesurado. Porque si algo había tenido era un romanticismo desbordante y un idealismo platónico. Ya se sabe que, cuando se está enamorado, se puede llegar a disfrazar al ser amado con virtudes, a lo mejor inexistentes, para llenar posibles carencias. Es lo que podría llamarse «engaño de enamorado», tan común entre los mortales.
Sus mesitas de noche hablaban por sí solas. La de Fiamma, a punto de caer por el peso de los libros, estaba llena de lecturas que iban desde el
Tao TèKing
de Lao-Tsé, tratados de religiones, ensayos sobre bioenergética, la vida de la madre Teresa, libros de autoayuda, casos clínicos de psiquiatría, tratados sobre la muerte y la vida, hasta libros sobre el placer de los sentidos, la sexualidad y el arte de amar.
La de Martín, estaba reventada de títulos como
El éxito del éxito,
La vida de Winston Churchill, Los mejores artículos del
The New York Times
,
Del periodismo a la política
,
Agilidad mental
,
El pensamiento bilateral
,
Decir mucho o decir nada
o
Derrotando al enemigo con la lengua
.
Eran lo que se llamaba contrarios iguales. Un término que se habían inventado una noche de cena y risas en su restaurante favorito, El jardín de los desquicios, donde solían pedir como ritual sacro dos margaritas, el cóctel mexicano que los dos adoraban porque les sabía a mar salado. Era el único momento en que la locuacidad hacía de ellos una pareja perfectamente avenida, de diálogos chispeantes y gestos próximos. Cuando bajaba el efecto margarito el silencio volvía a hacer acto de presencia, pero ya habían jugado a hacerse el amor enamorados, decirse lo indecible acariciando recuerdos apolillados, y pegado con babas los pedacitos rotos de sus anécdotas más desternillantes. Ya aguantarían para otros ocho días más, pues era una costumbre que había nacido un Jueves Santo, y por ser santo se había santificado por años y años en la misma mesa, con la misma música, el mismo pianista, la misma vela que nunca encendían y el mismo camarero de chaqué naranja con botones dorados y hombreras de gigante en cuerpo de mosquito.
Ese jueves, Fiamma le esperaba como siempre en El jardín de los desquicios, pero él no llegó hasta pasadas las once. Mientras ella ya se había tomado tres margaritas y estaba prendida como hoguera de candombe, él venía entre taciturno y sátiro. Se acercó evitando el beso abierto, con lengua, que su mujer le ofreció desparpajada. Al acercarse, Fiamma le sintió un olor a sahumerio, como a botafumeiro de iglesia en Semana Santa, pero no le dijo nada. Esa noche él no quiso la margarita ni ninguna otra flor de coctelera que le ofrecieron. Un mal día, pensó Fiamma. Un día fantástico, pensó Martín.
Cenaron en silencio, salvo por las continuas correcciones que Martín le hizo. Primero por la equivocada elección del primer plato. Luego, por dejar la mitad del segundo. Después, por haber pedido una botella de vino sólo para tomarse dos copas, y por último, como postre, una recomendación: debía cambiar de peinado. Cortarse la melena larga y peinarse un poco más seria. En palabras textuales «llevar el pelo más ordenado, que a veces pareces salida de un manicomio». En resumen, la noche fue el naufragio de las margaritas de Fiamma y el insomnio a vuelo de pensamientos de Martín. Ese día había sido uno de los peores jueves de su vida, pensó Fiamma. Miró el calendario en su reloj: era ocho de mayo. En dos días cumplirían los dieciocho años de casados.
Va persiguiendo
pétalos de cerezo
la tempestad.
TEIKA
Fiamma buscaba como loca la blusa que le había dejado Estrella el día del accidente. En media hora se vería con ella en la consulta. La encontró en el último cajón del armario; a su lado descansaba el paquete con la otra. Intrigada, volvió a mirarla. Las ocho rosas, intuidas en las manchas, estaban más vivas que nunca. La sangre, en lugar de haberse ennegrecido con los meses, había ido cogiendo una brillantez de óleo fresco. Incluso llegó a tocarla pensando, no sabía por qué, que le pintaría los dedos. Se le ocurrió enmarcarla. ¿Por qué no? El arte daba cabida a todo, incluso a los accidentes.
Llegó empapada de sudor; el calor que hacía aquella tarde era de infierno de Dante. Ese día morirían reventadas más chicharras que de costumbre. Hacía horas que no cesaban de cantar enloquecidas y el ambiente había ido cogiendo aquel olor a orines que se empotraba hasta en los sesos. Estrella ya había llegado; se había adelantado a la hora. Tenía necesidad de empezar con Fiamma. Le había costado mucho entender que su soledad necesitaba ser tratada; que tenía que ir a una sicóloga para que le diera un tratamiento, más que efectivo, afectivo. Había descartado la idea de buscar una siquiatra, primero porque odiaba que la fueran a medicar. Ya conocía algunas conocidas que vivían entre el Prozac y el Tranzilium; Prozac para potenciar la alegría y Tranzilium para encontrar la calma; y segundo, porque no creía que su problema fuera un verdadero problema, que tal vez el tema estaba en que no tenía un amigo o amiga desinteresado que sólo quisiera estar con ella por el placer de estar; que quisiera devolverle el afecto a la manera en que ella lo daba. Ahora, a cambio de dinero, una cuasi desconocida sicóloga sería su amiga y confidente.
Se saludaron. Fiamma acostumbraba a ser muy cálida con sus pacientes. Desde el primer día abrazaba, consiguiendo que sus abrazos se sintieran como los de una vieja tía o una madre tardía. Comentaron por encima lo bien que había cicatrizado la nariz y entraron a fondo en el tema de la visita.
La consulta estaba bañada de luz dorada. Era un gran salón de altos ventanales, paredes lavadas y balcones de hierros historiados. Un espacio amplio decorado con austeridad japonesa, donde destacaba un gran diván estilo confidente, verde y mullido como césped virgen, que invitaba a la reflexión y a la comodidad de irlo diciendo todo, o casi todo, como si la paciente hubiera bebido el elixir de la verdad verdadera. A Fiamma le encantaban las lámparas de aceite aromatizado, en su consulta solía mantener alguna encendida; ese día el ambiente estaba cargado de canela. Estrella se fue dejando ir en el relato, relajada en sus vapores. Le costaba ordenar sus pensamientos. Fiamma la fue ayudando. Así supo que además de ser hija única siempre había estado al cuidado de distintas niñeras, ya que sus padres habían tenido una vida social muy agitada. Irónicamente, a pesar de tanta agitación, la habían protegido mucho, incluso cuando cambió de estado civil gracias a un alcohólico, anónimo sólo para ella, pues todos conocían su debilidad por las aguas ardientes; un muchacho, adorable y divertido para los demás que, muchos años después, llegó a ser detestable para ella. Le contó la decepción de su primera noche de casados, cuando prácticamente había sido violada y ella había terminado nadando entre sus destrozados velos y sus lágrimas amargas, que el borracho de su marido, en alarde machista, había interpretado como de placer y gloria. Así durante once años, había estado con su dolor mudo entre las piernas y su sequedad vaginal, problema que le quedó desde aquel día, tal vez por el pánico que llegó a sentir y por la falta de caricias adecuadas. Una molestia que se le convirtió en crónica y que nunca se había atrevido a comentar hasta ese instante. Mientras más se iba metiendo en su historia, más lágrimas iban rodando por sus mejillas. A Fiamma le costaba mantenerse ajena a la narración. Estaba asistiendo a una violación y se imaginaba lo que podría estar sintiendo ella al revivirla. Entre Kleenex y sollozos, le fue explicando la vergüenza que sentía de sí misma por no haber parado aquella cantidad de vejaciones que se fueron produciendo a lo largo de aquellos once años. La rabia que escondía en su interior por no haber sido capaz de defenderse de su «gran amor violador». Aquellas ganas que tuvo una vez de romperle en la cabeza una silla Luis XV, y por miedo a manchar con sangre su tapicería se había dejado arrancar una vez más otro dolor. Le habló de cuánto llegó a esconder a sus padres y cuánto llegó a aguantar, sólo por no demostrar que había fracasado y que podría cambiar las alicoradas costumbres de su marido, a quien en el fondo amaba con locura. Vivía sometida a su desequilibrado estado de ánimo, llegando a fabricar una dependencia enfermiza hacia su agresor de la cual nunca había sido consciente; provocándole con situaciones que alborotaban sus agresiones psíquicas para, una vez efectuadas, obtener de él sus cariñosas disculpas. Le explicó que en sus once años de casada había llegado a recopilar treinta y seis mil ochocientas sesenta y cinco tarjetas de amor, donde le pedía perdón por sus malos tratos y le profesaba su deseo de cambio y su más ardiente amor.