La gente rápidamente se fue acostumbrando al hecho. Los transportes municipales cogieron auge, y las caminatas a la luz de la Puna no volvieron a darse. Las campanas de las iglesias sonaban roncas y quejumbrosas. En las noches, puertas y paredes crujían de frío. La gente se fue volviendo triste y los suspiros empezaron a frecuentar las viviendas. Todos añoraban el buen tiempo. Aquellos soles anaranjados y calientes ahora convertidos en pálidos rayos fríos. Una tarde Fiamma recibió la visita de una suspirómana compulsiva. Esta enfermedad empezaba a proliferar en Garmendia del Viento. Sólita Hinojosa, que así se llamaba la muchacha, padecía de ahogos recurrentes que le azulaban los labios y la dejaban sin oxígeno. Primero había ido al médico, que infructuosamente había tratado de curarla hasta descubrir que el origen de la dolencia no provenía de ningún asma, y había terminado por enviarla a la consulta de Fiamma.
Sus ataques le habían empezado una tarde de abandono cuando su novio, un retorcido machista, la había humillado rechazando sus sollozadas súplicas de amor. La abandonaba sin explicaciones, después de haberle prometido esta vida y la otra. La desechaba como si fuera un Kleenex usado. La había utilizado como trofeo, pues al principio Soledad no le había dado ni la hora, pero él había hecho una apuesta con sus amigotes de que la enamoraría. La sedujo hasta someterla, y cuando la tenía enloquecida de amor empezó a maltratarla. Ahora se divertía diciéndole que nunca la había amado y que todo había sido un juego. Ella, que en su dolor había olvidado que tenía dignidad, le había rogado de rodillas que por última vez la amara, aunque sólo fuera mintiéndole. Se había tirado por el suelo, y arrastrándose pegada a sus tobillos, le suplicaba amor mientras el malvado novio se la sacudía violentamente de sus piernas, tratando de liberarse de sus abrazos bajos. Sin parar de rogarle, Soledad, que realmente se sentía morir, le había amenazado con matarse si la dejaba, pero él, sin un atisbo de humanidad, la había dejado vaciada de dolor en el piso. A partir de ese instante le empezaron unas intermitentes sacudidas de respiros, que poco a poco se fueron convirtiendo en sonoras bocanadas compulsivas. Estos episodios acostumbraban dársele cuando era testigo de alguna expresión de amor ajeno, como parejas besándose o en actitud amorosa; entonces arrancaba a suspirar en un crescendo incontrolable. No podía asistir a ninguna película de amor, pues de allí terminaban expulsándola; no podía ir a los parques ni a las playas. A veces, esos espasmos la sorprendían en el metro y la llevaban hasta el desmayo. Para evitar la suspiradera se había tenido que ir encerrando entre cuatro paredes. Ahora procuraba no ver a nadie. A pesar de todo afirmaba seguir enamorada de ese autista emocional, culpándose a sí misma del rompimiento.
Para Fiamma la curación de esa dolencia era sencilla, siempre y cuando la paciente tomara conciencia de su valía como ser humano. La mayoría de los casos que pasaban por su consulta se debían, simple y llanamente, a la falta de amor a sí mismo y al poco conocimiento de su sentir más íntimo. Todas las secuelas que traían esa carencia eran las generadoras de las desdichas humanas. Había tanta castración emocional, tanta desigualdad afectiva, que el mundo estaba corriendo el riesgo de perderse por falta de amor propio. No se había educado a las personas sentimentalmente. Se enseñaba a sumar, a restar, a multiplicar, a dividir, a leer y escribir, a comportarse en la mesa, a ir al baño, pero a amarse a sí mismo, a respetarse y ejercitar ese amor, a igualar la emoción y el sentir, tanto en hombres como en mujeres, a eso nadie enseñaba; en todo caso, todavía se seguía enseñando a los infantes, la mayoría de las veces veladamente, a separar y a clasificar: a los hombres como seres insensibles y a las mujeres como seres sensiblemente sufridores. El no sentir, en el hombre denotaba fuerza, seguridad y masculinidad. El sentir, en la mujer indicaba feminidad... y debilidad. Y así, de siglo en siglo, los fracasos sentimentales, muchos de ellos matrimoniales, se habían ido sucediendo sin descanso. Un mal que había empezado en el sexo masculino, aunque éste no fuera consciente de ello, ahora podía correr el riesgo de extenderse al femenino, pues la mujer golpeada varias veces por el mismo dolor terminaba convertida en fuerte e insensible, confundiendo fuerza como un Sinónimo de insensibilidad. Y los hijos de esta nueva generación, ¿adónde irían a parar? Todos estos planteamientos, formulados por la cabeza de Fiamma, se quedaban allí, en meros planteamientos; y aunque ella creía en ellos, los intuía de muy difícil aplicación.
Cuando iban a ser las nueve de la noche Fiamma abandonó la consulta, envuelta en un largo abrigo de lana negro. Ella, que siempre había vestido de blanco, ahora se encontraba ridícula luciendo otro color que no fuera éste. Tomó un taxi, que la llevó hasta la casa de David; no podía aguantar más sin verle; allí se metió rápidamente, escondiéndose de miradas inexistentes, pues en las calles de Garmendia hacía días que no se veía vagabundear ni un alma. Para David, que llevaba aguantando con valentía su soledad, la visita de Fiamma fue una sorpresa extraordinaria. Ella, nada más verlo se lanzó a estrujarlo; su corazón no había podido contener tantos abrazos sin él. Se le habían ido multiplicando interiormente y se encontraba llena de abrazos por dar; había ido a vaciarse de caricias retenidas. Se había cansado de desecharlas como sobras de comida, cuando estaban tan frescas y esponjosas. No había podido superar la prueba del alejamiento forzoso. Como siempre le pasaba, en la casa violeta a Fiamma se le alborotaron los sentidos. Esa felicidad sencilla superaba todos sus razonamientos. Estuvieron horas enteras contándose lo que les había pasado en los últimos días. Fiamma se sinceró, confesándole cómo se sentía respecto a su marido, y él, aunque nunca había vivido una relación de pareja, hizo ver que la entendía perfectamente, pero con discreción empezó a presionarla para que tomara una pronta decisión. A pesar de llevar poco tiempo juntos, David estaba convencido de haber encontrado en Fiamma a la mujer de su vida; tenía la absoluta certeza de querer vivirla todos los días; no estaba dispuesto a compartirla con otro, aquello era demasiado doloroso. La sensibilidad y feminidad de Fiamma le seducían; sin saberlo, ella le estaba dando nuevas luces a su obra, llenándola de vitalidad. Su último trabajo así lo demostraba. Estaba orgulloso de la escultura que acababa de terminar. La había escondido bajo una gran sábana esperando el momento de descubrirla ante sus ojos. Era sobrecogedoramente grandiosa. Al destaparla, Fiamma no pudo aguantar la emoción que le transmitía verse reflejada en la piedra, mucho más segura de sí misma de lo que en realidad se sentía. Esa figura era lo que ella quería ser; desde abajo, los brazos abiertos la convertían en gaviota libre, tocando el cielo con sus dedos plumas; los velos ligeros, imperfectamente bellos, la hacían flotar sobre la gravidez de la piedra-tierra de la cual emergía y en donde quedaba sembrado uno de sus pies. Fiamma resumió ese sentir en una frase que le nació de la contemplación: «Los brazos en el cielo para tocar los sueños y los pies en la tierra para chupar la vida.» Del mismo modo que David empezó a grabarlo sobre el bloque de mármol del que nacía la figura, Fiamma lo fue grabando en su mente como filosofía de vida. Así quería vivir a partir de ahora: manteniendo los pies en el suelo, pero bañándose de vida en las alturas.
Esa noche el cielo estaba de un azul distinto. Desde que habían empezado esos embravecidos vientos, la atmósfera se había limpiado y la luz había cambiado. En el manto celeste se dibujaban perfectamente todas las constelaciones, y estrellas desaparecidas hacía millares de años volvían a alumbrar. Las heladas noches eran un regalo visual. Esa noche a David Piedra le pareció haber visto algo insólito y quería enseñárselo a Fiamma. Corrieron a la habitación, con la curiosidad viva de los niños en sus ojos, y se plantaron en la cama a observar el techo de cristal vestido de cielo. Una joya brillante se delineaba clara sobre él; era la majestuosa Corona Boreal, como se la conocía, y parecía estar allí esperando coronar una hermosa cabellera. David hizo arrodillar a Fiamma en la cama y empezó a desnudarla, botón por botón, hasta desprenderle con besos su ajustado vestido negro. Bajo la corona estrellada, el cuerpo de Fiamma iluminado por una tenue vela quedó completamente desnudo. Desde abajo, por un juego óptico, la cabeza de Fiamma se situaba justo debajo de la brillante aureola. Así terminó David coronando a Fiamma con una diadema de estrellas; explicándole entre murmullos y secretos la bella historia del origen de esa constelación. Mientras su dedo como pluma repasaba el cisneado contorno de su cuello, su voz acariciante le fue contando que, según la mitología griega, esa corona pertenecía a la hija del rey de Creta, Ariadna, quien no quería aceptar la propuesta de matrimonio de Dionisio por ser mortal... David hablaba lento, como si arrastrara cada palabra con su dedo hasta colocarla en algún rincón del cuerpo de Fiamma, que respondía a la leyenda floreciendo... Le contó que Dionisio, para probar que era un dios ante los ojos de su amada, se quitó la corona y la arrojó al cielo, donde se quedó para siempre iluminada... Del mismo modo que su voz la elevaba a un mundo de ensueño, su dedo iba descendiendo por su vientre hasta rozar la húmeda boca de su rosa abierta... Así, sin detener su búsqueda de fresca miel, David continuó susurrándole cómo Ariadna enamorada acabó por casarse con su Dionisio, ya convertido por el cielo en dios inmortal... al terminar la historia, el índice de David ya había bebido todo el azúcar del primer néctar de su amada.
Vaciada de su primer placer, Fiamma volvió a sentirse diosa; ¡con David era tan fácil dejarse ir en sueños! En todo lo que hacía ella presentía la fuerza de su magia; por eso había tratado de distanciarse de él. Creía que mientras no lo veía estaba a salvo de sus hechizos, aunque esos hechizos la transportaran al cielo. Con David Piedra sentía un extraño temor a perder su anclaje terrenal; pensaba que hasta las aves necesitaban descansar de sus vuelos, repostando en la tierra aterrizadas. Un eterno vuelo era imposible de mantener indefinidamente, y eso era lo que a veces había pensado que le pasaba con David. Él la hacía volar y desprenderse de las realidades cotidianas. Lo veía poco de este mundo. Mientras pensaba en todo ello, los ojos de David volvieron a tocarla hasta hacerle olvidar sus apellidos. Sus manos de escultor fueron acariciando sus largos rizos negros, que quedaron como medusas desparramadas sobre las blancas sábanas; al contemplarlos, David tuvo una idea. Se incorporó y pidió a Fiamma que se quedara tal como la había dejado. Regresó sonriente, con las manos llenas de mariposas brillantes. Eran unas delicadísimas mariposas de plata, que él había creado para hacer una especie de móvil calderiano; se las fue enredando en su pelo, y cuando creyó que había terminado de adornarla la besó en los ojos, llamándola princesa. Así empezaron a volar entre las sábanas las caricias más tenues y subidas. Se reventaron de quejidos las almohadas y se ahogaron de gozo los colchones. Cuando volvieron en sí de tantas idas y venidas ya era medianoche.
Martín había salido del diario confundido y tenso. Todo su día había sido un completo desastre.
Esa mañana, en el desayuno había querido plantearle a su mujer una posible separación, pero cuando había estado a punto se le había congelado la palabra; entonces había esperado inútilmente a que la sicología de Fiamma le auxiliara con alguna pregunta hirviente, pero salvo el café, nada había humeado en la mesa. Se había tenido que marchar sin haber dado un paso hacia su liberación, culpándose severamente por su falta de fuerza.
Esa desazón afectiva que venía arrastrando le había llevado a cometer un error gravísimo en el periódico. En su último editorial había hecho saltar a la luz pública un oscuro tema de faldas, en el que se implicaba al presidente del banco más poderoso del país con la mujer del presidente del segundo banco; dichos bancos estaban a punto de fusionarse; la historia, aunque verídica no interesaba ser ventilada por el diario, ya que en esos momentos sus dueños esperaban, justamente de ambas entidades, un fuerte apoyo financiero expansionista. Así que, esa misma mañana, Martín había sido llamado al despacho del presidente de La Verdad, quien con aires amenazadores le había hecho totalmente responsable del descalabro de la operación. Nunca en toda su vida profesional había pasado más vergüenza; debió hacer una cara tan desastrosa que, al final, el mismo dueño le había consolado con unas palmadas en el hombro diciéndole que tratara de arreglarlo pronto. A partir de ese momento quemó todas sus energías tratando de solucionar el tema; al abandonar la sede, las rotativas limpiaban con tinta negra la conciencia del diario y la del presidente del banco, manchando con grandes titulares exculposos la primera plana.
Martín llevaba caminando mucho rato, sin notar que sus extremidades se le habían helado. Había salido en mangas de camisa, dejando el abrigo que odiaba y al cual todavía no lograba acostumbrarse. Con la debacle vivida ese día, había olvidado que en Garmendia del Viento ya no se podía ir por la calle sin abrigo, pues si te exponías mucho rato a los aullidos gélidos del viento corrías el riesgo de que se te congelara hasta el alma. Sin embargo, a pesar del helaje le pareció escuchar gritos que salían de una antigua gallera clausurada hacía muchos años. Dobló por una esquina y sin darse cuenta se encontró frente a un improvisado cuadrilátero, presenciando la más cruenta pelea que había visto en su vida. Se trataba de gallos finos, posiblemente jerezanos, uno negro y el otro colorado, que se despedazaban a punta de pico y espuela estimulados por los gritos alegres de sus dueños. Mientras los veía destrozarse, pensó en Fiamma y en él. ¿Cómo enfocar su rompimiento sin pelearse? ¿Sin que salieran sus más crudas miserias? Las preocupaciones volvieron a ocuparle la cabeza. Ni se dio cuenta que un sucio desconocido le ofrecía beber aguardiente a pico de botella, ni que un grupo apestado a alcohol le tenía rodeado. Le agarraban de la camisa pidiéndole su apuesta para la siguiente pelea, pues de la anterior riña ya no quedaban sino piltrafas del gallo colorado. Al darse cuenta del cruento espectáculo en el que se había metido huyó con su camisa ensangrentada de gallo muerto, tratando de abandonar también en ese sitio sus densas reflexiones, que decidieron perseguirle sin clemencia. Así continuó su camino; adolorido por su pena propia y por el gallo ajeno.