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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (31 page)

BOOK: De los amores negados
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Se tomaron un té aromatizado a mango en el entrañable
Babington's tea rooms
de la esquina de la Piazza di Spagna, donde el viejo encargado reconoció en Martín a un antiguo seminarista que solía pasar las tardes escribiendo en la misma mesa donde ellos estaban sentados; Martín no quiso desvelarle que aquel joven seminarista era él; en cambio, terminó invitándole a sentarse, convirtiendo la improvisada ceremonia mañanera en una animada charla españolitalianizada. Cuando partieron, llevaban un perfecto mapa trazado con recomendaciones angélicas privilegiadas, ya que el encargado había llegado a ser, en sus años mozos, comisionado de arte de uno de los pabellones más alados de la Galería de los Uffici en Florencia.

A pesar del largo viaje, Martín y Estrella se sentían ligeros. Estar en tierras extranjeras les aportaba lozana juventud y deseos púberes de comerse el mundo a trozos, como si fuera un delicioso pastel de fresco chocolate derretido. Martín no quería perder el tiempo; le habían vuelto las ganas de paladear a fondo cada instante de vida; por eso, se dio prisa en iniciar la búsqueda de
Ángel
es; en empezar a acumular recuerdos nuevos con su amada, paseándola por aquellos rincones italianos que él más había disfrutado. Sobre todo, anhelaba ver crecer de asombro los aterciopelados ojos de Estrella cuando se encontrara frente a los ángeles más bellos del mundo. Quería llenarse de felicidad viéndola feliz. Ella, a su vez, anhelaba complacer a su amado en todo; ahora, su misión en la vida era darle alegrías; devolverle la plenitud que él le regalaba, exteriorizando a borbotones su dicha. Ambos pensaban que ese era el verdadero amor. Dar alegría al otro y, por un acto reflejo, darse alegría a sí mismo. Ninguno de los dos se había dado cuenta que, mientras buscaban desbocados por las calles romanas aquellos
Ángel
es externos, lo que sus desesperadas almas buscaban era un
Ángel
interior propio que apaciguara, por separado, sus respectivos espíritus inquietos.

Martín condujo a Estrella con los ojos cerrados hasta la entrada del Ponte Sant'Angelo. Allí, le descubrió la mirada: diez majestuosos ángeles de Bernini custodiaban altivos, a lado y lado del puente, la entrada del Castel y parecían, en su barroca elegancia, darles una celestial bienvenida. A partir de ese momento Estrella se sumergiría en una embriaguez visual de alas y amor al arte de la cual no se repondría nunca; se le volvió a alborotar su desaforado coleccionismo querubínico, que durante todo el viaje habría de manifestarse compulsivamente.

Con el paso por el puente, Martín dio por inaugurada «La ruta de los
Ángel
es». Siguiendo las indicaciones dadas por el encargado del bar, empezaron por buscar esos alados personajes en el Vaticano. Se colaron en la Basílica de San Pietro y se bautizaron de ellos, en aquellas pilas sostenidas por los querubines más desproporcionadamente proporcionados.

Era una paradoja; esa desmesura de columnas, altares, esculturas y espacios se convertían en mesura por la desenfrenada belleza del despilfarro de arte. Durante horas enteras se pasearon por cada uno de los altares, monumentos funerarios y capillas. Se sobrecogieron ante
La Pietá
de Miguel
Ángel
y, con el olor a velas y a santuario, evocaron sus encuentros secretos en la capilla de Los Ángeles Custodios. Se dieron cuenta que, por más que quisieran comerse en un día tanta belleza, sus sensibilidades no estaban preparadas para digerir tantos impactos visuales; necesitarían de muchos días si querían sobrevivir a tanto arte. Sin embargo, en un último gesto de locura fugaz y estando sobresaciados de hermosura, decidieron en su gula empalagarse aún más, llegando al fondo de todo. Hicieron el interminable recorrido que les llevaría hasta la Capella Sixtina y, una vez dentro, esperaron a que el bullicioso tumulto de japoneses con cámaras colgantes y vídeos clausurados que habían entrado con ellos estuvieran fuera y, arropándose en el barullo, burlaron milagrosamente la vigilancia de los guardas hasta quedarse completamente solos; aquella lujuriosa obra renacentista, que Martín nunca en sus visitas anteriores había podido ver tan luminosa y viva, pues se encontraba ennegrecida por el humo de los cirios y el polvo de los siglos, les sobrecogió de éxtasis el alma. Ese lugar exudaba una espiritualidad asombrosa. A Martín se le ocurrió tenderse con Estrella en el suelo, para bañarse en naranjas, rosas y verdes suaves y revolcarse de amarillos deslumbrantes y azules turquesa victoriosos. La bóveda sixtina era una amalgama de gestos, expresiones, brazos, túnicas, cólera, expulsiones, amor, órdenes inmisericordes, dedos acusadores y serpientes enroscadas. Dioses creando y destruyendo; perdonando y castigando. Todas las debilidades y fuerzas terrenales estaban expresadas con maestría sobrenatural sobre ese cielo de yeso.

Hipnotizados ante ese espléndido cosmos de dimensiones sobrehumanas, Martín y Estrella cayeron presos de un extraño letargo, quedando con los ojos idos y los brazos abiertos bajo el paraíso, la creación y el diluvio nacido de las manos de Miguel
Ángel
. El hechicero sopor que les poseyó era observado desde el altar por un implacable juez supremo que impartía justicia desde la pared, con su brazo en alto, amenazando juzgar la desobediencia sacrílega de Martín y Estrella. Cuando volvieron en sí, se encontraron envueltos entre lamentos, alaridos, trompetas y llantos. La oscuridad reinaba en la capilla y las gentes arrojadas al infierno suplicaban clemencia, lanzándose a los pies del justiciero Dios, mientras otras corrían perseguidas por demonios. Martín y Estrella, cabizbajos en su semi-desnudez de velos, eran conducidos por ángeles hasta los ojos del juez, que después de enumerarles los ignominiosos pecados cometidos, sus mentiras y encuentros profanos en la casa de Dios, las infidelidades y engaños a Fiamma, les condenó a chamuscarse eternamente en el incombustible fuego del infierno. Estrella gritaba despavorida, tratando de liberarse del férreo brazo que la empujaba con fuerza a meterse en la repugnante barca reventada de pecadores, aclarando a gritos que, cuando conoció a Martín, ella desconocía que él era casado; pasándole todas las culpas a su compañero, quien por otro oscuro demonio era arrastrado a las tinieblas, entre una sudorosa y pestilente masa hedionda a orina y excrementos, que tropezaba y caía huyendo de los tridentes demoníacos que pinchaban sus cuerpos. El ensordecedor sonido de trompetas daba por concluido ese juicio, anunciando el caso siguiente. La sensación de calor y asfixia que Martín y Estrella vivían por separado, a medida que bajaban al abismo, les aterrorizó de tal manera que terminaron abjurando de su amor, arrepintiéndose de sus alocadas tardes de amores y caricias y de sus amaneceres de amados compartires; aborreciendo el haberse conocido aquella tarde en el Parque de los Suspiros; deseando volver a vivir las miserias de la soledad, el tedio y la monotonía en su Garmendia natal. Entre el ahogo y el pánico hicieron un último esfuerzo por huir de la condena, lanzándose desde la barca al vacío, tratando desesperadamente de encontrar alguna puerta que les liberara del encierro, pero los ángeles infernales, al darse cuenta de su escapada, se lanzaron furiosos a perseguirles. Cogidos de la mano, jadeantes y a tientas, fueron buscando alguna salida o agujero liberador; palpaban con urgencia las paredes, que ahora lucían pulcramente blancas como si nunca hubiesen albergado aquel magistral sueño cromático.

Martín se odió por haber tenido la loca idea de querer quedarse con Estrella en la capilla. En el pavor del encierro no entendía nada de lo que les estaba sucediendo; lo único que tenía claro era que necesitaban huir. De repente, una bella sibila envuelta en velos verdes y ocres salió de las sombras, y tomándoles de las manos les guió a escondidas hasta un gran ventanal donde, sin dudarlo, Martín y Estrella terminaron por arrojarse al exterior.

Era la segunda vez que estando con Estrella le ocurría. Martín ya había tenido antes esa sensación de estar despierto, cuando en realidad seguía dormido. La primera vez había sido en las playas de Agualinda, donde le había parecido ver, entre las olas del mar, a la Nereida que tanto había buscado de niño. Ahora, su cansancio de vuelo trasatlántico le había vuelto a producir esa realidad fantasiosa de la cual, aunque quería, le costaba salir. En su sueño, Martín luchaba desesperadamente por despertarse; su cuerpo estaba viviendo aquel angustioso vacío de caída que le llevaría seguramente a la muerte. Trataba de abrir los ojos para dar por finalizada su angustia, sin resultados. Entonces, cuando estaba a punto de estrellarse contra el suelo, se incorporó jadeante, bañado en sudor. Todo había terminado. Miró a su alrededor. La bóveda de la capilla seguía intacta, desbordando matices entre las sombras; las majestuosas paredes permanecían sosegadas; la penumbra de la tarde empezaba a envolverles. Estrella lucía serenamente bella en su profundo sueño. Tendrían que irse de allí antes que se les hiciera de noche, pensó Martín, mojando los voluptuosos labios de Estrella con los restos de ansiedad que todavía le quedaban de su pesadilla vivida. Se dieron el tiempo justo para volver a la realidad y comenzaron a buscar la salida, pero las puertas estaban firmemente cerradas. El arte les tenía literalmente atrapados.

Fiamma dei Fiori se enteró del viaje de Martín Amador y Estrella Blanco el mismo día que se fueron. Alberta no se había aguantado las ganas de darle la noticia y, llamándola a la consulta, la había puesto al día de todos los detalles. Le dijo que habían marchado hacia Italia, sin fecha de regreso; que visitarían la Toscana, hospedándose en hoteles maravillosos de pueblitos de ensueño; le dijo que había sido un amigo suyo quien se había encargado de organizarles el viaje. Para Fiamma, la noticia fue un mortal ventarrón que terminó por apagar la débil llama de esperanza que guardaba su corazón. En el fondo, creía que su matrimonio con Martín se podía arreglar, aunque esperaba que fuese él quien viniera a pedirle perdón. Le echaba de menos, sin entender muy bien por qué. Tal vez era su instinto animal quien la llevaba a esa lucha invisible; el hecho de que otra mujer se lo hubiera llevado le había devuelto aquel amor de pertenencia. Le habían quitado a su hombre sin pedirle permiso. Tal vez ese amor repentinamente vivo hacia su marido proviniese de su amor propio herido, que buscaba ganar la partida.

La llamada acabó por desalentarla del todo. Le pidió a Alberta que jamás volviera a contarle nada de Martín, pues necesitaba erradicarlo de su vida. Abandonó por completo sus salidas, y se volcó en su vida profesional con la peor desgana que había tenido nunca. Se encerraba en las noches a repasar su vida con Martín, sin dejar de pensar en lo que él y Estrella estarían haciendo. Dejaba sonar y sonar su teléfono, ya que no soportaba tener que ponerle a sus amigos aquella voz de «no me pasa nada» cuando le pasaba de todo. Se sumergía entre los viejos álbumes, tratando de encontrar allí la pista del fracaso. Un día se dormía odiándose por recordarlo, y otro amanecía con el amor de Martín pegado a sus sábanas. Había vuelto a soñar sueños frustrados. Se despertaba de noche buscándole en la cama, y terminaba por envolverse en los poemas viejos escritos por él cuando eran novios. Había recuperado del cajón polvoriento del altillo las bellas fotos realizadas por los dos, cuando se dedicaban a capturar instantes de vida con sus cámaras, y con ellas una noche empapeló las paredes de su cuarto.

Un amanecer, de tantos desvelados, Fiamma sorprendió a
Passionata
en su ventana y corrió ilusionada a abrirle; con tantas tristezas había olvidado sus rojas alegrías mensajeras. La paloma arrastraba un largo pliego en su pata y parecía sonreírle con el pico. Al entrar, se puso a revolotear por toda la habitación sin detenerse; parecía como si quisiera jugar con ella; Fiamma la perseguía, tratando de atraparla, pero el ave cucurruteaba cantarina por los techos, desplegando sus alas como si supiera que era portadora de la alegría que ella necesitaba en aquel momento. Estuvieron largo rato jugando al gato y al ratón, hasta que
Passionata
escapó por el pasillo y fue a posarse en el marco del cuadro Ocho rosas, el de la blusa ensangrentada del accidente con Estrella, que Fiamma había reconocido como una obra surrealista haciéndolo enmarcar. Con sorpresa, Fiamma se dio cuenta que la sangre del trozo de camisa había desaparecido por completo; ahora el cuadro era un retal de tela anodino, pegado a un fondo azul, con inscripciones de oro. Miró al suelo, y un minúsculo charco de sangre se había solidificado. No sabía cuánto tiempo llevaba allí aquella mancha. Descolgó el cuadro y lo fue destruyendo con alevosía ante los ojos del ave; arrancó el trozo de tela, los marcos y el paspartú; tachó las inscripciones que ella misma había hecho alrededor de las manchas rojas; tijereteó el pedazo de camisa despegado hasta volverlo añicos, tratando con ello de destruir la última rabia que le quedaba del abandono de su marido; ese objeto era lo único que no deseaba tener en su casa. Una vez concluido el asesinato del cuadro y liberada del rencor final, la tranquila paloma se le acercó, ofreciéndole el mensaje. David resucitaba de nuevo en su vida. Su letra de arquitecto le removió las pasiones adormiladas de sus últimos meses; en la nota le pedía romper definitivamente ese luto absurdo que iba viviendo. La invitaba, como si fuese la primera vez, a dar un paseo por el mar; quería llevarla a un lugar que seguro ella desconocía: La Gruta del Viento; dejarían que fuese la brisa la que en aquellos momentos les hablase y guiara. Cada palabra escrita por David había sido minuciosamente sopesada para no producir sino lo que él necesitaba: volver a verla. Sabía que, si la tenía delante, lo demás vendría por añadidura. Al terminar de leer la nota, David Piedra había logrado morder sutilmente el alma de Fiamma dei Fiori. Quedaron de volver a verse, esa tarde en la garita del baluarte de la santa Inocencia, a la hora de siempre: la de antes. La paloma había volado con la noticia a la Calle de las Angustias.

Fiamma no estaba del todo segura de querer volver a ver a David. No deseaba que la vieran con otro hombre... todavía. Ahora, que ya no tenía nada que temer, temía. Se sentía una viuda que, frente al cadáver de su marido, ya coqueteaba con quien le daba el pésame. Eran esas ideas religiosas que había chupado de su madre en su niñez. Le costaba desprenderse de todo aquello en este momento en que se hallaba tan desvalida emocionalmente. Imaginaba a su madre diciéndole: «no sólo hay que ser buena, Fiamma, también hay que parecerlo». Luego aparecía la voz de su padre sentenciando: «nos mató esta venida al mundo»... y acababa sintiendo profundamente esa frase. Siendo una realidad tan llana, aquella expresión adquiría en estos momentos para Fiamma un significado errado: cansancio de vida; empezaba a estar cansada de vivir. Nada le ataba a este mundo. Nada tenía significado. No tenía hijos que la necesitaran, ni marido que la amara, ni madre que la cuidara, ni anhelos por cumplir. Había dejado de sentirse necesaria para alguien. Ni siquiera sus pacientes la necesitaban. Todos podían sobrevivir sin ella. Sus días vitales habían muerto. Incluso los fuegos artificiales, que en su día David había encendido para ella, se habían apagado con la noticia de la infidelidad de su marido. Empezaba a atravesar una crisis de identidad que todavía no reconocía. Una depresión planeaba sobre ella, en círculos, como gallinazo hambriento, y estaba a punto de desgarrarla a picotazos.

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