Sin prisas, Martín encendió la tenue vela de la mesilla. En esa atmósfera de prohibiciones y aguantes, los deseos de ambos chisporrotearon candentes. Observar a Estrella envuelta en hábitos le producía un placer indescriptible. Recordaba cuánto había deseado, en ese frío colchón, abrazar el cálido cuerpo de una mujer. Enredado entre su abstinente pasado y su desbordamiento presente, metió las manos por debajo de la sotana de Estrella, y al palpar su cuerpo se dio cuenta que iba completamente desnuda. Entonces, poseído por una ráfaga de placer y vicio desconocidos, empezó a rasgarle con hambre los raídos hábitos que la cubrían. Hacer el amor en aquel lugar donde había vivido tantas negaciones y continencias carnales le emborrachaba de lujuria. Entre besos y jadeos sedientos se quedó con el blanquísimo cuerpo de Estrella, vestido únicamente por el grueso cordón de nudos ciegos, que a modo de cinturón colgaba atado de su talle. Los nudos rozaban su pubis, balanceándose rítmicamente sobre el pecado de tocar la más suave y caliente de las pieles. Martín decidió acariciarle los senos, creando círculos alrededor de ellos con el suave tacto del deshilachado final de la cuerda, observando cómo se templaban de placer. La miraba con ojos de seminarista hambriento, deleitándose y bebiéndose cada palmo de su cuerpo arqueado y tenso de embriaguez que se insinuaba en la penumbra de la débil llama. Ni siquiera tuvo tiempo de sacarse la ropa, pues el deseo le obligó urgentemente a saciarse; en el camastro, y aupados por los maitines y los cantos de las cuatro de la madrugada, comenzaron a hacer el amor como nunca lo habían hecho. La evocación penitencial alzaba sus desenfrenos mientras el férreo silencio del lugar les obligaba a ahogarse con gemidos mudos que se morían por reventarse en alaridos. Acompañados por los rítmicos chillidos del catre virgen, que por primera vez asistía a un encuentro de cuerpos pluviosos, se amaron perdiéndose en las estrelladas nebulosas del clímax. Mientras sus humanidades se debatían por desbordarse al unísono, Estrella percibió en una tenue ráfaga de viento un profundo aroma a clavos de olor. Recordó, no supo por qué, la capilla de Los Ángeles Custodios, pero estaba tan ida en su venida que terminó por olvidar el olor especiado, sumergiendo su nariz en el perfume a naranjas frescas que desprendía el sudoroso cuerpo de Martín. Supo lo que era su sexo cuando sintió su cuerpo desintegrarse, volando en átomos de sudor desparramado sobre el aire viciado de la celda. Martín, por su parte, pudo coronar su fantasía uniéndose a los cantos celestiales de los monjes cuando alcanzaba la terrenal gloria del orgasmo.
Desde la cerradura de la puerta, un jadeante fraile había podido satisfacer por fin sus deseos interminables de espiar una sesión completa de amor de esta pareja; era aquel cura que durante sus encuentros en la capilla de Los Ángeles Custodios les había acompañado, protegido por el silencio de su confesionario, quien casualmente, en esos meses se encontraba haciendo sus retiros espirituales en dicho monasterio, y por cosas del destino esa noche le había tocado hacer de portero del convento. Había reconocido a Martín nada más verlo y le había seguido durante toda la travesía; ahora, turbado por lo que había visto, sudado y sentido, dudaba entre correr a confesarse o huir para siempre hacia el mundanal ruido de la vida.
Antes de que el día clareara del todo Martín y Estrella abandonaban el convento por la puerta principal, después de haber pasado de puntillas y aguantándose las risas por delante del portero, que lo sabía todo y además había resuelto escapar a continuación de ellos. Ella, envuelta en hábitos descompuestos, con las manos escondidas y la cabeza baja amagada en la capucha en actitud de recogimiento, se alejaba pegada al cuerpo de Martín, mientras el superior, desde una ventana distante, observaba cómo el extraño invitado de la noche se dirigía al coche acompañado por un irreconocible monje que se contoneaba sospechosamente, dejando ver bajo la sotana unos finísimos tacones rojos.
Cuando volvieron al hotelito, Estrella tenía un mensaje de su asistente Esperanza Gallardo, la mujer que había dejado al mando de
Amor sin límites
, en el que le pedía contactara con ella urgentemente.
Estrella esperó hasta la tarde, teniendo en cuenta las siete horas que habían de diferencia, y llamó. Esperanza le explicó que Nairu Hatak llevaba varios días tratando de ponerse en contacto con ella; le dijo que parecía, por el tono de su voz, que se trataba de algo importante; le dio los números de teléfono que le había dejado, donde le podría localizar, y colgaron. Después de la llamada, Estrella se quedó pensativa. Recordó lo agradable que había sido este hombre cuando le había conocido en su viaje a Somalia, en aquellos días en los que atravesaba momentos críticos con Martín. Había sido amable y cálido, y aunque en ningún momento le preguntó qué le pasaba, se ocupó de hacerle los días fáciles. Intrigada, no dejaba de preguntarse para qué la querría; estaba nerviosa, pues nunca se hubiera imaginado que un premio Nobel de la paz podría necesitarla para algo.
Chequeó la diferencia horaria con Zimbabwe y llamó. Le sorprendió que le contestara él personalmente; con un perfecto inglés, Nairu Hatak le puso al corriente del gran proyecto que tenía entre manos, para el cual había pensado en ella. Se trataba de crear un gran centro de acogida y rehabilitación de mujeres que habían sufrido maltratos por retorcidos rituales y prácticas étnicas. Le dijo que el proyecto estaba en fase de formación y requería total dedicación para llevarlo a buen término, y que aún faltaba por concretar el lugar donde se montaría la sede; puntualizó que en los próximos cuatro días necesitaba una respuesta definitiva. Se despidió con un cálido abrazo telefónico y una esperanzada respuesta afirmativa. Estrella dejó el teléfono excitada con la propuesta. Era la primera vez que alguien creía en su capacidad profesional, y además ese alguien era un importante y reconocido humanista, que había demostrado al mundo su valía con hechos reales. Por un lado, le seducía el desafío de empezar algo nuevo; por otro, no veía cómo compaginarlo con su recién estrenada situación afectiva. Resolvió estudiarlo con Martín, que después de tantas alegrías optó por apoyar a Estrella, sugiriéndole con cariño que fuese ella quien tomara la decisión, pues al fin y al cabo era ella quien se iba a dedicar a esas tareas, ya que él todavía tenía por definir el rumbo que daría su vida profesional. El optimismo que estaba viviendo le hacía tomarse la vida de otra manera; incluso llegó a ver como una gran ventaja vivir lejos de Garmendia del Viento.
Hacía semanas que David Piedra y Fiamma dei Fiori estaban en la India. Los bestiales impactos visuales, nasales, táctiles y gustativos les habían excitado las ideas creativas. Para Fiamma ese país era un sueño multimpresionista que necesitaba vivir en su madurez. Le despertaba las ganas de manifestarse espiritualmente, empleando todas las artes. Tomaba apuntes de todo cuanto veía. Su nariz vivía la borrachera de los mercados; sus ojos, la saturación de los colores en esos velos de tintes vegetales y colores inverosímiles que, en sus finas transparencias, dejaban adivinar negruras de miradas; tantas expresiones bellas le impedían soltar su cámara y descansar el dedo de disparos. Como no podía quedarse, necesitaba al menos llevarse el alma de sus vivencias atrapándolas en sus carretes. Sentía que cada día indio la acercaba más a su interior. Acababa rendida, con un cansancio físico que contrastaba con su liviandad espiritual; aunque estaba acompañada por David, su gozo interno era tan intenso que a veces olvidaba su compañía.
En ese viaje Fiamma había ido a encontrar aquella paz que tenía claro debía existir en algún lugar del mundo. Sin decírselo a nadie, iba buscando un motivo que le diera a su alma otro estado de conciencia superior que le abriera a una felicidad duradera; algo que tímidamente había saboreado en sus meditaciones solitarias, aprendidas por ella misma y disfrutadas en soledad pero que no lograba mantener, pues desconocía la fórmula para retenerla. Desde que había llegado a ese país respiraba de sus habitantes ese estado, y se había dejado contagiar por él sin forzarse a nada. Iba por la calle, enfundada en sus sandalias y su blanco atuendo con sus sentidos abiertos de par en par. Todo le ilusionaba; hasta comer un trozo de pan recién hecho se le convertía en un banquete sensorial. Se aficionó al Tali Vegetariano y al
Chesse Nan
, aquel pan relleno de queso y salpicado de menta. Su remarcado odio a las especias picantes se transformó, como por arte de magia, en un gustoso placer que le anestesiaba la boca.
Por donde caminaban siempre hallaban dioses y diosas de desquiciadas miradas y múltiples brazos dadores, algunos en actitudes serenas y otros en clara actitud castigadora. Allí, por fin, comprendió Fiamma el significado de tanto misticismo y la variedad de personalidades que un solo dios podía llegar a adquirir según la situación. Comprobó la plural religiosidad existente y aquella enredada pirámide de castas, que condenaba de nacimiento a todos y cada uno de sus habitantes a comportarse y sobrellevar su existencia sin rebelarse, pues su condición ya había sido predestinada. Entendió que eso que ella había llamado resignación para ellos era conciencia y realismo. Supo por qué la serenidad estaba presente en sus miradas, pues vivían en un presente perpetuo. Todas estas reflexiones íntimas eran vividas sólo por las páginas de su diario, pues todavía escondía lo que ante los ojos de los demás podría ser tildado de rareza mística. Aún no lograba abrirse totalmente a David; incluso pensaba que habían sido más amigos cuando todavía su relación no había trascendido al plano físico. Para él, en cambio, este viaje era toda una prueba de convivencia, ya que aunque pareciera increíble, era el primero que realizaba en compañía. Toda su vida había sido una solitaria vivencia sensorial. Las veces que había intimado con alguna mujer había terminado dejándola, pues sus inquietudes artísticas eran tan grandes que le absorbían por completo su capacidad de amar, dejándole sin nada que ofrecer; claro que ninguna le había obsesionado tanto como Fiamma. En ese viaje, David estaba fascinado. Como sagaz observador se daba cuenta de la felicidad de ella, y la atribuyó al bienestar recíproco de estar juntos. No se cansaba de mirarla, encontrándola bella en todos sus gestos y expresiones. Entre los dos decidieron que vivirían ese viaje como si fuese el primero y el último, dejando que la fuerza de ese río de experiencias nuevas les arrastrase y revolcase en sus vertientes. Resolvieron que vivirían la India al más puro estilo indio, con sus mentes y corazones abiertos a lo inesperado.
Antes de entrar a los templos se ungieron en aceites y polvos naranjas, rojos y amarillos, siguiendo con todas las de la ley los rituales hinduistas. Hicieron colas interminables, descalzos y revueltos entre feligreses, para acercarse a grandes y negros Lingam, aquellos falos representación simbólica del dios Siva, y dejar como cualquier hindú su regalo frente al miembro viril que, rebosante de ofrendas florales, inciensos, perfumes, cocos, plátanos y arroz, recibía sin inmutarse las frotaciones y mimos del brahmán de turno. Cuando se cansaban de tan alto voltaje de vivencias se refugiaban en el hotel de turno para recuperar fuerzas y sosiegos, pues si algo tenían las calles indias eran que dejaban exhausto de impresiones.
Durmieron en pleno lago Pichóla, en la que fuera residencia de verano de antiguos maharajás, ahora convertido en un hotel de ensueño. Allí Fiamma se cansó de fotografiar, en sus refrescantes fuentes interiores, las palomas que se acercaban sedientas a beber y los reflejos de sus serenos lotos. Se emborracharon con el rosa de Jaipur, con las sombras proyectadas en sus paredes y suelos; visitaron su «Casa de los Vientos»; compraron a un vendedor, con vocecita de
castratto
y ademanes féminos, sedas salvajes para esculpir en piedra los gestos de sus pliegues; atravesaron gigantescos ríos montados en elefantes pintados de flores fucsias; se metieron en palacios de maharajás, de los cuales no quedaban sino las telarañas de sus lámparas de araña; pasaron tardes enteras viendo pintar en seda aquellas eróticas figuritas, siempre en actitudes complacientes y posiciones descuartizantes, que inundaban todo el Rajasthan. Buscaron la abstracción y concentración conjuntas, desnudos, con la mirada ida y en posición flor de loto, consiguiendo un endeble dominio después de mucho practicar. Se rieron de ellos mismos hasta llorar; meditaron en silencio en pleno Taj Mahal, aquella «lágrima de mármol detenida en la mejilla del tiempo» descrita tan bellamente por Tagore, donde David, visitando la gran cripta y en presencia de un grupo de turistas, resolvió probar la acústica de la bóveda gritando el nombre de Fiamma, que quedó vibrando entre paredes funerarias hasta después de bien abandonado el majestuoso monumento de amor.
Navegaron por el sagrado Ganges donde dejaron flotando velitas de esperanza. Presenciaron sobrecogidos las piras funerarias de los muertos, salvados por irse a morir a orillas de sus aguas.
Saltaron por entre los micos mientras los micos les saltaban. Montaron en los rickshaw y dejaron para el final lo que con tanto ardor habían ido a buscar: los templos de Khajuraho.
David esperaba estudiar a fondo el impresionante expresionismo que emanaba de todas las figuras que adornaban esos templos: su tallado, el brutalismo sensual de sus
surasundari
, las ninfas celestiales que aparecían adornando todos los santuarios, la plasticidad y realismo de sus posturas, la delicadeza y crudeza con que representaban en piedra el amor físico. Fiamma, en cambio, quería aprender el verdadero significado del Tantra; conocer los secretos del amor absoluto y del erotismo sagrado. Sabía que el tántrica se basaba en la experiencia más que en la interpretación. Después de su fracasado amor con Martín, al que aún no podía recordar sin sentir un profundo dolor interno, la vida la había puesto en un camino desconocido en el que un hombre, David, esperaba acompañarla; y aunque no quería repetir sus mismas vivencias fracasadas, necesitaba con toda su alma del amor; no estaba dispuesta a renunciar a él, aunque hubiese sido doloroso y frustrante. El golpe recibido había sido una sorpresa hasta para su confundida alma; le había forzado a marcar un antes y un después. Ahora estrenaba una fe relativa en lo que concernía a sentimientos. Creía a medias. Por un lado se había liberado de sus ataduras profesionales, pero por otro se había atado a un sentimiento velado de incredulidad en lo amoroso. Necesitaba con urgencia creer en algo y tenía el presentimiento que ese algo lo podía encontrar en Khajuraho; a medida que penetraba en la India profunda sus sentimientos se licuaban, fluyendo esperanzados. Había hecho caso a su amigo yogui, y había dejado para el final del viaje una experiencia desconocida que podía abrirle las puertas a otra existencia; iría a un monasterio situado en las montañas y viviría una iniciación, entre ayunos, naturaleza y silencio.