Decidió abandonarlo el día que se encontró, al lado del invernadero de las mariposas, el último trabajo que ella había realizado: una impresionante paloma de mármol rojo, esparcida por el suelo, hecha añicos.
Durante algunos días se refugió en un hotelito que quedaba detrás de las murallas de la ciudad vieja. Allí, acompañada por las afónicas campanadas de la catedral que cínicas parecían remarcarle sus fracasados intentos de amor, se le ocurrió abandonar para siempre Garmendia del Viento; crear su propio taller en apartadas lejanías. Desaparecería del mundo, envuelta en la soledad acompañada de la naturaleza.
Se marchó definitivamente cuando el mulato Epifanio le comunicó que todo estaba listo. No se despidió de ninguno, pues no quería dar explicaciones inexplicables. Desde que había marchado a la India no se había dejado ver por nadie; incluso sus familiares y amigos seguían convencidos que aún no había regresado.
Empezó su nueva vida acompañada por el continuo resoplar del viento; se acostumbró a sus cantos lamentosos. La tierra iba pariendo piedras veteadas que a Fiamma le alegraban sus días.
Renunció a la electricidad, cuando le propusieron llevársela por aparatosos cableados que estropeaban el paisaje. Vivía una limpieza de atmósferas y ruidos que acrecentaba su inagotable creatividad. Se había acostumbrado a vivir las leyes de la naturaleza: vivía de día y soñaba de noche. Despedía y saludaba al sol cada día. Había renunciado a comodidades superfluas, que ahora tenía olvidadas por completo. Incluso en sus enseres de baño, se había negado a llevar ningún espejo, pues ya no lo necesitaba. Cuando recogía agua del pozo, éste le devolvía una imagen de mujer serena, dignamente encanecida. Su negro pelo se había ido blanqueando, como el de su padre, y ella lo aceptaba con alegría. Se sentía libre de acicales y menjurjes. Siempre había pensado que la sociedad había dado licencia total de envejecimiento a los hombres, mientras que a las mujeres las condenaba al martirio de preservar a toda costa la juventud eterna; ellas mismas habían caído en la trampa siendo las primeras en reprobar las arrugas de las de su propio sexo, como si fuese una deshonra enseñar orgulloso la profunda huella que el paso de los años dejaba en la piel. Una piel vivida nunca mentía. Dejaba al descubierto dolores, rabias, alegrías, tristezas. Era un mapa que resumía todos los trayectos de una vida.
No se había llevado ningún libro, salvo sus diarios personales que seguían llenándose de sentires pintados y escritos. Creía que algún día sus reflexiones podían servir a algún alma desorientada por exceso de vida malentendida.
Cuando se hizo amiga íntima de las cabras abrazó el credo vegetariano.
Vivía con poquísimo, pero lo tenía todo. Salvo el amor, nada le faltaba.
Vio desfilar los meses y los años, golpeando con su mazo caras, torsos, pájaros y úteros, que iba dejando sembrados en la montaña. Los nativos, vecinos lejanos, se acostumbraron a verla como una diosa, respetando sin entender aquellas gigantescas figuras bañadas de fuerza roja.
De aquellos materiales inertes, tantos años dormidos en la tierra, brotaban sin parar figuras que vibraban de energía, cohabitando con el viento y los elementos, en mágica sincronía. Con la luz de los atardeceres, las redondeces se crecían, dulcificando la montaña. Esas figuras eran las emociones de Fiamma que se alzaban majestuosas; sus pensamientos levantados a punta de martillo y sudor. Sus sueños infantiles suspendidos en el aire, flotando entre las luces y las sombras en total libertad.
Desde que se había instalado en Roncal del Sueño no había dejado un solo día de meditar en la cima de la singular colina, y cuando bajaba, siempre se emplazaba a desafiar el misterio de la naturaleza.
En ese lugar se sentía poseída por los elementos. No había día que no tuviera ánimo para la creación. Cada figura que terminaba era un ser más, que venía a hacerle compañía; le regalaba ganas de seguir esculpiendo. Golpeaba y golpeaba sin descanso. La escultura era su amor, su goce, su grito, su silencio. Su protesta y su vida. Su frustración y su culminación. Su música y sus dolores viejos. Allí vivía abandonada a sus impulsos. Toda su pasión se desbordaba lujuriosa en esculpir. Vivía poseída por los sentires intensos y retenidos de su infancia. En un estado de goce perpetuo.
Su obra estaba cargada de delicadeza y elegancia extremas. No había una sola arista hiriente, ni siquiera a los ojos. Cuidaba de limar los bordes, acariciándolos con su lija hasta pulirlos y darles aquel acabado sedoso, que en noches de luna llena capturaba azules lunares. Sus figuras habían recuperado el arte de la sencillez. Hablaban directo al alma. Un día, Epifanio le había dicho que esas imágenes tenían música. Que en la noche él las escuchaba cantar. Adoraba a su jefa, porque le trataba como a un hijo. Le estaba enseñando a conocer a fondo las piedras y le había ido traspasando su amor por ellas. Había aprendido a no perturbarla mientras trabajaba. Cocinaba para ella, iba y venía con su pequeño tractor, extrayendo piedras a cual más, más bella. Habían encontrado una verdadera mina de mármoles rojos: desde el rojo collemandina hasta el rojo rubí.
Cada pieza creada era pensada con el bloque en bruto delante. Fiamma dejaba que fuese la misma piedra la que le sugiriese la idea. La escuchaba. Nunca imponía su voluntad. Respetaba su materia. Un día se le ocurrió empezar a agujerearlas, provocando en ellas una comunicación más fluida con el viento que no paraba nunca de soplar. Algunas hacían simplemente de ventanas redondas, por donde observar las verdaderas figuras enmarcadas sólo por el cielo; volvía a crear aquella combinación roja y azul de las paredes de su casa, pero esta vez fluía de forma natural. Era la combinación cielo y tierra. Su «Valle de Alzados» empezaba a ser el «Valle del Equilibrio».
De lejos, el lugar parecía arder, sembrado de llamaradas que se peleaban con la fuerza desbocada de los vientos. Pero al acercársela serena quietud de las figuras, sólo interrumpida por los silbidos del aire, reposaba los sentidos.
Una tarde, mientras excavaba, Epifanio encontró una gran caliza de azul intenso entre los mármoles rojos, y llamó alborozado a Fiamma. Era una piedra bellísima, que parecía lapislázuli. La alegría fue tal que resolvieron tomarse el resto del día libre. Mientras Fiamma acariciaba la enorme pieza con sus manos, ásperas a fuerza de emplear martillos, perforadores y herramientas pesadas, decidió que guardaría el extraño hallazgo a la espera de decidir qué haría con él. Ahora ya no tenía prisa por nada. Algunas veces sus esculturas tardaban años en terminarse. Acostumbraba a trabajar varias piezas a la vez. Cuando se cansaba de una, coqueteaba con la otra. Finalmente las «carnadas» salidas de sus manos daban la impresión de haber brotado de la tierra, así, de tan fluidas y naturales que llegaban a ser. Cada una de ellas ratificaba la mutabilidad de su materia. Aquellas piedras inertes cobraban vida por obra y gracia de sus manos.
Vivía sumergida entre el polvo calizo que levantaban sus martilleos y pulimientos. Cuando llegaba la noche, acababa con la piel teñida de un fino polvillo rojo que se le metía por todos los agujeros y se le pegaba al cuerpo, uñas y pelo, convirtiéndola en una colorada alienígena. Trabajaba siempre al aire libre aprovechando los frescos amaneceres, pues el día era durísimo, ya que el sol justiciero acababa fosilizando hasta las lagartijas que se paseaban por entre las piedras.
Dedicaba las noches a observar el cielo. Hacían fogatas y, a la luz del fuego, intercambiaba historias con su inocente asistente, que para ella era toda su familia. A cambio de las leyendas de aparecidos que Epifanio no paraba de contarle, ella le regalaba todas las historias de sus viajes, pues el mulato nunca había puesto sus pies fuera de ese desierto peninsular. Ni siquiera había llegado a ir a Garmendia del Viento, ya que su pueblo consideraba esa zona como un lugar donde se podían coger muy malas mañas. Se maravillaba con las historias de Fiamma, y sus azabachados ojos brillaban como los de un niño cuando la escultora le describía monumentos y culturas lejanas.
Poco a poco fue aprendiendo a leer y a escribir, desarrollando un interés genuino por el arte y, sobre todo, por la pintura.
Epifanio se acostumbró a vivir como Fiamma, en un eterno presente. No entendía muy bien por qué ella no paraba de esculpir y esculpir, ni sabía qué haría cuando la montaña se cansara de dar piedras. Le extrañaba que nunca hubiese puesto interés en acompañarle a buscar víveres y que, en todos estos años, no se hubiera movido de Roncal del Sueño. Empezó a sospechar que algo extraño pasaba con ella. O había sufrido mucho, o no tenía a nadie.
En Garmendia del Viento, los familiares y amigos de Fiamma se habían vuelto locos buscándola. Sus desesperadas hermanas habían investigado sobre su paradero, removiendo cielo y tierra sin obtener de todas sus pesquisas ningún resultado. Habían rastreado sus movimientos; desde su separación hasta el abandono de su profesión, perdiendo la pista en su extraño viaje a la India, que todos catalogaban de huida por depresión post-divorcio. Con el correr del tiempo y el prolongado silencio, temieron lo peor. Primero pensaron que en la India había acabado metida en alguna secta extraña pero, por los registros de la compañía de aviación, comprobaron que había regresado. Antonio y Alberta, que habían sido sus únicos amigos de verdad, desconocían hasta su historia con David Piedra; por eso nadie pudo dar razón de ella. Llegaron a pensar que se había ahogado en aquellos acantilados donde solía ir los fines de semana. Con infinita tristeza concluyeron que a Fiamma dei Fiori se la había llevado el viento.
Cuando se cumplieron los cinco años de su inexplicable desaparición, la familia mandó oficiar un funeral en la capilla donde Fiamma había recibido su primera comunión: la de Los Ángeles Custodios. Ese día el recinto se desbordó de flores; delicadas coronas entretejían mensajes entre rosas, heliconias, pájaros de fuego, margaritas, orquídeas, bellahelenas y aves del paraíso; parecía que las bóvedas iban a reventar de tantos perfumados vapores encerrados a más de 35 grados; en el techo, cientos de palomas blancas revoloteaban en círculos sobre el altar, mientras los ave marías inundaban la estancia, ahogada en los humos de los botafumeiros que eran sacudidos por jóvenes monaguillos.
Junto a las escaleras del altar mayor se había colocado un ataúd inmaculadamente vacío, sobre el que descansaba la foto de una sonriente y bella Fiamma vestida de blanco. A su lado, haciéndole guardia, permanecía cabizbaja una roja paloma triste. Debajo, colgando del blanco cajón, en asedadas letras doradas podía leerse:
Descansa en paz, Fiamma dei Fiori
. Por él, desfilaron desde sus compañeras del colegio hasta sus compungidas pacientes: la pesimista Ilusión Oloroso que dejó sobre el féretro su llavero de pata de conejo; la celópata Sherlay Holmes, finalmente curada de sus enfermizos celos; la pirómana Concepción Cienfuegos que sólo llegar estuvo a punto de incendiar la capilla, prendiéndole fuego con una veladora al manto de la Virgen de los Horrores; el travestido Marciano, convertido en Abril tras una operación de cambio de sexo, quien honró la memoria de su terapeuta dejando sobre la caja mortuoria la foto de su boda flamenca enmarcada en moldura de lunares rojos. Máxima Pureza Casado, la casada amiga infiel, eterna amante de su profesor de siquiatría; la sonámbula Rosalinda Ramos y su narcoléptica hermana Sacramento, que cayó redonda al suelo profundamente dormida y con la lengua afuera cuando estaba a punto de recibir la comunión; la abandonada Digna María Reyes, ahora acompañada por su nuevo marido; la «famosa» Divine Montparnasse, que llegó de incógnito esperando no ser reconocida, protegida entre sus negras gafas, dejando sobre el ataúd de Fiamma otro par de gafas, idénticas a las que llevaba puestas, seguramente para que su sicóloga se paseara por el paraíso envuelta como ella en igual halo de misterio; la longeva y amnésica Gertrudis Añoso, que había cumplido los ciento cinco años sin recordarlos ni entender por qué estaba allí; la cleptómana Amparo Deseos que ese día había aparecido con un enorme bolso donde había ido guardando, sin que nadie la viera, candelabros, estampitas y figuras que vendían a la entrada; Visitación Eterna, que ese día se había presentado con la personalidad de Fidela Castro y al acercarse al altar y ver tanta gente junta pretendió montar un mitin, arrebatándole el micrófono al cura en pleno evangelio. Asistieron también la juez metida a monja de clausura, con sus cuatro hijos y su ex marido; la enllagada María del Castigo Meñique, con sus manos en carne viva por la mordedura compulsiva de sus dedos, y la que fuera durante años su secretaria, ahora convertida en sicóloga por culpa de Fiamma. Todas habían asistido a las honras fúnebres; hasta su vieja y cascarreta profesora de historia. Allí estaban reunidos los que habían querido, cada uno a su manera, a Fiamma. Incluso, entre los asistentes, un silencioso y taciturno escultor presenció de lejos la ceremonia, llorando como muchos su pérdida.
La familia recibió las condolencias, negándose en el fondo a aceptar esa muerte. Alberta y Antonio, que habían superado su crisis matrimonial, se unieron en lágrimas para dar el último adiós a la que había llegado a ser su más sincera amiga.
Ese mismo día, en Roncal del Sueño Fiamma comprobaría con extrañeza que el viento había dejado de soplar y que una gran nube de mariposas Monarca habían llegado en gran vuelo a posarse sobre sus esculturas, manteniendo con sus alas cerradas un silencio lamentoso que duró dos largas horas, exactamente lo que había durado su funeral garmendio; eran las mariposas del invernadero, que David Piedra había decidido liberar en la madrugada, pues le recordaban demasiado su historia con Fiamma.
Con el correr de los años, todos los que habían asistido a las exequias terminaron olvidando a Fiamma, todos excepto ella misma.
En el otro lado del mundo, los años también habían ido pasando para Martín y Estrella, quienes, una vez terminaron su viaje por la Toscana italiana, partieron rumbo a Somalia.
Después de la conversación mantenida con el premio Nobel de la Paz, Nairu Hatak, Estrella había tomado la decisión de aceptar el cargo que le ofrecía en Somalia.
Se instalaron en Mogadiscio, la capital de aquel país que les abría las puertas a otras experiencias mucho más duras que las vividas hasta ese momento.
No tuvieron tiempo de acomodarse, por la urgencia de meterse de lleno en el proyecto. Estrella estaba fascinada de poder trabajar con Nairu Hatak, quien demostraba creer ciegamente en sus capacidades benefactoras. Fundaron el centro Mujeres Salvadas, con un sonado caso aparecido en los diarios en el que en Boosaaso condenaban a dos mujeres a «Lapidación por prácticas antinaturales»; la Comisión Internacional de Derechos Humanos había denunciado el hecho, y una movilización mundial, agitada desde el centro recién fundado, había logrado forzar el indulto, librándolas de morir apedreadas. Ahora, estas jóvenes chicas se habían convertido en dos activas defensoras de la vida y ayudaban a Estrella en el centro.