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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (37 page)

BOOK: De los amores negados
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Una noche de luna llena le llegó una ráfaga de viento sobrenatural, que parecía venido de Garmendia del Viento; una espiral que bajaba desde el cielo y se acercaba a ella; después de encontrarse la frase: DEJA QUE TU PIEL SIENTA, su cuerpo empezó a moverse al ritmo de la brisa envolvente que, con sus soplos, parecía invitarla a bailar, cantando entre las hojas una clara melodía arboral; envuelta en el verde sonido, sus pies descalzos iniciaron una danza azul. Sobre las plateadas rocas y los brezos, su alargada sombra parecía besar la luna, acercándose y alejándose al ritmo de la orquestada hojarasca nocturnal. No supo a qué horas se despojó de sus ropas. Desnuda, no paró de danzar con loca alegría, y girar y girar sintiendo todo su cuerpo abierto a las tibias caricias de las alas de ese viento generoso; bailó y bailó hasta que el sol rasgó como puñal de oro la tela tafetada de la noche y el viento se durmió cansado.

Días después, se encontró delante de una monumental cueva de piedra una rosa azul que desprendía un extraordinario aroma y acompañaba otra de aquellas notas: DEJA QUE TU NARIZ HUELA. La aspiró, robándole el perfume, y delante de sus ojos la flor se desmayó. Con la fragancia dentro de su alma decidió pasar algunas noches en aquel rocoso recinto; allí permaneció, sintiendo en su piel el palpitar profundo de la tierra.

Y una mañana, después de tanto ayuno y silencio, cuando el perfume de la rosa finalmente se había evaporado de su conciencia, aquella mezcla de vaivenes, de confusas alegrías y tristezas pareció cesar en su interior; la calma externa por fin había entrado a su espíritu. Amaneció con deseos de meditar. Se puso delante de un salto de cascada, guiada por la voz interior de su conciencia que por primera vez escuchaba nítida; nunca se había atrevido a acercarse al lugar por temor a las alturas; permaneció de pie en su orilla, con los ojos abiertos. Había llegado el momento de enfrentar sus miedos ancestrales. Sin pestañear, con la respiración más leve que jamás había sentido y sabiendo que estaba en un sitio del cual podía caer, se mantuvo firme; desde que vino el sol hasta que la luna lo relevó en el cielo, su cuerpo se mantuvo inmóvil, rozando el borde, en un rítmico balanceo producido desde su interior; desde su mente se vio caer, comprobando que mientras caía al precipicio no sentía el menor atisbo de miedo. Se veía a sí misma flotando en una nada inconmensurable que le producía una placidez indescriptible. Así se la encontró aquella mujer de rojo que semanas antes, ella y David habían visto en la entrada del templo de Chitragupta, en Khajuraho.

Le había llegado el momento de entender lo que era el Tantra.

Con una voz que llevaba el sonido del viento, la mujer la llamó por su nombre. Fiamma volvió en sí de su experiencia. Después de tantos días, volvía a contactar con un ser humano. Sin saber por qué, aquella mujer le recordó a
Passionata,
su paloma roja, mensajera de sus últimas alegrías. Un cálido sentimiento le acercó de inmediato a ella. Una necesidad de madre compañera de pronto precisaba ser saciada. Tantos días de confusiones le habían dejado sus sentimientos en carne viva. Sabía que tenía que fortalecerse y que sólo acababa de iniciar un largo camino.

Esta enigmática mujer de larga cabellera blanca, que dijo llamarse Libertad, había seguido en la sombra toda su estancia en la montaña. La había ido poniendo a prueba. Era ella quien le quitaba el agua, quien le dejaba aquellas notas escritas, quien le había puesto la rosa, quien le había traído el viento. Conocía a la perfección sus inquietudes y cavilaciones de esos días, ya que ella hacía veinte años también había pasado por una experiencia similar, aunque un poco más drástica.

La mujer, con cálida proximidad, le contó cómo había ido a parar ahí. Le dijo que había huido de su país después de una cadena ininterrumpida de fracasos, abandonando familia, trabajo, amigos y amor, buscando una verdad que calmara su convulsionada alma, convencida que si se alejaba de todo aquello sus problemas desaparecían, pero los problemas la seguían; simplemente los había trasladado a otro lugar. Quería que todo lo que estaba a su alrededor cambiara, le fuera benévolo. En ese momento ignoraba que la transformación tenía que darse primero dentro de ella misma. Fiamma la escuchaba con otros oídos. Antes le habría parecido que era una de sus pacientes y hubiera corrido a clasificarla, ayudada por su voluminoso libro de psicopatologías; pero ahora la entendía, ya que parecía que era la voz de su propia conciencia quien le hablaba... Esta vez escuchaba desde el alma... Le fue diciendo que, durante noches y noches, había permanecido atormentada por todo su pasado, en el mismo lugar en el que ahora se la había encontrado a ella y que, de repente, después de vaciarse de pensamientos, había llegado a su gran verdad: debido al miedo, su Conciencia había permanecido cerrada. Esa clarividencia le hizo entender muchas cosas. Era debido al miedo que tantos y tantos seres en el mundo actuaban o dejaban de actuar. Un miedo que ella misma se había negado a aceptar, disfrazándolo de valentía barata. Un miedo no a cosas o personas, sino a la base sobre la cual había levantado sus sueños. Ella había vivido rodeada de miedos sin saberlo; primero familiares, los que de pequeña había recibido de sus padres; después escolares, los que le habían inculcado sus profesores; más tarde religiosos, cuando empezaron a hablarle de pecados y castigos, de gente crucificada ensangrentada. En su adolescencia desarrolló los del amor frustrado, y cuando alcanzó la mayoría de edad la celebró estrenando los miedos laborales. Esos miedos eran los que a ella misma le habían hecho perder cuarenta años de su vida.

Mientras escuchaba, Fiamma fue recordando su pasado, identificando sus temores; parecía que hablaba ella misma a través de la voz de esa mujer; por un instante dudó si ella leía sus pensamientos, pues hasta en las palabras coincidían.

Hablaron del miedo atávico, heredado por la mayoría de mortales. De ese miedo aupado por la productividad, que vivía arraigado en el mundo occidental donde ambas habían crecido. Aquel miedo agigantado por un modelo de vida, reproducido en serie...

Hablaron del miedo a la muerte... la otra cara de la vida. Del miedo a no ser aceptado o a no pertenecer. Del miedo a asumir las equivocaciones. Del miedo al dolor. Del miedo a la alegría. Del miedo a cantar verdades. Del miedo a tenerlas. Del miedo a la rectificación. Del miedo a la incertidumbre que ofrecía un camino desconocido. Del miedo a desaparecer socialmente de la vida. Hablaron del MIEDO con mayúsculas, que era en definitiva el que les había ido bloqueando imperceptiblemente sus sentires.

Ahora Fiamma entendía por qué mucha gente prefería vendarse todos sus sentidos antes que enfrentar un cambio de dirección. No ver, ni oír, ni entender, era más fácil que despertarlos y hacerlos vibrar en plenitudes de vida. No tenerse en cuenta, en todo el sentido de la palabra, parecía más sencillo que iniciar una vida pensada en saborearse a sí mismo; un sano egoísmo que haría florecer al ser en todas sus expresiones y conectarse más limpiamente con todos sus semejantes...

Por un momento Fiamma pensó en su madre, en sus hermanas, y supo cuan infelices habían sido. Pensó en todos los seres de la tierra que nacían, crecían, se reproducían y morían, convencidos que habían vivido, que habían amado intensamente... sin haber sentido la vida en toda su dimensión. Sin haberse vivido a sí mismos. Haciendo lo que las demás personas, instituciones, sociedades esperaban de ellos para ser aceptados; «felizmente esclavizados» a las opiniones externas, entregando su bienestar o malestar al libre albedrío de sus semejantes; poniendo al servicio de otros sus estados de ánimo... «si me quieren soy feliz, si no me quieren soy infeliz»... entregando su libertad de ser a otros seres que llevaban velado el mismo problema a cuestas.

Todos estos miedos le habían ido desfilando a Fiamma durante años por su consulta, vestidos de patologías diversas, y ella había vivido convencida que, aplicando algún tipo de tratamiento estudiado, aquellas personas encontrarían lo que con tanta ilusión o desilusión venían a buscar.

Había sido una profesional de los sentires ajenos, desconociendo la verdadera esencia de los propios. Se había erigido como salvadora, olvidando salvarse primero a ella misma...

Esa tarde, Fiamma despertaba a la vida. A sus cuarenta años había vuelto al origen de su corazón, sin apoyarse en nada, salvo en su propia fuerza interior. Había limpiado su inteligencia de aprendizajes cegadores y volvía a estar como piedra en bruto, abierta a las experiencias por vivir. Se sentía recién nacida.

Asumía la vida como aquel río que tantos días había observado fluir de la montaña; llevaba una fuerza cambiante; siendo el mismo, era diferente en todo momento. Nunca repetía el mismo salto, ni mojaba igual la misma piedra; no paraba de correr y rumorar, pero su camino no era alterado por el mismo; «el río se dejaba ser», no se impedía. Ahora Fiamma empezaba a sentirse naturaleza, parte de todo aquello que durante su vida tantas veces había admirado de lejos, limitándose a verlo sin participar. Había recuperado su capacidad de maravillarse. Sabía que estaba viva porque sus cinco sentidos habían recuperado su libertad de experimentar. Dejaría a su ser, SER.

Había comprendido que la vida era un continuo inspirar y espirar, y que en medio de ese inspirar y espirar estaba aquel vacío donde era posible paladear el yo más profundo. Había aprendido que todo el universo llevaba un armónico y perfecto ritmo. Un ir y venir constante, un tiempo, y que cuando ello era violentado, el ciclo del devenir se rompía, produciendo dolor.

Les llegó la medianoche sin moverse de la cascada, envueltas en una densa niebla de nubes bajas. Fiamma sentía que Libertad todavía tenía cosas por descubrirle, pero ya no tenía prisa. El tiempo había dejado de ser importante. Ahora podía esperar toda la vida.

Después de mirarla intensamente a los ojos, Libertad volvió a hablarle, diciéndole que sabía por qué estaba allí. Con aquella voz que descorría velos, le habló del Tantra. Le dijo que el tantrismo era volver a la suprema sencillez de la vida. Era dejarse ir, sin tratar de evitar las turbulencias, pues ese acto de retención, en lugar de combatirlas, las reforzaría. Le dijo que lo importante no era correr tras la felicidad, sino mantener el espíritu limpio, abierto y ligero a lo inesperado. Porque el Tantra era la continua experiencia de la libertad y no la imposición de la mente; huir del sufrimiento impediría a la verdad revelarse en toda su magnificencia. Le habló del Tantra como del culto a la feminidad; la feminidad entendida como la apertura de todos los Mentidos. Era en la sensibilidad donde residía la base de la armonía.

Fiamma supo por qué su relación con Martín había fracasado. Al Martín niño le habían castrado su feminidad cuando era niño; por eso nunca, salvo cuando se acercaba sexualmente, le prodigaba ninguna caricia. Esa parquedad en expresar sus sentimientos había sido una de las causas por las que se habían ido alejando. Se entristeció por él y por ella. Lo había descubierto demasiado tarde. Habría querido abrirle su conciencia, pero sabía que eso no podría hacerlo ella.

Cayó en cuenta de por qué en el mundo había tantos amores negados.

Sabía que los hombres que negaban su feminidad se estaban negando su capacidad de sentir. Su capacidad de disfrutar la vida.

Entendió por qué potenciando el sentir se potenciaba la sensualidad y ésta podía llegar a desbordarse en una sexualidad completa. Una experiencia divina de amor absoluto.

Libertad le reveló el secreto de la meditación que durante tanto tiempo Fiamma se había empeñado en practicar. Le dijo que meditar no era buscar ningún estado o éxtasis, sino estar al cien por cien en la realidad. Percibirla dentro de sí, en toda su magnificencia. Tener conciencia de que lo divino residía dentro de cada persona. Ser espontáneo ante la vida. Fiamma ya sabía de eso. Esos días se había encontrado y conocido a fondo. Ahora se sentía más viva que nunca.

Con ese tesoro, Fiamma abandonó el lugar estrechándose al cuerpo de Libertad en un intenso abrazo de despedida. Mientras la abrazaba, sintió su energía fundirse con la de ella. Un sentimiento embrionario le invadió; cerró los ojos para disfrutar de aquel afecto, y sintió que estaba en brazos de su madre y era tan pequeña como un bebé. Partió al amanecer. Después de muchos días, su estómago celebraba con rugidos las fiestas del primer banquete frugal: una papaya madura.

Caminó durante horas acompañada por un paisaje nuevo. Todo lo veía brillante y vivo. Saludaba a cuanto ser se encontraba en su camino. Se hizo amiga de todas las vacas y carretas, de los niños y las mujeres. Ayudó a lavar una ternera en un río. Se subió a un autobús abierto y pintado de colores que llevaba un interminable mantra cantado a todo volumen, y recordó las «chivas» de su Garmendia del Viento. Tenía ganas de regresar y empezar una nueva vida.

Al llegar al hotel de Khajuraho casi no la dejan pasar, pues la confundieron con una mendiga; su aspecto había cambiado extraordinariamente. De la Fiamma que había partido no quedaba el menor rasgo. Había adelgazado quince kilos y sus mejillas habían perdido lozanía. Los enormes ojos verdes ocupaban toda su cara. Su enmarañado pelo era una masa compacta. Los huesos se le marcaban en su escuálido cuerpo, envuelto en un rojo sari que Libertad le había regalado para el viaje, pues sus ropas se habían deshecho entre la tierra. Pero ella se sentía más bella que nunca. Fue necesario que enseñara su pasaporte al director del hotel para subir a su habitación.

Habían quedado de encontrarse con David después de treinta días y ella había tardado casi dos meses; sin embargo, encontró sin deshacer la maleta que él también había dejado. Fue directa al baño; al mirarse en el espejo, reconoció en sus ojos aquella profunda serenidad que tanto había admirado en los ojos de su madre. La serenidad que daba el haber trascendido el sufrimiento... A lo demás, no le dio importancia.

Pidió en la recepción que le consiguieran unas tijeras. Se cortaría el pelo. Se sumergió en agua caliente y cerró los ojos. Ahora, cada vez que los cerraba emergía de su centro un hondo sentimiento de paz. Se había reconciliado consigo misma y todo le producía alegría.

Se lavó como niña, restregándose desde las orejas hasta los dedos de los pies. Lanzó dentro del agua un enorme cuenco de pétalos de rosa, y su serenidad nadó con ellos.

Cuando estuvo satisfecha de humedades, se secó y se quedó, desnuda delante del espejo. Todo su cuerpo era un saco de huesos forrado. Había perdido todas sus curvas y parecía una incipiente adolescente vieja. Tomó su larga melena y, de un tijeretazo, empezaron a caer al suelo sus largos rizos negros. Lo que estaba haciendo formaba parte de su ceremonia de limpieza. Sus cabellos habían sido para ella un signo de identidad exterior. Algo que ya no necesitaba, pues ahora se reconocía desde dentro. Fiamma ya no sería Fiamma por su aspecto exterior, sino por lo que irradiaba su interior. Hasta que no hubo cortado su último rizo no abandonó su reposada tarea.

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