Fiamma salió a recibirla con una desgana que no pudo disimular. Para sus adentros pensaba que no se merecía tanta tortura, sobre todo el día en que estaba a punto de terminar su primera talla en piedra y tenía planeado escaparse de la consulta más temprano. La hizo pasar, y con un amable gesto le sugirió que se sentase. Fidela, sin dejar de caminar, empezó su inaguantable perorata de injusticias realizadas por el pueblo americano contra los garmendios. En su discurso mencionaba igualdad para todos, cartillas de racionamiento, súper raza atlética y profesional. Conminaba a los garmendios a un encierro forzoso en su ciudad, a vigilar las calles las veinticuatro horas del día para prevenir una imprevisible invasión; a no desear los bienes ajenos ni los propios. Hablaba de multar a cuanto garmendio encontrara realizando oficios que fueran en contra de los estatutos revolucionarios, y condenaba para siempre a los adolescentes con ganas de vivir y ser adolescentes a comportarse militarmente y a realizar desfiles a favor de su causa. Mientras lanzaba su arenga comunistoide y dictatorial, Fidela Castro iba blandiendo sus brazos y lanzando lluvias intermitentes de saliva, que se escapaban espumosas entre sus dientes. Durante siete horas Fiamma estuvo escuchándola, tratando de hacerla entrar en razón y que recuperara su cordura o por lo menos su personalidad real, la de Visitación Eterna, sin resultados positivos. Entre más trataba de calmarla, Fidela más se alborotaba. Cansada de tanta diarrea verbal y saliva focal, que le tenía embabada la cara, Fiamma entró en un estado de saturación tal que decidió, de un portazo, no sólo abandonar su despacho sino su profesión, maldiciendo sus dieciséis años de vida dilapidada dentro de esas cuatro paredes. Mandó al carajo informes, agendas, bolígrafos, grabadoras, cintas, casetes y cuanto objeto le recordaba su profesión, en un arranque de cordura y sensatez como nunca en su vida había experimentado. Después de lanzar sobre el escritorio de su secretaria su bata blanca y de decirle que ahí se lo dejaba todo para ella, escapó volada como alma que lleva el diablo, envuelta en sus propias refunfuñas y protestas monologas; repitiendo en voz alta un monótono e inacabable «se acabó, se acabó» por entre los inocentes garmendios, que no acababan de entender qué era lo que se había acabado.
Caminó y caminó sin rumbo hasta que sus piernas se rindieron. Se sentó en la misma playa donde había conocido a Martín. Dejó que las olas la tranquilizaran, y objetivizando, llegó a la conclusión de que nunca en su vida había hecho lo que quería, sino lo que se esperaba de ella. Ahora, que no tenía nada que perder, pues ya todo lo había perdido, renunciaría a cargar con las desgracias de las mujeres garmendias y se dedicaría a aguantar las suyas. Empezó a acariciar la idea de dedicarse a esculpir. Sus ahorros de toda la vida se lo permitirían. Tendría todas las horas del mundo para hacer florecer un viejo anhelo. No le debía nada a nadie y nadie le debía nada. Le faltaba poco más de un año para cumplir los cuarenta y le había llegado el momento de renacer, por lo menos profesionalmente. Fue pensando qué haría con todas sus dientas, y al final terminó reconociendo que no le importaba. Se levantó y con todas sus fuerzas arrojó al mar su odiado móvil; después lanzó a los cuatro vientos de Garmendia un feroz grito de liberación; las olas le devolvieron un espumante sí, mojándole los pies. Empezaría a vivir para ella. Por una vez en la vida sería todo lo egoísta que pudiera, aunque nadie la entendiera. En un «no me importa» gesticulado, Fiamma alzó los hombros con todas sus ganas; ese gesto infantil, perseguido y castigado severamente por su padre, ahora le ayudaba a reafirmar su decisión. Nunca en todos sus años de existencia había estado más sola ante la vida. Era verdad que David estaba allí, pero ella no se sentía acompañada, porque aún no le había dejado un verdadero espacio en su alma, que parecía ocupada todavía por Martín. Se metió en el mar vestida, y las tibias aguas tropicales la reconfortaron. Le había explotado una rebeldía quinceañera que la hacía nadar, sumergirse y flotar en algo nuevo: la sensación de sentirse libre de todo. Acabó desnudándose y lavándose de prejuicios, composturas impuestas, medias veladas, sonrisas mentirosas, pasados pendientes y taras de tristeza familiares. Durante horas meditó desnuda, en posición flor de loto, arrullada por cantos marinos y nocturnos paseos de cangrejos. Le pareció elevarse de la arena, inundada por un íntimo halo placentero que le condujo al centro mismo de su ser, donde una suave luz le bañaba de esperanza. No hubiese salido nunca de ese estado de gracia levitante si no hubiese sido porque la mano de David Piedra la aterrizó de nuevo en la terrenal certeza de su masa corpórea. Al verla tan mojada y desnuda, el escultor se sacó su camisa y con ternura cubrió su desnudez. La había esperado y esperado en la casa toda la tarde, y al darse cuenta que era medianoche y no llegaba, conociendo la excitación que Fiamma tenía por acabar ese día su obra en piedra, corrió preocupado a la Calle de las Jacarandas donde quedaba el consultorio. Era la primera vez que entraba allí, pues sabía que Fiamma odiaba que le invadieran sus espacios. Había encontrado la puerta abierta de par en par, y desparramados por el suelo yacían papeles desordenados, casetes rotos, grabadoras descuajaringadas, un caos que puso en estado de máxima alerta el corazón de David. Lo primero que pensó era que allí habían entrado a robar. Cruzó hasta la sala interior y se encontró a una mujer vestida con ropas de camuflaje militares discursando sobre revoluciones inconexas, sola y completamente a oscuras. Entonces entendió que no se trataba de ningún robo material, sino de algo peor: un robo espiritual; esa mujer le había estado robando el tiempo a Fiamma. Comprendió inmediatamente su fulminante huida. Fue buscándola por los rincones que sabía eran los favoritos de su amada, y después de caminarse toda la bahía sin resultados había optado por dejarse guiar por su instinto, acabando en el sitio menos pensado, acertando de lleno.
Había estado observándola muchos minutos, y al ver que no volvía en sí, había decidido ponerle suavemente la mano sobre su hombro. La encontraba cambiada. A pesar del enmarañado desorden de su cuerpo, estaba invadida de paz. Un brillo sereno resplandecía en sus verdes ojos. La abrazó y le sintió el cuerpo entregado, placenteramente desmadejado. Desde que le había ocurrido lo de su marido, David no la había sentido así. Era la primera vez en meses que volvía a él en cuerpo y alma.
No quiso romper el hechizo de la noche, y después de cubrirla con su abrazo protector la condujo hasta el coche, como si su cuerpo fuese de cristal y pudiera astillarse. Al llegar a la casa violeta, la cargó y fue subiendo las interminables escaleras con ella agarrada de su cuello; cuando alcanzó el rellano de su habitación los desmadejados brazos de Fiamma se habían soltado; había entrado en un profundo sueño. La dejó sobre la cama, cubriéndola con una liviana manta y un beso.
Después de cinco meses, Fiamma volvía dormir en el lecho estrellado de David.
Al día siguiente se despertó aérea, recuperada de un cansancio de años. Era como si de repente se hubiera quitado de encima todos los pesos que había cargado durante siglos. Aquella resolución de abandonar su profesión había limpiado y aclarado su horizonte futuro. Tendría algo por qué luchar. Un fresco sueño, rodeado de piedras, barros y alabastros. Se le despertaron ganas y hambre, todas juntas; quería devorar. Se desperezó como gata desgonzada, y de su enmarañado pelo cayó una pequeña caracola verde, que con seguridad había quedado atrapada en las redes negras de sus rizos mientras se revolcaba en sus nados de sirena trasnochados. Por un instante su pensar cayó en Martín, pero no permitió que ese machucón de tristeza enturbiara su dicha nueva.
David había preparado para ella un suculento plato de frutas tropicales. Apareció por la puerta recién duchado, vistiendo su albornoz blanco; olía a guayaba madura y a sándalo. Iba cargado con la bandeja, y alrededor de él
Passionata
revoloteaba feliz, festejando con canturreos y arrumacos la presencia de Fiamma. Al verlo, Fiamma lo encontró bellísimo en su pulcra limpieza; se dejó agasajar con mimos y caricias. Comió con avidez de gamina hambrienta los trozos de papaya, melón, sandía y guayaba. Devoró los mangos chancletos, dejando que el jugo le escurriera por manos y brazos, chupando su pepa, hasta conseguir que sus mechas quedaran descoloridas, sin gota de zumo. Recordó cuando de niña las convertía en caras; primero las ponía a secar al sol, y después les pintaba ojos, nariz, boca y pelos de colores; así llegó a acumular decenas de «muñecas pepas», con las que se pasaba el día jugando en el patio de su casa mientras sus hermanas mayores asistían al colegio. Le encantaba encaramarse a los árboles de mango e imitar los cantos de los pájaros para que su madre creyera que eran ellos los que le hablaban. Mientras desayunaba, los pensamientos de Fiamma saltaban desordenados de su pasado a su futuro, rebotando en su presente inmediato. Pensó que tendría que avisarle a su secretaria que no iría, pero su desidia venció. Sería irresponsable con todas sus consecuencias. Se cansarían de esperarla en la consulta.
David la observaba embelesado; le parecía que nunca la había visto tan niña abierta; los rubores de mora madura vestían de exaltación sus mejillas. Toda ella emanaba una sana locura contagiosa. Sin poder resistirse más a su alegría, David acabó amándola con infinita ternura. Ella volvió a entregarse a él, temblando enamorada. Ese día celebraría, por fin, su libertad.
Decidió irse a vivir con David, convencida que un cambio de casa le ayudaría en su nueva vida. Tardó algunas semanas en cerrar su piso. Salvo una exigua maleta no quiso llevarse nada, pues en el último rincón de su alma todavía quedaba un dolor atado a esa estancia. En una atormentada y solitaria ceremonia, Fiamma fue cubriendo, con sábanas blancas, sillones, sofás, esculturas, mesas, fotos alegres, vasijas, cuadros, lámparas y cuanto objeto se encontró; era como si fuera a hacer un largo viaje sin fecha de regreso. Empapeló de negro los cristales para evitar que la dañina luz del sol se colara dentro; cerró cortinas; enrolló alfombras; subió al altillo, donde dormían los recuerdos de ella y su marido, y terminó tropezando con la caja de madera que contenía la colección de caracolas de Martín. No pudo resistir la tentación de abrirla. Al hacerlo, su corazón volvió a romperse; no había caído en cuenta que su alma todavía estaba convaleciente. Allí permanecían, opacadas por el polvo, las bellas caracolas que habían recogido juntos en sus largos atardeceres de noviazgo; todas guardaban dentro una historia de su amor. Acabó derramando sobre ellas las últimas lágrimas viejas que le quedaban; brotaron como ríos desbocados sus más hondas tristezas, y cuando la caja empezó a temblar desbordada por el peso de sus lágrimas y las caracolas emergieron del fondo flotando desorientadas en su salitrado llanto, la abandonó en el suelo y huyó escaleras abajo. No volvería a pisar nunca aquella casa. Sus paredes la amarraban a un pasado que le hacía demasiado daño, y ella quería liberarse del dolor. Una vez hubo cerrado la puerta, se agachó para meter la llave por la ranura, tratando de matar con ese gesto tal vez una futura tentación de volver a entrar, pero al final cambió de idea: la arrojaría al mar desde la orilla donde se habían amado, para que se ahogaran con ella sus memorias. Decidió hacerlo en ese mismo instante, huyéndole a los arrepentimientos de última hora.
Camino a la playa Fiamma apretaba en su puño cerrado la única llave que quedaba de su hogar. Sabía que lo que estaba a punto de hacer, más que una acción deliberada, era un ritual de renuncia. Lanzando esa llave al mar abandonaba cualquier posibilidad de retorno a su vida pasada.
Al llegar al lugar se detuvo a escuchar el oleaje, pero el mar impasible se negó a cantar; entonces, en aquella quietud de noche cerrada, lanzó con todas sus fuerzas el pequeño bronce, que como pesada gota de oro acabó clavándose en las profundas aguas.
Tardaron unos días en planearlo todo. David había tenido la brillante idea de proponer un viaje de tres meses a la India y Fiamma había aceptado alborozada. Sentía fascinación por ese país. Era uno de sus grandes sueños por cumplir; sus curiosidades espirituales y artísticas le habían ido conduciendo hasta allí y deseaba impregnarse de aquella milenaria cultura de religiones y rituales. Le enamoraba todo: el colorido de los saris, la belleza de sus múltiples artes, sus raras y exóticas esencias y especias, sus tejidos y tintes, la elegancia con que las mujeres asumían y veían la vida a través de los velos, esa serenidad que transmitían en sus ojos, el khol en las miradas ingenuas de los niños, la delicadeza y el costumbrismo de los cuadros rajputas, el rabioso colorismo de la pintura kalighat, la arquitectura sagrada, las leyendas que circulaban alrededor de sus dioses, los cultos tántricos. Pero sobre todo, le enloquecía de dicha la idea de ir a Khajuraho y conocer los templos del amor. Hacía años que alimentaba el sueño de hacer ese viaje, pero nunca había tenido tiempo; sabía que la India era un país para saborearlo en observadora lentitud.
Con la ilusión desaforada del viaje por hacer, David y Fiamma fueron juntos al barrio indio y allí se apertrecharon de libros, guías y cuanta información pasó por sus manos. El escultor ya había visitado ese país cuando era muy joven, y la India se había convertido para muchos jóvenes liberales y rebeldes en fuente de inspiración de donde brotaba la paz y el amor universal. Durante meses había vivido envuelto en túnicas y ayunos, realizando esculturas sobre piedra arenisca tomada de las canteras de Panna; el mismo tipo de piedra amarilla jaspeada en rojos con la que se habían construido los maravillosos templos jainíes. Había conocido de cerca al famoso grupo de Liverpool,
The Beatles
, y les había escuchado interpretar las inéditas canciones que más tarde enloquecerían al mundo. Después de todo ello sólo le había quedado su pasión por vivir rodeado de inciensos y su soledad de asceta, rota ahora por la aparición de Fiamma en su vida.
Las semanas previas al viaje vivieron un verdadero éxtasis de preparativos. Se entrevistaron con un yogui amigo de Fiamma, quien les recomendó, como guinda final del viaje, apartarse del circuito turístico. Se dedicaron apasionadamente a crear el viaje soñado, y cuando lo tuvieron todo a punto, sin decir nada a nadie, partieron rumbo a Delhi. Harían el norte de la India; visitarían Udaipur, Jodhpur, Jaipur y Agra, se asomarían al Taj Mahal, se inspirarían en Khajuraho, se sumergirían en la resplandeciente Varanasi, y después se recuperarían en un silencioso monasterio, antes de regresar a Garmendia del Viento.