El primer impulso que tuvo fue dejar tiradas a sus pacientes e irse directamente a la sede de La Verdad a buscar a Martín; el segundo, irse a su casa, desnudarse y enroscar su cuerpo en ovillo fetal sobre el suelo de la ducha, para dejar que el agua hirviente le lavara el alma mientras sus sollozos se ahogaban en el ruido del grifo abierto; el tercero, correr a la Calle de Las Angustias y descansar en el regazo de David. No hizo ninguno de los tres. Se quedó durante todo el día atendiendo como pudo a sus pacientes, llorando en las desgracias de ellas su propia pena.
Antes de salir, sus dedos terminaron marcando el móvil de Martín, quien contestó la llamada intrigado. Sabía que Fiamma nunca le llamaba a no ser que hubiera algo importante. Le sintió la voz cansada. Las frases le salían como piedras pesadas, arrastradas por un hilo fino a punto de romperse; era su voz casi irreconocible, pidiéndole que fueran a cenar esa noche a El jardín de los desquicios. Necesitaba hablar con él, le dijo. Martín aceptó sin dudarlo, preguntándole si se sentía bien. Ella, sin responder a la pregunta, se despidió atropellada antes de ponerse a llorar. No quería desvelarle nada; por lo menos, no quería hacerlo por teléfono.
Se guardó la caracola en su bolso, con la pesadumbre rabiosa de ver a su marido como un ordinario mortal, igual a los demás hombres; incapaz siquiera de innovar en los regalos. Había repetido en Estrella el mismo regalo que le había hecho a ella diez y ocho años atrás y que ella, en su ingenuidad de enamorada, había considerado original y romántico, guardándolo como si fuese una reliquia; un acto único, provocado por su amor. Claro que con Estrella se había tomado la molestia de tallarle el poema sobre el nácar mientras que a ella se lo había garabateado en un papel, concluyó sarcástica.
Recordó historias de pacientes divorciadas que confirmaban lo que acababa de pensar: la mayoría de los hombres, en sus segundas relaciones terminan repitiendo viajes y regalos hasta por orden cronológico. Esa misma mañana, Digna María Reyes, una paciente suya, le había estado explicando que su ex marido se había ido a Egipto con su amiguita; con éste, era el tercer viaje que repetía; irónicamente le había pedido a Fiamma que apuntara en su libreta, para corroborarlo después, que el siguiente viaje sería a Tailandia. Ahora, Digna María había aprendido a reírse de todo aquello, pero en su momento cada viaje que montaba su ex se le clavaba como puñal en el centro de su rabia; como ahora se le había clavado a Fiamma la caracola.
La borrasca helada que esa tarde todavía soplaba sobre Garmendia del Viento era espectacularmente espeluznante. Las calles estaban invadidas de trozos de ladrillos, cornisas, papeleras y cuanto artefacto había podido arrancar el viento a su paso. Algunas señales de tráfico habían girado de dirección, confundiendo izquierda con derecha. Los stops habían volado y los semáforos habían enloquecido; las bocinas de los coches ensordecían la ciudad. Las sirenas de los bomberos y la policía se peleaban con las de las ambulancias por reventar los tímpanos de los garmendios. Por las calles iban volando macetas de geranios secos, buscando aterrizar sobre alguna cabeza despistada.
A pesar de ver todo ese caos, Fiamma no quiso anular la cena.
Al llegar a casa, un entumecido silencio la invadió. Se desvistió como autómata, y en la ducha terminó lavada por sus propias lágrimas; secada por la baldía solitud de su desgracia. Con la absoluta certeza de que todo se les había agotado desde hacía años, y ellos habían asistido al derrumbe de su amor, impávidos, sin haber parpadeado ante el desastre. Se sentía desvalida y perdida. Presa de un temor nuevo. Ahora, un motivo de fuerza mayor la obligaba a tomar aquella decisión, tantas noches rumiada en sus desvelos. Caminaba incansable por entre su pasado, sin moverse del armario abierto. Su desnudez externa era nada comparada con la que vivía por dentro. Estaba perdida en su desgracia propia. No sabía qué hacer, o mejor dicho, sí sabía, pero le dolía hacerlo. Después de media hora paralizada por la incertidumbre, Fiamma se vistió de riguroso orgullo y salió a la calle enfundada en su negra pena, arrastrando un desangelado abrigo. El helaje le congeló la penúltima lágrima que quedó cristalizada como diamante en su cara. Cuando llegó al restaurante ya eran las diez. En la mesa de siempre, la del rincón derecho, le esperaba por primera vez una vela encendida y la mirada interrogante de Martín. Al verlo, Fiamma le devolvió la mirada con ojos desconocidos, como si viera a un anónimo comensal, y evitando el beso de Judas le sonrió con formalidad mecánica. Al sentarse supo que le costaría afrontar ese dolor de muerte marital. A pesar de los pesares, volvía a descubrir en Martín el magnetismo del primer encuentro, pero el dolor de la traición la auxilió, invistiendo a su marido con el fantasmal traje inapetente de los últimos años.
Como siempre, antes de empezar a hablar de nada, pidieron al camarero dos margaritas dobles. Esa noche, Martín veía a Fiamma distinta. La tristeza que llevaba puesta le otorgaba una belleza lívida de estatua. La encontró bella en su distanciamiento. Para opacar la mudez, Martín le contó, con pelos y señales, la metedura de pata que había vivido en el diario y la tirante situación que estaba aguantando en la oficina. Fiamma le dejó hablar, sin creer nada de lo que le decía. Acababan de perder lo último que les quedaba: la confianza.
Cada vez que Fiamma intentaba abordar la delicada situación, terminaba por hablar de cualquier otra cosa; era como si su inconsciente no quisiera dar aquel último paso. Por un instante le pasó por la cabeza tratar de perdonar aquella infidelidad y empezar de nuevo con Martín, pero pensó en David y en lo que sentía a su lado, y terminó convenciéndose que lo que estaba sintiendo en ese momento era un acto reflejo, producido por las reminiscencias de un deseo de juventud viejo. Recordó todas las escenas de amor narradas por Estrella en su consulta, y pensó que su marido no merecía nada de nada.
Removió la ensalada, pasando el tomate al lugar de la mozarella, contando las hojitas de berro y de albahaca que adornaban el plato, sin probar bocado. Buscando extraer de su aderezo las palabras precisas. Abrió la boca en el mismo momento en que Martín empezaba a hablar. Fiamma se calló y terminó escuchándole. Su marido cuidaba con delicadeza su discurso. Le hablaba de lo mal que estaban viviendo últimamente y del derecho que tenían los dos a ser felices, haciendo especial énfasis en la felicidad de ella. Le comentó de la vacuidad de pasión que vivían y del aletargamiento forzoso de sus días. Le habló de las increíbles diferencias que siempre les habían separado; de tantas noches desgastadas en peleas y en desacuerdos; de tantas salidas forzadas y Placeres equivocados; de tanto rellenar vacíos internos con errados silencios; de tantos desayunos desabridos y fines de semana aburridos. Le hizo recordar el último desastre de su viaje a Bura. Se atrevió a sugerirle, indirectamente, que la culpable de tanto distanciamiento había sido ella. Le propuso que se dieran un tiempo para pensar... Le dijo que la amaba con un cariño distinto... Que ya no estaba enamorado de ella... Fiamma, que le pedía a su garganta defenderse, se quedó como siempre se quedaba ante el dolor más duro: muda. Quiso rebatir con gruesos argumentos los delgados muros que Martín levantaba, pero su catalepsia emocional reciente la había dejado convertida en escultura de piedra. No opuso resistencia a que su marido la convirtiera en culpable del fracaso mutuo; le dejó pasear impecable sobre los años menos vistosos de su matrimonio esperando que, al final del discurso, éste le confesara lo que ella ya sabía. Esa revelación final habría otorgado, por lo menos, un poco de dignidad a tanta mentira de meses, pero la confesión que esperaba Fiamma no se dio.
El camarero vino a retirar los platos, casi intactos, preguntando si algo estaba mal o si querían que les preparara cualquier otra cosa; al recibir como respuesta el sepulcral silencio, se dio cuenta que la noche no estaba para postres. Les dejó nadando en la inapetencia trascendental del momento, acompañados por las notas quejumbrosas del piano, que esa noche interpretaba el
Yesterday
más triste que jamás habían escuchado. Era la última melodía que El jardín de los desquicios les regalaba en su despedida. Al sentirla, la lágrima escarchada en la mejilla de Fiamma empezó a resbalar hasta estrellarse sonora contra el plato. Cuando acabó la canción, lo único que se le ocurrió a Fiamma, como respuesta a tanto inmisericorde monólogo, fue buscar en su bolso la caracola. Miró a Martín con sus ojos encharcados de mar salado, y con el gesto más digno que había tenido nunca extendió su brazo, depositando suavemente sobre el plato vacío de su marido la caracola rayada con el poema escrito para Estrella.
En ese momento, la furia inverniza que se encontraba agazapada y contenida fuera se desató de golpe enfurecida, rompiendo en su ventisca energúmena los cristales de todas las ventanas del restaurante; inundando el lugar de una gélida nieve negra que comenzó a manchar de azabache los blancos manteles del restaurante. A partir de esa noche, Garmendia del Viento vivió un luto inclemente. Durante cuarenta días y cuarenta noches no cesaron de nevar negruras que venían de un encapotado cielo embravecido. La doliente nevada afligió por completo el corazón de todos los garmendios, que nunca en su vida habían visto la nieve y menos en aquel color retinto. Todo lucía un manto ceniciento congelado. La helada negra había quemado palmeras, gualandayes y cuanta hoja verde había encontrado en su caída. En la antesala del desastre emigraron los últimos pájaros cantores, dejando a la ciudad envuelta en un silencio tan solemnemente fúnebre que ni siquiera las campanas de las iglesias se atrevieron a romper ese mutismo. La ciudad pasó a ser un doloroso camposanto de hollín y acarbonado hielo.
Bienaventurados los que tenéis hambre
porque seréis saciados.
Bienaventurados los que lloráis ahora
porque reiréis.
LUCAS, 6: 2122
El anhelado sol volvió a alumbrar con su majestuosa fuerza, deshaciendo por fin los sólidos bloques de hielo que yacían en el suelo como esculturas de ébano callejeras, haciendo parte del paisaje urbano. La nieve corría derretida por andenes, convertida en viscosos ríos renegridos. Lentamente, las calles de Garmendia del Viento fueron recuperando sus risas callejeras y sus vendedores ambulantes. Después de los tremendos estragos invernales, la vida se fue normalizando y los abrigos se quedaron escondidos en los armarios. La pesadilla helada que sus habitantes habían vivido durante los dos últimos meses les había hecho resucitar ahora una alegría nueva. Los vallenatos y los acordeones esquineros fueron llenando de música la vida de los ajetreados garmendios. En el Portal de los Dulces proliferaban acarameladas formas de atrapar al paseante. Los pintores de la calle volvían a acuarelar la vida de los turistas; las estatuas vivientes resucitaron con su¿ espectaculares representaciones de vida y el Portal de los Pájaros y de las Flores llenó de color y sonido las bóvedas de las murallas. Cacatúas, papagayos y loros resurgieron con sus trajes arcoirisados, engalanando de plumas y saludos las arcadas del muelle. Ahora siempre había tiempo para detenerse en alguna terraza y dejarse acariciar por los ardorosos rayos del sol. Las palenqueras de delantales almidonados renacieron con su cadencioso meneo de caderas y sus bateas en la cabeza, llenando de cocos de agua, papayas, pinas y melones las playas de Garmendia del Viento.
Habían pasado dos meses desde la terrible noche de la negral nevada y Fiamma había continuado con su habitual rutina. Desde que vivía sola, no había vuelto a regar su rosal azul ni se había vuelto a sentar en la hamaca del balcón, pues hacerlo le traía recuerdos dolorosos. Por todo el piso le parecía escuchar los pasos de Martín y las risas de cuando eran felices. Se metía a la cocina, como buscando algo que nunca encontraba. Abría y cerraba compulsivamente y sin explicación la nevera y el horno. Aparentemente, lo de la separación de Martín lo llevaba bien, pero la procesión estaba dentro. Había pasado de odiar a su marido por todo lo que le había hecho, a perdonarlo a escondidas. Ahora, los más bellos recuerdos de Martín emergían con una magnificencia desproporcionada, haciendo desaparecer todas las desavenencias vividas junto a él. Lo último que había sabido por Alberta, era que le habían despedido del diario por un escándalo de banco, y que vivía con Estrella en la Calle de las Angustias.
Para sus amigos, la noticia de su separación había caído como un baldado de agua helada. Todos comentaban que lo hubieran esperado de otros menos de él. La infidelidad de Martín se convirtió durante algún tiempo en la comidilla de las tertulias. Fiamma se alejó durante un tiempo de cualquier acto social o cena particular, evitando convertirse en víctima por la que se debía sentir lástima, ya que, de cara a los demás, ella era la esposa ofendida y traicionada.
Había hablado con David Piedra y le había rogado que le concediera algunos meses de soledad, pues su actual estado le impedía pensar con claridad. Le había pedido respetar su luto, ya que su separación no dejaba de ser la dolorosa pérdida de un ser querido, con el cual había compartido más de dieciocho años de su vida, y así no estaba preparada para iniciar una nueva relación, por más bella que ésta pintara. Necesitaba limpiarse de dolores, le dijo; algo que David Piedra comprendió con fina delicadeza.
No quiso volver a hablar con nadie de su familia, pues desde que había muerto su madre, para ella la familia ya no era lo que había sido. En una breve visita les había puesto al día de los hechos y había cerrado cualquier tipo de opinión, agradeciendo de antemano omitir comentarios, evitando con ello que se le fueran a meter en su nueva vida, cosa que tampoco había permitido en los años que había vivido con Martín.
Las visitas de sus pacientes a la consulta volvieron a coparle las horas. A veces llegaba por la noche con un cansancio que la derrumbaba en la cama y la hacía encogerse de dolor. No lograba distraer los recuerdos de sus alegrías pasadas, ahora perdidas irremediablemente, con los problemas actuales de sus dientas. Quiso esconder las fotos de Martín y ella, que se encontraban diseminadas por toda la casa, y guardar todas las cosas que le recordaban a su marido, pensando que si no lo veía lo olvidaría, pero ni eso pudo, pues para hacerlo tendría que haber destruido la casa entera, ya que hasta en la descascarada pintura de las paredes estaba la mano de los dos. Se había quedado huérfana de amor a todos los niveles. Sin darse cuenta, a su manera, Martín le había ocupado todos los huecos de sus carencias. La de su madre, la de su padre, la de los hijos que nunca había tenido, la de las amigas que había perdido en su infancia. Con la cruenta partida de Martín se habían ido muchos trozos de la Fiamma que había sido durante años. Ahora se encontraba en el suelo, recogiendo retales incompletos de día misma, ignorando cómo pegarlos.