Empezaba a estar seriamente confundida. Nadaba en un turbulento mar de frustraciones pasadas, ignoradas hasta ese instante. Tenía treinta y ocho años y, por primera vez, había querido pegar un grito de auxilio a su madre para que la salvara o le diera alguna luz; esta vez sería ella la que tendría que hablar y su madre tratar de comprender. De pronto, se sintió desvalida y desnuda entre los velos que llevaba puestos.
David la rescató del pedestal y empezó a hacerla girar al ritmo de la música griega que sonaba. Tomarían un breve descanso.
Fiamma cerró los ojos y se sintió feliz, como cuando era niña y su Padre le enseñaba a bailar entre sus brazos. Finalmente se dejó caer, y empezó a deslizarse por el suelo sobre la punta de sus pies, abandonando su cuerpo a la música de los violines. Giraba y giraba, mientras sus piernas gráciles levantaban cadenciosas los velos y sus largos brazos parecían alcanzar el cielo con los dedos. David tomó su carboncillo y, dibujando sin parar, fue tomando maravillosos apuntes para incluir a martillazos en la piedra. Con sus ojos cerrados Fiamma record los cancanes y tules que vestía en el conservatorio y a su viejo profesor de ballet, Giovanni Brinati, marcando el compás con su bastón de empuñadura de plata.
David le removía el fondo de su pasado, como su abuela removí de la gran paila de cobre el pegado de manjar blanco que, después d cocinado, quedaba adherido al metal. Sabía qué cuerdas tocar para que su interior aflorara nítido y sonoro. Con Martín, pensaba Fiamma se limitaba a ESTAR, a secas. Con David podía SER, sin límites.
Así, entre cavilaciones mudas y porrazos sonoros, terminaron lo dos matando la tarde; cayeron despeñados innumerables trozos inservibles de piedra y pensamientos cargados de vanos remordimientos Se agitaron a golpes desfasados, el alma del mármol y el alma de Fiamma. Emergieron recuerdos olvidados y se hundieron realidades confusas. Con la embrionaria escultura que emergía de la piedra virgen empezó también a emerger una incipiente Fiamma nueva.
Después de llevar muchas semanas sin ir, Estrella y
Ángel
decidieron que ese jueves se encontrarían de nuevo en la capilla de Los Ángeles Custodios; añoraban esos clandestinos encuentros, olorosos a inciensos y a sagrados misterios. Entretanto, el fraile se había ido despachando a gusto con san Antonio, culpándolo de la prolongada ausencia de los amantes. Le había castigado trasladándolo al último rincón de la iglesia, donde ningún feligrés podría encontrarlo aunque quisiera. Lo había cubierto con una gran tela de color morado, de aquella que solía emplear los Viernes Santo cuando tapaba a todos los santos en señal de recogimiento y duelo, y hasta le había quitado el hierro con las lámparas de votos. En cambio, santa Rita recibía otro trato; iba ganando puntos ante los ojos del sacerdote, quien en los últimos días se la estaba «trabajando»; le había empezado su novena y hasta le había puesto flores frescas esperando un gesto por parte de ella, pues no sabía por qué ese jueves tenía el presentimiento de que le daría alguna buena sorpresa.
Durante esa semana Estrella no se había visto con
Ángel
; los últimos acontecimientos mundiales habían acaparado todos los minutos de su amado. Como director adjunto de La Verdad no podía distraerse; era un momento crítico, ya que estaba a punto de comenzar una guerra lejana y los medios de información debían estar al pie del cañón. Tendría que organizar y decidir cuál sería el equipo informativo que cubriría el conflicto y cómo distribuirían las noticias. Necesitaba lucidez y concentración. Aunque
Ángel
la llamaba cada vez que podía, Estrella echaba de menos tenerlo cerca; se había ido apegando fuertemente a él, y ahora necesitaba de su presencia para no sentir aquel pavor a soledad que, como nube de mosquitos, la perseguía a sol y sombra, y por el cual un día había decidido ir a ver a Fiamma.
En la última cita con su sicóloga, le había comentado que ese pánico espantoso le había crecido; le había dicho que no soportaba pensar que un día
Ángel
no hiciera parte de su vida. Notaba que cuanto más lo quería, más angustia sentía. Era como si ese amor la completara, y sin él fuera un rompecabezas sin fichas. Le daba miedo expresarle su miedo, pues pensaba que demostrándole tanta necesidad podría ahuyentarlo, y eso era lo último que quería. Mientras se lo decía, le había parecido que su sicóloga estaba como ausente; que no la oía. En las últimas citas la notaba muy cambiada; eso sí, mucho más alegre y bonita. Con las mejillas siempre subidas de tono y los ojos de un verde muy intenso. Sentía como si hubiese dejado de tener aquel interés primero por su relación con
Ángel
. Ya casi no le daba consejos, sino que se limitaba a escucharle las historias, sin intervenir; de vez en cuando abría la boca para pronunciar alguna sentencia que confirmaba un sentir, y de nuevo volvía a sumergirse en ese silencio ido. Estrella no se atrevió a preguntarle a qué se debía ese cambio, pues aunque le tenía confianza, Fiamma no dejaba de ser su terapeuta y ella la paciente; sin embargo, estaba convencida de que algo le ocurría. Incluso cuando le daba una lección parecía como si se la estuviera dando a ella misma. Recordaba las palabras que Fiamma le había dicho cuando ella le había manifestado todos sus temores: que se dedicara a vivir el presente intensamente, que era lo único que tenía claro, y que dejara que la vida le fuera mostrando el porvenir; pero por más que se repetía esto, su temor a perder a
Ángel
no paraba de crecer. Fiamma también le había dicho que tuviera cuidado, porque el deseo se volvía peligroso, cuando se convertía en un fin. Pero Estrella no podía dejar de desear. Deseaba estar con
Ángel
las veinticuatro horas del día. Deseaba que le hiciera el amor a todas horas. Deseaba que la llamara a cada instante. Deseaba que los deseos de él fueran los suyos. Deseaba que deseara divorciarse, para vivir con ella. Deseaba que la encontrara deseable. Deseaba que durmiera con ella. Deseaba que se despertara con ella y deseaba que, por arte de magia, él convirtiera todos sus deseos en vivas realidades.
Pero
Ángel
, a pesar de llevar tiempo con Estrella, seguía sin revelarle su verdadera identidad. En todo lo que se refería a su vida privada había trazado una clara línea divisoria que, sin decirlo, la dejaba fuera. Había colocado una pesada y hermética puerta de hierro con múltiples cerrojos, imposible de atravesar por ella, quien por temor a perderle nunca había tratado de investigar qué pasaba allí, ni siquiera asomando un ojo por alguna de sus cerraduras. Muchas veces Estrella se distraía tratando de imaginar cómo debía ser la esposa de su
Ángel.
Fantaseaba imaginándola gorda, peluda, bajita y bigotuda; sin pizca de gracia, de conversación aburrida, muy rezandera y recatada. Le costaba imaginarlo metido en la cama con ella. En verdad, le dolía cada vez más compartirlo con alguien. Lo único que tenía claro de la otra vida de su amante, a la que ella no tenía acceso, era que no había tenido hijos. De eso se había enterado una tarde, cuando retozaban desnudos en su ático; mientras escuchaban el llanto del bebé de la vecina de al lado, Estrella le confesó que por eso ella nunca había tenido hijos: no soportaba ni las rabietas ni los herreos de los niños; aprovechando esta ocasión, le había lanzado a quemarropa la pregunta de si tenía hijos, a la que
Ángel
rápidamente había contestado que no. Ese NO tan rotundo le había quedado a Estrella retumbando en la mente, dándole una luz de esperanza. Le había regalado una simplista reflexión: si no había tenido hijos con su esposa, sería más fácil para él dejarla. Estrella no sabía que, muchas veces, existían lazos más fuertes que los generados por un hijo; compromisos o sueños prometidos, imposibles de incumplir; recuerdos y tristezas que podían encadenar más que el amor; excesos o carencias que se trasvasaban de marido a mujer y viceversa y, en el momento de una separación, llegaban a pesar más que el desamor. Juzgaba la relación de las demás parejas en base a su propia experiencia, y su experiencia había sido abandonar un dolor para irse desbocada en busca de una felicidad desconocida. Ahora, aunque sufría feliz, estaba equivocadamente convencida que el amor la redimiría de todas sus carencias, y de forma inconsciente veía a
Ángel
como a un alado salvador, el que le curaría de sus soledades e infortunios, quien la rescataría de esa soledad crónica.
Seguía yendo donde Fiamma, más por chupar de ella sus consejos y por tener a quien contarle sus alegrías que por creer que ésta la llegaría a curar de nada. Como necesitaba de una amiga desinteresada, Prefería pagar lo que fuera a tener que sufrir cualquier decepción. Desde muy joven el medio siempre le había sido hostil; no podía decir que en toda su vida hubiese tenido alguien en quien confiar, pues todos Cuellos en los que había depositado sus desahogos habían terminado defraudándola. Estrella había sido una niña herida en su infancia, una joven lesionada en su adolescencia y una mujer violada en su temprana madurez; todos esos golpes pasados la habían dejado incompleta y hambrienta; por eso sentía esa desproporcionada necesidad de llenarse desde fuera; por eso se moría por ser querida por quien fuera y como fuera. Necesitaba subsistir.
Antes de terminar la entrevista, su psicóloga se había extendido en darle explicaciones, haciéndole reflexionar sobre las dependencias; recalcándole lo malo que llegaba a ser el apego para su crecimiento personal; haciéndole ver que éste era la pérdida de la libertad, el encadenamiento al objeto o persona, la inmovilización e imposibilidad de avance, en definitiva, la parálisis del alma. Después de hablarle de las ataduras que traían consigo tantas «necesidades de», Estrella se había despedido de Fiamma, y al abandonar la consulta y girar la esquina se había vuelto a poner encima, como chal bordado, su apego a
Ángel
. Estaba tan enamorada que no era capaz de ver ni entender, ni escuchar objetivamente nada de lo que había oído.
Contó, como siempre lo hacía, los minutos y segundos que la separaban de su anhelada cita. Ese jueves, cuando entró a la capilla de Los Ángeles Custodios se recreó jubilosa en la expectación que siempre acompañaba sus solitarias esperas. Recordó las manos hambrientas de
Ángel
tocándola por encima de su ropa, cuando ese recinto era el lugar sagrado de sus primeros encuentros, y sonrió. Levantó la mirada y notó la ausencia de san Antonio; entonces empezó a buscarlo con los ojos por todos los rincones, ya que ese día quería rezarle; de repente, escuchó una voz varonil con tono de grabación que salía de alguna parte, recomendando para peticiones a santa Rita, diciendo que esa semana cualquier oración a esta santa resultaba efectivísima. Estrella quería pedirle por un futuro divorcio de
Ángel
y una pronta unión con ella. Cuando se disponía a empezar la plegaría,
Ángel
la sorprendió por la cintura, abrazándola con suavidad; la echaba mucho de menos; necesitaba hablar con ella, le dijo. El cura, que aguardaba atento desde el confesionario los retozos de la pareja, se fue desencantando lentamente al ver que la cosa se iba limitando a un cariñoso beso carente de calenturas, y a una conversación murmurada de la que él no llegaba a enterarse. Decepcionado de cómo habían cambiado los encuentros, emprendió su furia desenfrenada, esta vez contra la santa; fue urdiendo ingenuas maldades, mientras Estrella escuchaba anhelante a
Ángel
, quien entre monosílabos y palabras casi ininteligibles trataba de explicarle que la situación en su casa cada día era más difícil, no porque hubiese grandes altercados, sino porque soportaba menos estar sin ella; que vivía sin vivir en él y que la deseaba ardientemente, pero que los temas internacionales le obligaban a postergar su decisión. Era la primera vez que Estrella le escuchaba hablar de ello. Comenzaba a dibujarse en el horizonte una posibilidad de futuro con él. Estaban a punto de llegar las navidades y, aunque ella nunca le había pedido nada, comenzar el año nuevo asida de su brazo podía convertirse en el mejor regalo que había tenido nunca. Por su cabeza desfilaron expectativas de todos los colores. Planes fastuosos de viajes leídos en revistas y guías. Imaginaba a
Ángel
y a ella sentados sobre algún camello en una noche estrellada cruzando las dunas del desierto; o encaramados a un precioso elefante pintado de flores, atravesando algún río en plena India; o sobrevolando un amanecer africano montados en globo, viendo el despertar de las manadas desde el cielo. Pensaba y pensaba, y entre más pensaba más ilusiones tejía y más expectativas iba colocando alrededor de
Ángel
. Cuando él acabó de exponerle lo que pensaba hacer, Estrella ya llevaba en su mente muchas leguas de vida vividas con él. Estaba haciendo todo lo contrario de lo que le había recomendado su sicóloga, pero eso era lo de menos, ya que
Ángel
había terminado euforizado con la vitalidad de ella, fantaseando felicidades por vivir al lado de una mujer divertida, profunda, sensible, que como por arte de magia le provocaba continuas floraciones de su yo más auténtico.
Por primera vez Estrella tuvo ganas de tener montañas de amigos, para revelarles ese amor que la hacía sentir tan plena y cubría profuso todos sus anhelos. Quería compartir su dicha con todos. Necesitaba confirmar su elección en los demás. Era esa urgencia adolescente de verse aprobada pluralmente por el prójimo; esa incompletud del ser, a la que se había referido Fiamma cuando le había hablado de la baja autoestima, y del buscar quererse a ella misma a través de los demás.
Así llegó el viernes y en la Calle de las Angustias se preparaba el encuentro de cuatro alegrías. La de David que organizaba con esmero una crepuscular tarde de fangos, esculturas, ternuras y amor arropado por las zalamerías de
Passionata
, que canturreaba alborozada festejando lo que vendría. La de Estrella, que acababa de llegar del mercado de los Pecados Pescados con mariscos frescos, para elaborar una romántica y profusa cena marina de velas, copas y camas. La de Fiamma, que había colgado la bata de psicóloga y se estaba dando un baño de sales y aceites aromáticos antes de volverse a hundir en la bella ignorancia de alumna de amasares de amores y barros. Y la de
Ángel
, aligerando el paso para pasar por casa, tomar una ducha rápida y volar a comprar dos docenas de rosas y champagne francés en la vinería de la esquina de la Vía Gloriosa.