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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (20 page)

BOOK: De los amores negados
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Ahora con Estrella le había vuelto a pasar. Se había elevado a la estratosfera. Había dejado de escucharla, para soñar con sus deseos. Parecía que Estrella acababa de indagarle algo y ella no sabía el qué. En verdad le había preguntado a Fiamma cómo se sentía con su marido. Estrella tuvo que repetir la pregunta al notar la distracción de su terapeuta, pero Fiamma la rechazó con maestría centrando la conversación en cómo se sentía ella siendo la amante de un hombre casado. Con esta pregunta Fiamma había puesto el dedo en la llaga tocando la zona más frágil de Estrella, quien no quería ni oír hablar de esa palabra, pues la consideraba rastrera y ruin, algo que rebajaba su relación, y lo que ella estaba viviendo era, en términos eclesiásticos, divino.

Con la intensidad de las últimas semanas Estrella empezó a acariciar la idea de un posible divorcio de
Ángel
, y así como al principio había sentido una pena interior por la esposa de éste, ahora esa pena se había convertido en una encarnizada lucha por arrebatarle el marido. Se trataba de ganar una batalla que sólo ella libraba, pues si la despistada esposa se hubiera dado por enterada, a lo mejor otro gallo habría cantado.

Al notar que se le estaba haciendo tarde para su cita con David, por enésima vez Fiamma quiso acabar abruptamente con la entrevista. Se recriminó para sus adentros, sobre todo porque le tenía un cariño especial a Estrella y sabía lo importante que para ella eran estas visitas. Esa tarde tomó la determinación de adelantar en una hora todas sus citas. No podía sacrificar el tiempo de sus pacientes en aras de su felicidad. Se quedó pensando... FELICIDAD. Ya había empezado a darle el nombre de felicidad a los encuentros con David. ¿Se estaba complicando la vida? Por anteponer sus propios intereses había ido descuidando a sus pacientes.

Pero mientras una parte de ella la inculpaba, la otra la disculpaba. Esta última era la parte que tímidamente iba germinando. Era la rebeldía que tendría que haber aparecido con fuerza en su adolescencia, y que ella había ahogado por no molestar a sus padres. Ahora esa sana rabia pujaba por salir. Ella también tenía derecho a la vida, se dijo a sí misma. Había gastado su juventud tratando de solucionar los problemas de las demás mientras ella vivía sin vivir. Sí, era justo regalarse esas tardes de vida.

Quedaron como siempre en la garita del baluarte, aunque ese día Fiamma se retrasó, pues quiso pasar primero por su casa para acicalarse un poco. Se perfumó, aunque no le hacía falta pues desde pequeña su piel olía a frescos azahares, y por primera vez se maquilló con esmero. De salida pasó un momento por el gimnasio de enfrente y se matriculó; empezaría a hacer ejercicio. Últimamente se encontraba fofa y no quería descuidarse en ese aspecto. Al llegar a las murallas ya era casi de noche, pero el cielo conservaba aún pinceladas de arreboles naranjas. Comenzó a subir por la empedrada rampa. Arriba, le esperaba una sorpresa bellísima.

El último rayo de luz tiñó de oro el rostro de David, quien le aguardaba sereno sentado sobre las angostas escaleras de piedra con una jaula de madera indonésica; dentro, una paloma color sangre asomaba su cabeza. Fiamma no pudo contener su gozo. Se acercó a ella. Al verla, la paloma pareció reconocer a Fiamma, pues las órbitas de sus ojos se crecieron de asombro. Fiamma mirándola, preguntó incrédula:
¿Passionata?
. La paloma asintió con la cabeza. Entonces la sacó de la jaula y, acariciándola, preguntó a David de dónde la había sacado. Éste le explicó que todas las mañanas la paloma solía ir a la fuente de su patio interior a bañarse y beber agua, y que esa mañana se le había ocurrido llevársela como regalo, después de haberle escuchado la tarde anterior aquella triste historia del palomo muerto. Fiamma a su vez le contó cómo había conocido a
Passionata
.

Para Fiamma todas las casualidades que se estaban produciendo alrededor de ella y David no eran fortuitas. Acostumbraba a creer en coincidencias, sueños y sincronicidades que se producían alrededor de un hecho. Le gustaba jugar a descifrar los símbolos diarios. Desde el cambio del cielo o fenómenos telúricos hasta el canto insistente de un pájaro o la suspensión total del viento. Su madre le había enseñado el arte de leer entre líneas lo venidero y, después, una amiga suya muy querida le había dicho que eso era
Serendipity
, y al preguntarle Fiamma qué quería decir eso, ella le había respondido que era el don de ir encontrando accidentalmente cosas valiosas y agradables no buscadas. Ahora, el regalo que le había traído David le confirmaba una vez más que el destino podría estarle diciendo algo, aunque todavía no entendía bien lo que era. Decidió liberar la paloma que emprendió un rápido ascenso hasta perderse en el horizonte; Fiamma sabía que volvería a verla.

Después de disfrutarse como siempre, bebiéndose a sorbos las historias de sus respectivas vidas, donde Fiamma procuraba no mezclar la que concernía a ella y Martín, David y Fiamma se separaron al llegar a la puerta del reloj con un sencillo beso en la mejilla. Esa noche, mientras se alejaba de las murallas, a Fiamma le pareció percibir, en la humedad del viento, el presagio de una gran tormenta. Sintió un escalofrío confuso que no obedecía a nada exterior; era su desazón interior la que emergía para acompañar una confusión de sentimientos que le iba creciendo. La alegría y la tristeza aparecían de tal forma que podía identificarlas con una nitidez asombrosa; iban siempre pegadas, como hermanas siamesas, compañeras indisolubles de sus citas con David. Le llamó la atención el contraste y la profundidad con que empezaba a vivirlas. Eran los contrarios enfrentados cada uno con igual violencia. Lo bueno y lo malo. Lo bonito y lo feo. La luz y la sombra. El sonido y el silencio. El día y la noche. El encuentro y el desencuentro. El saludo y la despedida. Todos manifestándose en ella como pocas veces los había sentido. Estaba en un momento de su vida único. Empezaba a vivir en carne propia lo que tantas veces había plasmado como conjeturas en sus reflexiones de diario. Empezaba a vivir la realidad de la existencia, a ver la necesidad que tenían los contrarios de coexistir juntos para dar equilibrio a la vida. Ella sólo había querido vivir en los claros, pues temía que las zonas oscuras le hicieran daño. Había huido siempre de los enfrentamientos, y hasta ahora pensaba que le había funcionado, pero con ello lo único que había logrado era irse alejando de cumplir con ella misma. Había elegido el camino de la paz a costa de su felicidad. Evitando las discusiones se había perdido de algo muy valioso: la lucha para llegar a la verdad más íntima, la suya. Enfrentar las equivocaciones le hubiera llevado necesariamente a elegir de nuevo, y los cambios siempre la habían desestabilizado. Era un trabajo que le hubiera costado el tenerse que replantear su modo de vivir, y ella ya estaba «viviendo». Había confundido el bienestar con el bien ser. Volver a valorar lo ya valorado, a lo mejor para desvalorizarlo, era una labor triste y en la mayoría de los casos dramática.

En el desfile de pacientes al que asistía diariamente, había presenciado dramas desgarradores de mujeres abandonadas o que habían abandonado, y que se encontraban a la deriva tratando de sobrevivir, algunas en su soledad de mujer rechazada y las otras con unas cargas de culpa tan grandes que no les había quedado espacio para disfrutar de su nueva libertad.

Cuando una relación de pareja no funcionaba, su experiencia como terapeuta le había enseñado que siempre los implicados trataban de inculparse; de encontrar a toda costa una víctima y un verdugo. Enfrentar un fracaso matrimonial requería de una sapiencia y madurez difíciles de encontrar.

Ahora ella no quería ni pensar que su matrimonio con Martín no iba, pero su realidad más profunda la estaba invitando a abordar esa posibilidad. Sintió miedo de lo que su cabeza empezaba a cavilar. ¿Desde cuándo cuestionaba su historia con Martín? Su mente no paraba de dispararle a bocajarro dudosas cuestiones... ¿La vida sólo era ese ir y venir diario a su consulta?... ¿Dónde estaba la magia de existir?... ¿Esto era TODO?

Mientras encadenaba una a una sus preguntas más íntimas llegó a la Calle de las Almas y se detuvo en el portal de la entrada de su casa; Martín estaba entrando. A Fiamma le sorprendió muchísimo encontrárselo a esas horas, pues últimamente llegaba cuando ella dormía y en las mañanas se iba cuando todavía no se había levantado; él también se sorprendió, no esperaba encontrarse con su mujer. Se saludaron con desganado cariño, y para sus adentros Martín pensó que se le acababa de dañar su salida. Por su parte, Fiamma se sintió incómoda; tenía que acostumbrarse a Martín, ya que todavía llevaba puesta la alegría de su encuentro con David. Se preguntó si se le notaría en la cara. Cambió de golpe la expresión de su rostro y entró en su piso con cierto aire de culpabilidad. ¿Le debería contar a su marido que se estaba viendo con el escultor? Su respuesta inmediata fue NO; no podía. Aunque no tenía nada con David, Martín hubiera pensado «como hombre» que ese amigo de las tardes iba tras de algo; entonces a Fiamma se le vino a la cabeza el dicho que su madre no había parado de repetirle en su pubertad: «el hombre propone y la mujer dispone», e inmediatamente lo aplicó a ella y su amigo. Si David llegaba a proponerle algo, sería ella la que tendría la decisión de seguir adelante o pararlo. No le diría nada a su marido. Protegería su pequeña e ingenua dicha crepuscular. Ajeno a todas las cavilaciones de su mujer, Martín encendió mecánicamente la televisión para ver el telediario, gesto que irritó a Fiamma, pues ya se había acostumbrado al silencio de sus noches. Cuando llegaba del baluarte le gustaba quedarse en el balcón rumiando lo vivido, y después se sumergía en sonatas. Se estaba acostumbrando a vivir sola y le gustaba. Ahora se daba cuenta lo que llegaban a fastidiarle los gustos de Martín. Cuando su marido estaba en casa, sus deseos terminaban cediendo a los deseos de él. No se había dado cuenta hasta ahora de lo ahogada que había vivido. Se puso delante del televisor y, en un acto decidido y provocador, lo apagó. Martín desde el sofá, con el mando a distancia, volvió a encenderlo. Ella no cedió. Volvió a apagarlo. Así estuvieron un rato hasta que se calentaron y él acabó por dar un portazo y escapar a la Calle de las Angustias. Fiamma se lo había puesto en bandeja, pensó Martín. Últimamente no soportaba verla. Le molestaban aquellas velitas de incienso que ella se la pasaba encendiendo por la casa. Aquel olor dulzón que las paredes habían absorbido de tantas que había quemado. No entendía cómo podía pasarse la vida escuchando tonterías de mujeres, habiendo tantas cosas interesantes por fuera. Cuando la comparaba con Estrella la encontraba mojigata y recatada. En una palabra: simplona. Pensó que habían ido evolucionando de manera diferente. Él todavía tenía ganas de experimentar y alcanzar nuevas metas; ella en cambio, pensaba Martín, parecía que ya lo había conseguido todo y estaba apoltronada en su monótona vida sin cuestionarse nada. Con Estrella se sentía joven, atractivo y divertido. Reían y se lo pasaban en grande con cosas tan simples como cocinarse un plato de espaguetis entre arrumacos y tomates. Le había despertado un nuevo sexo. Aquel que había dejado de vivir, primero en su juventud, cuando se había ido al seminario, y luego en la invariabilidad de sus diez y ocho años de casado. Con Estrella había recordado la locura vivida con Dionisia en el campanario del seminario. Ella era divertida e interesante. Siempre tenía algo nuevo que contarle. Algo que enseñarle. Con Fiamma ya lo tenía todo visto. En su camino a la Calle de las Angustias, Martín iba llenándose de un sinnúmero de razones para barrer con ellas el último resquicio de culpa que podía ensuciarle la conciencia. Al llegar al ático de Estrella ya se había olvidado de su mujer.

Esa noche Fiamma entró en un soporífero sueño. Se había quedado dormida, vestida y sin cenar, escuchando desde la hamaca el sonido de su mar. Había empezado por balancearse y la hamaca y el calor habían hecho el resto. Soñó que hacía parte de un gran conjunto de esculturas de una grandiosa fuente semejante a la romana Fontana di Trevi. Ella, haciendo parte de la obra, permanecía inmóvil entre dos bellísimos y gigantescos caballos etruscos hechos en piedra. Uno de ellos desplegaba fastuoso unas enormes alas. Los dos emergían entre espumarajos de agua, en un salto que dejaba en tensión sus patas. En el centro de éstos Fiamma se veía como una altiva diosa guerrera que, con su fuerza, parecía dominar a las bestias llevándolas del cuello con unas correas. De pronto, sin saber cómo su cuerpo de piedra caliza cogió vida para montarse sobre el lomo del gran Pegaso. Entonces empezó a cabalgarlo mientras él le llevaba casi volando por entre las cascadas y los saltos de la fuente hasta escapar en frenético galope, desembocando de un gran salto en un intenso y maravilloso mar azul revuelto de olas. En el sueño, ella como soñante se presenciaba exultante de dicha, con sus largos cabellos como desordenadas medusas al viento. Abrazada al cuello del caballo volador en un bello acoplamiento de bestia y amazona experta. La alegría de saberse libre y feliz volando sobre el agua, bebiéndose las gotas que salpicaban su cara, la despertaron feliz. Un suave viento nocturno le había acercado a su rostro gotas diminutas de un mar revuelto. La marea había subido y las olas golpeaban la roca que descansaba sobre la playa. Fiamma abandonó la hamaca; era más de medianoche. De un respiro se bebió la húmeda noche y dejó que el viento la empapara, mientras su cabeza jugaba con descifrar el mitológico sueño que acababa de vivir.

Buscaría en su libro de sueños. No quería perderse ni un detalle. Ahora sí tenía la certeza de que algo estaba sucediendo en su vida. Echó de menos a su madre. Ella, sin vacilar, lo habría interpretado claramente.

Cuando se metió entre las sábanas su sueño todavía cabalgaba entre sus pensamientos. Deseó con toda su alma retomarlo donde lo había dejado pero, por más que lo intentó, no pudo lograrlo. Escuchó llegar a Martín y se recriminó por haberlo instigado esa noche. Cuando lo sintió cerca, le abrazó la espalda; él aguantó el abrazo y al cabo de un rato se separó bruscamente; sentía la piel de Fiamma muy ajena a la suya. No había resistido su roce; tenía su cuerpo empachado de Estrella.

Por la mañana, un suave golpeteo en el cristal de su ventana la despertó; era
Passionata
. La dejó entrar y descubrió, atada en su pata, una pequeña cinta que sostenía un diminuto papel enrollado. Desató el pequeño lazo rojo y alisó el papel. Era un mensaje de David en el que le daba los buenos días y la invitaba formalmente a tomar la clase de fango que le había prometido. Le dijo que le contestara por la misma vía. Sólo tenía que decir sí o no. La propuesta estaba fijada para el día siguiente, sábado, a partir de las tres de la tarde. No hacía falta que llevara casi nada, decía la nota concluyendo con un: «...sólo trae tus manos... y tus deseos». Cerraba con la dirección. Era la primera vez que veía la letra de David; entremezclaba mayúsculas y minúsculas sin discreción en un caos que al final resultaba desordenadamente homogéneo; tenía letra de arquitecto, se dijo Fiamma para sí. Qué diferente d la contenida caligrafía de su marido, que rozaba la perfección de la caligrafía inglesa de colegio.

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