Mientras,
Ángel
y Estrella corrían por entre las calles tratando de alcanzar a zancadas la Calle de las Angustias. Se encontraron de cara con la puerta de hierro del ático y entraron sin dejar de besarse, hambrientos de cuerpos. Estrella recordó la música que tenía preparada en el equipo y la manta que había tirado sobre el rincón de la terraza. Sin esperar a que él la desnudara se sacó la chaqueta y quedó con los pechos al aire, en falda y zapatos de tacón. Corrió a la terraza, apretó el mando a distancia del equipo de música y un sonido de mar y gaviotas inundó el jardín.
Ángel
respiró hondo observando el cuerpo semidesnudo de Estrella que se movía de aquí para allá encendiendo velas, preparando una noche inolvidable. Martín miró la luna y por un momento la sombra de Fiamma pasó como una nube por encima de ella. Se sacudió el recuerdo pidiéndole un whisky. Fueron a la cocina a buscar hielo, y después de restregarle un cubito por la punta de un seno,
Ángel
se lo metió a la boca. Deseaba hacerle el amor pero temía volver a fallar, así que se lo tomó con calma. La arrinconó delante de la nevera y la fue tocando, primero con los ojos y después con las manos; le sacó la falda y las braguitas negras hasta dejarla desnuda, vestida únicamente por sus eternos zapatos rojos. La mente de Estrella se revolcaba entre el miedo y el deseo. Quería ir llevando fuera a
Ángel
pero no se atrevía a dar ni un paso, pues se sentía licuada en sus caricias. Sin embargo, a empujonazos, los deseos terminaron llevándoles a la terraza. Estrella pensó en Fiamma y se llenó de fuerza e iniciativa. Hizo sentar a
Ángel
en una silla y después, a horcajadas, se le puso encima. Le empezó a besar los párpados como si fueran melocotones jugosos; dejó resbalar sus labios por la nariz, hasta sumergir de golpe toda su lengua en las profundidades de su boca y sin parar de besarle le fue quitando corbata y camisa. Se restregaron los pechos, que quedaron nadando entre sudores. Le abrió con delicadeza el pantalón, se arrodilló en el suelo, y con su lengua liberó su sexo que quedó izado a la luz azulada de la luna. Por un instante a Estrella le pareció ver en ese cetro, palpitante y húmedo de saliva, el destello de una estrella fugaz. Era la primera vez que besaba el sexo de un hombre y descubrió que le gustaba. Le fascinaba sentir cómo crecía de placer entre sus labios. Para
Ángel
ese estado de súbita ingravitación le volvía loco. Todo su sentir se había amontonado en un solo punto y ahora ese punto estaba en la boca de Estrella. Había dejado de sentir brazos, piernas, cuerpo y mente, para ser todo sexo, todo humedad de tierra fértil. ¡Qué placer más refrescante y joven! En ese instante se olvidó de todo menos de que era hombre. La cargó y se la llevó al rincón, y entre cojines, música de mar y velas, empezaron a dejarse la piel, improvisando caricias. Ella aprovechó para masajearle uno a uno los dedos de los pies y palpar cada rincón, ungiéndolo en aceite de principio a fin. Después, con su sexo le fue rozando suavemente el cuerpo, resbalando entre pliegues hasta colocar la rosa abierta de su pubis encima de su tallo a punto de desbordarse en savia; se dejó penetrar y libar; por fin, tantos ríos de deseo desembocarían en el mar de sus entrañas. Hicieron el amor hasta quedar exhaustos, reventados de lujuria. Subieron y bajaron entre las olas de sus hambres comiéndose suspiros y quejidos. Los
Ángel
es que rodeaban el jardín presenciaron mudos el ir y venir de sus orgasmos; les vieron reír, adormilarse en el letargo de los whiskies y el sonido trasnochado de los grillos. Un búho vino a plantarse delante de ellos escuchando intrigado los gemidos de amor, creyendo que tal vez asistía al nacimiento de una nueva especie de pájaro nocturno. Ella se sintió amada como nunca, bella y entera. Por primera vez sabía lo que era la plenitud del amor físico; había cruzado el límite del placer. Se llegaron a empachar tanto de piel que, al final, se prohibieron tocarse, temerosos de acabar indigestos de tanto amor comido. Así se les fue yendo la luna, envueltos en un viento salado que les protegió su desnudez del tenue amanecer; un amanecer confirmado por el canto de un gallo madrugador que terminó por despertar súbitamente a
Ángel
de su borrachera de amor. Miró el reloj; eran las cinco y media de la mañana y todavía estaba fuera de casa. El pánico se apoderó de él. En todos sus años de casado nunca había pasado una noche fuera salvo en sus viajes de trabajo. Fiamma debía estarse muriendo de angustia, pensó. Se sintió vil. Una nube de culpabilidad cubrió su felicidad recién paladeada. Contempló el abandono del cuerpo de Estrella durmiendo plácida. Le dolía ella y le dolía su mujer. Volvía a estar perdido en medio de dos sentimientos. ¿Cuál era el verdadero, el que le llevaba al amor?, se preguntó angustiado. Recogió su ropa sin hacer apenas ruido. No tenía tiempo de ducharse; se vistió como pudo y salió corriendo a la calle que ya se preparaba para un nuevo y soleado día. Antes de irse había escrito a Estrella una cariñosa nota dándole las gracias. Quiso cerrarla con un «te amo», pero temió de repente equivocarse, así que terminó arrancando una flor del jardín y se la dejó con un beso y un «hasta pronto» abierto en puntos de suspenso.
Mientras corría para llegar a casa ideaba mentiras que pudieran sonar a verdades. Conectó su móvil pero no había ningún mensaje. Con suerte, a lo mejor, encontraría durmiendo a Fiamma y ella ni se daría cuenta de su llegada. Rezó para que así fuera. No quería encontrarse con nadie, así que subió por las escaleras en un silencio mudo y, mientras lo hacía, fue revisándose el pantalón y la camisa, buscando estar presentable; que todo estuviera en orden. Descubrió que había olvidado la corbata en la terraza, pero ya no podía hacer nada. Abrió la puerta y entró de puntillas. Se desnudó y se deslizó como pudo entre las cobijas. Fiamma fingía que dormía. Un olor inequívoco de sexo penetrante, proveniente del cuerpo de Martín, se le metió de pronto en su nariz, perforándole de dolor el corazón.
Esa noche, después de salir de la capilla de Los Ángeles Custodios, Fiamma había estado callejeando algunas horas más. Deambulando alegre por el Callejón de la Media Luna, un sitio frecuentado habitualmente por artistas y bohemios. Allí su olfato la había llevado, sin proponérselo, hasta una puerta abierta de par en par, de la cual se escapaba un agudo olor a sándalo. Presidía la entrada la impresionante escultura de una mujer postrada. Fiamma reconoció en ella las fotos de aquel reportaje aparecido en el diario que había arrancado para estudiar a fondo y que al final nunca había leído. La artista debía ser una mujer con una sensibilidad extraordinaria, pues sólo verla, la imagen le transmitió desolación. Con la tristeza que transpiraba la piedra, le dieron ganas de llorar. ¿Por qué le resultaba tan familiar la mujer de la escultura? Sin querer empezó a palparla con sus dos manos, recorriéndola toda. Mientras lo hacía se sintió observada, pero no supo de dónde provenía la mirada. No sabía si entrar, era tardísimo. Escudriñó en el interior y a través de humos alcanzó a distinguir unas pocas personas moviéndose fantasmales entre las esculturas femeninas. Se coló entre los invitados que aún quedaban de la inauguración. Acababan de abrir la exposición al público. La atmósfera que se respiraba le había seducido. Por un momento pensó en las cosas maravillosas que se estaba perdiendo encerrada en las cuatro paredes de su consulta. Observaba fascinada; el lugar estaba decorado como si fuese un paisaje lunar de grandes cráteres y mares desiertos. Una aridez en tonos añil y hielo. De entre estos cráteres parecían emerger solemnes las mujeres de piedra. ¿Sería verdad lo que estaba viendo? Miraba incrédula. Las mujeres de las esculturas en realidad eran una sola mujer y las facciones le eran muy próximas. Mientras, un hombre la observaba fascinado. La mujer que acababa de entrar, Fiamma, era aquella que él no había parado de esculpir en serie durante años y años. Su imaginación la había creado; nunca se le había ocurrido pensar que esa mujer realmente podía existir. Su desconcierto era total.
El hombre se fue acercando lentamente a Fiamma, atónito; estudiándola como si se tratase de una escultura que acababa de modelar. Analizaba sus ángulos. La veía en escorzo, de perfil, de espaldas. Se fascinó con el óvalo perfecto de su cara. En particular había una zona que le atraía: aquella que subía de la barbilla y finalizaba en la oreja. La fue acariciando con los ojos, imaginando modelar ese rostro en barro. Ella se sintió incómoda y le miró de frente, interrogante. El hombre respondió a la mirada preguntando que le parecía la obra; entonces ella se extendió en halagos. Le dijo que la mujer que esculpía estas figuras debía ser muy femenina y entender mucho de soledades. Él no quiso sacarla de su error ni desvelarle que en realidad el artista era un hombre, y menos que era él; la dejó explayarse en la equivocación, anonadado entre la incredulidad de lo que le estaba pasando. Le fascinó el tono tranquilo de la voz de Fiamma. Su alada manera de mover las manos cuando hablaba. La vehemencia y lucidez con que esa desconocida le describía su obra. Pensó que no se le había escapado ningún detalle, interpretando cada uno de los gestos expresados en sus figuras. Era la primera persona que «veía» todo lo que él había originado en la piedra. Sentía como si la conociera de siempre. Era una sensación placentera que nunca antes había vivido. Fiamma se encontró sumergida en una conversación envolvente, sin entender cómo había podido abrirse tanto a hablar de sentimientos tan profundos como la soledad, el abandono, la tristeza y el dolor con una persona desconocida. Terminó confesándole su frustración como madre y su pesar. No sabía por qué le decía estas cosas, pero a ella le sirvió contárselas. Tal vez lo había hecho precisamente porque él era un desconocido y no se vería afectado de ninguna manera por las frustraciones de una mujer anónima. A veces, la falta de sentimientos es justamente lo que propicia una confesión valiente. Ella, más que nadie, había comprobado esta teoría en su consulta; entre más desconocidas eran sus pacientes, más fácil les resultaba abrirse.
El hombre con el que se había topado en la galería, no sólo no hablaba sino que la escuchaba atentamente, y como a ella siempre le había faltado quien la escuchara de verdad, esa noche se había despachado a gusto en su monólogo. Se le habían ido las horas sin darse cuenta. Ni se enteró que en la galería sólo quedaban ellos y que no había parado de hablar. Le dieron las dos de la madrugada, embriagada entre el olor de los inciensos quemados y el atento silencio de su interlocutor. Cuando se dio cuenta de la hora que era se avergonzó de no haber dejado hablar a su desconocido «amigo». Se dijeron los nombres, mientras él insistía en acompañarla hasta su casa, sobre todo para enterarse de dónde vivía, pues esa mujer le había fascinado. Ella, sin titubeos le comentó que estaba «felizmente casada» y esperó la confesión de él, que fue contundente: «felizmente soltero».
Fiamma se dejó acompañar por David Piedra sin pensar en lo que estaba haciendo. Las calles solitarias les fueron regalando siluetas de ventanas y balcones volados, cuajados de helechos y geranios. A la luz de la luna, sus alargadas sombras se proyectaban en el asfalto, creando una especie de escultura cónica con dos cabezas. Algo que David le hizo notar a Fiamma. Llegaron a la esquina de la torre del reloj y cuando estaban a punto de girar, él le propuso mirar al cielo. Entonces, le enseñó como trepar a la luna escalando por las paredes con los ojos hasta llegar a la punta más alta de la torre, donde el astro aparecía pegado como la estrella de un árbol navideño.
Pasaron por entre portales y faroles. Se detuvieron en las murallas viejas para observar desde un pequeño agujero cómo bailaba sobre el mar la ondeante luz de la luna. Fiamma se sentía joven y feliz. El viento nocturno llevaba continuamente sus cabellos a la boca de David, pero a él, en lugar de molestarle, esos rizos le acariciaban. Así llegaron a la Calle de las Almas, y en el antiguo pórtico de la casa de Fiamma se despidieron con un sencillo pero sentido beso en la mejilla.
Subiendo las escaleras, la alegría de Fiamma empezó a descender. Al llegar arriba se volvió a acordar de Martín. No la había llamado, lo que quería decir que estaba tranquilo y se había ido a dormir, o por alguna razón todavía estaba en el diario. Miró en su móvil, pero no había ninguna llamada. Al entrar en casa fue a la cocina por agua; se moría de sed. Sintió un cansancio bienaventurado. Se acordó de sus pies y los redimió de sus sandalias. Salió al balcón y, en el silencio de la noche, se encontró pensando en el hombre que la acababa de dejar. Le hubiera gustado seguir hablando con él. Se acordó de Martín y fue directa a la habitación. La cama estaba tendida. Martín aún estaba fuera. Entonces corrió al teléfono y le llamó, pero salió la voz de su contestador. En el centro de la ciudad, donde quedaba la sede de La Verdad, había muy poca cobertura. Las grandes construcciones de piedra dificultaban muchas veces la comunicación, por eso no se preocupó. Tomó una ducha rápida para sacarse todo el sofoco de la noche y, mientras el agua resbalaba por su cuerpo, la imagen de David Piedra volvió a aposentarse en su cabeza. Inquieta cerró de golpe el grifo y se metió en la cama. Esa noche no podría dormir.
Dar a las cosas un carácter ideal
adornándolas en la imaginación
con todas las perfecciones posibles.
DEL DICCIONARIO DE LA LENGUA ESPAÑOLA
Martín giraba las páginas del diario mientras bebía a desgana un café negro. Esa mañana había amanecido espeso, moviéndose entre la bruma de una noche agitada de cuerpos. Después de haber llegado incómodo a su cama, no había dormido nada. Permaneció en ella lo justo para simular que había dormido allí, y luego había huido al baño a ducharse a fondo y sacarse el olor a cuerpos revolcados. Había restregado con alevosía la pastilla de jabón por toda su humanidad, temiendo que Fiamma le sintiera el olor del sudor ajeno. Aquella mañana estaba parco; evitaba cualquier tipo de conversación, pues desconfiaba hasta de su propia voz. Lo de mentir se le daba muy mal. Además, llevaba el atolondramiento propio del enamoramiento subido; por eso decidió lanzarse en el diario y ahogarse un rato en noticias.
Pero aunque a Fiamma le hubiera gustado saber dónde se había metido Martín la noche anterior, tenía la cabeza en otra parte: concretamente en el Callejón de la Media Luna. Pensaba en las mujeres de piedra. ¿Dónde estaba la artista? Le hubiera encantado conocerla y encontrar el porqué de su obra, investigar entre los vericuetos de su mente de dónde le salía tanta desolación; en cambio, había terminado hablando de sus cosas con un desconocido. Volvió a pensar en el paseo nocturno, pisando con sus recuerdos el camino recorrido la noche anterior. En esas estaba cuando su marido rompió su evocación para enseñarle una noticia que aparecía en el periódico. Era la exposición a la que ella había asistido. Martín recordaba haberle visto interés por ella, así que le dejó una parte del diario y continuó leyendo la sección económica. En el fondo agradecía que ella no hubiese tocado el tema de su trasnochada llegada.