Fiamma se quedó con el papelito en la mano mientras la paloma la observaba esperando la respuesta. Le parecía lo más romántico que había visto. Nunca había recibido un mensaje a través de una paloma y menos de una paloma roja.
Dio una pequeña vuelta por el piso comprobando que Martín se hubiera marchado; después, garabateó algo en un papelito que enrolló con urgencia y ató a la pata del ave, que huyó rauda por donde había entrado.
Con el correr de los días
Passionata
se les convertiría en su paloma mensajera, la portadora del correo de la mañana. El ave viviría en un frenético p'aquí-p'allá; de la Calle de las Almas a la Calle de las Angustias, que era el lugar donde David Piedra tenía su casa, un peculiar recinto que tendría mucho de santuario.
Pasó el día sin poderse concentrar en nada. Sería un viernes d martirio, pues tuvo que atender, aparte de las pacientes de siempre dos nuevas que se le eternizaron. Las horas se le alargaron aburridas Las fue empujando como pudo hasta alcanzar la noche.
Al llegar a casa Fiamma se inventó una dramática historia: una de sus pacientes con tendencias suicidas sufría de una terrible depresión Le había prometido pasar todo el sábado con ella. No sabía a qué hora regresaría. Cancelaría la cena que tenían esa noche en casa de Alberta y Antonio. Mientras lo iba diciendo se sentía como una gusana rastrera, pero la ilusión del día siguiente le tenía secuestrada la razón. No se le pasaba por la cabeza lo fácil que lo hubiera tenido, sólo diciendo la verdad: que tomaría clases de escultura.
Martín, por su parte, no podía creérselo. Tenía un sábado libre. Aprovecharía para escaparse con Estrella a las afueras; la llevaría a Agualinda, aquella playita de corales donde en su niñez había encontrado las caracolas más exóticas. Pasarían la tarde nadando entre los cientos de bancos de peces que de pequeño le habían seducido. Descubrirían nuevas especies. Le mostraría aquellos amarillos de lunares rojos, y los azules rayados en fucsia, y los verdes de manchas violetas... Tal vez, con ingenio, podría inventarse algo para pasar la noche en aquel hotelito pintoresco y cenar alguna langosta recién pescada. Sería la primera vez que amanecería del todo con Estrella. Dejó que la suerte volviera a aparecer con otro regalo; quizás, el de la noche del sábado.
Se metió con el móvil al baño, y a escondidas y en voz muy baja habló con Estrella. Pasaría a recogerla temprano el día siguiente. Quería darle una sorpresa, le dijo. Colgó con un rápido beso; esa noche estuvo especialmente hablador y cordial con Fiamma.
Cuando Fiamma despertó Martín ya se había ido. Le había dicho que haría una excursión por los pueblos costeros, sin especificarle muy bien por cuáles, pues desde hacía tiempo estaba pensando en incluir en el diario una sección que promocionara y potenciara la riqueza de toda esa región; crear tal vez unas selectas rutas turísticas para anexarlas a la tirada de los viernes, algo que Fiamma había escuchado sin el menor atisbo de interés. Esa mañana el viento había amanecido cantarín y silbador. Se asomó al balcón y observó cómo bailaban las palmeras y se despeinaban en preciosa armonía. Se le ocurrió que se movían al ritmo de La primavera de Vivaldi. Empezó a tararear la melodía y. como si su canto hubiera producido el fenómeno, fue descubriendo en el aire aquellas flores violetas, semejantes a pequeñas campanas, que seguramente se iban desprendiendo de los cientos de gualandayes que poblaban las calles de Garmendia del Viento. Aquellos extraños árboles la maravillaban. No recordaba haberles visto nunca ni una hoja; o estaban llenos de flores, o estaban totalmente desnudos. Florecían una vez al año, y cuando ello sucedía Garmendia del Viento se convertía en una maravillosa alfombra de flores. Poco a poco el insistente campanilleo fue envolviendo la estancia. Las flores se empezaron a colar por las ventanas de su piso. Durante toda la mañana no cesaron de llover flores moradas, que caían delicadamente sobre muebles, suelo y cuanta superficie encontraron. Cuando escuchó las campanadas de las dos salió a la calle inmaculadamente vestida en blanco. El aire, como su alma, llevaba alborotado el dulce aroma de las flores. Todavía revoloteaban inquietas las últimas campanitas violetas. Todo el suelo era un extraordinario y tupido tapete de flores que Fiamma, a su paso, levantaba juguetona con sus pies. Giró por la Vía Gloriosa y se detuvo a la entrada de la Calle de las Angustias. Pensó que era una casualidad que David viviera en aquella calle tan recorrida por ella en su niñez. Era su calle favorita y ese día parecía que los gualandayes hubieran decidido bendecir, con su dádiva floral, los tejados morunos de sus casas. Se sacó del bolsillo de su pantalón la nota que había recibido el día anterior, buscando el número de la casa. Volvió a leer: «sólo trae tus manos... y tus deseos». Se sonrió y la besó en un instintivo gesto que la sorprendió; era el número 57. Empezó a desfilar por la paleta cromática de casas, buscando entre portales el número. ¿No era por aquí donde vivía Estrella?, pensó. La respuesta al reconocer el portal de su casa fue inmediata. Preocupada, aligeró el paso; por nada quería encontrársela. Debía pasarse a la otra acera, ya que estaba en el andén de los pares y el número era impar. Treinta metros más adelante se quedó pasmada. No se lo podía creer. David Piedra vivía en aquella casa violeta que siempre le había intrigado. La que quedaba en medio de las casas rojas y azules. La que ella había bautizado como extraña flor oriental. La única casa violeta que había visto en Garmendia del Viento. Se detuvo frente a la vieja puerta de madera y cogió una pesada y oxidada aldaba de bronce cuya forma correspondía a una sirena de brazos largos, pelo ondulante y cola retorcida. La sal y el continuo manoseo del tiempo la habían embellecido. Fiamma pensó que era una pieza que bien podría estar en el museo marítimo. Golpeó, y la puerta cedió, pues en verdad sólo estaba ajustada. Sintió mariposas en su estómago. Llevaba tanto sin sentirlas que había pensado que se le habían escapado del cuerpo hacía tiempo, víctimas de la sequía de amor que llevaba viviendo desde hacía años. Se alegró de volver a vivir ese delicioso subibaja.
Atravesó la entrada, asombrada de lo que estaba viendo. En el centro de la casa una fuente árabe presidía el patio rodeado de arcadas por donde asomaban infinidad de esculturas a cual más, más preciosa. La paloma
Passionata
, que se sacudía de un chapuzón en la fuente, salió volando a recibirla y se le posó en el hombro. Fiamma empezó a buscar a David con sus ojos hasta descubrirlo arriba, asomado al balcón interior. Desde que había entrado estaba observándola. Iba vestido de blanco, y sus desordenados cabellos castaños brillaban con la luz del sol. Bajó despacio a saludarla con su sonrisa más abierta, y sus ojos color aceituna se extasiaron de gozo. Estaba bellísima, le dijo. La tomó de las manos y la condujo a una de las arcadas del patio. Allí lo tenía todo previsto. Había pastado un bloque de arcilla la noche anterior. Sacó un delantal que a ella le iba enorme y le ayudó a ponérselo, levantándole sus cabellos que exhalaron ese penetrante aroma a azahares que él, al igual que Martín, había bautizado como «perfume a Fiamma». Sentirla tan cerca y por primera vez en su casa le había alterado. A ella le había pasado lo mismo. Se sentía turbada en ese nuevo escenario, intimidada por la intimidad de David. No sabía si podría concentrarse; ese hombre tenía un algo que a ella le atraía con una fuerza extraña.
David, tratando de poner normalidad a la clase, le dijo que lo primero que harían sería una gran pirámide de arcilla; tenía que familiarizarse con la materia. Le hizo sacar el único anillo que llevaba, su alianza de casada, se puso detrás de ella y la tomó de las muñecas. La espalda de Fiamma recibió con una descarga eléctrica la cercanía del cálido cuerpo de David, quien tampoco pudo evitar pegarse a ella. La sentía temblar. Sin soltarla, le fue llevando delicada y lentamente sus manos hasta el barro y, de repente, con la fuerza de un solo gesto, se las hundió en la masa de fango húmedo. Las cuatro manos se quedaron inmóviles, atrapadas y embarradas, mientras sus cuerpos por primera vez se celebraban, en un quieto silencio, el jugoso placer de saberse vivos.
Cántate canticum novum...
Cántate anima mea...
Exsultet terra...
Celébrate, aclámate
quia bonus est.
Ese sábado, Agualinda era un paraíso perdido que esperaba ansioso ungirse de enamorados. Los corazones de Estrella y
Ángel
, reventados en aleteos de alegría y gozo, acompañaban los fastuosos remolinos de arrugados tafetanes y tules que vestían y desvestían sus ardientes playas en apasionada y armónica danza. Cuando el coche alcanzó la última curva y pudieron divisar la cristalina extensión azul turquesa, que se les ofrecía como virginal cortesana voluptuosa, el temor a ser vistos desapareció. Salvo dos pelícanos, que pellizcaban el mar tratando de robar algún pez volador, la playa estaba completamente desierta. Aún permanecía en el ambiente el fuerte olor a pescado que desprendían los alientos dormidos de las cansadas redes amontonadas sobre la arena blanca.
Para Estrella y
Ángel
, ventilar su amor a plena luz del día era un acontecimiento fresco y gratificante, pues últimamente llevaban una rutina de amantes de encierros que les había ido limitando el sentimiento a la cama, y aunque los dos disfrutaban como locos de esas euforias camísticas, el obligado confinamiento a esas cuatro paredes les había creado un hambre endémica de exterior que necesitaba urgentemente ser saciada. Por eso, se lanzaron hambrientos a comerse el día sin medir sus modales. Se desnudaron con impaciencia y corrieron a engullirse el suculento banquete de mar que esperaba por ellos.
Estrella desconocía la impresionante belleza de aquel lugar, una playa que
Ángel
había descubierto con su madre cuando era niño. Estaba perdida detrás de una montaña, y la carretera sin asfaltar, llena de baches y agujeros, la hacía de muy difícil acceso. Esa era una de las razones por la que Agualinda se conservaba intacta; además, los nativos de la zona amaban y cuidaban con esmero ese trecho de mar, ya que de él provenía todo su sustento. Hacía muchos años, un pescador le había contado que en Agualinda existían Nereidas, las ninfas del mar que, en las madrugadas de luna llena, aparecían ante los ojos de los pescadores. Acostumbraban viajar por los océanos cabalgando en caballitos de mar o delfines, y casi siempre llevaban coronadas sus cabezas por hermosos tocados de coral de los que saltaban vivarachos pececitos de colores. El pequeño
Ángel
nunca pudo verlas, pues por más que madrugaba, cuando llegaba corriendo a la playa el sol ya le había ganado la carrera; pero siempre estuvo seguro de que existían porque cada mañana, cuando se metía al mar, les dejaba pequeños presentes, flores o conchas, que al día siguiente habían desaparecido.
Ahora, después de casi cuarenta años, había vuelto a uno de sus rincones predilectos, enamorado, feliz y tan ilusionado como cuando era niño. Con unas ganas enormes de enseñarle a Estrella lo más bello de ese mar. Fue su tardía euforia infantil quien cubrió los ojos de Estrella con las manos, conduciéndola al lugar perfecto donde empezaba el más maravilloso espectáculo marino jamás visto. Allí le liberó la mirada. A través de las límpidas aguas, un universo de colores brillantes se movía vital. Cientos de peces ataviados con preciosas sedas multicolores desfilaban triunfales ante sus ojos por pasarelas de minúsculos arrecifes de corales. Los rayos del sol filtrados por el agua actuaban como verdaderos focos de presentación. Decenas de caballitos de mar habían salido a su encuentro, saludándoles con la cola en una coreografía perfecta. Se sumergieron para romper a nado suave los bancos de peces rosas que, como pétalos sincronizados, caían sobre sus pieles cubriendo su desnudez; parecía como si todos los peces les besaran los cuerpos a su paso. Todo estaba igual. Todavía existían aquellas especies que tanto le habían seducido cuando niño y aquellas a las que él más había temido, no porque fueran peligrosas sino porque sus bagreadas caras habían asustado su temor infantil.
Mientras nadaban,
Ángel
vislumbró el pequeño fósil de una estrella de mar y nadó hasta el fondo para capturarlo y regalárselo a Estrella que, desde que se había sumergido, había entrado en una especie de trance acuático. Se sentía perteneciente a ese reino, princesa del mar, como una de las Nereidas de la leyenda.
Cuando finalmente se cansaron de tanta belleza vista, cayeron tendidos en la playa a cansarse de otra belleza: la de revolcarse en arena y besos. Cuando se cansaron de exfoliarse el cuerpo y los granos de arena se les habían metido hasta en el alma, corrieron a cansarse haciendo el amor entre las aguas. Cuando se cansaron de tantas acrobacias náuticas, de nadarse de amor, de subirse y bajarse en las olas de organzas y de orgasmos, se quedaron dormidos entre el canto de los pájaros mochileros, que empezaron a llegar cargados con los últimos estratocúmulos pintados de rojo que habían quedado despistados en el cielo. El horizonte había empezado a vestirse de largo noche, preparándose para una luna de sal que prometía desbordarse en su llenura.
Mientras tanto, en el número 57 de la Calle de las Angustias, además de soplar flores violetas empezaban a soplar huracanados vientos enamorados. Después de haber intentado torpemente amasar la pieza de barro mojado que tenían en sus manos, mientras sus cuerpos les pedían a gritos embarrarse de caricias, David y Fiamma habían terminado voraces esculpiéndose las ganas en sus turgentes carnes. Embadurnándose el alma de húmedos deseos. Al sentir en su espalda el cuerpo quemante de David, Fiamma había perdido el último aliento de cordura que la hubiera mantenido ajena a esa arrebatadora pasión; ahora era tarde. En las manos del escultor su cuerpo era una masa que se iba derritiendo como cera de vela. Entre tantas ebulliciones, terminaron los dos licuados, encharcados de arrebatos en el suelo. Allí, entre barro líquido y hambrientos giros, se fueron arrancando los linos hasta quedar desnudos, untados y teñidos de tierra roja y de pasión hasta los huesos.
Con el barro mojado, el cuerpo de Fiamma resbalaba fluido por el pecho, la cintura y el vientre de David. Su pubis entreabierto iba amasando suavemente todos los rincones de su recién nacido amante. Sus esferas lácteas se brindaban jugosas a los sedientos labios del solitario escultor, quien con sus manos expertas le iba esculpiendo caricias desconocidas de una sensualidad insospechada. David conocía de memoria ese cuerpo; durante 25 años lo había ido modelando, tallando, cincelando. Era un cuerpo que su imaginación había creado y con el que siempre había soñado, sin saber que en realidad existía. Ya había perdido la esperanza de encontrar su sueño en la tierra. Por eso se había ido llenando de frías esculturas que le habían convertido en un artista consumado. Era ese anhelo, ese vacío de mujer, quien había terminado por llenarle su vida artística. Ahora tenía en sus manos su sueño; podía amasarlo, besarlo, abrazarlo; fundirse en él; enloquecerse de dicha. ¿Cuántas noches había pasado su mano por esas esculturas de piedra? ¿Cuántas veces había pedido al cielo que, aunque sólo fuera por una noche, una de sus esculturas cobrara vida?