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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (22 page)

BOOK: De los amores negados
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A sus cincuenta años, por fin estaba paladeando el amor. Era un amor que pertenecía al mundo del arte. Contenía toda la belleza que él necesitaba. Era sensible y delicado, cargado de feminidad; sutil, ligero y volátil como pluma. Virgen como piedra de jaspe por pulir, pues adivinaba en los largos suspiros de ella que nunca nadie le había tocado su cuerpo de la forma que él lo hacía.

Por eso, esa tarde tomó el cuerpo de Fiamma como si fuese materia nueva para que sus manos «cincelaran» con maestría una nueva mujer. No quedó ni un solo centímetro de piel sin ser recreado. Sus dedos se convirtieron en hábiles instrumentos, multiplicadores de gemidos. Se detuvo en cada seno para esculpir despacio, sobre sus areolas, los pétalos cerrados de un botón de rosa contenido a punto de nacer.

La fue «haciendo» sin prisas; era una obra de incalculable valor la que en esos momentos iba emergiendo de sus manos. Como buen escultor, cuando creía que ya había trabajado en exceso una zona de la «escultura», pasaba a explorar otra nueva. Se sumergió en el rostro intacto de su amada y, con su lengua como cincel, le fue creando las órbitas de sus ojos; marcó cejas, ojos, pestañas, los perfiles de la nariz, descendió por uno de los pómulos hasta llegar al lóbulo de la oreja; entonces se detuvo y, con lenta y delicada maestría, le fue tallando en suaves y rítmicos lamidos una nueva y delicada oreja.

Con el paso de David por su cuerpo a Fiamma le volvía a resucitar la piel. Era como si regresara de un obligado letargo. Como si hubiera estado dormida y muerta durante años y ahora volviera a nacer. Cada poro de su cuerpo celebraba abierto su retorno a la vida de los sentidos. Fiamma se entregó, con avidez de niña, al juego de ser figura de estatua viva, hechizada por las manos del inventor de magias de alabastro. David la exploraba con hambre lenta; quería observarla, lamerla despacio, no sólo con su lengua, sino también con sus ojos. Era una opulencia visual tener cada pliegue de su cuerpo para sí. Observar la mariposa abierta de su pubis, sus delicadas alas; recrearse en la perfección de su más íntima estancia. Esto era diferente de la piedra, pensó David. El cuerpo de Fiamma respondía a sus caricias con vehemente vitalidad y no con la helada frialdad del mármol. Cuando David sació su sed de carne viva y Fiamma su hambruna de piel tocada, empezaron a amarse acompasados. Fiamma lo cabalgó como al caballo etrusco de su sueño mientras David, con su cincel de sexo, acabó por tallarle las entrañas.

Así se les fueron escurriendo las embarradas horas, goteando sudores escarlatas y jadeos; escuchando el suave gorgojeo de la fuente entre los aleteos locos de
Passionata,
la paloma roja que no paraba de sobrevolar en círculos sobre sus cuerpos, y el atardecer ebrio de vino tinto derramado sobre el cielo.

No supieron cuándo se les hizo de noche ni tampoco les importó. Corrieron, saturados de esculpirse, a lavarse de tanto barro seco. Se metieron bajo la ducha a recuperar el color de sus pieles, perdido entre los lodos de su amor naciente. Plenos en la certeza de haberse fundido en uno. Ahora ya no eran amigos del alma. Acababan de convertirse en amigos enteros, de cuerpo y alma.

En el agua continuaron arrancándose besos que les iban naciendo a medida que se los iban bebiendo; deshidratados de amor; secos de tocarse y sentirse y sin poder parar. Estaban invadidos de deseo insaciable. Terminaron de nuevo en el suelo, esta vez el de la bañera, y con el grifo abierto empapándoles inmisericorde volvieron a agitarse la sangre y los anhelos de cabalgarse; acabaron desbordando las aguas, que resultaron vertidas por el mosaico ajedrezado azul violeta. Allí quedaron, esparcidos en charcos, suspiros, palabras, abrazos, bocas, jadeos y silencios llenos.

Rendidos se vistieron de luna, que esa noche se colaba intrusa por los rincones de la casa pintándolos de plata. David, un enamorado del cielo nocturno, había levantado todos los techos de su casa, y en su lugar había hecho colocar unos impresionantes cristales traslúcidos por los que desfilaban cada noche la Vía Láctea, constelaciones, cometas y todas las lunas del año. No quería perderse por nada el fastuoso espectáculo del manto celeste. Su habitación era un extraordinario observatorio astrológico. Se tendieron en la cama, y abrazados en el silencio majestuoso del amor observaron la danza de la luna hechicera, que jugaba a esconderse entre las nubes. Por un instante, el recuerdo de Martín emborronó la alegría de Fiamma. La luna le había traído su imagen. Esa noche hubiera querido regalarle a David la luna llena, pero hacía años ya la había regalado. Ahora pertenecía a su esposo.

¡Dios mío!, recordó de golpe. Estaba casada. La mano de David, ajena a su pensar, acarició su rostro; entonces, así como había venido el recuerdo se fue. Sólo le quedaron las ganas de querer quedarse entre la cama y el cielo, acurrucada en los abrazos de David.

Más tarde, cuando la estancia se había sumergido en el nocturno silencio, se levantó despacio para no despertar el rendido cansancio de David, y de puntillas bajó despacio las escaleras, buscando su bolso para llamar desde su móvil a Martín. Tratando de alcanzarlo, estuvo a punto de resbalar en los enlodados mosaicos del escenario de su amor. Encontró su anillo de casada, y decidió guardarlo mientras marcaba el número del teléfono de su marido. No hubo ni siquiera un timbre. Salió su contestador diciendo que el abonado estaba fuera de cobertura. Decidió dejarle un escueto mensaje que aludía a la imposibilidad de dormir esa noche en casa, pues su paciente se encontraba fatal. Acababa con un «lo siento» y un «buenas noches» que ocultaban la sobredosis de culpabilidad recién bebida, pues en el fondo se había alegrado inmensamente de que no le hubiera salido la voz de su marido. Temía que se le notara la mentira. Siempre había odiado el engaño.

Ángel
se despertó al escuchar en el agua un sutil chapoteo. La salada luna bañaba su cuerpo y el de Estrella y se extendía sobre el mar voluptuosa, creando un infinito y sereno espejo. Se había hecho de noche y ellos seguían allí, rendidos y semidesnudos, tendidos sobre la arena de Agualinda. Cogió una toalla y, delicadamente, cubrió el cuerpo desmadejado y soñoliento de su amante que dormía plácida. Se incorporó tratando de localizar el punto de donde provenía el ruido. Entonces, casi perdió la respiración al descubrir entre las quietas aguas un azulado delfín montado por una pequeña niña de cabellos dorados y corona de corales. La imagen era tan nítida y hermosa que a
Ángel
estuvieron a punto de escurrírsele las lágrimas de gozo. Era una ninfa la que jugaba risueña entre las olas quietas. Por fin sabía que existían. Trató de despertar a Estrella haciendo el mínimo ruido posible; no quería que la ninfa notara su presencia, pero por más que sacudía su cuerpo, ella continuaba dormida; estaba atrapada en un profundo sueño.
Ángel
desistió y se dedicó a observar. Se quedó extasiado presenciando la escena; escuchando las risas cantarinas de la niña, que besaba al delfín abrazada a su cuello. Fueron unos pocos segundos gloriosos. Quiso correr y meterse en el mar para jugar con ella; le acababa de resucitar aquel niño que había dejado de soñar hacía cuarenta años y que ahora le empujaba a reír y a empaparse en travesuras.

Inconsciente de lo que hacía corrió a sumergirse en el mar, pero de repente, al contacto con el agua, todo lo que estaba viviendo desapareció. No sabía si la ninfa le había descubierto y había desaparecido o si lo que había visto se lo había soñado. Todo seguía idéntico; menos la niña, el escenario estaba intacto. Volvió a mirar al sitio donde antes había visto emerger a la pequeña princesa del mar, y descubrió en el agua unos pequeños círculos que se ampliaban hasta llegar a la orilla. Había sido verdad, se dijo; la había visto.

Se sacudió la alegría de encima; tenía que pensar. Volvió a la realidad. Debía avisar a Fiamma que esa noche no llegaría a dormir a casa. Buscó su móvil y se dio cuenta que no tenía cobertura; no podía hacer nada.

Él, que era muy previsor, había hecho una reserva la noche anterior en el pequeño y acogedor hotel que quedaba detrás de la montaña. Estaba deseoso de sacarse toda la sal que llevaba encima.

Despertó con un tierno beso a Estrella y se vistieron ayudados por la luz de la luna. Estaban agotados y hambrientos. Se pusieron en marcha, desganados de dejar tanta belleza solitaria y ganosos de pasar toda la noche juntos y revueltos. Al llegar al albergue «Las Albricias» les salió al encuentro el encargado; el hotel pertenecía a una pareja de homosexuales y estaba decorado con un gusto exquisito. Parecía como si de repente se hubieran sumergido en un cuadro de Van Gogh; había girasoles colgados en las paredes y florecidos en todos los jarrones; pintados en las cortinas y tirados en las baldosas. El hotelito era la casa donde esta magnífica pareja compartía su vida. Los dos parecían pintores de alegrías, pues todo lo que había en el lugar alegraba los ojos.
Ángel
y Estrella se sintieron cómodos desde que llegaron. Fuera de los dueños no había ni un alma en el hotel. Subieron a la habitación y lo primero que hizo
Ángel
fue conectar su móvil. Allí sí funcionaba. Entonces se encontró con el mensaje de su mujer. Decidió llamarla, sabiendo que ella solía desconectar el teléfono, cuando estaba haciendo algo importante. Marcó el número y esperó; efectivamente, su móvil estaba apagado. Le dejó otro mensaje y exhaló un profundo respiro de alivio. Tendría la noche entera para descansar a pierna suelta, enredado entre las piernas de Estrella.

A la mañana siguiente amanecieron hambrientos. Salvo sus cuerpos, no habían probado ningún otro bocado. Engulleron con voracidad cuanto manjar encontraron en la mesa del desayuno. Se atiborraron de mangos, pitahayas, chirimoyas, pomarrosas y arepas de huevo. Bebieron un consomé de barbudo que les resucitó y dejó listos para empezar el día. Querían hacer una excursión por los pueblecitos aledaños.

Una vez abandonaron el hotel se metieron por entre las torturadas carreteras. En el camino se encontraron carros tirados por bueyes, cargados de cocos de agua; pescadores llevando a pie limpio la carga pescada en la mañana para ser vendida en el mercado próximo; familias enteras de mulatos vestidos con traje dominguero, con sus hijitas en holanes almidonados, peinadas con trencitas rematadas por lazos multicolores, caminando de prisa por la orilla de la carretera para asistir a misa de doce en la iglesia más próxima.

Llegando al municipio de Cienagabella una bulla festiva les sorprendió. Músicos callejeros con sus acordeones interpretaban la canción que contaba la historia del caimán que se comió a Tomasita. Había danzas típicas y contadores de cuentos de caimanes rodeados de niños con ganas de escuchar. Las calles estaban de fiesta, adornadas de lado a lado con guirnaldas vivaracheras. Una gran pancarta con el dibujo de un sonriente caimán rezaba: «Cienagabella les da su bienvenida al Festival del caimán cienaguero.» Aparcaron donde pudieron y se bajaron. No esperaban encontrarse con tal ambiente; Estrella estaba maravillada. Se abrazaron y pasearon por todas las casetas ambulantes, montadas especialmente para el festival. Allí descubrieron por primera vez que existía un concurso de caimanes infantiles. Entraron en la feria fascinados por los cientos de pequeños anfibios, todos engalanados para el concurso. Algunos, con sombreros costeños atados a sus cabezas; otros, con pañuelos tricolores ligados al cuello; muchos con escapularios colgados de la Virgen de Las Aguas; todos con ganas de llevarse el premio de los cinco millones de pesos libres de impuestos.

Estrella y
Ángel
aprovechaban el desordenado barullo y el desconocido público para demostrarse ante los ojos de todos, con carantoñas y arrumacos de adolescentes enamorados, que se amaban. Iban buscando un buen sitio para observar la carrera que estaba a punto de empezar. En el recinto se respiraba un espeso olor a sudor, lagartos y aguardiente. Los dueños de los pequeños reptiles lanzaban vítores de triunfo a sus mascotas, llamándoles por su nombre. Se podían escuchar vivas a Wálter, Tarzán, Sherlock, Margarito, Emeterio, Ladidí, Whillington, los caimancitos primíparas que parecían ignorar a sus amos, presas del pánico precarrera. En el polvoriento recinto, con carriles pintados en el suelo y una cinta amarilla, azul y roja aguardando en la meta, el ambiente estaba caldeado.

Ángel
y Estrella se colocaron muy cerca de la meta, a un lado del cordón que separaba a la gente de los caimanes participantes. A la orden de preparados, listos, ¡YAAAAA!, los lagartos empezaron a correr arrastrándose por el suelo. El caimán Margarito fue tomando distancia de los demás, observando fijamente a Estrella. Las patas le iban a toda velocidad. De pronto, al pasar por delante de ellos y cuando le faltaba muy poco para llegar a la meta, Margarito dio un tremendo frenazo y se paró sobre sus patas traseras, justo delante de Estrella, hinchando los músculos de sus extremidades delanteras, como queriendo hacerle una demostración de poderío y fuerza masculina; entonces le lanzó un beso soplado y, guiñándole un ojo, continuó. Acababa de brindarle la carrera. Llegó por los pelos a la meta, y corriendo parado en sus dos patas se llevó en el pecho la cinta nacional que le acreditaba como CAIMÁN DEL AÑO. Los lugareños quedaron obnubilados con el espectáculo. Nunca antes habían visto a un caimán actuar de esa manera. Empezaron a mirar a Estrella y
Ángel
, únicos turistas que había entre el público, como si fueran dioses; como si el gesto del pequeño lagarto estuviera profetizando algún tipo de augurio desconocido; una especie de señal divina que les vaticinara una futura dicha o desgracia, algo incapaz de ser entendido por los ingenuos aldeanos pero, de todas maneras, un clarividente signo para ser tenido en cuenta. Así se lo dijo el alcalde del pueblo antes de llamarlos a la tarima y comunicarles que el pueblo, por unanimidad, había decidido agraciarles con el escapulario de la Virgen de Las Aguas, bendecido por el párroco antes de iniciarse la competición, y que Margarito había llevado puesto durante la carrera.

Estrella y
Ángel
, desconcertados pero muy contentos, terminaron por seguirles la corriente y acabaron subidos en el estrado con el caimancito ganador, el dueño del caimancito ganador, el alcalde y el párroco, mientras todo el pueblo les aplaudía dando vivas a Cienagabella y su festival.

El siguiente viernes, el diario La Verdad dedicaría todo su suplemento cultural a ensalzar los festivales provincianos, elogiando sus leyendas y fiestas autóctonas como patrimonio inequívoco de singularidad; instando al lector a vivir más su tierra; haciendo una clara reseña al festival de Cienagabella, donde aparte de la historia de Tomasita, ahora acababa de nacer otra leyenda: la de los dos dioses turistas que, con su mirada, hipnotizaron un caimán para que ganara una carrera caminando en dos patas.

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