Al leer el titular Fiamma se quedó boquiabierta. «Las mujeres de David Piedra: TURBADORAS.»
Pensó para sus adentros en el ridículo que había hecho. Había estado hablando toda la noche con el artista, atribuyéndole su obra a una mujer. Se sintió torpe e ignorante. ¡Cuánto habría disfrutado David Piedra con su equívoco!, pensó. Trató de recordar las cosas que habían hablado, y se encontró de pronto nadando en su monólogo. Lo poco que él le había dicho hacía referencia al punto de vista de un artista. Ahora caía en cuenta de los comentarios que había hecho sobre las sombras proyectadas en el suelo, la escalada a la luna por la torre del reloj que ella había disfrutado como niña chiquita y el gran agujero en la muralla, donde la había llevado a ver sus reflejos. La sensibilidad que ella había atribuido directamente a «la» escultora pertenecía a ese hombre enigmático. ¿Cómo no se había dado cuenta? Tantos años estudiando comportamientos ajenos, repasando libros de sicología, analizando a los seres humanos, dando consejos, para venir a comprobar que a la hora de la verdad, cuando los había tratado de aplicar a ella, el resultado había sido nefasto. Nada de lo que sabía le había ayudado nunca a resolver ningún problema propio; por eso no dejaba de maravillarse de lo bien que le iba a todas sus pacientes.
Volvió a quedarse con el recorte del diario y antes de marchar le dio un beso a Martín mientras su orgullo se tragaba las ganas de preguntarle por qué había llegado tan de madrugada. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta para irse escuchó la voz de su marido contándole una mentira: había tenido que estarse hasta las tantas de la noche resolviendo un problema de máquinas. No le había avisado para no despertarla. Cerró la puerta tranquila. En el fondo esperaba que él le dijera algo. La mentira le servía para cubrir el agujero de su incertidumbre. Era el parche que retenía el poco oxígeno que le quedaba a su matrimonio.
Esa mañana decidió que haría otro recorrido para ir a la consulta. Aunque tuviera que desviarse un poco volvería a hacer el camino que había hecho con David Piedra la noche anterior. Llegó a las murallas y se detuvo en una de las ventanas abiertas al mar. Respiró hondo la brisa temprana que soplaba por el orificio de la imponente pared. Entonces recordó las tardes de su infancia, cuando se escapaba de casa para soñar despierta que era artista. Le gustaba investigar texturas, manoseándolo todo. Acostumbraba sentarse a la orilla del mar y hacer esculturas efímeras con la arena blanda. Luego observaba atenta cómo el relamer de las olas terminaba desgastando bellamente su obra, que cedía ante tanto lametazo de sal, acabando derretida entre la espuma. En las vacaciones, cuando viajaba donde sus primos a la finca que quedaba en pleno corazón cafetero, se pasaba horas recogiendo troncos viejos, hojas de plátano secas, tallos donde adivinaba formas de cabezas o cuerpos. Al regresar a casa, después de dos meses de exploraciones y excursiones, llegaba felizmente cargada de desechos naturales. Pero todo su trabajo acababa siempre en la basura, después de grandes discusiones con su madre por el desorden acumulado, pues las formas que Fiamma había adivinado con sus ojos de artista sólo eran vistas por ella. Nadie entendía por qué defendía tanto «esas cuatro ramas», como despectivamente le llamaba su madre a esas maravillas de la naturaleza. El calor de la mañana le evaporó el recuerdo.
Volvió a pasar su mano por la rugosa textura de la piedra para sentir su alma dura; ¡cuánto había soñado trabajar la materia a golpes de martillo y cincel! Cerró los ojos para hundirse de nuevo en añoranzas. Le fascinaba tocar. Era un gesto juvenil, que acabó clausurando cuando decidió que lo de estudiar bellas artes era una equivocación, pues su infancia ya la había marcado en una profesión más de entrega a los demás. Tratando de hacer feliz a su madre, escuchándole sus penas, los más íntimos anhelos de Fiamma habían quedado guardados en sus diarios. Aquellas páginas escritas revelaban la realidad de sus verdaderos sueños. Ahora, no sabía por qué, el resorte de su pasado había saltado con anhelos viejos que la hicieron pensar en lo mayor que se estaba haciendo. Le estaban llegando añoranzas. Como las de los viejos, pensó. Lo que acababa de pensar le dio risa. Ella, vieja. Pero la risa se le convirtió en pena. Se le estaba yendo la vida en otros. Por primera vez tomó conciencia de lo poco que se había escuchado a sí misma.
En la consulta se encontró a una Estrella saltando de gozo. No cabía en sí de dicha. La hizo pasar, deseosa de conocer los pormenores del encuentro. Estrella, que en eso de contar sus intimidades cuando todo le salía bien no tenía reparos, la puso al día describiendo con lujo de detalles las escenas de amor. No dejó fuera de la narración ningún jadeo, fuera propio o ajeno. Le comentó lo bien que le habían ido todos sus consejos. Lo de la música, los masajes y el amor al aire libre entre
Ángel
es, velas, verdes y estrellas. Por primera vez ella había sentido lo que era amar. Su piel se había recreado en la materia. Mientras Estrella describía lo vivido, Fiamma notó cómo su cuerpo se estremecía de envidia y ganas. Su mente empezó a fantasear imaginando noches de lujuria amorosa; así que, aprovechando su posición de «instructora de vuelos», le enseñó a Estrella el arte de la contención del deseo para alcanzar goces superiores. La fue llevando por caminos que ella como mujer había anhelado disfrutar con su marido, pero que nunca se había atrevido a experimentar por miedo a que él fuera a pensar mal de ella.
Le sugirió que, antes de hacer el amor, meditaran desnudos uno frente al otro para alcanzar una unión más íntima que partiera más del espíritu. Le dejó a leer el libro El goce de amar, un clásico sexual que Estrella ni corta ni perezosa recibió con alegría. Ya tenía más elementos con los que enamorar a su
Ángel
. Le habló de arte y música. Se recreó en la obra de Mozart, uno de sus compositores favoritos. Le estuvo explicando de qué manera la música influía en los estados de ánimo. La importancia de los sonidos agudos para capturar energía y de los graves para obtener paz. Le reveló que en la obra de este músico se encontraban las notas más agudas de la historia musical. Era su propia euforia, transformada en notas magistrales, la que levantaba alegrías por donde quiera que sonara. Estrella no paró de escuchar con atención de alumna sobresaliente las palabras de su «profesora», y después de grabar íntegros todos sus consejos partió gustosa y feliz, envuelta en un aire de mujer segura y plena, pues entre más se llenaba de Fiamma más confianza en sí misma adquiría.
Después de Estrella, a Fiamma le tocó atender el caso de la pirómana Concepción Cienfuegos, una mujer elegante y distinguida de la más alta sociedad garmendia, autora de uno de los incendios más terribles en la historia de la ciudad. Una noche de acampada y alerta de tifón, cuando era adolescente, había prendido fuego a un árbol seco. Con el brutal ventarrón, el fuego se había propagado en segundos extendiéndose hasta las colinas. Las montañas habían ardido una semana consumiendo hectáreas enteras de bosque; las autoridades nunca habían podido dar con el culpable. Con los años, el matrimonio y un tratamiento largo, Concepción Cienfuegos se había recuperado de su enfermedad. Ahora, en la madurez volvía a reincidir. Se sentía excitada, combustionando estrategias inverosímiles que satisficieran sus irreprimibles impulsos. Buscando lugares insólitos donde poner su llama. En su bolso llevaba tal arsenal de encendedores y fósforos que habría podido abastecer a todos los fumadores empedernidos de la ciudad.
Era la mujer del presidente honorífico del gremio de bomberos de !a ciudad y su marido ignoraba por completo su problema. Le aterrorizaba ser descubierta. La última vez que había estado en la consulta de Fiamma, cuando esperaba ser atendida, no había podido reprimir más su deseo de ver arder algo, y mientras la gorda secretaria chismorreaba por teléfono Concepción se había colado por debajo de su escritorio y había prendido fuego a su falda; la pobre secretaria había terminado dando alaridos desesperados, corriendo al baño a sofocar el fuego de su amplia falda en llamas a punta de ducha viva. Después, chamuscada y destilando agua, había abandonado el puesto sin despedirse, aduciendo que no podía más de locas encopetadas con cara de santas. Ahora Fiamma, con ciertos recelos, volvía a atender a Concepción. Procuraba no hacerla esperar para evitar que se pusiera nerviosa, retirando cualquier cosa que pudiera excitarla; velas, inciensos, lámparas de aceite perfumado, todo acababa escondido en un armario. Cuando Concepción Cienfuegos atravesaba la entrada, la consulta ya había sido desmantelada al completo. Para Fiamma, y desde la perspectiva del psicoanálisis, el problema de esta mujer podía residir en su nula satisfacción sexual. Ella veía en el fuego el símbolo de su sexualidad. El calor que creaban sus incendios era el equivalente a su excitación. Su piromanía se le había disparado en la madurez, cuando su marido había abandonado toda actividad carnal para dedicarse de lleno a la navegación. La había cambiado por un barco, le había llegado a confesar a Fiamma entre sollozos. Ahora se trataba de dirigirle sus fuegos en otra dirección. De aplicar tal vez una técnica de reconducción conductual. Para Fiamma este caso era muy difícil, pues no conocía de ningún pirómano que no hubiera reincidido; era pues todo un reto en su carrera.
A Fiamma se le fueron yendo las horas entre historias diversas y un pensamiento único: quería volver a la sala de exposiciones. Esperaba encontrarse con David Piedra y ofrecerle disculpas por su torpeza e ignorancia. Pero esa era la excusa que ella se había inventado a sí misma para volver a verlo, pues aunque no lo reconociera se sentía tremendamente atraída por ese hombre. Ignoraba que lo que más le imanaba de él no era él en sí mismo, sino el reflejo del sueño de ella, que veía plenamente realizado en aquel hombre. Él era escultor, artista; algo que ella había deseado con todo su corazón cuando aún sus anhelos estaban vírgenes, limpios de sugestiones y críticas. Admiraba la sensibilidad de David Piedra, que en realidad era la proyección de su más íntima sensibilidad. En definitiva le gustaba de él lo que ella tenía, pero que hacía años había dejado olvidado en el cajón de sueños frustrados de juventud.
Ese día llegaría más tarde. Le había dejado a Martín un mensaje en el contestador del móvil. Antes de salir de su despacho se miró en el espejo, un gesto que hacía mucho tiempo no hacía, pues nunca le había importado verse bonita o fea. Claro que, aunque no se arreglara demasiado, Fiamma tenía un frescor juvenil que mantenía a pesar del cansancio y de los años. Su piel era blanca y sus mejillas poseían un suave rubor natural. Nunca nadie hubiera dicho que tenía la edad que tenía. A veces se envejecía a propósito, poniéndose gafas y haciéndose algún improvisado moño, sobre todo cuando tenía alguna paciente mayor; buscando que ésta la sintiera más próxima a sus problemas, aunque sólo fuera en edad y seriedad.
Se soltó el cabello y sus rizos negros cayeron en cascadas sobre su camisa blanca. De día le fascinaba vestirse de blanco; decía que era el único color que poseía todos los colores del arco iris; el color que mejor reflejaba la luz del sol. Su armario estaba lleno de camisas de lino inmaculado, todas iguales.
Salió a la calle. La ciudad le olía a azahares; en verdad, era su incipiente ilusión la que exhalaba ese perfume de naranjo florecido. Se detuvo frente a la tienda de ropa interior donde hacía muchos días Estrella había realizado algunas compras, y se extrañó de verse reflejada en el cristal, contemplando interesada un tipo de lencería inusual en ella. Siguió avanzando, sonriendo a quienes se encontraba a su paso. Dobló por el Callejón de la Media Luna y se detuvo en la acera de enfrente de la galería donde exponía David Piedra, tomando una revista de uno de los quioscos de prensa, haciéndose la que leía para disimular. Entonces le vio moverse dentro. Daba indicaciones a un obrero para que trasladara de sitio una pesada escultura de alabastro. Al darse cuenta que el escultor no salía, decidió esperar en un pequeño café, donde continuaría espiándole, pero más cómodamente.
Después de casi una hora y muchos cafés observó que éste abandonaba la tienda, despidiéndose de alguien con la mano mientras cruzaba la calle en dirección a ella. Pero él no la había visto; simplemente quería tomarse algo enfrente. La terraza donde Fiamma había decidido sentarse era uno de los sitios que él solía frecuentar.
Fiamma se levantó de golpe y empezó a andar, justo para tropezar con él, y con gesto de sorpresa estudiadísimo le saludó. Para David el encuentro era más de lo que hubiera podido pedir. La invitó a sentarse a una de las mesas que ella acababa de abandonar, y con un ademán le sugirió que pidiera al camarero que esperaba a tomar el pedido; a Fiamma no se le ocurrió otra cosa que ordenar otro café, pensando para sus adentros que con tanta cafeína en el cuerpo esa noche no pegaría el ojo; el encuentro la tenía aturdida. David pidió un té a la menta, recalcando que lo quería «como siempre». El muchacho apareció después con una humeante tetera de plata marroquí y unos vasitos de cristal verde pintados en arabescos de oro. A Fiamma le encantó el olor fresco de las hojas de menta y la manera peculiar en que el muchacho sirvió el té, levantando la jarra y dejando caer en el pequeño vaso un gran chorro desde lo alto sin derramar ni una gota. Después decidió por su cuenta llenar un segundo vaso. Había acertado. Fiamma abandonó rápidamente el café sin probarlo y se apuntó al té. Comenzaron a hablar entusiasmados. Ella había empezado ofreciendo disculpas por la confusión de la noche anterior. Él le había restado importancia al hecho. Poco a poco se fueron adentrando en el enriquecedor y seductor camino del arte. Ella escuchaba embelesada las historias que David Piedra, como un encantador de serpientes, le iba contando. Así, la fue introduciendo lentamente en el barro, descubriéndole ante sus ojos de artista inexperta un mundo nuevo donde manos y sentir afloraban sin parar. Le dio las primeras nociones para entender ese arte de volúmenes y gestos, enseñándole con fascinadora calma las herramientas para trabajarlo. Sobre el mantel de papel dibujó con maestría el tipo de utensilios más usados en la escultura. Le habló de la importancia de que fueran fabricados por el propio artista; le comentó de los palillos de boj, de la alaria, los vaciadores, las horquillas, un mundo tan atrayente para Fiamma que la fue preparando, dejándola como tierra blanda virgen, expectante a lo nuevo. Le dijo que el primer material que debía tocar antes de empezar a esculpir era la arcilla. La tierra era el elemento más bondadoso y dúctil para aprender, pues permitía el manoseo y la corrección de la forma tantas veces como se quisiera. La invitó a tener un día una experiencia con el barro húmedo. Le fue explicando cómo había empezado a esculpir. Le dijo que de pequeño había vivido cerca de una zona arcillosa donde, con su mejor amigo, habían creado un embarrado escondite para jugar a la guerra; allí se gastaban tardes enteras creando unas descomunales trincheras y un arsenal de pelotas de lodo que luego se lanzaban con furia infantil hasta quedar exhaustos, embadurnados de tierra, convertidos en pieles rojas. De tanto amasar bolas sus manos se fueron enamorando de la tierra. Allí supo que él había nacido para ser escultor. Luego, la soledad de hijo único hizo el resto. Sólo se sentía acompañado cuando creaba.