Ahora entendía la huida rápida de aquella noche, su sudor y su miedo. Era un hombre con principios. Con aquella carta, la imagen que Estrella tenía de él creció hasta alcanzar la dimensión de lo divino. Su corazón volvió a latir en su garganta ahogándola de espera. El día siguiente sería jueves. ¿Habría dejado la carta esa mañana?, se preguntó. Si era así, seguro que estaba en la antesala de la gloria. Acarició la caracola nacarada y releyó la carta sin fecha hasta aprenderse de memoria cada palabra, antes de guardársela entre el sujetador. Quería pegarse las palabras de
Ángel
en su pecho. El roce del papel en su seno le sonrojó el alma; así salió a la calle, con su cuerpo florecido de esperanza y ganas.
Le había resucitado el sueño. Llevaba la cabeza en alto y los pechos erguidos. Sus caderas se mecían armoniosas llevando el ritmo de una música fiestera. Era el sencillo goce de saberse amada. Todo volvió a tener sentido. Se moría de ganas de gritar a los cuatro vientos que la amaban.
Durante los días anteriores Fiamma no había parado de llamar a Estrella tratando de averiguar el porqué de su prolongada ausencia, pero no había obtenido respuesta. Un día se le ocurrió llamar a la sede de Amor sin límites; allí le dijeron que Estrella estaba en Somalia. Pensó que tal vez ese viaje intempestivo era la razón por la que no había vuelto. Fiamma solía cuidar de sus pacientes mejor que de ella misma; llevaba un riguroso control de asistencias; sabía que durante las terapias algunas llegaban a abandonar si se sentían demasiado removidas, entonces era preciso modificar el tratamiento para llegarles de otra manera. A veces perdían la confianza en su terapeuta, aunque a ella esto casi nunca le ocurría.
En su casa, la situación con Martín seguía estable. Habían camuflado sus contrariedades con un disfraz de paz casi perfecto. No habían vuelto a tocar el tema de su fracasado viaje. Vivían envueltos en cortesías y gestos parcos. Algunas noches se enredaban en caricias obligadas, más por la costumbre de sentirse los calores de sus cuerpos cubiertos por la misma manta; más por la necesidad física de tocar alguna piel en la penumbra, que movidos por el sofocante deseo del amor.
El mismo día que Estrella había leído la carta de Martín, Fiamma estaba leyendo el diario cuando una noticia llamó poderosamente su atención. Acababan de inaugurar la espectacular exposición «Mujeres desoladas». Las fotografías de unas inquietantes y estilizadas esculturas femeninas en actitudes desérticas llenaban la página. No tenía tiempo de leer la crítica, pero por lo que alcanzó a pellizcar entre los párrafos, dedujo que era muy interesante. Dejaban la exposición por las nubes. Arrancó la hoja y se la llevó a la consulta para estudiarla con más calma. Decían que la muestra expresaba como nunca el sentir más recóndito de la mujer, su vida y sentimientos. Eran esculturas que, más que cuerpos, enseñaban la solitud del alma; el abandono del espíritu. Las actitudes proyectaban el misterio de la feminidad extrema. Una delicadeza increíble. Eran figuras que parecían ingrávidas levitar en el misterio. La materia de la que estaban hechas sólo servía para comunicar lo intangible. A Fiamma le interesaba estudiarlas a fondo. Tenían que ver mucho con su trabajo. Era ver, expresado en arte, las realidades cotidianas que ella presenciaba cada día. Lo comentó con Martín mientras se despedían, y éste recordó que en su despacho tenía algunas invitaciones al cóctel de inauguración.
Al llegar a la consulta, la secretaria le informó que había recibido varias llamadas de Estrella pidiendo verla con urgencia. Ese día lo tenía complicado; sin embargo, la curiosidad hizo que apareciera milagrosamente un hueco en su agenda. La vería después de Gertrudis Añoso, aquella longeva mujer que había superado el centenar de años y seguía vivita y coleando; la única anciana en su lista de pacientes. Era una amnésica emocional con síndrome de pseudología fantástica, que cada día le llegaba con algún relato falso, nadando entre personajes irreales, fantaseando entre amantes imaginarios y fiestas extravagantes. Había tenido un episodio de dolor juvenil; un padre que la había casado a la fuerza con un déspota ricachón mientras ella se moría de amor por un pobre pintor. El trauma le había producido una amnesia que le había dejado espacios en blanco, unas lagunas mentales que ella iba rellenando con sus sueños. Cuando se producían esos episodios de fabulación su edad retrocedía al momento en que se produjo la lesión: el día más triste de su vida, en que se vistió de nieve para congelar su corazón. No tenía ningún recuerdo de su boda, salvo aquellos ojos de ónix negro brillante, encharcados en lágrimas, que la miraban entrando a la iglesia. Era su anterior novio. Después su vida afectiva se había hundido en una nebulosa inconexa. Ahora las historias que inventaba siempre tenían que ver con hombres de ojos idénticos. Ése era el único pasado que le había quedado, unos ojos derretidos de llanto.
La ternura que Fiamma sentía por esta mujer era inmensa. Siempre que podía le alargaba la hora, porque sabía que cuando llegaba el momento de partir, Gertrudis la saludaba en lugar de despedirse y empezaba a contar otro ensueño. Nunca había repetido la misma historia en los años que llevaba tratándola. Ese día la historia había sido conmovedora y a Fiamma la había ablandado más de la cuenta. Le impresionó el realismo del relato, los gestos y la interpretación de Gertrudis; la juvenil coquetería con que imaginariamente se pintaba y acicalaba. Decía que vendría a verla, desde Montparnasse, un chico malagueño de grandes ojos negros llamado Pablo Ruiz, que estaba pintando un retrato de ella. Le pidió a Fiamma que hiciera silencio y mantuvo una dulce conversación con el supuesto pintor. De pronto se sonrojó, mientras con los ojos cerrados ofrecía al aire unos labios entreabiertos, finos y cuarteados, enmarcados entre las cientos de pequeñas líneas de tiempo. Se estaba besando apasionadamente con su visión. Luego la vio desinhibirse y sacarse la camisa, hasta dejar al descubierto unos pellejos que colgaban escurridos y secos apuntando sin piedad al suelo. La agitación del pecho le confirmó a Fiamma un encuentro tan vivido que no fue capaz de cortarle la historia hasta que su respiración no se calmó del todo y no entró en esa placidez henchida de satisfacción. La ayudó a vestir con delicadeza; le acomodó el moño y repasó sus labios con el carmín que escondía en su bolso. Al salir se la entregó a su nieta, quien le preguntó a la abuela cómo había ido todo. Gertrudis ya había olvidado lo que acababa de vivir. Sólo su boca conservaba un rictus de ingenua malicia.
Fiamma se topó con Estrella en la entrada. La abrazó y condujo al diván, al tiempo que ésta se disculpaba por su intempestiva desaparición, atribuyendo su prolongada ausencia al viaje a Somalia; evitando contar su último encuentro con
Ángel
. Había ido para aprender de Fiamma muchas más cosas. Estrella la admiraba profundamente, quería ser como ella. La veía segura de sí misma y muy evolucionada interiormente. La percibía muy culta, leída y recorrida. Era sencilla y diáfana; extremadamente femenina, sin valerse de ningún efecto exterior para serlo, pues en el tiempo que llevaba asistiendo a su consulta no recordaba haberle visto una joya encima. Todo lo que brotaba de ella era natural; por eso tal vez la serenaba tanto. Sus gestos tan espontáneos, el ambiente que creaba a su alrededor, esa mezcla de esencias, luz, música y silencio de olas le fascinaban. Estrella recibía de Fiamma un sentimiento de paz y serenidad que su voz, firme y sin estridencias, confirmaba. Con ella se sentía arropada y segura. Ahora que había vuelto, todas esas impresiones la habían saludado amorosamente; para sus adentros se arrepintió de haber dejado de ir durante tantos días. Se había perdido unos instantes de crecimiento valiosísimos.
Fiamma le cogió las manos con ternura y la dejó que hablara... Siempre que alguna de sus pacientes dejaba de asistir a las terapias regresaba desubicada; Estrella no era la excepción. Aunque Fiamma se reventaba de ganas de saber qué había pasado entre ella y
Ángel
, mordiéndose la lengua se aguantó la pregunta. Recordaba que la última vez habían quedado en que Estrella averiguaría más sobre la identidad de
Ángel
, y si éste no se lanzaba a irse a la cama, sería ella quien tomaría la iniciativa. La historia había quedado suspendida en su mejor momento, pero a Fiamma le pareció que Estrella no quería retomar esa charla ni explicarle nada, así que decidió echarle una mano hablándole de sus últimos pasatiempos. Le explicó que en sus pocos ratos de soledad se había dedicado a investigar religiones, y cada día se sentía más cercana a los preceptos budistas porque los encontraba sencillos y prácticos; el camino más fluido para hallar el bienestar interior. Le habló de la importancia de creer en las propias capacidades, de amar hasta los propios errores, de entenderlos y utilizarlos para crecer. De escuchar más al corazón y descubrir las cosas que le harían feliz, sin enjuiciarlas de antemano. De actuar más en coherencia con el interior y no realizar ninguna acción por lo que pudieran valorar los demás, sino para sí misma, por el placer de hacerse feliz.
Estrella lo iba grabando todo en su cabeza, quería saber más. Mientras se lo escuchaba a Fiamma lo veía sencillo, pero cuando trataba de trasladarlo a ella le costaba ponerlo en práctica. Sabía que dependía de todos. Que desde hacía muchos años, tal vez toda la vida, vivía para ser aceptada por todo su entorno. Que se había ido haciendo a retazos, copiando actitudes y gestos encontrados hasta en programas de televisión. Iba siempre de prisa, porque para ella la prisa era un sinónimo de eficiencia. Ayudaba a los demás para parecer más buena y ser aceptada por la sociedad. Vestía trajes de chaqueta porque así vestían las directoras. Una tarde, mientras ojeaba una revista donde salían las empresarias más importantes del país, había decidido cortarse el pelo al darse cuenta que ninguna lo llevaba más abajo de las orejas. Todos esos elementos externos eran su pasaporte para agradar. Levantaba la voz mientras hablaba por teléfono cuando se daba cuenta que la estaban observando. Alargaba las conversaciones para parecer que hacía muchas cosas. Se había comprado un maletín de ejecutiva que siempre llevaba repleto de papeles en blanco, sólo por el hecho de verse más ejecutiva compulsiva. En su temor a ser aceptada radicaba la esencia de su soledad crónica. Ahora empezaba a darse cuenta, a verlo con más claridad, pero o no sabía cómo arreglarlo o no quería arreglarlo.
La verdad, en ese momento su dependencia de
Ángel
era total. Desde que le conoció, le había dado el poder de elevarla a la gloria, o hundirla en la miseria, que era donde se había sentido las últimas semanas. Había caído en la trampa del amor dependiente, en ese círculo vicioso. En esa montaña rusa que la hacía subir a lo más alto del gozo y luego caer en picado en la desdicha. Claro que todo esto lo justificaba a sí misma diciéndose que había chupado la hiel, pero también se había empachado de mieles. Pensaba que la felicidad que estaba sintiendo en ese instante había valido todos sus días de dolor. Ahora estaba frente a Fiamma; había buscado desesperadamente que la atendiera, quería verla, pero no sabía claramente por qué razón. No era consciente de esa constante urgencia de sentirse aprobada y aceptada, del motor que la impulsaba a realizar la mayoría de sus actos. Esa tarde estaba allí buscando el premio a su «trabajo»; esperando la calificación, una medalla de «aplicación». Ese último comportamiento la retrocedió a sus ocho años. Recordaba los finales de mes, cuando llegaba con la libreta de calificaciones del colegio, siempre con notas bajísimas, y su madre la castigaba bajándole los calzones y pegándole una tunda de correazos que le dejaban las nalgas coloradas y marcadas de furia materna. Se había llegado a sinvergüenzar tanto que, al final, ya no era su madre la que se los bajaba para infligirle el castigo, sino ella misma quien ofrecía su pequeño trasero desnudo como dádiva por las «malas acciones». Después del azote y aún sollozando, su progenitora le hacía leer el texto que rezaba en la contraportada de la libreta: «Estudia y no serás cuando crecida el juguete vulgar de las pasiones, ni la esclava servil de los tiranos.» A esa edad ella no había entendido la profundidad de la sentencia, pero cuando se casó los maltratos de su marido le habían recordado frugalmente la primera frase. Así terminó culpándose de su desgracia, atribuyéndola a aquella desgana pueril de libros. Así se fue labrando esa baja autoestima a la que se encadenó con unos grilletes tan oxidados y deformados que ni la llave más precisa y lubricada habría podido liberarla.
Ahora, frente a Fiamma, le costaba retomar la conversación, hablar del fiasco de la última noche con
Ángel
; de la carta descubierta esa mañana que todavía continuaba dentro del sujetador. Pensó dársela a leer, para que fuese la misma Fiamma quien descubriese el contenido pero lo juzgó muy infantil; finalmente, sacando fuerzas de donde no tenía, la puso al día en los hechos de sus últimas semanas, incluyendo el afortunado viaje a Sudáfrica. Le contó del fracaso en su intentona de cama con
Ángel
, de su desaparición, de la depresión y el sufrimiento vivido. Saltaba de una cosa a la otra en total desorden. Picoteaba aquí y allá, alargándose en lo menos importante y recortando lo trascendente. Procurando dar una buena imagen de
Ángel
, disculpándolo por su abandono, magnificando el gesto de su carta.
Con Fiamma, Estrella también estaba representando un papel; le costaba ser auténtica porque en realidad no sabía quién era, porque incluso temía defraudar a su terapeuta; así que, mientras explicaba, tuvo especial cuidado en lo que contaba y en cómo lo contaba.
Estrella ignoraba que no habría tenido necesidad de hacer ningún tipo de esfuerzo, ya que el momento personal que estaba viviendo Fiamma estaba vacío de romanticismo e ilusión y se había agarrado a su historia para vivir alegrías prestadas, violando su regla de no involucrarse en historias de pacientes. Su trabajo como terapeuta, en este caso estaba marcado por la subjetividad. Cada vez que Estrella mencionaba el tema de
Ángel
, Fiamma no podía evitar soñar el sueño ajeno. Era la única historia en la que se había permitido implicar sus sentimientos. Con el regreso de Estrella había vuelto la ilusión. Esa mujer le daba minúsculas porciones de felicidad ajena, algo que ella necesitaba urgentemente para sobrevivir; eran momentos mágicos en los que exorcizaba su tristeza y sentía la alegría de Estrella como propia.