Escuchó que las campanadas lejanas de su idealizada capilla llamaban para la misa del mediodía. Esperaría tres cuartos de hora y, cuando estuvieran a punto de cerrar la iglesia, entraría y dejaría la carta en el banco donde solía encontrarse con Estrella. Si ella iba esa tarde, aunque lo dudaba, se encontraría con el sobre.
Una noticia de última hora seguida de una inaplazable reunión interrumpió sus pensamientos y le tuvo ocupado y preocupado la hora siguiente. Cuando acabó salió, primero caminando, y una vez cruzada la puerta del diario, corriendo como desesperado adolescente a la capilla de Los Ángeles Custodios. Estaba seguro que no llegaría a tiempo y tendría que esperar una semana más para dejarla. No podía desperdiciar ese jueves.
Llegó jadeando. Empujó la pesada puerta de madera y ésta cedió. ¡Lo había logrado! La puerta aún estaba abierta. Entró con sigilo pero no pudo evitar que sus pasos gritaran su presencia y además se la repitieran en eco. Había olvidado en el fragor del desespero en qué banco se sentaban. Le parecía que habían colocado algunas filas de, más. No recordaba haber visto antes tantos bancos. Dudó en cuál dejarlo; entonces miró al techo y los ángeles de arriba le guiaron hasta el lugar exacto. ¿Y si ella ya no se sentaba allí? ¿Y si no iba? ¿Y si otra persona llegaba antes y descubría la carta? Tenía que correr todos esos riesgos. La había abandonado sin decirle nada. Se merecía lo peor, pensó, mientras se sentaba en el mismo sitio donde tantas tardes Estrella había llorado su huida. Sacó la carta y la dejó sobre el banco. Del bolsillo extrajo otra caracola. Una que llevaba siempre encima y que para él tenía un significado especial. Era un regalo de su madre en una tarde de domingo dorado. Le había acompañado durante cuarenta años. Había estado en su pantalón en los momentos más difíciles en los que había necesitado de la suerte para atravesar obstáculos. Se desprendió de ella convencido de que le ayudaría a recuperar a Estrella. La caracola se quedó brillando encima de la carta, mientras él escapaba justo a tiempo de quedar atrapado en los olores y la humedad del mediodía que se respiraba en el recinto. Se alejó con dejadez, sumergido entre la muchedumbre. Ese mediodía las palomas del Parque de los Suspiros se beneficiaron de la soledad de Martín, llenando sus buches casi hasta reventar con los granos de arroz que terminó comprando en la primera tienda que se le cruzó por el camino.
Estrella miró el reloj de su despacho. Iban a ser las seis de la tarde de otro jueves. Dudó en ir a la capilla. Había pasado tantos jueves vacíos... ¿Por qué hoy tendría que ser distinto? Se entretuvo largo rato en una llamada, pasaron las siete y ella todavía seguía en la oficina. Finalmente cuando cayó la noche salió. Pasó por delante de la iglesia y decidió que tenía que obligarse a olvidar. Salir del círculo vicioso que la tenía sumida en ese silencio vacío, que la había dejado suspendida en el tiempo. Dejar de repetir como autómata un ritual que ya no tenía sentido. Habían pasado casi dos meses desde que
Ángel
había desaparecido. Pero... ¿dónde iría?, se preguntó con desánimo. Sus pasos la condujeron contra su razón hasta la iglesia, dejándola a la entrada. Se miró a sí misma y sintió lástima por ella. Iba a entrar, pero el último hilo de dignidad que le quedaba la detuvo. Dio media vuelta y se perdió ignorada entre la multitud.
No ya en el cáliz
sino en nuestra nariz
está el aroma.
SÔKAN
Mi amada:
Escucha. Es mi alma la que te escribe. Este papel esconde mi vergüenza, pero también será él quien finalmente me descubra ante ti.
No sabes nada de mí. Aquella tarde de parque mis pensamientos vagaban entre soledades y gaviotas, hasta que una de ellas, no sé por qué motivo,
me llevó a ti.
Siempre había tenido miedo de que me desestabilizaran mi tristeza, creía que en ella estaba mi paz y mi seguridad, por eso me conformé gustoso con lo que la vida me entregó. A mis cuarenta y siete años, con la mitad de mi camino recorrido, ¿qué más podía pedir?
Debo confesártelo. Sigo teniendo miedo. Pero éste es un miedo distinto. Me has hecho tener conciencia de mis vacíos; contigo he emprendido una búsqueda interior que no para de hervir dentro de mí y a la cual no estoy siquiera seguro de encontrar la solución. Pero he empezado a caminar.
Te aseguro que mi alma es mejor que yo, porque la presiento limpia y nueva para ti.
Espero que no sea demasiado tarde. En mis tantas noches de insomnio, el cielo me ha enseñado que hay un momento en el que el muy tarde se nos puede volver el muy temprano. Es sólo un instante que se apaga y enciende en un suave destello; cuando la noche agoniza en brazos del primer rayo de luz naciente. Espero que éste sea ese momento.
Mi amada Estrella. Estoy casado. Hace dieciocho años decidí compartir mi vida con una mujer maravillosa a la que creí amar con locura. Nuestros días se fueron congelando entre las nieves del silencio y hoy, con dolor, he comprobado que he sobrevivido al frío de nuestra relación calentándome con los restos de gestos que quedaban de nuestros dos primeros años. Adquirí con ella un compromiso de amor eterno que hoy me deja inmovilizado con relación a ti porque, ¿sabes?, estos días de reflexión profunda me he dado cuenta que entre más fiel es uno a uno mismo, más infiel puede terminar siendo a los demás. ¿Quién se acuerda de los primeros sueños de su infancia? Yo los tuve, pero me los arrebataron. Terminé viviendo el sueño prefabricado por muchos, que anestesió hasta matar mi verdadero sueño.
Fui educado en la fría contención, la responsabilidad y el buen comportamiento, aun a costa de sacrificar mis sentimientos más sensibles, porque has de saber, amada Estrella, que la sensibilidad no es una cualidad que pertenezca sólo a las mujeres. Hoy, te confieso, no me avergüenza comprobar que soy un ser sensible. Durante toda mi vida mis sentimientos más íntimos estuvieron buscando vías de escape donde encubrir o liberar mis dolores y llantos. Gracias a ti, estos días he recuperado, todavía a escondidas, mis lágrimas.
Tuve un padre que no descansó hasta que no creyó haber castrado la totalidad de mis sentires, convirtiéndome en un hombre de bien —todo un orgullo a su masculinidad— haciéndome un desdichado. No lo culpo; a su manera creía que me estaba dando lo mejor que tenía. En el fondo todos somos el producto de las educaciones recibidas por nuestros antepasados, y a mí me tocó como herencia la contención de mi sentir.
Durante años he vivido seco; sediento de vida y savia que, ahora entiendo, sólo puede chuparse sintiendo la vida a plenitud, luchando por alcanzar tus anhelos. Esto, que parece sencillo, lo ignoraba hasta que te conocí.
Cuando me diste el nombre de «Ángel» no sabías lo que me regalabas. Con él me entregaste una nueva identidad, que liberó por fin todas mis negaciones impuestas, de las que no tenía ni siquiera una ligera conciencia. Me diste alas y alegría; ganas de reír y llorar. Has provocado un renacimiento que ha hecho florecer mis días vacíos. Ahora quiero aprender tantas cosas, sólo para enseñártelas... Investigo las puestas de sol y las fases lunares. Recojo las hojas caídas de los árboles y observo la perfección de su estructura. Descubro el vuelo de gaviotas y el canto de los estorninos. Vuelvo a mirar el mar con ojos nuevos. Todo me parece fácil. Cualquier cosa que hago, por banal que sea, la disfruto. He entrado en un estado de conciencia sorprendente. Cada mañana, mientras me ducho observo el correr cadencioso del agua y pienso que el ser humano nunca debería parar de fluir. He vuelto a jugar a hacer grandes buches de agua y lanzarlos alegre, por el sólo placer de hacerlos para mí. Me siento niño y adulto al mismo tiempo. Si tuviera que definirme en una palabra diría: efervescente. Sí, así me siento desde que te conocí.
Has ayudado a simplificar mi alma. Todo lo que me has dado ha desbordado mi corazón de gozo. Me has hecho sentir una fatiga de amor desconocida. Te debo parecer un hombre raro, ya que no he buscado de ti tu cuerpo, aunque bien has sentido la locura que tu presencia provoca en mi piel. Existe tanta sensualidad en cada poro de tu ser, que me he encadenado a tu cuerpo sin haberme vaciado todavía en él.
Aunque te cueste creerlo, nunca antes le fui infiel a mi mujer, por eso no he sabido serlo a la hora de estar contigo.
Si bien, aparentemente para ti, estos días hayan sido de inactividad por parte mía, no sabes hasta qué punto mi corazón ha estado inquieto. He librado una batalla de sentimientos que me ha dejado exhausto. Mi corazón y mi razón no se ponen de acuerdo. Cuando me refugio en el nombre que me diste, «Ángel», todo es más fácil. Desaparecen las barreras y me fundo en alegría. No existen ni pasados ni futuros oscuros, sólo un presente diáfano. Pero cuando vuelvo a la cotidianidad y rutina de mis días se levantan como muros todos mis impedimentos. Miro a mi esposa y sé que ella no ha tenido la culpa de mis frustraciones, pero así como contigo me siento fluido, con ella no puedo todavía abordar mis verdades. Sé que un día esos muros acabaran por derrumbarse. Sólo te pido tiempo y fe. ¿Podrás dármelos?
Mi amada niña. Estos largos días de espeso silencio tus ojos me han conducido con su luz, iluminando mis tinieblas. Tu sombra, adherida a mi cuerpo, ha acompañado mis sudores. No he dejado de estar en ti ni un solo instante. Pienso que del más desafinado silencio puede brotar la música más bella. Siento que esta separación me ha hecho tomar plena conciencia de lo que puede ser querer o amar. En el querer hay ansias y deseos. En el amar, sólo el deseo del bien a la persona amada.
Ahora ya sé que, si no te tuviera, seguiría amándote. Porque el amor no puede ser posesión. Lo he comprobado al tenerte sin tenerte. Por encima de todo quiero que sepas que te amo, así, sin más. Pero como simple mortal, también quiero que sepas que te deseo con toda mi alma.
Tú me has quitado el temor a vivir. No sé que nos espera, pero siento que contigo voy a empezar de nuevo una andadura más plena e intensa. Ahora, ya sé que tengo un alma. Tú la revelaste ante mis ojos; reconociendo la tuya, he descubierto la mía.
Durante todo este tiempo mi cobardía muda se había extraviado entre dudas oscuras, pero de pronto, en el negro cielo de mi alma ha empezado a brillar una estrella luminosa que encandila mis deseos... Me está quemando con su luz. Quiero empinarme hasta alcanzarla con mis manos y ponerla en mi pecho como escudo... ¿Me dejas alcanzarte?
Ven... Acércate más para tocarte el alma.
P. D. Si ya has llegado a este punto, posiblemente mi caracola más querida está contigo. Quiero que te acompañe ahora a ti. Cuando la toques, piensa que es a mí a quien acaricias... Que es mi alma la que tienes en tus manos.
Estrella se quedó petrificada de gozo después de leer la carta. Las lágrimas le chorreaban por las piernas y encharcaban sus zapatos. Se había quedado anonadada de alegría, incrédula ante tanta dicha. No entendía muchas de las cosas que había leído, pero lo que sí estaba claro era que
Ángel
la amaba.
Ese miércoles había decidido entrar a la capilla guiada por una trasnochada nostalgia. Los ensueños del amanecer le habían traído la visión de
Ángel
, y al despertarse se la habían quitado. La frustración del desvanecimiento de su sueño y el ansia de reminiscencia la habían llevado hasta allí. Por más que lo había intentado, no había podido saltar por encima de sus recuerdos.
Habían pasado quince días desde que Martín había dejado la carta y la caracola en el banco, y aunque él pensaba que estaba solo cuando las dejó, el fraile espía se había enterado de su acción y al ver que Estrella no había aparecido por allí aquel día, había decidido guardárselas en el bolsillo, haciendo de emisario fantasmal, cuidando de que la entrega no se desviase de su destino, con unas ganas enormes de leer la carta y descubrir su contenido. Durante días y días estuvo acariciando la posibilidad de abrirla, empleando vapores de agua para no estropear el sobre, y volver a pegarla con aquellas bolitas de goma arábiga que solía arrancar del árbol del claustro. Pero no quería cargarse con más culpas, suficiente tenía con las calenturas que había vivido a costa de ellos; así que decidió dedicarse a lo suyo. No paró de confesar feligreses, vigilando en todo momento la entrada de Estrella a la capilla. Llegó a trasladar, con la ayuda de un acólito, su confesionario enfrente del banco donde acostumbraba hacerse ella; se sentía mensajero de amor, una especie de sacro Cupido en misión especial. Mientras confesaba, observaba a través de la cortinilla cuanto devoto se acercaba. El día que había entrado Estrella, él estaba escuchando a una muchacha que iba hasta diez veces al día a confesarse. Era una adolescente que se había enamorado locamente de la voz del cura y su delicioso aliento, y con tal de poder estar cerca de él se inventaba los pecados más asombrosos que jamás se habían oído. Este fraile, un hombre ya entrado en años pero con voz cálida y joven, tenía por costumbre masticar todo el día pequeños puñados de clavos de olor. A la muchacha, esa semi-penumbra envuelta en humo, silencio y recogimiento, el misterio de desconocer la identidad del cura adobado con su acariciadora voz y el aroma a clavos de olor, la excitaban hasta ponerla al rojo vivo. Lo imaginaba alto y musculoso, todo fibra y cuerpo ardiente. Fantaseaba con el momento en que él le interrumpiera, sólo para confesarle que estaba loco por ella y que si no le correspondía moriría de amor. Para el cura, los frecuentes y descomunales pecados escuchados habían convertido a la muchacha en la pecadora más rápida y temible de Garmendia del Viento, un caso a llevar ante la curia. Ese día la chica se había excedido en visitas y mentiras; descubrió que, entre más atroces eran éstas, más hablaba el cura y más tiempo podía respirarlo y excitarse. Había vuelto para contarle que acababa de hacer suyo todo un cuerpo, el cuerpo de bomberos de su barrio, unos sesenta hombres. En esas estaba cuando el cura había visto entrar a Estrella y, sin pensar lo que le decía, atropelladamente despachó a la chica poniéndole como penitencia hacerlo unas cincuenta veces más, exhortándola con el pecado a que se fuera. La muchacha se fue confundida mientras él corría a depositar carta y caracola en el sitio en que las había dejado Martín, refugiándose de nuevo en el confesionario. Al llegar al banco, Estrella no había descubierto la carta. La caracola, que había quedado haciendo equilibrios en el borde, terminó rodando por los suelos deteniéndose a los pies de san Antonio. Estrella la recogió con delicadeza y desandando sus pasos pensó que algo raro estaba pasando. ¿Le habría hecho el milagro san Antonio? Al llegar de nuevo al banco le esperaba la pulida caligrafía de
Ángel
en un sobre. ¡Por fin sabía de él!