Ahora más que nunca le urgía solucionar su situación afectiva, pensó. Al pasar por delante del Parque de los Suspiros sintió una urgente necesidad de refugiarse en los brazos de Estrella. Estaba cansado y esa noche se sentía más solo que nunca. Hacía días que quería verla, pero le había dado largas al encuentro, esperando llegarle con la noticia que sabía ella anhelaba y que él no podía ofrecerle todavía por haber ido esperando un desenlace que, si él no provocaba, con seguridad no se daría.
Buscaba un motivo valedero, un porqué del cual asirse para dar por finalizada su larga relación con Fiamma. Necesitaba un punto de apoyo, alguna falta, algo que le ayudara a culpar el fracaso de su relación. Se recriminaba pesaroso. No había avanzado nada respecto a su posible separación, y aunque Estrella no le apretaba, era él quien se había impuesto un plazo mental. Empezó a buscar en su cabeza casos de amigos o conocidos que hubiesen estado en una situación similar a la suya, y con su calculadora imaginaria fue haciendo porcentajes con los resultados, concluyendo que tenía las mismas posibilidades de triunfar que de fracasar. Sabía de una pareja que después de pasar por calvarios de abogados y llantos, ahora gozaban de relaciones plenas; también sabía de otros que habían dejado a sus esposas creyendo que habían encontrado la gloria, y se habían arrepentido cuando ya no había nada que hacer; pero los que ni siquiera lo habían intentado, que eran la mayoría, se pudrían de tristeza en su cobardía.
Tenía que poder asumir su elección, pues con ella se haría libre, pensó... La palabra libertad empezó a sonarle a vida. Siguió cavilando... Pasaría una gran tempestad, pero luego disfrutaría de la calma. Empezaría a agarrar las riendas de su existencia. Ya había cumplido los cuarenta y ocho; si le quedaban treinta años más, esos serían para disfrutarlos a plenitud. No podía desperdiciar más vida en la monotonía. Tenía derecho a vivir. Pensó en Fiamma... ella era fuerte y lo superaría. Estaba seguro que, de tanto escuchar a sus pacientes, su caso sería de los más fáciles de entender. Lo afrontaría con entereza y dignidad. En verdad hacía tiempo que ella no estaba enamorada de él, o por lo menos eso era lo que le parecía. Seguro que lo amaba pero, con suerte, el tipo de amor que ella le profesaba era igual al que él sentía: un amor de hermanos.
Recordaba los cientos de veces que con sus gestos le había sugerido hacer el amor, y cómo al final ella siempre había terminado apartándolo. Lo había ido rechazando sistemáticamente, aduciendo dolores de cabeza, menstruaciones, cansancios o preocupaciones. No estaba seguro, pero hacía mucho tiempo, ¿años?, que no recordaba ningún placer carnal con su mujer. La convivencia se les había vuelto tan rítmica y plana que había terminado como gota constante de agua perforando la piedra de su tedio; y eso que, delante de todos sus familiares y amigos, su matrimonio había sido calificado de «matrimonio modelo».
Ni Martín ni Fiamma se habían dado cuenta de la presión social a la que había estado sometida su relación; inconscientemente, se habían impuesto ser el ejemplo de pareja a seguir, creyéndose de verdad que eran la pareja perfecta. Demostrándoles a todos que, mientras a su alrededor sucumbían relaciones de toda la vida, la de ellos se mantenía firme y sólida. Habían vivido de cara a fuera, conservando pintada de sonrisas armónicas la fachada exterior de su relación, olvidando que dentro se les iban llenando de moho sus quehaceres más íntimos. La separación les había empezado hacía años, pero ellos no la habían visto llegar. Les había llegado de la mano de un cariño costumbroso al que ellos habían dado el nombre de estabilidad. Habían dejado de estimularse los sentidos, abandonando las pequeñas cosas que les hacían reír y enamorarse. Habían dejado de respetarse sus individualidades y diferencias, invadiéndose y obligándose mutuamente a intercambiar sus gustos a disgusto. En el camino se habían ido perdiendo del placer de enriquecerse por separado para aportar más savia al árbol de sus vidas. El amor les había ido agonizando entre sus manos, falto de oxígeno, hambriento y sediento, y ellos ni se habían percatado de su inminente muerte.
Estrella abrió la puerta y se encontró a
Ángel
tiritando de frío, sucio y derrotado. Le envolvió en sus brazos y le preparó un espumoso baño caliente; le fue enjabonando dedo a dedo como si fuera un niño, y le mimó tiernamente hasta hacerle volver el calor al cuerpo. Mientras se bebían un whisky improvisó una pequeña chimenea sobre un enorme plato de cerámica, colocando algunos leños que resultaron negados para la llama por llevar el corazón húmedo; pero como esa noche necesitaba del fuego, Estrella no se dio por vencida y acabó por despedazar la guía telefónica, haciendo arder las direcciones y teléfonos de todos los garmendios, provocando cuatrocientas llamaradas efímeras, las cuatrocientas hojas que componían la guía, en su desesperado empeño por calentar el momento de destemple que vivían.
Desde su llegada,
Ángel
casi no había articulado palabra; arrastraba un dolor ceniciento que le teñía de viejo la cabeza y le remangaba el alma. Había envejecido de golpe todos los años, aunque por fuera se mantuviera atado a los cuarenta y ocho. Cuando finalmente habló, Estrella supo que pronto
Ángel
estaría con ella. Llevaba puesto en sus ojos un duelo adelantado por su separación venidera, y ella ya sabía lo que era eso; recordaba cuánto le había costado abandonar a su marido, aun a sabiendas de que le hacía mal. Salvo los desalmados, todos, en algún momento de nuestra vida, terminamos dolidos de dolor ajeno, reflexionó Estrella.
Esa noche, ella no quiso apabullarlo con caricias inoportunas ni reproches. Le dejó vagabundear por entre recuerdos y miedos pendientes ofreciéndole su cama como refugio, pero
Ángel
en lugar de dormir, fue deambulando por el piso, observando cuanto objeto encontraba, ojeando cuanto libro veía; buscándose sin hallarse. Le hacía falta ponerse su pijama y sentarse en la hamaca de su balcón a ver el mar, lo único que tranquilizaba sus días turbulentos. Necesitaba ver volar a las gaviotas, ir y volver con cada ola, pero llevaba muchos días en que nada de eso podía hacer. Todo estaba cambiando en Garmendia del Viento. Se le ocurrió pensar que tal vez esos cambios estaban marcando su renovación.
Estaba en la antesala de su rompimiento. Sin parar de reflexionar, se fue acercando al ventanal del salón y dejó que sus ojos se perdieran entre los cristales de las ventanas de enfrente. Las calles estaban desiertas. Se distrajo un rato con las luces del semáforo, que le invitaban intermitentemente a parar o a seguir, en rojo y en verde. Se quedó con el verde. Seguiría adelante. Necesitaba agarrar el volante de su vida y hundir el acelerador de su decisión. En esas estaba cuando descubrió la casa violeta. Nunca se había detenido a observarla; era la única que estaba a una altura inferior. En realidad era una casona antiquísima, que se conservaba como reliquia de otra época. No tenía nada que ver con la arquitectura de las que le rodeaban. Sorprendido, descubrió que en su techo no habían tejas sino cristales. Dejó que su mirada se colara por ellos y permaneció ensimismado observando. Le pareció distinguir, entre los claroscuros de una cama, un bello cuerpo de mujer abandonado al sueño. Deslumbrado, vio que de su larga cabellera negra salían pequeños destellos brillantes de luz. Por un instante ese cuerpo lejano le recordó a la Fiamma de su juventud. Rápidamente se deshizo del recuerdo y volvió a mirar. El cuerpo de un hombre había cubierto por completo su visión. Con el gesto, la imagen quedó en penumbra total. Se apagaron las luces de enfrente y
Ángel
regresó a la cama. Estrella se había quedado dormida leyendo. Le retiró el libro y se metió entre las sábanas, entrelazando brazos, piernas y torso con los de ella. Después de varias horas revoloteando entre los algodones arrugados, tratando inútilmente de dormir, decidió vestirse. Susurró al oído de Estrella un «te amo» muy sentido y partió a su casa.
Cuando salió ya era de día. Se metió en la primera cafetería que encontró, donde el dueño se quedó mirándolo como si hubiera visto un fantasma. En los últimos días, ver a alguien cubierto sólo por un delgado popelín de camisa era de locos. Se bebió varias tazas de café tratando de alejar el trasnocho y decidido a afrontar lo que venía. Al abrir la puerta de su casa, le recibió en el suelo el gran titular de la portada de La Verdad por el que había estado devanándose los sesos la tarde anterior. Recogió el diario del suelo y releyó por encima lo que seguramente todos estaban leyendo en ese momento. Le había tocado sacarse de la manga una mentira piadosa, inculpándose del error, atribuyendo la historia a un malentendido de apellidos. Era la primera vez que mentía en su profesión y se sentía fatal de haberlo hecho. La Verdad había faltado flagrantemente a la verdad.
Buscó a Fiamma por el piso y se dio cuenta que ya se había ido. En realidad, esa noche Fiamma no había dormido en casa, pero como él tampoco había estado no lo supo. Se dio una rápida ducha y salió corriendo. Cinco minutos más tarde entraba Fiamma a hacer lo mismo.
La mañana se le presentaba cargada de pacientes que aguardaban en la antesala de la consulta. Fiamma se había retrasado, precisamente el día que había tenido que abrir espacios a la fuerza entre cita y cita para atender a las más desesperadas; ese día se le amontonaban casos de urgencias emocionales inaplazables.
Saludó a ventarrón a su secretaria y se enfundó la bata. Después de escuchar atentamente el caso de una paciente con problemas de donjuanismo femenino hizo pasar a Estrella, quien lucía una radiante alegría. Sólo abrazarla, Fiamma le sintió el corazón jolgorioso, brincante de júbilo. Después de sacarse la bufanda y el abrigo de astracán, Estrella se puso delante de su sicóloga amiga. Comenzó por contarle que la noche anterior había tenido a
Ángel
durmiendo en su casa, y que le notaba a punto de separación... Fiamma observaba el cambio que su paciente había ido experimentando a lo largo de su terapia. La percibía más segura y confiada, expresando de forma vital sus gustos y disgustos, identificando con mayor claridad sus emociones. Aun cuando la dependencia de
Ángel
todavía era muy fuerte, creía que una vez que Estrella conviviera con él dicha dependencia sería superada. Era posible que la velada rivalidad con la esposa de
Ángel
le hubiera recrudecido su inseguridad. Mientras la escuchaba atentamente, iba mezclando en el aceite de su lámpara una esencia cítrica que Estrella le había regalado. Dejó caer un chorrito y la encendió. Todo el lugar floreció de limones.
De repente Estrella detuvo su conversación, al descubrir sobre el escritorio de Fiamma una lustrosa caracola rayada, idéntica a la que
Ángel
le había regalado hacía meses con el poema escrito sobre sus líneas negras; el bello cascarón de molusco hacía de pequeño pisapapeles sobre un montón de escritos; era la caracola que Fiamma había encontrado refundida entre sus papeles, y que por un olvido, aún permanecía sobre la mesa. Estrella, con su habitual entusiasmo infantil, le comentó a Fiamma que ella también tenía esa misma caracola. Corrió al sofá donde había dejado su bolso y con la mano adentro, fue palpando hasta descubrir la bolsita de fieltro donde la guardaba. Quería enseñársela. Le dijo que siempre la llevaba consigo, pues era el regalo más bello que había recibido de
Ángel
. La sacó y la conversación fue cogiendo los matices nacarados de las diferentes especies de caracolas y conchas marinas. Fiamma, que sabía mucho de ellas por la afición que había compartido con Martín en sus inicios de relación, le explicó que en un viaje que había hecho a las islas Maldivas había encontrado las especies más raras y bellas. Le habló de aquellas islas blancas, de aguas turquesas y peces soñados, como del lugar más paradisíaco de la tierra. Por su parte, Estrella le comentó todo lo que
Ángel
le había enseñado de moluscos. Quería que Fiamma la percibiera ilustrada en algo. Le habló con propiedad de los cientos de familias y subfamilias que convertían a este grupo en el segundo más numeroso del reino animal, algo que también Fiamma sabía perfectamente por curiosidad propia. Las dos estaban de acuerdo en bautizarlas auténticas joyas acuáticas, que dormían en los océanos como si pertenecieran a un botín de barco naufragado que nadie se atrevía a rescatar. Hablaron de la
Babylonia formosae
, de la
Triphora perversa
, también llamada
Campanile
, esa especie larga y tubular, verdadera escultura de la naturaleza. De la
Jenneria pustulata
, con aquellas rayitas hendidas que semejaban el interior de una vagina. De las
terebras
, las
cónidas
, de las
porcelanita
del Adriático... de esta manera fueron vaciando los minutos hasta quedarse sin una gota de tiempo; cuando miraron el reloj, suspendieron la conversación con risas. Habían abandonado el crucial tema de la separación de
Ángel
para perderse entre los nacarones. Estrella, que había sacado su caracola con la intención de enseñarle a Fiamma el poema que llevaba escrito, había olvidado con la conversación, hacerlo. Cuando estaba a punto de salir, se devolvió a recoger la caracola que descansaba junto a su gemela en el escritorio y se despidió con el abrazo de siempre: feliz.
Antes de hacer pasar a la siguiente paciente, Fiamma se acercó a la mesa y cogió la caracola en su mano. Quería guardarla, pues le tenía cariño, y si la dejaba fuera corría el riesgo de que la señora de la limpieza la tirara o dejara caer. Al tomarla, la notó áspera. La hizo girar entre sus dedos, pero las rugosidades estaban en toda su superficie. Intrigada se la acercó a los ojos y le pareció ver una especie de escrito tallado a lo largo de todos sus renglones; entonces, tomó la pequeña lupa del vaso con bolígrafos y cortapapeles y la fue acercando a la superficie de la caracola. Evidentemente esa no era su caracola, se dijo. Lo que empezó a descubrir le revolcó el corazón y su estómago. Había un poema escrito con una caligrafía que ella conocía a la perfección. Era la pulida caligrafía de su marido. Tuvo que sentarse para no caer. Por su cabeza empezaron a desfilar comportamientos de Martín de los últimos meses revueltos con las decenas de historias narradas por Estrella. Todo le giraba a velocidades de vértigo. Se sentía metida en un mareante carrusel del cual no podía bajarse. Le costaba creérselo. Pensó que tal vez se estaba equivocando. Se obligó a serenarse y trató de leer el poema. Al hacerlo, sus dudas se esfumaron. Nadie más que Martín podía haber escrito esos versos. Tenía un estilo inconfundible. Sus lágrimas le fueron empañando la lectura, creando una espesa cortina salada que la dejó empapada de tristeza. Aun cuando ella llevaba engañando a su marido desde hacía algunos meses, le dolía el engaño de él. Culpó a Martín de su desatinada infidelidad propia. Se decía para sí que, si él le hubiera dado todo lo que ella necesitaba, ella no habría caído en brazos de David. Se sentía ridícula, traicionada en sus propias narices; había ayudado a una de sus pacientes a acostarse con su marido. La había ido preparando para que le hiciera de perfecta amante. Le parecía increíble no haber intuido nada de nada en todos estos meses. Se sentía herida en su amor propio. ¿Qué tenía Estrella que no tuviera ella? ¿Cómo era posible que él se hubiera fijado en Estrella, una mujer tan poco hecha e insegura? Le costaba reconocer al frío Martín Amador en aquellas historias románticas contadas por Estrella. Ese ser cariñoso y delicado no podía ser su marido.