Se instaló en un hotel de pocas habitaciones que estaba completamente vacío, eligiendo la que él quiso, una con un gran ventanal que daba al mar. El encargado le atendió con amabilidad servil, poniendo a su disposición lo poco que podía ofrecerle. El lugar respiraba tranquilidad y sencillez extremas. Dejó sus cosas y se perdió en las desoladas playas a caminar su sombra.
Fue dejando poco a poco en libertad el alma, para que volara sobre su vida y sus recuerdos.
Se le fueron pasando los días y los meses, salpicados de crepúsculos y albores que le ayudaron a serenar su atribulado espíritu.
Sin darse cuenta, se le desbocaron los poemas con furia implacable; le empezaron a aparecer palabras que golpeaban con fuerza las rocas de su impotencia. Atempestadas violencias internas buscaban la salida a través de su pluma. Malogrados sueños aparecían entre huracanados versos. Una sensibilidad etérea parecía mezclarse entre vocales y consonantes, bailando con su música estrofas de deseos inconfesables.
No paraba de escribir y escribir, inagotable. No había resma de papel que aguantara tanto sentimiento, ni tintero que no se vaciara. Había abandonado su viejo vicio de fumar en pipa, pero le había renacido otro: el de morderla.
Aprendió a vivir entre las redes esmeraldas de los pescadores y los cuervos. Sus amadas gaviotas volvieron a recibir los panes de su compañía. Vivía descalzo, enterrando y desenterrando en la arena episodios vividos y soñados. Dejaba que las olas le revolcaran en el salitrado dolor de saberse solo por culpa de él mismo.
El recuerdo de Fiamma se sumergía y flotaba en el océano de su papel en blanco; iba y venía con las olas de sus versos. Pellizcaba palabras. Se colaba en sonetos. Sobrevolaba comas y puntos suspensivos.
Volvió a recoger caracolas, atesorando las más raras y bellas, acariciando el inviable sueño de, algún día, enseñárselas a Fiamma. Dejó que el recuerdo de ella le fuera despertando su mutismo adormecido. Todos sus objetos se impregnaron de su amor negado. Ahora sabía que había encontrado un mar donde vaciar lo que le quedaba de vida: la palabra en su estado más puro, poesía.
Se hizo amigo de los pescadores, con los que salía a pescar de madrugada. Se acostumbró a vivir los perfumes del pescado fresco y los hedores del podrido. Se gastaba los ojos observando, sobre las playas mojadas, los reflejos de los canastos y las redes todavía olorosas a carga recién pescada; las mujeres de saris, anillos y pulseras, con sus manos ensangrentadas limpiando las vísceras de sus plateadas presas para correr a venderlas al mercado.
Se acostumbró al chillar de los cuervos en el amanecer y a pelearse con ellos los trozos de papaya de los desayunos. Su habitación pronto se convirtió en un almacén de poemas apilados que empujaban por echarlo.
De vez en cuando se dejaba ver por el mercadillo hippie, donde practicaba el hindi, que sin proponérselo había ido aprendiendo. En una de esas excursiones se hizo amigo de un joven americano, que según le contó estaba allí huyendo del destino al que sus padres le habían condenado: heredar la presidencia del negocio familiar creado por un bisabuelo, antiguo vendedor de enciclopedias a domicilio.
Eran los dos únicos occidentales en aquellos parajes. Tomando el té cuando bajaba el sol se hicieron amigos. Así supo que practicaba el budismo, religión que había abrazado como podía haber abrazado cualquier otra con tal de no volver a pisar suelo americano mientras sus padres no cambiaran de opinión. Escuchándole, a Martín se le ocurrió que ese chico podría haber sido hijo suyo, pues no sobrepasaba la treintena. Por vez primera añoró haber sido padre.
Se hicieron tan amigos que Martín terminó confesándole que era poeta, aunque no quiso explicarle la historia de sus amores. Empezó a leerle algunos de sus versos y la sensibilidad del muchacho afloró. Un atardecer, éste le explicó que sus padres tenían una editorial y que podía intentar publicar su poesía.
Maquinaron durante días cómo hacerlo, y al final llegaron a un acuerdo que les favorecía a ambos.
Martín, que no quería publicar sus poemas con su nombre pero que necesitaba algo de dinero para vivir, aceptó que se divulgaran bajo un seudónimo. Por su parte, el chico encontró una buena razón para justificar ante sus padres su permanencia indefinida en India, vendiéndoles que aquellos poemas eran suyos; publicarían, bajo el alias de El Farero azul, la inagotable poesía que Martín almacenaba en su cuarto.
Los versos azules, como se llamó la colección, se fueron esparciendo por el mundo como lluvia pulverizada de sentimientos, haciendo germinar los corazones más áridos. Las ráfagas de sonetos llegaron hasta Garmendia del Viento azotando librerías y quioscos, donde el enigma de El Farero azul provocaba en los círculos literarios un sinnúmero de especulaciones. Llegaron a pensar que se trataba de versos inéditos de un famoso poeta chileno, aunque su estilo no coincidía del todo con el de aquél. Los garmendios respiraban aires enamorados; parecía que las livianas palabras volaban entre los amantes, envolviendo de belleza las conversaciones más superfluas. La gente convivía entre odas, rimas y sonetos; los encontraban bellos y profundamente tristes. Quienes los leían acababan bañados en lágrimas, llorando sus propias frustraciones en las sentidas palabras de El Farero azul.
Una noche de luna llena, por las calles de Garmendia del Viento se vieron correr ríos plateados de llanto; se escapaban por debajo de las puertas; se deslizaban escurriéndose por entre balcones, ventanas y escaleras; convergían en esquinas, aumentando sus caudales que fueron a desembocar con fuerza al mar, y le llegaron a Martín después de navegar los siete mares, convertidos en olas de salados sentimientos que él, en su inspiración crepuscular, volvía a florecer en versos frescos, enviándolos al mundo para que los lloraran de nuevo en alegrías.
Su soledad la transformaba en libros vivos, donde sus sentires hacían de bálsamo a miles de adoloridos corazones. Todos querían conocer a quien era capaz de acariciar sus almas, al farero que les iluminaba con su luz algo olvidado: el amor.
Basados en sus odas, muchos novios volvieron a encontrarse. Muchas parejas descosidas volvieron a coserse. Muchas mujeres incrédulas volvieron a creer. Muchos hombres, escasos de lenguaje, pudieron acercarse a la ilusión de ilusionar a alguien con palabras ajenas.
Con el tiempo, algunos poemas se convirtieron en letras de famosos vallenatos y cumbiambas. Resucitaron las serenatas, los acordeones y las guitarras a la luz de la luna. Proliferaran los compromisos, las bodas y bautizos. Toda aquella epidemia de divorcios y desavenencias, desencadenadas con los vientos del nuevo milenio, se suavizaron en palabras tomadas de Los versos azules de El Farero azul.
Se volvió a poner de moda el amor.
Se crearon programas de televisión donde la gente explicaba en directo de qué manera Los versos azules habían tocado sus almas. Por las calles volvieron a verse octogenarios agarraditos de la mano prodigándose mimos adolescentes; mirándose a los ojos como si vivieran sus primeros días de amor apasionado; desarrugando sus envejecidos deseos, para agotarlos en lo que les quedaba de vida. En las tardes, los parques volvieron a llenarse de enamorados y palomos blancos. Las campanas que ya hacía años habían dejado de anunciar las bodas, volvieron a repicar con alegría.
En los hospitales, la tasa de enfermos incurables descendió y los consultorios de siquiatras y sicólogos empezaron a quedar vacíos.
De todo esto, Martín Amador no se enteraba. Vivía de revivir su amor en los papeles.
Un día no pudo más de recuerdos y nostalgias y marcó el número de Antonio. Quería saber de Fiamma.
En los últimos años, Roncal del Sueño se había ido convirtiendo en un rojo jardín de esculturas volumétricas. A Fiamma le parecía mentira que sus manos hubieran modificado aquel paisaje y que ahora, en lugar de cactus e iracas, florecieran rostros ovales y cuerpos que recordaban aquellos pulidos huevos cincelados por Brancusi. Hasta allí parecían llegar los gritos de las gaviotas plateadas de Garmendia, pero sólo eran eso, gritos. Alocados chillidos y susurros, producidos por las eternas corrientes de aire que mantenían envuelta a Fiamma en inspiraciones volcánicas. A veces le llegaban temporales de arena que la dejaban desfallecida, pero no dejaba de esculpir. Se ataba a su cintura sus duras herramientas, y aunque el viento intentaba llevársela ella se resistía, asiéndose con todas sus fuerzas a los hierros del andamio. Se había ido obsesionando con ese arte. Por las noches se ponía delante de su gran pieza de lazulita, única piedra azul parida por esa tierra, y se imaginaba esculpiendo sobre ella formas que iba descartando cuando se daba cuenta que, si fallaba, podía perder para siempre su gran tesoro. Una noche, observando el gran bloque de lapislázuli, su memoria acarició con ternura el recuerdo de su amor azul: Martín... Necesitaba pensar en él... liberar sus sentires de añoranzas viejas. Le pidió a Epifanio, como siempre lo hacía cuando necesitaba desenterrar su recuerdo de amor, que le preparara una margarita, y a la incierta luz de las velas, gota a gota empezó a paladear su evocación añeja; había sido hacía casi treinta años, y sin embargo el recuerdo tenía la frescura de un botón de rosa por abrir. Había ocurrido en su luna de miel. Empapados en lluvia, ella y Martín se habían metido en el primer bar que habían encontrado abierto: «El torito mejicano». Allí habían probado por primera vez el cóctel con nombre de flor, y entre rancheras cantadas, habían jugado a decirse todo lo que sabían del amor. Era un sitio precioso, de paredes verdes engalanadas con vibrantes pinturas de soles sonrientes; de mesas bajitas y manteles de popelina fucsia, adornados por pétalos de rosa desgajados, sobre los cuales Martín y Fiamma habían ido escribiendo palabras de amor subidas y bajadas de tono; se gastaron la noche soplándose los pétalos mensajeros, que en suaves caídas acariciaban labios, mejillas y contornos. Jugaron a tocarse las almas por encima y por debajo de la mesa.
Habían salido del bar con el ánima a flor de piel y de garganta y los deseos recalentados de ganas. Habían vagabundeado con la lluvia y encharcado sus besos en esquinas. Al llegar al hotel, Martín había tapado los ojos de Fiamma con un pañuelo negro, y desnudándola con los dientes, la había hecho estremecer de placer.
Ese día, en una pequeña tienda de arte japonés, había comprado un largo estuche con pinceles de pelo de marta de distintos grosores. Quería escribirle sobre el cuerpo un escandaloso poema de amor, utilizando rojos aceites perfumados.
Fiamma, abandonada a los deseos de Martín, se dejó pintar sentires adivinando en el desliz aceitoso las palabras que Martín dibujaba. Había empezado por el cuello. El mojado contacto de la punta del pincel sobre su cuerpo dibujaba vocales que la excitación de Fiamma equivocaba y enardecía de inspiraciones al poeta. Alcanzó a descifrar entre humedecidos óleos... «Vamos a emborrachar el hambre con caricias»... a medida que iba descendiendo, el mensaje de amor iba subiendo... «en riadas de lujuria hambrienta»... sobre sus senos caían derretidos de amor los sustantivos... «rechuparnos las entrañas como manjares suculentos»... su anhelante respiración provocaba que las gotas de aceite resbalaran por sus curvas, formando charcos por los cuales el cuerpo de Martín deslizaba adjetivos sin prisa, mezclando agitaciones con escritos... «narices con ombligos calientes anudados»... Fiamma creía que no podría resistir tanta calentura letral, pero su cuerpo, al rojo vivo, le contradijo. Trataba de recitar lo que las páginas de su piel recibía... «levantar huracanes de sábanas y almohadas»... Las pinceladas de los versos le llegaban y se le metían entre las piernas, quemándole de deseos las entrañas... Martín continuaba...» que se muerdan las ganas, devorando las ansias»... El empapado pincel bajaba por sus muslos, escurriendo frases... «que se nos salga el animal violento y nos relama con su lengua dilatada»... al llegar a los pies, Fiamma supo que liberaría... «cascadas de salivas exprimidas en un amanecer, gota naranja... sol ardiente».
Cuando Martín acabó de marcarle con sus versos, cuello, senos, caderas, pubis, entrepiernas, rodillas y dedos, empezaron a restregarse los verbos de amar y hacer, cuerpo con cuerpo; mezclando vocales, consonantes y sudores en escurridizas sacudidas, que les hacían escapar de ellos mismos como peces sudorosos. Sus manos, bañadas en aceite, trataban de agarrarse a los orgasmos subidos, resbalando en otros más profundos y sentidos. Estaban ebrios de juventud y amor. No les habían pellizcado aún los dolores de la convivencia; eran felices por el solo hecho de vivirse.
Fiamma acabó de beberse la margarita, tragándose con el último sorbo el recuerdo vivido de esa noche. Aquella reminiscencia le acababa de regalar la idea más bella que ella hubiese podido imaginar para una escultura. Ya sabía lo que haría con su piedra azul.
En la madrugada, sus ganas viscerales de golpear la piedra la levantaron; no pudo esperar a que amaneciera. Parecía un ánima; vestida sólo por su blanca camisa de algodón y en total penumbra, subió a la cúspide de la colina y, una vez allí, clavó con su mazo una estaca, marcando el sitio donde erigiría el monumento a su amor negado: La llama eterna.
Levantaría en el altozano de ese valle una escultura en forma de lengua de fuego vivo, que guardara en su interior los cuerpos desnudos de un hombre y una mujer en un abrazo eterno. Dos figuras que encajaran a la perfección, ella cóncava y él convexo. Ella roja y él azul. Sería una escultura que no revelaría a primera vista lo que contuviese su interior, pero que los ojos de un gran observador intuirían. Dispondría de un mecanismo secreto que, una vez accionado, pudiera abrirla y separar la llama en su vértice más alto. Necesitaba el bloque de mármol más cargado de hematites. Una gran caliza de un rojo intenso. Vaciaría su interior a punta de cincel, y dentro se esculpiría a ella misma.
Entre más lo pensaba más se entusiasmaba. Trasladaría la gran pieza de lapislázuli a la cima, y en ella esculpiría a Martín. Los brazos de Martín abrazarían el cuerpo de Fiamma y los de Fiamma se mezclarían en la piedra azul; todo quedaría contenido dentro de la llama.
Necesitaba vaciarse de recuerdos; injertar toda su frustración de amor en una pieza inerte. Con el paso de los años, y aunque le costara reconocerlo, su alma se había quedado anclada en su amor pasado* en su primer amor. Hacía tiempo que David Piedra se le había diluido; había desaparecido de su conciencia sin darse cuenta. En cambio, el recuerdo de Martín Amador acompañaba día y noche sus sudores. En los últimos años había ido emergiendo muy tenue, de las sombras; venía acompañado de episodios olvidados; se le había ido metiendo con alevosía en el alma. Pensó que tal vez nunca se le había ido y simplemente su imagen había estado escondida detrás de aquellas esculturas, que llevaban pendientes por hacer desde su niñez; ahora, que había saciado el hambre de piedra caliza, su amor inconcluso se le revolvía en el alma.