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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (2 page)

A pesar de no haberle pedido nada, Estrella fue a la cocina y le trajo una humeante infusión de hierbabuena hecha con hojitas arrancadas del jardín. El olor silvestre de la taza la reanimó. Entre sorbo y sorbo pasaron a tutearse, y terminaron finalmente enfrascadas en una entretenida conversación, donde Fiamma acabó olvidando del todo su incomodidad.

Mientras escuchaba, Fiamma se dedicó a observar con ojos de lechuza la magnífica sala y la colección de ángeles más maravillosa que jamás había visto. Se acordó de su locura de ir coleccionando deidades indias y pensó algo que nunca se le había ocurrido: «Coleccionamos para llenar vacíos. Cuando estamos llenos por dentro, no tenemos espacio para nada exterior». Entonces, se preguntó intrigada... ¿Cuándo había empezado ella a coleccionar aquellas pequeñas esculturas? Tenía que buscar en qué fecha había nacido ese hábito. De repente interrumpió a Estrella y le preguntó cuánto tiempo hacía que coleccionaba ángeles. La pregunta no tenía nada que ver con lo que estaban hablando, pero como los ángeles eran su locura, a Estrella no le importó cambiar de conversación, explicándole con lujo de detalles de dónde le venía esa fascinación. Le contó que de niña había estudiado en el colegio de las carmelitas descalzas, a la entrada del cual siempre la había recibido con los brazos abiertos un ángel que presidía la puerta con la orla entre sus alas, recordando en latín el: «ora et labora». Se había acostumbrado tanto a ellos que hasta había pensado que nunca le faltaría uno que la sacara de apuros, pero puntualizó que el ponerse a coleccionarlos había sido una costumbre relativamente nueva, que había surgido a raíz de su divorcio, de eso hacía tres años.

Para sus adentros, Fiamma confirmó su recién estrenada teoría de soledad.

Tomó una bolsa de hielo que su desconocida amiga había preparado y se la puso en su nariz. La hinchazón se había apoderado de su cara.

Así, entre el hielo derretido y las palabras de su agresora, se le escurrió el tiempo. Supo que Estrella era directora de la ONG:
Amor sin límites
, y que se dedicaba en cuerpo y alma a llevar a los rincones más apartados del mundo un bien muy preciado que últimamente escaseaba: el amor. Supo que era huérfana, hija única, y alcanzó a ver a través de sus ojos una mueca desdentada de tristeza y soledad vestida de sonrisa y buenos modales.

Fiamma estaba acostumbrada a lanzar preguntas que invitaban a desnudar el corazón, provocando que la gente se abriera a ella sin reservas. Aparte de poseer el don de saber escuchar, era una sagaz observadora. Había aprendido a descifrar, en el lenguaje gestual, carencias y conflictos enraizados en el fondo de la psiquis humana. Sabía ver en los rostros la cara del alma. Se dedicaba a escuchar tristezas, abandonos y frustraciones, y a dar abrazos, silencios y mucha comprensión. Estaba convencida que lo más importante, lo que de verdad hacía feliz a un ser humano era sentirse entendido por alguien. La incomprensión era el caldo de cultivo de la soledad crónica, el carcoma que engendraba el desamor. Percibió que Estrella necesitaba ser escuchada, tenida en cuenta. Debajo de tanta belleza, acicales y elegancias se escondía una raída orfandad. Cuando su interlocutora acabó de hablar, Fiamma le contó a que se dedicaba; hablaron de las mujeres, de los hombres, de las incomprensiones, de los maltratos, de las ilusiones y las desilusiones... de las soledades... En cada palabra pronunciada por la sicóloga, Estrella se identificaba. Jamás se le había ocurrido pensar que ella arrastraba un problema que necesitaba ser tratado. Conversando, se le habían revuelto sus dolores. Nunca había hablado de ello con nadie. Había escondido su fracaso y miseria interior, rellenando vacíos con actos benéficos. ¿Cuánto tiempo hacía que arrastraba solitudes en medio de cócteles, champán, risas, discursos y cara de niña buena? No había peor soledad que aquella que se vivía acompañada de carcajadas y felicidades ajenas... y de eso, iba atiborrada. Acababa de descubrir que sufría de soledad crónica. Sin querer, sus labios dibujaron una sonrisa; este gesto no pasó desapercibido para Fiamma, quien en sus años de experiencia había descubierto que cuando las personas no podían soportar algo que les dolía demasiado, recurrían a la risa para ocultar su pena.

En ese momento las campanas de todas las iglesias se alzaron en vuelo. Eran las doce, la hora del
Ángelus
. Fiamma recordó la cita a la que nunca llegó y se levantó como un resorte del sofá. Buscó en su bolso el teléfono. Odiaba los móviles, por eso solía tener el suyo en silencio; el buzón de voz anunciaba en parpadeos la sobresaturación de mensajes.

Qué sensación más extraña... Le parecía que las campanas se equivocaban. No había podido pasar tanto tiempo allí. De un soplo se le había esfumado la mañana; las horas habían volado placenteras. Había hablado mucho y escuchado más. Ahora volvía a resucitarle el dolor; sentía su nariz como un enorme apéndice pegado a su cara, con palpitaciones y clamores propios.

Ni siquiera había vuelto a mirarse la herida y aunque Estrella había ofrecido dejarle una blusa limpia, pues la que llevaba estaba manchada de sangre, no se había cambiado. Había mariposeado entre ángeles e historias. Se hubiera quedado el día entero, hablando y escuchando...

Se miró la camisa y, extrañada, comprobó que la sangre había creado un bello y significativo cuadro. Como nacidas del pincel de Frida Kahlo aparecían, entre un entramado de espinas, ocho rosas rojas. Una pintura extrañamente bella. Fiamma tenía estudiado el trazo y la vida de esa mexicana, a la que había llegado a entender y conocer observando sus cuadros; el arte era su pasión más íntima. Toda su sensibilidad se excitaba cuando descubría, en alguna expresión artística, las voces del alma. Esas rosas que había descubierto en su blusa significaban algo, pero no podía identificar el qué.

Estrella la fue guiando por el pasillo hasta el cuarto de baño. Los ángeles que cubrían las paredes y los techos embovedados del corredor eran unas pinturas exquisitas, en tonos pálidos y rebordes de oro, que en su día habían sido una lujuria de color. Ángeles sopladores y tranquilos, con cabellos dorados al viento y flores y mariposas entremezcladas, formaban una especie de orgía primaveral, empalidecida seguramente por los centenares de años y salitre al que habían estado sometidos, pues Garmendia del Viento siempre había sido una ciudad salada.

Al llegar al baño, su cara reflejada en el espejo veneciano le devolvió una Fiamma veinteañera. Se le había redondeado la cara a punta de hinchazón. Le habían desaparecido 17 años de golpe y por el golpe. Le gustó verse tan niña. Se lavó muy bien hasta sentir que toda la sangre seca había caído. Volvió a mirarse. Después de todo, concluyó, no estaba tan mal como había pensado. Revisó su blusa, esta vez a través del espejo, y de nuevo volvió a ver las ocho rosas rojas con espinas. Aquella imagen le inquietaba. Mientras se observaba, Estrella volvía con una camisa de lino blanco que había ido a buscar a su dormitorio.

Después de cambiarse, fue doblando la blusa accidentada tratando de descifrar, en las manchas de sangre, lo indescifrable. Ahora empezaba a tener prisa. La tarde se le presentaba cargada de citas de pacientes que no podía anular.

Pero Estrella no quería que marchara; hablándole se había sentido acompañada y cómoda. Le dijo que quería volver a verla, cuando en realidad deseaba que la tratara en su consulta; pensaba que a lo mejor ella tendría la fórmula para acabar con su soledad crónica, aunque no se atrevió a sugerirlo. No quería que pensara que estaba loca o algo parecido, pues para Estrella todo lo que tenía que ver con sicólogos y siquiatras le sonaba a locura; y ella, loca no estaba, lo que estaba —le costaba reconocerlo— era SOLA. La palabra le quedó retumbando en la cabeza como si la hubiera gritado en un inmenso espacio vacío. Mientras reflexionaba, Fiamma sacó de su cartera una tarjeta y se la entregó.

Estrella la fue leyendo. «FIAMMA DEI FIORI. Sicóloga. Calle de las Jacarandas...» En ese instante cayó en cuenta que había ignorado cómo se llamaba aquella cálida mujer. Levantó la mirada sorprendida, nunca había escuchado ese nombre. Le sonó italiano. Fiamma se entretuvo un rato más contándole la historia de su adorado abuelo, un inmigrante lombardo que había llegado hasta allí clandestinamente como polizón de un barco, y después se había enamorado locamente, primero de una garmendia y después de la ciudad, quedándose a vivir en ella para siempre. Le dijo que el apellido dei Fiori no se había extendido más porque su abuelo sólo había tenido un hijo varón, y éste a su vez sólo había tenido hijas mujeres: once en total. Le contó que su nombre quería decir «llama», y que siempre le había encantado ser lo que ardía en las flores... «la llama de las flores». Después de la explicación, Estrella guardó la tarjeta con intención de llamarla; pensaba que aquella mujer podría ser una buena amiga para ella; sabía escuchar.

Se despidieron con un abrazo. El ángel también pareció despedirla con su sonrisa benevolente y su cara de «yo no fui». Quedaron para algún día, como siempre se queda cuando se conoce a alguien con el cual no se está seguro de volver a verse, de tomar un café o un té... de reencontrarse.

El olor de la calle la despejó. Olía a lluvia. Una bofetada de viento la recibió y la devolvió a la realidad cotidiana. Era el mes de los vientos y en Garmendia del Viento ya sabían lo que era. Llovería a cántaros. Lloverían hasta novios, le decía su mamá cuando era niña, y Fiamma se lo creía y miraba hacia el cielo, imaginando cientos de chicos que caían desde arriba con los brazos abiertos, volando como gaviotas inciertas desconocedoras inocentes de su destino. Pensaba que debía existir un chico para cada chica, y el de ella tendría que ser el mejor. ¡Qué ingenuidad tan bella la del niño! Ahora le gustaría volver a creer. Sabía que cada vez creía menos. Tantas historias vividas a través de sus pacientes le estaban endureciendo el corazón... le habían ido matando los sentires. ¿Cuánto tiempo hacía que ella no sentía? Las lágrimas se le habían ido secando, y no había cosa peor que perder las lágrimas; porque las lágrimas lavan; porque cuando se pierden las lágrimas se va perdiendo la tristeza, y al perder la tristeza se pierde el camino que lleva a la alegría, a la dicha de saberse vivo y vivido.

Todo le daba igual. Pensó que estaba a punto de empezar a morir por partes. Se había quedado sin un sueño. La monotonía se había ido colando por la ranura de su puerta y ahora le había invadido lo que más había querido: Martín.

Recordó el día que le conoció.

Era una noche de carnaval y fiesta, pero ella había huido en busca del húmedo mar; amaba la soledad del oleaje, la simetría de su música. Se había quitado los zapatos para sentir el crujir de las caracolas trituradas bajo sus pies, otro sonido que adoraba. Había llegado a la orilla, y se había sentado a escuchar el vaivén de las olas... su respirar y espirar constantes. En ese momento, había entendido que las olas eran la respiración del mar; venían y se iban en un sí y no constantes. Decían sí cuando llegaban y lamían la arena, y no cuando se alejaban. Sí... cuando poseían. No... cuando abandonaban. Estando en esa paz marina de ires y venires había presentido compañía. A pocos metros de donde estaba, una barca de pescadores había perdido su amarre y las olas la llevaban y traían a su antojo. Cerca un hombre silencioso observaba la barca. Aún se escuchaban los últimos compases de la fiesta, de la cual ella había escapado.

El hombre parecía no reparar en Fiamma, pero ya la había visto. Simplemente quería que el silencio mojado les uniera un rato más. Caía una lluvia fina, de esa que aparenta no mojar pero que en realidad empapa. De repente un viento huracanado había empezado a soplar con tal fuerza que la barca había enloquecido. Una ola furiosa la había lanzado fuera. Panza abajo giraba en vertiginosos círculos sobre la arena, como queriendo enterrarse hasta dejar dibujado un anillo perfecto. Después, sometida a la rabia ventiscal, se había elevado y finalmente había caído sobre la cresta de una ola inconclusa. Dentro del anillo formado, las partículas de arena brillaban con luz propia; pequeños granos de oro resplandecían. El fugaz huracán había cesado, dejando una atmósfera mojada de misterio. A Fiamma aquello le había parecido una señal divina, algo sobrenatural que la invitaba a participar. Como hipnotizada por el instante, se había dirigido al círculo, observando por el rabillo del ojo que el solitario compañero de playa también hacía lo mismo. Se habían sentado juntos dentro del anillo obedeciendo al silencioso mandato de la noche, y durante un instante eterno se habían mirado con mirada de olas; entonces ella había reconocido, en los ojos de él, su alma. Tuvo la certeza de que lo amaba sin apenas conocerlo. Él, rasgando con palabras la noche, le había preguntado a qué sabía la lluvia, y ella, sacando la lengua para saborearla, le había contestado que a lágrimas; entonces él, haciendo lo mismo, había concluido que la lluvia también tenía sabor a mar.

Le había apartado de sus ojos un largo rizo empapado, y la había acariciado como nunca nadie lo había hecho. Ella había pensado que la besaría, pero no había sido así. Se habían tendido con los brazos abiertos sobre la fresca arena, dejando que el agua caída del cielo acabara de empaparles los sentires. En aquel momento, él le había recitado con su voz profunda un bello poema, salado, espumoso y tibio, que hablaba del mar...

Olas,

vals de compases despeinados,

burbujas sin aliento desplomadas

sobre arenas fatigadas

de tanto golpe,

de tanto nada...

... y a ella le había parecido un sueño. El hombre, sin dejar de tocarle sus largos rizos negros, la había ido enredando en sus palabras de poeta, adornándole de alegrías ignoradas sus ilusiones niñas.

A partir de esa noche, habían empezado a verse cada día para despedir el sol, coleccionar atardeceres y recoger caracolas, que eran vomitadas por el mar siempre a última hora de la tarde. Sin darse cuenta se volvieron compañeros inseparables de vida y sensaciones íntimas. Vivían ebrios de caricias y sueños, nadando en los locos aleteos de las mariposas que sentían en el estómago, cuando las húmedas lenguas de sus interminables besos les rozaban el alma...

Un apoteósico trueno la despertó de su recuerdo; sobre el campanario de la catedral había caído un rayo, destemplando las campanas que empezaron a sonar enloquecidas. Era mediodía pero el día se había cerrado por completo. Parecían las seis de la tarde y por la calle no había nadie. Debían estar almorzando, pensó Fiamma. Aún en la ciudad se respetaban los viejos horarios de descanso. ¿Cuánto hacía que había dejado de tenerle miedo a las tormentas? Una vez, siendo pequeña, se había metido en un armario al ver cómo un rayo partía en dos el viejo árbol de mango que presidía el patio interior de la casa azul de sus padres, y su madre había estado buscándola durante dos días. Dos días que para ella habían sido una noche eterna, pues al cerrar la puerta del armario pensó que todavía no había amanecido. Que tal vez no amanecería nunca. Había sido Martín quien le había ido quitando esos miedos. Le había enseñado a querer el viento y las borrascas; a sentir sus cambios con la nariz; a entender huracanes, maremotos y ciclones; a descifrar las horas en el reflejo de las sombras.

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