Tres de los clientes parecían tener gran curiosidad por la tormenta. Dos de ellos eran elfos, y el tercero, un joven de rubios cabellos y contagiosa sonrisa al que atendía una joven sirviente, con quien el desconocido coqueteaba descaradamente mientras intentaba sacarle información a la muchacha sobre la tormenta de hielo.
—¡Intenta recordar por qué estamos aquí, lord Thann! —gruñó el elfo de cabellos plateados cuando la mujer se alejó para traer lo que habían pedido. Aunque hablaba en voz muy baja, el fino oído elfo de Granate alcanzó a distinguir las palabras—. Mientras pierdes el tiempo con una doncella, nuestra hechicera se escapa.
¡Thann! ¿Era posible? Granate estudió al joven con creciente inquietud, advirtiendo el laúd que llevaba al hombro y el estado ajado de su ropa de viaje. Si era el sobrino de Khelben, ¿qué estaba haciendo en Sundabar? A pesar de que Danilo Thann tenía fama de necio, a estas alturas podía haber descubierto la pista que conducía a Grimnoshtadrano, pero la posibilidad de que hubiese sobrevivido al encuentro con el dragón era demasiado ridícula para ser tomada en consideración. Al fin y al cabo, Granate había estudiado y alterado las canciones de Danilo y sabía lo que el joven bardo era capaz de hacer. No tenía el fuste de músico y mago necesario para superar a Grimnosh.
—Los sirvientes de las tabernas oyen muchas cosas —se defendió el joven ante su compañero elfo—. Mucha gente se atreve a hablar con franqueza delante de ellos, como si fueran invisibles o sordos, o como si fueran incapaces de divulgar información. Te quedarías sorprendido, mi querido Elaith, de la cantidad de información que poseen.
—Hablas como un verdadero Arpista —replicó Elaith, y por el tono de su voz quedó claro que para él aquello no era un cumplido—. ¿Qué propones que hagamos ahora, Danilo? —preguntó el elfo dorado.
Granate contuvo el aliento. Era Danilo Thann, y se contaba entre los Arpistas. De algún modo, el joven que ella había intentado utilizar como instrumento se había convertido en su adversario. Se inclinó hacia adelante para seguir atentamente la conversación.
El joven Arpista hizo una pausa para reflexionar.
—No podemos regresar al río Ganstar hasta después del crepúsculo, y los demás no llegarán allí hasta que sea de noche. Propongo que pasemos en Sundabar el día y parte de la noche, y que regresemos poco antes del amanecer. Eso dará tiempo a Vartain para trabajar en el pergamino de Grimnosh, y a nosotros ocasión para recabar información de las gentes de esta ciudad. Nuestro hechicero ha actuado recientemente y quizá podamos hacernos una idea de su identidad. Es posible que todavía siga en la ciudad.
«No por mucho tiempo», se dijo Granate. Se levantó de la silla y echó un puñado de monedas sobre la mesa. El corazón le latía desbocado en el pecho mientras cruzaba la estancia.
«Vartain», había dicho el joven Arpista. Sólo podía referirse a Vartain de Calimport, un maestro de acertijos de reconocida fama. ¡Y estaba en posesión del pergamino! Su situación no podía haber sido peor que si uno de los compañeros elfos de Danilo hubiese sido un rapsoda del hechizo.
La hechicera subió a la carrera hasta su habitación y, tras agarrar el arpa Alondra Matutina, bajó por la escalera trasera de la posada para dirigirse corriendo hacia el establo. El
asperii
la observó con un gesto interrogativo en sus soñolientos ojos mientras Granate lo ensillaba con manos temblorosas.
—Nos vamos de inmediato. Volaremos hasta el río Ganstar a toda prisa, toda la noche, si es necesario. ¡Es imprescindible que lleguemos allí antes de que amanezca!
En la sala de teatro Las Tres Perlas se levantó el telón de la primera sesión del espectáculo ante una enorme multitud. En el exterior del edificio de piedra y ladrillo, una cola de gente desfilaba por la calle de la Perla y algunos miembros de la compañía de teatro estaban desperdigados por la estrecha callejuela y entretenían a los que esperaban. Vendedores ambulantes ofrecían naranjas y caramelos, y por todos lados resonaba un murmullo de curiosa expectación.
—Lucía, de verdad que no tengo tiempo para esto —confesó Caladorn a su dama, con un inusual deje de impaciencia en la voz mientras se aproximaban a la entrada—. La Fiesta del Solsticio de Verano está a punto de empezar y en las sesiones de entrenamiento ha habido muchos contratiempos y heridos. Debería estar en la arena.
—No te haría dejar el trabajo si no fuera importante —murmuró lady Thione en tono suave—. Sabes que las cofradías y otros grupos a veces alquilan el teatro para hacer representaciones privadas. En esta ocasión, un grupo privado paga por el espectáculo, aunque puede venir a verlo todo aquel que esté interesado.
—¿Y bien?
—La persona que hay detrás de esta representación es lord Hhune, un mercader que está aquí de visita procedente de Tethyr. Los bardos de la ciudad están descontentos con los intentos que ha habido de censurar sus canciones, y Hhune les paga para que aireen ese sentimiento en un concierto para satirizar a los Señores de Aguas Profundas, en especial al archimago.
Caladorn se quedó mirando a Lucía.
—¿Cómo te has enterado de esto?
La noble se encogió de hombros.
—Varios de mis sirvientes entienden la lengua de Tethyr. He hecho algún negocio con Hhune en el pasado y, como no confío en él, ordené que lo siguieran y lo vigilaran. Mi sirviente oyó que Hhune conversaba con uno de sus hombres, aunque no alcanzo a imaginar lo que Hhune espera ganar con todo esto. —Alzó hechizadores ojazos negros para mirar a su amante a la cara, y susurró—: Ya sabes lo que sucedió con la familia real cuando hombres como Hhune tomaron el poder en Tethyr. Hay mucha gente en el sur que desearía verme muerta, a pesar de que mi relación con la familia real es francamente distante. Ahora que Hhune planea influir en los asuntos de Aguas Profundas, sólo puedo estar atemorizada.
La expresión seria de Caladorn se suavizó mientras apartaba a la delgada dama de la multitud.
—Lucía, estás a salvo en Aguas Profundas, y conmigo.
—Tienes razón, por supuesto —repuso ella mientras le dedicaba una sonrisa de arrepentimiento—. Supongo que es una tontería.
—Tu inquietud es comprensible —admitió el joven mientras se inclinaba para besarla en la frente—. Ahora dejemos que los Señores de la ciudad se ocupen de Hhune. Puedes estar segura de que están al corriente de sus actividades.
«A partir de ahora, seguro», pensó Lucía con una satisfacción oculta.
En cuanto Caladorn hubo dejado a su dama a salvo en su mansión, se apresuró a acercarse al palacio de Piergeiron, el único Señor reconocido abiertamente de Aguas Profundas. Al joven no le sorprendió encontrar allí a Khelben Arunsun enfrascado en una conversación con Piergeiron. Los Señores de Aguas Profundas se reunían a menudo esos días, en sesión plenaria o en grupos más pequeños, para tratar los problemas de la ciudad, que parecían interminables.
—¿Te ha gustado la actuación en Las Tres Perlas? —preguntó el archimago con un deje burlón en la voz.
—No me quedé —repuso el joven noble. Hacía tiempo que no se sorprendía ya del alcance de los conocimientos de Khelben. Entre los Señores de Aguas Profundas se comentaba a menudo que nadie podía estornudar en su alcoba sin que al día siguiente el archimago le preguntara por su salud—. Obtuve cierta información de un mercader de Tethyr —prosiguió.
—Sería lord Hhune —intervino Piergeiron, mirando de soslayo a Khelben.
—¿Lo conocéis los dos?
—¡Oh, sí! —exclamó el archimago con sorna mientras tendía a Caladorn un pedazo de papel—. Un ejemplo de la marca diplomática de Hhune. Ha empapelado la ciudad con esto.
Caladorn echó un vistazo a un esbozo satírico de Khelben Arunsun pintando figuras de madera ante la atenta mirada de los Señores de Aguas Profundas disfrazados. Sacudió la cabeza, perplejo, y se lo devolvió.
—¿Qué persigue ese Hhune?
—Eso no está muy claro. Es un jefe de cofradía en su Tethyr natal, el cabecilla de un gremio de mercaderes de barcos. Aparentemente, acudió a Aguas Profundas cargado de mercancías para la Fiesta del Solsticio de Verano, pero su tripulación parece tener talentos inusuales. Varios de ellos han estado ocupados en los muelles reclutando ladrones y asesinos en un intento de organizar cofradías secretas en Aguas Profundas —explicó Piergeiron, y se frotó los ojos enrojecidos. El agotamiento de las últimas semanas era patente en su rostro.
—Creemos que Hhune puede ser miembro de los Caballeros del Escudo —prosiguió Khelben mientras tendía al joven lord una moneda de oro de gran tamaño—. Esto es la recompensa habitual de los Caballeros cuando alguien ejecuta algún servicio notable y se han encontrado varias en manos de los hombres de Hhune, incluso algunos que entraron en la ciudad antes de que él apareciera. Lo cual sugiere un problema de más amplio alcance —admitió el archimago—. Como Hhune no es especialmente sutil, el influjo de agentes antes de su llegada nos induce a pensar que tenga un compañero más astuto en Aguas Profundas.
—Ninguna de nuestras fuentes ha sido capaz de averiguar la identidad de ese agente —añadió Piergeiron—, pero parece evidente que los Caballeros del Escudo están realizando muchas acciones en Aguas Profundas. Como sabrás, recientemente se perdieron tres barcos mercantes.
—Sí —repuso Caladorn con voz calma—. Conocía a la capitana de uno de ellos, la mejor marino con quien jamás haya trabado amistad. Me dejó sumamente perplejo que hubiese caído en una emboscada pirata.
—El barco zarpó en Puerta de Baldur y tengo varios agentes Arpistas allí investigando los sucesos. Parece que el capitán del puerto es agente de los Caballeros del Escudo y ha estado pasado información sobre rutas comerciales y horarios a una fuente desconocida en Aguas Profundas. No es la primera vez que los Caballeros intentan boicotear el tráfico marítimo —concluyó Piergeiron con un suspiro—, pero ahora es el momento más inoportuno.
—¿Qué pretendéis hacer con Hhune? —insistió Caladorn.
—Francamente, Hhune es un pez pequeño. Lo vigilamos con la esperanza de que nos conduzca al agente de Aguas Profundas.
Caladorn no parecía muy alborozado con aquella conclusión, pero hizo una reverencia antes de salir para apresurarse a cumplir con sus obligaciones en la arena.
Una vez a solas, Piergeiron hizo un gesto para señalar el papel que tenía Khelben en la mano.
—Ya sean sutiles o no, las tácticas de Hhune ponen el dedo en la llaga, amigo mío. Estoy empezando a comprender tu inquietud por los cambios acontecidos en las baladas, porque están resultando muy efectivas y muchas de ellas parecen ir directamente en tu contra. ¿Serán responsables los Caballeros del Escudo del hechizo lanzado sobre los bardos?
—Si no lo son, al menos se están aprovechando —repuso Khelben con voz cautelosa—. Tengo un contacto que quizá posea información. La llamaré enseguida.
Musitó las palabras de un hechizo y, en un abrir y cerrar de ojos, el alto archimago había desaparecido y en su lugar había un joven de altura y constitución media. Tenía las facciones agradables pero quedaban medio ocultas tras un sombrero de ala ancha. El atuendo, un traje simple confeccionado en lino gris oscuro, podía quedar igual de apropiado en el mercado que en un salón de la zona Norte. En definitiva, no destacaba y podía pasar inadvertido en la mayoría de los rincones de la ciudad. Disfrazado de esa guisa, Khelben se despidió de Piergeron y se encaminó a la cercana plaza del Bufón. Había llegado el momento de que el archimago de Aguas Profundas hiciera una visita a cierta dama de la noche.
Imzeel Coopercan había oído demasiadas cosas aquellos últimos días para estar tranquilo. Y, sin embargo, el propietario semienano de La Poderosa Mantícora escuchaba con atención la conversación de los numerosos parroquianos que habían ido temprano a la taberna para cenar, captando fragmentos entre el rumor de la conversación, a medida que seguía sacando brillo interminablemente a la barra con un paño.
—Al ritmo que vas, atravesarás la madera antes del anochecer —se burló Ginalee, una mozalbeta alegre y rechoncha que había trabajado con Imzeel el tiempo suficiente para que le permitiera semejante familiaridad. La muchacha sentía mucho cariño por el dueño, a pesar de su personalidad adusta y su cuerpo rollizo como un tonel, y siempre intentaba distraerlo de las aflicciones que lo asaltaban. Apoyó los codos sobre la pulida madera del bar y, sujetándose la cabeza con las palmas de las manos, alzó la vista hacia él. La postura ofrecía a Imzeel la perspectiva de unos pechos que habrían hecho revivir a un moribundo, pero él se limitó a echar una ojeada a Ginalee y volver a concentrarse en la limpieza de la barra.
La ofendida camarera le arrebató el paño y lo colgó sobre el colmillo de una cabeza de mantícora rellena que había sobre el mostrador. El trofeo, producto de una taxidermia muy poco creativa pero con grandes dosis de ilusión, había inspirado el contundente nombre de la taberna. Por un instante, Ginalee saboreó la idea de contarle a Imzeel que su establecimiento era conocido con el nombre de La Mantícora Sarnosa, pero decidió no hacerlo porque a él poco le importaba si el negocio continuaba viento en popa.
Y la verdad era que funcionaba. La Poderosa Mantícora estaba situada en el centro del distrito del Castillo, en la encrucijada de las concurridas calles de Selduth y de Plata. Aquellos que se ganaban la vida con el comercio y la diplomacia a menudo se detenían en la taberna para intercambiar noticias y hacer tratos frente a una opípara cena a base de cocido espeso y sabroso, queso oloroso y pan negro fresco, regado con abundante cerveza. Además, la parte trasera de la taberna desembocaba en la plaza del Bufón, un lugar donde siempre parecían ocurrir cosas interesantes y, por consiguiente, aquellos cuyos negocios se sucedían entre sombras también se abrían paso hasta la taberna por la puerta de atrás. El resultado era una estupenda mezcolanza de información e intrigas que para Imzeel resultaba tan satisfactoria como provechosa; el propietario acumulaba conocimientos con la avidez con que sus antepasados enanos habían excavado las rocas en busca de mithril.
Y sin embargo, algo en la conversación de aquel día inquietaba a Imzeel. Recuperó el paño de la cabeza de mantícora y siguió trazando interminables círculos sobre la madera mientras escuchaba. Se oían las típicas quejas sobre problemas con los embarcos y los ladrones, pero parecía que sucedían a mayor escala que de costumbre. Desaparecían barcos enteros y se esfumaba en un abrir y cerrar de ojos el contenido de almacenes repletos de mercancías, ante las mismas narices de la policía de la ciudad. Pero más inquietantes incluso eran los rumores que sugerían que los Señores de Aguas Profundas estaban desapareciendo y que señalaban como culpable al archimago residente de la ciudad de los Prodigios.