—Es de fiar —le aseguró Zzundar Thul mientras miraba de soslayo los esbeltos tobillos que había dejado al descubierto el rápido movimiento de la mujer. Zzundar, un marino hijo de marino, tenía la tez bronceada y el cuerpo corpulento gracias a su trabajo, pero era rápido como el que más para reconocer y apreciar a una verdadera dama. En opinión de Zzundar, de todos los privilegios de que había disfrutado como cabecilla del gremio de marinos, este encuentro con lady Thione encabezaba la lista. Como próspera mercader y organizadora de caravanas, formaba parte de la cofradía y se acababa de convertir en su contacto con los tritones que ayudaban a mantener limpia la bahía. Con ese propósito había acudido ella a la cofradía y Zzundar se sentía agradecido por disponer de una excusa para acompañarla hasta los muelles, aunque no era el lugar romántico que él habría elegido.
De hecho, el muelle no era más que un enorme aljibe que daba paso a un pasadizo que desembocaba en el mar desde los bajos de la cofradía. Los solitarios tritones preferían tratar con el menor número posible de humanos y ese lugar les resultaba muy cómodo.
La superficie del agua se rizó y acabó abriéndose para dar paso a una cabeza reluciente y bien afeitada. El tritón salió a medias del agua, apoyó el peso de su cuerpo en los codos y alzó una mirada de insolencia hacia la dama.
—Tengo noticias —espetó con brusquedad—. Esta noche han sido atacados varios barcos con destino a Aguas Profundas. Uno cayó en manos de piratas, dos más fueron atacados por monstruos marinos. En ninguno de ellos hubo supervivientes. —El tritón relacionó con rapidez los nombres, los propietarios y los puertos de origen de cada uno de los barcos, información que su gente había recogido de los restos de los naufragios.
—¿Y los cargamentos? —inquirió lady Thione.
—Perdidos.
Zzundar palideció bajo su rostro bronceado.
—¡Las embarcaciones que has nombrado traían suministros para la Feria de Solsticio de Verano! ¿Dices que no se ha salvado nada?
—Hicimos lo que pudimos —repuso Hodatar con frialdad, aunque la irritación que sentía se tradujo en una ligera agitación de sus fosas nasales.
—Estoy segura de que sí —se apresuró a intervenir Lucía para apaciguarlo. De hecho, se sentía incómoda ante el tritón. Granate lo había descrito como un ser cooperador, o al menos respetuoso, pero a Lucía le desagradaba la expresión altiva y codiciosa de sus diminutos ojos verde mar. Se interrumpió como si algo hubiese atraído su atención—. ¿Qué es ese bullicio en las calles, Zzundar? ¡Ah, qué imprudente he sido por acudir aquí sola y a estas horas! —se lamentó mientras alzaba sus enormes ojos negros para observarlo.
El marino frunció el entrecejo mientras se esforzaba por captar los sonidos que habían inquietado a la dama. Al final alcanzó a oír el lejano rumor de voces y jinetes.
—No se preocupe, iré a echar un vistazo y regresaré enseguida —se ofreció mientras le palmoteaba el brazo para darle confianza. Su protector se apresuró a subir la estrecha escalera de madera en forma de caracol que ascendía hasta la calle y, al cabo de unos minutos, el cierre de la pesada trampilla de madera resonó en todo el sótano.
—Por fin —bufó Lucía con aspereza. Cuando se giró para observar al tritón, toda la dulzura había desaparecido de su rostro—. ¿Qué noticias hay de la mercancía?
—Almacenada en Las Barbas de Ballena —respondió Hodatar—. Salvo la parte de los piratas, claro.
—¡Te dije que la llevaras a Orlumbor! —protestó—. Tengo agentes en esa isla que podrían ocuparse de la mercancía. ¡En Las Barbas de Ballena no hay más que colonias de focas y rocas!
El tritón se encogió de hombros, indiferente a su estallido de cólera.
—Lo que no pueda vender a los ruathym, lo enviaré al sur en reducidas expediciones hasta Alarón. Allí tengo contactos con mercaderes de las Moonshaes. Su parte será al menos un tercio del valor de mercado de la mercancía en Aguas Profundas.
—Debería ser un porcentaje más alto —le espetó Lucía—. Sin la información que os di, vuestros piratas no habrían sabido cuál iba a ser la ruta comercial y no habrían podido asaltar los barcos.
—La información es muy valiosa —convino el tritón en tono furtivo—. Me pregunto qué pagaría Zzundar por saber que esos barcos desaparecieron siguiendo vuestras instrucciones.
Los ojos oscuros de Lucía se entrecerraron.
—Eres muy ambicioso, Hodatar —comentó mientras cogía una diminuta bolsa de seda de entre sus ropas y la balanceaba ante los ojos del tritón—. ¿No te parece suficiente recibir pagos tanto de mí como de la ciudad de Aguas Profundas?
Hodatar le arrebató la bolsa y desató ansioso la cinta. Sonrió con satisfacción mientras acariciaba los extraños componentes de hechizos que había solicitado como pago.
—La magia no es barata, y es una rareza bajo el mar. En cuanto aprenda a utilizarla, ¡seré capaz de dominar reinos que sobrepasarán con creces aquellos que los más ambiciosos conquistadores de tu mundo podrían soñar!
Lucía fingió un bostezo y tamborileó con la punta de los dedos sus delicados labios.
—No seas aburrido, Hodatar. Los futuros reyes de los peces no se inclinarán ante el chantaje —lo reprendió, disimulando la burla bajo un tono de elegancia—. Pero Granate me ha dicho que has sido un buen aliado y desea verte triunfar en tus estudios de magia porque, como hechicero, nos serás más útil en nuestra causa. Tengo un talismán que incrementará el poder de tus hechizos. —Se metió la mano en un bolsillo, pero de repente se detuvo y se mordió el labio inferior, fingiendo haber hablado sin pensar y estar ahora reconsiderando su decisión—. De todas formas, sería peligroso en manos de una persona inexperta —añadió precipitadamente.
—Un riesgo que aceptaré gustoso —accedió el tritón antes de zambullirse en el agua, y, con un veloz gesto de su cola, salir a la superficie.
Lucía Thione lo esperaba preparada. Extrajo a toda prisa una daga curva del bolsillo y la hundió en el vientre de la criatura, atravesando escamas y carne como si estuviera destripando una trucha. Hodatar cayó pesadamente sobre la superficie de madera boqueando por la impresión y el dolor mientras intentaba sujetar sus despanzurradas entrañas.
La dama contempló los estertores mortales del tritón con expresión impasible. Cuando el traidor Hodatar se quedó inmóvil, se arrimó al agua y salpicó el vestido con el líquido salobre. Después, se alborotó el pelo con los dedos hasta convertir los elegantes tirabuzones en un amasijo de rizos castaños. Al final, cogió la bolsa de las monedas y desparramó un puñado por el suelo para aparentar que el tritón había intentado robarle y había muerto en la contienda.
Cuando regresó Zzundar, la dama se tiró en sus brazos y empezó a balbucir que ella no deseaba matar a Hodatar. Se puso a llorar con el rostro oculto en el amplio pecho del marino, permitiendo que él le acariciara el pelo y le murmurara fútiles tópicos sobre los dioses, el destino y el derecho de cualquier mujer a protegerse de ladrones y maleantes. Tras dejar que transcurriera el rato apropiado, alzó la vista hacia Zzundar y, tras esbozar una fugaz sonrisa de agradecimiento, murmuró envuelta en lágrimas que no deseaba estar sola aquella noche.
Como Lucía había supuesto, el marino estaba demasiado complacido por el súbito giro en los acontecimientos para poner en tela de juicio su historia, ni para pensar siquiera en preguntarle cómo sabía ella que una fuerte corriente subterránea provocada por la marea de la mañana arrastraría el cuerpo hasta lo más profundo de la bahía.
El propio Hodatar se lo había contado a Granate, y la misma Lucía había comprobado la teoría con el cuerpo de la doncella de Larissa Neathal. Zzundar no era el único miembro de la cofradía fascinado por la elegante belleza de Lucía y había sido relativamente fácil conseguir acceso al muelle para dos agentes de los Caballeros del Escudo. Por supuesto, había pagado a aquel hombre con una moneda menos personal que la que estaba ahora utilizando para enredar a Zzundar.
Miró de soslayo al marino y contuvo un suspiro. No era reacia a utilizar sus encantos y su belleza para conseguir sus objetivos, pero le producía amargura tener que recurrir a ellos para contribuir a la venganza personal de Granate contra Khelben Arunsun. Mientras salía de la cofradía acompañado de Zzundar, Lucía no pudo evitar preguntarse qué más cosas le exigiría la hechicera semielfa.
A horcajadas sobre su
asperii
mágico, Granate cabalgaba a través de las nubes coloreadas del amanecer en veloz viaje hacia el norte. A sus pies alcanzaba a ver las agujas de Luna Plateada relucientes a la suave luz rosada, y la visión la llenó de tenebrosa satisfacción. Habían pasado más de tres lunas desde la última vez que había visitado la ciudad maravillosa y había lanzado el hechizo para modelar a los bardos bajo su voluntad. Habían cumplido con su compromiso de forma admirable, y pronto demostraría el poder de la música.
Desde la atalaya que le proporcionaba su montura, Granate vislumbró una estrecha cinta marrón que constituía la ruta de comercio principal que comunicaba Luna Plateada con Sundabar. Envió una tácita orden a su corcel y el
asperii
obedeció sin rechistar ni quejarse, pero se percató de que los pensamientos telepáticos de la criatura estaban muy próximos a ella y por un instante se sintió irritada. No obstante, tenía demasiadas preocupaciones en la mente para inquietarse demasiado por el humor que pudiese tener su hosca cabalgadura.
Antes de que el sol llegara a su cenit, la rapsoda vio a sus pies los muros grises que rodeaban Sundabar. La ciudad había sido construida tiempo atrás por enanos y todavía conservaba su aspecto de fortaleza bien armada. Antaño había sido la sede del colegio de bardos conocido con el nombre de Anstruth y todavía tenía fama por la calidad de los instrumentos de madera que allí se fabricaban. La ciudad se asentaba en el cruce entre el río Rauvin y la ruta comercial y, más allá, se extendía la espesura que proporcionaba materia prima a los artesanos de la ciudad para hacer sus instrumentos. Las maderas más exóticas llegaban hasta allí a bordo de las barcazas que surcaban el ajetreado río. Desde la altura de Granate, los barcos de carga tenían el tamaño de gusanos de agua.
Siguiendo otra orden de la bardo, el
asperii
empezó a descender en espiral y aterrizó en terreno abierto junto a la ruta comercial. Una vez allí, entró en la ciudad sin problemas, porque los trovadores eran bien recibidos en casi todas partes por su música y por las noticias frescas que portaban.
Mientras caminaba por las estrechas callejuelas de adoquines frente a locales y tiendas de ajetreados comerciantes, descubrió que Sundabar había sufrido un profundo cambio desde la última vez que había paseado por sus calles, casi trescientos años atrás. Por ser hija de nobles, había estudiado de joven en Anstruth para obtener el grado de Alumno Magno, el máximo honor al que podía aspirar un bardo. Sin embargo, los años de estudio no le habían llevado a conseguir su objetivo porque un joven juglar de gran carisma la había convencido para unirse a los Arpistas y mientras ella correteaba por el Norland cumpliendo las órdenes de políticos como Khelben, sus colegas bardos habían iniciado su declive.
Granate no iba a perdonar eso nunca. Los Arpistas habían sido creados originalmente, al menos en parte, para mantener la tradición y preservar la historia, pero sus esfuerzos se encauzaban siempre hacia uno u otro objetivo político. Pensaba pagar a los nobles y a los gobernantes con su propia moneda. ¡Dejaría que Khelben y los de su ralea viesen lo que ocurría cuando la música y la historia ya no estaban a su servicio y fomentaban sus juegos políticos!
Orientarse por Sundabar le resultó a Granate más difícil de lo que había pensado. La ciudad por la que circulaba estaba ahora más preocupada por el comercio que por el arte y, para su pesar, descubrió que sólo seguía en pie uno de los edificios originales de la escuela Anstruth: una sala de conciertos cuyos muros de piedra habían resistido el paso del tiempo. La cólera dominó a la bardo cuando se dio cuenta de que el edificio, antaño de gran belleza, estaba ahora medio en ruinas y se había convertido en un simple almacén.
Aun así, ató la montura en el exterior y se dirigió hacia la puerta trasera del edificio. En el interior, encontró pilas de maderos y, en un extremo, vio un taller equipado con tornos y taladros que servían para transformar la madera en los exquisitos instrumentos musicales por los que recibía fama Sundabar. En varias mesas de trabajo se disponían numerosas flautas, orlos y flautines sin terminar; pero estaba sola en el lugar.
Los trabajadores acababan de salir, probablemente para tomar un almuerzo, pues la aguzada vista de Granate —parte de la herencia que le había traspasado su madre elfa— percibió las sombras borrosas de calidez que su presencia había dejado pero que se evaporaban rápidamente. Tenía poco tiempo para cumplir su cometido. Granate cogió un taburete y se sentó en mitad del taller. Una vez más empezó a interpretar la melodía que entrelazaba la magia y la música mientras cantaba el entresijo de acertijos que conformaban el hechizo.
Cuando hubo completado el encantamiento, Granate cogió el arpa y salió apresuradamente al callejón de atrás. Impaciente por probar su nuevo poder, dejó el arpa sobre los adoquines y con la mano derecha pulsó una única cuerda mientras con la mano libre hacía un gesto hacia arriba. Un relámpago restalló hacia arriba y desapareció en mitad de un banco de nubes.
La lluvia empezó de inmediato. Granate cerró los ojos y alzó la cara para impregnarse de las suaves gotas mientras sonreía al imaginar la reacción que una tormenta de semejantes características causaría en Aguas Profundas. La lluvia en el día de la Fiesta del Solsticio de Verano era un acontecimiento tan inusual que se consideraba como un presagio de infortunio. Utilizaría esa superstición para espolear el creciente descontento que se extendía en Aguas Profundas al tiempo que difundiría rumores de que la inestabilidad del tiempo se debía a la retorcida brujería de Khelben Arunsun. Tal vez era una maniobra de poca importancia, pero Granate era consciente de que gobernantes más poderosos habían perdido el favor de los suyos por menos que eso.
Un soplo punzante golpeó a Granate en la mejilla, y luego otro. Abrió los ojos de par en par y se quedó petrificada. ¡La lluvia se había convertido en granizo! Se guareció en el portal del almacén para que no la alcanzaran los pedazos de hielo cada vez de mayor tamaño. Mientras la horrorizada semielfa observaba, el cielo se oscureció hasta adquirir el color de la pizarra y en la calzada empezó a acumularse la piedra.