—En respuesta a tu pregunta, Wyn —intervino Danilo con celeridad—, el arpa fue el primer instrumento que probé, aunque hace muchos años que no toco. Mi primer maestro fue un bardo educado según el estilo de la escuela de MacFuirmidh. Estaba empeñado en que las canciones antiguas tenían que tocarse en el instrumento original para el que habían sido compuestas.
Danilo palpó las cuerdas y comprobó que todavía conservaba la música en los dedos. Tras meditar un instante, empezó a tocar la introducción a una balada enana, una vieja canción que le había enseñado un trovador procedente del Conservatorio Utrumm de Luna Plateada y que, aunque triste, era una digna exaltación de una gente y un modo de vida que poco a poco desaparecía de la tierra.
Para sorpresa de Danilo, Wyn Bosque Ceniciento empezó a cantar la canción enana con genuina emoción y, al cabo de un instante, también se unió a la melodía Morgalla con su hermosa voz de contralto. Los matices profundos de la voz de la enana acompasaban en un mismo tono el encumbrado timbre de tenor de Wyn y ambas voces se compenetraban como el mejor de los dúos que Danilo nunca hubiese escuchado. Mientras tocaba, el Arpista escuchaba con devoción a los cantantes. En los tonos plateados del elfo se escondía la belleza celeste, mientras que la fuerza rica y femenina de la voz de Morgalla parecía surgir de la terrenal. Tal vez fueran opuestos, pero ambas voces formaban un todo.
Las últimas notas del arpa se acallaron, pero dejaron tras de sí un vínculo entre ambos cantantes que nadie se esperaba. Sus miradas se encontraron durante breves instantes, y luego apartaron la vista, un poco cohibidos. Morgalla respiró hondo y alzó los ojos para observar a Danilo con una expresión desafiante en el rostro, expresión que se tornó de júbilo cuando la audiencia estalló en aplausos.
—¡Hermosa, valiente y con talento! —la vitoreó Balindar, alzando la taza de hojalata como si brindara por la enana.
—Morgalla, tienes una voz entrañable —la alabó Danilo, pero ella se limitó a encogerse de hombros y desviar la vista.
Wyn pidió su instrumento al Arpista y se lo tendió a la enana.
—¿Sabes tocar tan bien como cantas?
Ella soltó un bufido y extendió las manos para que inspeccionaran sus rollizos dedos.
—¿Con esto quieres que toque?
—Estos instrumentos, incluso los de cuerda, se adaptarán a tus dedos —le aseguró Wyn—. ¿Has oído hablar del dulcémele de martillo?
—¿Has dicho martillo? —La enana parecía interesada a pesar del recelo.
El elfo esbozó una fugaz sonrisa.
—Parecen más cucharas que martillos, y las forjan con la máxima delicadeza, pero la idea es la misma. Deja que te lo enseñe.
A una palabra del elfo el arpa se convirtió en una pequeña caja de madera, más ancha por un extremo que por otro y cruzada por varias cuerdas. Wyn cogió un par de baquetas y empezó a tamborilear sobre las cuerdas para mostrar a Morgalla cómo estaban dispuestas las notas, antes de interpretar un fragmento de la melodía que acababan de interpretar.
—Ahora tú —le dijo Wyn mientras le tendía las baquetas.
La enana empezó a tocar, primero con reticencia, pero luego con más deleite, a medida que encadenaba una melodía tras otra. El instrumento era ideal para ella porque combinaba el amor enano por los instrumentos de percusión con la debilidad de Morgalla por la melodía. Las dos batutas se acoplaban a sus manos como si hubiera nacido para dirigir.
Danilo escuchó la canción de Morgalla embelesado a la vez que con sensación de culpa. La enana había acudido a él para aprender más sobre el arte de los bardos, pero él apenas había hecho nada para cumplir sus expectativas o para ganarse su lealtad. La había invitado a cantar en un par de ocasiones, pero aceptó con demasiada rapidez su negativa y no se molestó en averiguar qué se escondía tras su titubeo. Wyn Bosque Ceniciento había demostrado ser más sagaz e inteligente, y Danilo se sentía agradecido con el elfo dorado.
Dan se aproximó más a Wyn.
—Lo has hecho muy bien —murmuró—. Parece que has hecho una conquista.
El elfo no prestó atención al tono de burla que transmitía.
—El amor de Morgalla por la música era evidente. Todo lo que necesitaba eran medios y un poco de estímulo. En cuanto a los demás —Wyn hizo un gesto de asentimiento hacia los mercenarios—, esta música mantendrá sus mentes distraídas de los peligros que nos acechan.
Morgalla se interrumpió al final con un profundo suspiro de satisfacción. Había estado tan enfrascada en la música que se había olvidado de los demás, y al ver que la aplaudían, se levantó, ruborizada y aturdida.
—Haz una reverencia —le aconsejó Danilo con una sonrisa—. Seguro que alguien con tu don apreciará lo que vale un público reconocido.
—Ha sido un momento de nada —respondió la enana en tono irónico—. Te toca, bardo.
Viendo que era mejor no forzarla, Danilo cogió su laúd y regaló a los oyentes una narración subida de tono de una sacerdotisa de Sune —la diosa del amor y la belleza— que aspiraba a convertirse en la cabaretera más popular e infame de Faerun. Cuando más satisfecha estaba la sacerdotisa de su éxito, un explorador, poco impresionado por su grupo de salvajes, le aconsejó que buscara sátiros y tomara clases de libertinaje, cosa que hizo la sacerdotisa una noche, en mitad del verano; el resto de la canción relataba la competición entre la sacerdotisa y los sátiros para superarse en excesos. Era, sin lugar a dudas, la canción más obscena que tenía Dan en su considerable repertorio de relatos subidos de tono.
Después de que se sofocaran las risas y los comentarios jocosos, Danilo se dispuso a interpretar una balada muy diferente. Era un relato histórico sobre una batalla acontecida tiempo atrás entre los Arpistas y una princesa de los elfos drow que esclavizaba humanos para que trabajaran en sus minas. Entonó la canción tal y como la tradición barda se la había enseñado a él, y hacerlo de ese modo era un acto de desafío contra el poder que había hechizado a los bardos y había alterado sus recuerdos del pasado. Wyn asintió con lentitud, pues comprendía lo que pretendía el Arpista con aquel gesto y lo aprobaba.
Cuando acabó la historia, Danilo puso el laúd a un lado y se acercó a Vartain, que se había situado más allá del círculo de hogueras y masticaba un pedazo de carne seca.
—Te toca, maestro de acertijos, cuéntanos una historia.
Vartain se secó los dedos en la túnica y se introdujo en el círculo de luz. Su calva reflejaba la luz de las hogueras como si de una pequeña luna de bronce se tratara, y el juego de luces y sombras que le alumbraba el rostro exageraba los rasgos adustos y prominentes de sus facciones. Morgalla le dio un codazo a Danilo y le tendió un pedazo de papel. En algún momento durante el viaje había encontrado tiempo para hacer un esbozo de Vartain como si fuera un buitre de vientre prominente. Danilo sofocó una carcajada.
—En mi tierra natal se cuenta una antigua historia sobre un hombre adinerado que recibió la bendición de tener dos hijos —empezó Vartain con voz profunda, rica y bien modulada—. Como todos, el hombre se hizo mayor y supo que le quedaba poco tiempo, así que hizo llamar a sus hijos para decirles que no se veía capaz de decidir quién iba a ser el heredero y que había resuelto que participaran en una carrera. Los hijos tenían que partir al día siguiente con destino a Kaddisht, una ciudad situada a treinta y dos kilómetros de distancia. El hijo cuyo camello fuera el último en llegar, sería el heredero.
»Cuando salió el sol, encontró a los dos hombres listos para iniciar la carrera, vestidos con ropa de viaje y montados sobre sus mejores camellos. Su padre les dio la bendición y les deseó lo mejor, antes de que iniciaran la competición. Cada uno de los hijos utilizó todos los métodos que se le ocurrieron para quedarse el último, mientras las bestias se inquietaban cada vez más, hasta que el sol se puso tras el desierto. Al final del día, ¡los dos hombres apenas habían avanzado un centenar de pasos!
»Muy preocupados, los dos hermanos se detuvieron en busca de cobijo en una posada, y compartieron vino y preocupaciones en la barra. Cada uno de ellos disfrutaba de una vida cómoda gracias a su trabajo, y ambos tenían ocupaciones y una familia que atender. La tarea que les había encomendado el padre parecía no tener fin y, deslumbrados por la herencia, corrían el riesgo de perder todo lo que tenían en el desierto que se desplegaba entre la posada y la ciudad de Kaddisht. Al final, contaron al posadero su dilema y, tras meditar un instante, éste les dijo tres palabras a modo de consejo.
»A la mañana siguiente, los hermanos volvieron a poner rumbo a Kaddisht, pero esta vez cabalgaron tan rápido como pudieron. Decidme, pues, ¿qué consejo les había dado el posadero?
Se sucedió un prolongado silencio en el campamento mientras los aventureros meditaban. Uno tras otro, fueron encogiéndose de hombros a modo de rendición.
—Las tres palabras fueron éstas: «cambiad los camellos» —explicó Vartain al fin—. El padre había especificado que el hijo cuyo camello llegara el último se convertiría en el heredero. Así, quien ganara la carrera ganaría también la fortuna.
—Buena historia —admitió Sarna. El mercenario escuálido tomó un sorbo de un frasco de hojalata y luego se secó la boca con el dorso de la mano—. A mí siempre me han gustado los acertijos. ¡Es el segundo mejor modo de pasar el rato en las frías noches de invierno!
—Los rompecabezas sirven para más que eso —replicó Vartain con tono severo—. En la antigüedad, las batallas se libraban en virtud de juegos de acertijos y se seleccionaba así a los herederos de los reinos. La magia puede invocarse a través del planteamiento o la solución de acertijos. —Se aclaró la garganta y continuó con su tono pedante—: Hay muchos tipos de acertijos, jeroglíficos, rompecabezas y enigmas, y todos ellos son un desafío para la mente, desarrollan el carácter y nos enseñan a observar en profundidad y pensar con claridad y precisión.
—Yo sé uno bueno —prosiguió Sarna como si Vartain no hubiese abierto la boca—. ¿Cuántos halflings puede comerse un troll con el estómago vacío? —enfatizó la pregunta con un sonoro eructo.
Varios intentaron dar una respuesta, pero Sarna fue sacudiendo la cabeza una y otra vez. Al final, se volvió hacia Vartain con una sonrisa presuntuosa.
—¿Quiere intentarlo, maestro?
Vartain alzó su aguileña nariz.
—Las chanzas no tienen nada que ver con el arte de los acertijos.
—¡Uno! —exclamó Sarna regocijado—. Un troll sólo puede comerse un halfling con el estómago vacío. Después del primero, ¡su estómago ya no está vacío!
—Yo también sé uno —intervino Orcoxidado, un delgado arquero apodado así por el tono herrumbroso de sus cabellos entrecanos—. ¿En qué se parece un brujo a una cortesana?
—Ése lo sé yo —replicó Danilo—. En que ambos hacen cábalas.
Todos los que escuchaban soltaron un gruñido y varios lanzaron galletas sobre el maestro de acertijos aficionado, pero Orcoxidado se limitó a esquivar los misiles amistosos con una sonrisa en los labios.
Vartain no parecía tan contento.
—Si me disculpáis, tengo que retirarme —se despidió en un tono pétreo, antes de desplegar su márfega y tumbarse de espaldas a los viajeros.
—Retirarse, ¿eh? No le gusta la competencia —se mofó Morgalla. Los mercenarios soltaron una risotada, lo suficientemente divertidos para prorrumpir en carcajadas a expensas del maestro.
—Es hora de cantar una canción. —Danilo se dirigía a Wyn, pero hizo un ligero ademán en dirección a la rígida espalda de Vartain. Tan inteligente como era el maestro y parecía no tener ni idea de cómo lo veían los demás, «pero ahora no es momento de ilustrarlo», musitó Danilo. Quizás algún día hablaría del tema con Vartain, pero el maestro de acertijos necesitaba concentrarse en el desafío que tenían por delante.
Así que el juglar cogió la lira y empezó a entonar un aria sobre la tierra natal de los elfos, una isla de belleza, magia y paz. Durante la primera parte de la canción, Elaith estuvo recostado contra un árbol en un extremo del campamento, jugueteando con sus ágiles dedos con una diminuta daga enjoyada. Mientras Wyn cantaba, la expresión angulosa del elfo pareció suavizarse y adquirió una expresión casi pensativa, y cuando acabó, Elaith se situó en mitad del círculo de hogueras.
—Me he dado cuenta de que llevas una flauta de cristal, de las que se forman en las cavernas de los elfos salvajes de Siempre Unidos —comentó con voz pausada señalando la flauta verde traslúcida que colgaba del cinturón del juglar—. ¿Conoces, por casualidad, alguna de las danzas de la espada que tan famosas son en la orilla norte de la isla? ¿Por ejemplo,
El fantasma del olmo
?
A modo de respuesta, Wyn sacó la suntuosa flauta de la funda protectora e interpretó una retahíla de notas.
—Sí, ésa es —corroboró Elaith, encantado, al tiempo que se volvía hacia sus hombres—. Necesito vuestras espadas. Puñales y dagas, también, por favor.
Confusos, los mercenarios le tendieron sus armas.
—Teniendo en cuenta la compañía de la que disfruto estos días, prefiero mantener mis dos espadas a mano —objetó Danilo en tono alegre—, si no te importa.
—Por supuesto que no —replicó Elaith con la misma jovialidad—. Te van a servir de mucho, desde luego. .
El ceño de Morgalla se frunció al oír el insulto a Danilo.
—Este elfo está empezando a molestarme como una torcedura en el pie —musitó mientras observaba cómo Elaith disponía las armas según un intrincado diseño de cruces y círculos.
Cuando hubo acabado, hizo un gesto de asentimiento hacia el juglar elfo y se colocó en el punto preciso en el centro del dibujo. Al empezar a sonar las primeras notas de una tonada lenta y armoniosa, el elfo de la luna se dispuso a bailar taconeando entre las espadas cruzadas, alternando la punta y el talón.
Mientras Danilo admiraba la fluidez de sus movimientos, se dio cuenta de que Elaith no había añadido sus propias armas a la disposición y que el elfo llevaba, al igual que Danilo, una espada en cada cadera. De hecho, algo en una de las dos hojas de Elaith le resultaba familiar.
Los ojos del Arpista se empequeñecieron al darse cuenta de la naturaleza del arma que llevaba el maleante elfo. Era una hoja de luna, una antigua espada elfa que pasaba de generación en generación. Una hoja de luna era capaz de juzgar el carácter de su portador y, antes que confiar su poder mágico a un heredero que no lo mereciera, era capaz de quedarse en estado latente. Danilo sabía que Elaith poseía una de esas espadas y también que el rechazo de la espada hacia el elfo había sido la semilla que había dado fruto a una vida de traiciones y crímenes. ¿Por qué la llevaría ahora puesta el elfo?