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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Canción Élfica (20 page)

—Lo comprendo —convino el dragón, con un deje de sarcasmo en su resonante voz—. Bienvenido al bosque, Vartain de Calimport. No me sucede a menudo que me ofrezcan la posibilidad de retar a alguien como vos. Si me dejáis un minuto para pensar, os ofreceré una adivinanza digna de vuestro talento.

—Primero, gran Grimnoshtadrano, permitidme mencionar mi propia recompensa —añadió Vartain, ante las miradas de incredulidad de Danilo y Morgalla—. Deseo recuperar cierto artefacto elfo que fue visto por última vez en Taskerleigh.

El dragón soltó un bufido.

—Demasiado tarde. Lo cambié por una canción, si os interesa saberlo, pero no fue un cambio muy ventajoso, considerando que vosotros tres sois los primeros que respondéis a ella.

—¿A quién, si puede saberse?

—Cada cosa a su tiempo, si no os importa —replicó Grimnosh—. Os daré esa información como recompensa si sois capaces de responder a mi acertijo. ¿De acuerdo?

Vartain inclinó la cabeza con apostura. El dragón tamborileó con las garras sobre su mandíbula cargada de colmillos y el tintineo metálico produjo un sonido mortificante. Al final, Grimnosh se aclaró la garganta, exhalando al hacerlo una nube de gas apestoso que olía a huevos podridos, y pronunció su adivinanza:

El reino del rey Khalzol desapareció hace tiempo.

Cuatro pasos te llevarán hasta su entierro:

El primero antecede a lo que se nombra,

en el segundo no existen sombras,

el tercero es eterno.

Decidme dónde está el sueño.

—Y ahora, dime, ¿por qué los súbditos del rey Khalzol lo enterraron en un ataúd de cobre?

El silencio se impuso en el calvero durante largo rato. Danilo le dio un codazo al maestro de acertijos y se acercó a su oído.

—Porque estaba muerto… —susurró sotto voce.

Vartain lanzó una mirada asesina al joven.

—Deja estos asuntos en mis manos —siseó en un tono feroz antes de volverse hacia el dragón—. Este jeroglífico es un clásico y se compone de varios acertijos encadenados cuyas respuestas nos dan la solución —anunció en voz alta—. Es un jeroglífico elegante, a buen seguro, y desconocido para mí. De todas formas, he aquí la respuesta:

«¿Qué antecede siempre a lo que se nombra? El artículo, por supuesto. Y el artículo por excelencia debe de ser el masculino el. Decidme un lugar donde no existan sombras…, un lugar sin vegetación, yermo y desprovisto de cualquier tipo de vida: un páramo. Tenemos, pues, dos acertijos solucionados. Nos falta el tercero, pero cierto es que lo eterno se nos antoja siempre interminable. Así, concluimos que la resolución al enigma es: el páramo interminable. Porque junto al Páramo Interminable se alzan las montañas de Cobre. Por supuesto, el material del ataúd es la clave que confirma que la respuesta es correcta. —Vartain se quedó en silencio con la barbilla alzada y pose expectante.

El dragón se examinó las zarpas con aire satisfecho.

—Pensé que ibais a decir eso —rugió.

Vartain alargó el brazo para coger el pergamino pero el dragón ahuyentó la mano del hombre con un meneo de su cola.

—Los humanos tenéis siempre tanta prisa… —se mofó—. La respuesta a la pregunta de por qué sus súbditos enterraron al rey Khalzon en un ataúd de cobre es más simple de lo que crees y lamento decir que la razón no tiene nada que ver con el lugar donde está su tumba. Lo enterraron, querido maestro, «porque estaba muerto».

—Y no era el único —musitó la enana.

—Pero hablando con propiedad, su rompecabezas no era un acertijo —protestó Vartain en tono ofendido—. ¡Era una adivinanza!

Morgalla soltó un bufido, exasperada.

—Era una adivinanza —remedó suavemente—. Quedará muy bonito en tu lápida, si queda alguien para esculpirlo.

Con dos garras el dragón alzó a Vartain por la parte de atrás de la túnica. Se quedó mirando pensativo al maestro que pendía colgado en el aire y luego, con los nudillos de la garra que le quedaba libre le acarició la calva como quien pule la piel de una manzana. El efecto fue escalofriante, la intención obvia.

—¡Espera! —gritó Danilo, antes de plantear con rapidez el segundo reto—. Si no conseguís responder al acertijo que os voy a decir, nos dejaréis marchar a todos, con el pergamino como única recompensa. Pero si lo acertáis, me quedaré aquí como sirviente vuestro hasta el final de mis días.

—Mmmmn, sería bonito tener un músico a mano —musitó Grimnoshtadrano. Sostuvo a Vartain lo más alejado que le permitía la longitud de su pata y lo examinó. El vientre en forma de caldero y las piernas arqueadas y escuálidas del maestro le conferían la dignidad y el atractivo de una rana cautiva—. Y, además, éste parece poco apetecible. —El dragón soltó a Vartain, que desapareció con un gruñido tras un espeso matojo de helechos.

—El acertijo es en forma de canción —empezó Danilo mientras cogía el laúd.

—¿De veras? ¡Qué divertido! —Grimnosh se sentó como si fuera un gatito desvelado, apoyando su enorme cabeza sobre una de sus patas delanteras—. Soltadlo ya.

Danilo empezó a entonar los primeros compases del hechizo musical que Khelben le había dado, con la esperanza de que surtiera efecto antes de que el dragón reconociera el engaño. Y también confiaba en que funcionara. Había practicado el acompañamiento con el laúd, aprendido la melodía y memorizado las palabras antiguas, pero no se había atrevido a combinarlas hasta ese momento.

Cuando tocó la primera nota, una ola de poder pareció recorrer su cuerpo y acabó fluyendo con la melodía. Aunque Danilo no podía decir con exactitud de dónde procedía, el contacto con la magia le resultaba extrañamente familiar. Tuvo la curiosa sensación de que había estado siempre en sus canciones favoritas, como una sombra que se empeñaba en desvanecerse por el rabillo del ojo. Un torrente de hilaridad le acometió mientras cantaba y tocaba y tuvo una sensación de satisfacción más profunda de lo que había sentido en su vida.

El efecto sobre el dragón fue igualmente profundo. Sus enormes ojos dorados adquirieron una expresión soñadora y distraída. La larga cola seguía moviéndose pero el complejo diseño de sus balanceos se fue simplificando hasta convertirse en un sencillo vaivén y acabó moviéndose al compás de la música como si fuera una lánguida cobra que bailara al son de un encantador de serpientes de Calashite.

Cuando Danilo pensó que el dragón estaba debidamente embrujado, hizo un gesto de asentimiento a Morgalla, que avanzó, llena de excitación, para tirar del pergamino que había quedado debajo del codo del dragón.

¡Demasiado pronto! Un profundo rugido emergió del interior de la garganta del dragón mientras forcejeaba internamente para librarse del hechizo. Morgalla reculó con lentitud mientras Danilo seguía cantando. Por un momento, pensó que el dragón volvería a asentarse.

Pero de repente se agitó el matojo de helechos y asomó la cabeza de Vartain. El maestro de acertijos parecía perplejo y se balanceaba como un pimpollo en mitad de un vendaval. Grimnosh empezó a estremecerse y sacudirse como si lo hubiesen despertado de un sueño profundo. Su cola interrumpió el balanceo rítmico y empezó a oscilar de forma agitada.

—Apartaos, locos —espetó Elaith desde su escondite.

Antes de que pudiesen responder, Grimnosh enfocó la vista y sus ojos destilaron malevolencia al tiempo que se hinchó su pecho cubierto de escamas mientras cogía aire. Vartain se colocó la cerbatana en los labios e hinchó los carrillos. Un bote diminuto salió proyectado directo hacia el dragón y desapareció en la terrible mandíbula en el preciso instante en que el dragón abría la boca para atacar.

El resultado fue inmediato y espectacular. Una explosión estalló en el calvero, ahogó el fuego del campamento y arrancó hojas de los árboles cercanos. La fuerza de su impacto arrancó el laúd de manos de Danilo e hizo que diera tumbos por el suelo. El hombre se esforzó para ponerse de pie, incapaz de oír otra cosa que aquel doloroso zumbido en los oídos. Cuando se le aclaró la visión, vio al sorprendido dragón tumbado de espaldas junto a los restos de la hoguera. La lengua le caía por la comisura de su boca abierta y las escamas color dorado que cubrían su abdomen brillaban a través de las volutas de humo que se iban disipando. El Arpista tosió y sacudió las manos para despejar el humo apestoso, antes de echar una ojeada en busca de sus compañeros.

Su primer pensamiento fue para Morgalla pues era ella quien más cerca estaba del dragón, pero no tenía que inquietarse porque la enana estaba ya en pie, con el pergamino sujeto con gesto triunfante y una ancha sonrisa en los labios. Se alejó a toda prisa del calvero con Elaith y Wyn pisándole los talones. Balindar avanzaba con más lentitud, un poco tambaleante y apretándose los oídos con las manos.

Danilo miró a su alrededor en busca de Vartain. El maestro de acertijos había caído de bruces entre los helechos y la cúpula bronceada de su calva era apenas visible entre el pisoteado follaje. El Arpista cogió a Balindar del brazo e hizo un gesto en dirección al maestro inconsciente. El hombre fornido miró a Vartain, frunció los labios y sacudió la cabeza. Danilo se sacó un anillo de ónice del dedo y lo tendió al mercenario, antes de señalar de nuevo. Con una sonrisa, Balindar se apoderó del anillo y, antes de seguir a los demás, se cargó a Vartain al hombro.

Danilo fue el último en abandonar el claro. Alzó el laúd y se pasó la correa por encima del hombro, antes de contemplar al estupefacto dragón. El enorme pecho de Grimnosh se alzaba y caía a un ritmo ligero pero regular. Todo su instinto indicaba a Danilo que tenía que salir huyendo de inmediato, pero el trato que acababa de cerrar con Balindar lo forzaba a considerar ciertas cosas, así que se acercó al dragón, cogió el cofre y lo introdujo en su bolsa mágica. El botín desapareció sin dejar rastro y él echó a correr por el sendero, con el laúd balanceándose a ambos lados al compás de sus zancadas.

La expedición de Música y Caos se reagrupó a casi dos kilómetros de distancia. Los tres caballos desbocados habían sido capturados y tranquilizados cuando Dan llegó, y Vartain se recuperó gracias a repetidas dosis de rivengut que Sarna le daba de un frasco. El rostro de Morgalla se veía cubierto de polvo y magulladuras, pero no parecía que la enana tuviese ninguna herida de consideración.

Dan sacudió la cabeza, perplejo, y se sentó en una enorme roca a su lado. Luego, le pasó el brazo por los vigorosos hombros y le dio un abrazo.

—Gracias a la Forja Eterna que eres enana —murmuró, cogiendo prestado el término de la mitología de su propia gente.

—Te aseguro que yo también lo digo —respondió Morgalla con un guiño—. En voz alta y a menudo.

El último haz de plata del crepúsculo se esfumó tras el mar de las Espadas, y en el distrito de los Muelles de Aguas Profundas los tratos mercantiles se tornaron tan oscuros y misteriosos como el mar que había detrás. Aquellos que conocían la ciudad y deseaban ver salir el sol a la mañana siguiente sabían qué callejones evitar y qué tabernas servían peligros junto con cerveza aguada. Por eso, la patrulla de vigilancia asignada al extremo más meridional del muelle se sorprendió al encontrar un amplio y ruidoso grupo de mercaderes apiñado en la esquina de la calle del Malecón con la calle del Muelle.

—¿Hay algún problema? —preguntó la dirigente de la patrulla con toda la educación que pudo, teniendo en cuenta que intentaba hacerse oír por encima del estruendo de tres docenas de voces enojadas.

—¡Creo que sí! —El interlocutor era Zelderan Guthel, el cabecilla del Consejo de Granjeros y Tenderos, y sus palabras parecieron calmar un poco los ánimos de la multitud. Entre otras ocupaciones, el gremio alquilaba sus almacenes para mercaderes de todo tipo. La enojada multitud se congregaba ante un gran almacén de piedra y madera construido para abastecer la ciudad de cereales en invierno. Fuera de temporada, se utilizaba para guardar las mercancías exóticas que se fabricaban o importaban para la venta en la Fiesta del Solsticio de Verano.

—¡Esto es una instalación pública, y protegerla es responsabilidad de la ciudad! ¿Qué se supone que intentan hacer? —Un rabioso coro de murmullos acompañó la pregunta del jefe del gremio.

La capitana se rascó la barbilla.

—¿Hacer? Esta zona está bien patrullada. ¡Revisamos este almacén casi cada treinta minutos!

—Pues el que vació el lugar tardó menos que lo que se tarda en servir un cocido —rezongó un enano con el delantal manchado de cerveza—. Mi taberna tenía más de un centenar de barriletes de aguamiel ahí almacenados. La ciudad debería hacer algo al respecto, ¡es todo lo que tengo que decir!

—Siempre lo hacemos. —La capitana cogió un cuaderno pequeño y una pluma de su bolsa—. Haré un informe completo —prometió, y empezó a apuntar el nombre del enano y las pérdidas.

Aparecieron otros por detrás y empezaron a recitar listas de objetos perdidos al tiempo que exigían que se tomaran medidas. En cuestión de minutos, los cuatro miembros de la patrulla de vigilancia quedaron fuera de la vista, rodeados por una airada multitud de mercaderes que se peleaba por presentar su informe. Según todas las apariencias, la multitud no tenía intención de apaciguarse.

El repiqueteo de los cascos de los caballos resonó por las callejuelas cercanas mientras los refuerzos acudían desde otros puestos. El primer vigilante que llegó al lugar alcanzó a ver el destello verde y dorado de una cota de malla en mitad de la enfurecida multitud, y dedujo lo que parecía una conclusión razonable. Blandiendo una gruesa porra en la mano, cabalgó en mitad de la multitud, golpeando a diestro y siniestro para abrir un camino por el que pudiese escapar la acorralada patrulla.

Los mercaderes recularon y dejaron al descubierto a los cuatro miembros de la patrulla regular. La capitana de la patrulla «rescatada» se quedó mirando al vigilante presa de horror e incredulidad. En sus manos sostenía no un arma, sino un cuaderno y una pluma.

El silencio que se abatió sobre la masa de gente fue profundo e incómodo. El posadero enano de la taberna fue el primero en romperlo.

—La ciudad debería hacer algo, es todo lo que tengo que decir —murmuró, acariciándose un chichón que tenía en la frente producto de la porra del vigilante.

Las olas rompían contra la superficie de madera y rociaban el aire con agua salada. Lucía Thione dio un brinco hacia atrás para que no se le estropeara la falda de seda.

—¿Dónde estará ese Hodatar? —preguntó irritada.

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