Kitten se bebió el resto de su cerveza antes de ponerse de pie con un revuelo de brocados y encajes.
—Iré yo. Primero pasaré por el palacio a visitar a Larissa. —Y desapareció por una de las cuatro puertas de la estancia.
—Entonces, por hoy ya hemos acabado —concluyó el archimago, levantándose de la silla.
—Antes de irte, Khelben, deberías escuchar algo —intervino Durnan. El posadero abrió la puerta que comunicaba con el almacén de la taberna. Khelben y Brian intercambiaron una mirada de incredulidad, pero lo siguieron. Se abrieron camino entre viejos barriles y cajas apiladas hasta el techo, hasta que Durnan abrió una rendija la puerta e hizo un ademán a los hombres para que se acercaran.
—¡Te digo que es cierto! —protestó una voz de borracho al otro lado de la puerta.
—¡Eh, ¿cómo es posible?! Eso haría que el hechicero viviera más que el dragón —comentó un segundo hombre.
—Vale, es cierto —convino una voz jactanciosa de mujer—, y Danilo tiene que enterarse. Es pariente de Khelben y le gusta la tradición familiar. ¿Os acordáis de esa historia obscena tan divertida que suele contar de su tía abuela Clarinda Thann…?
—Cállate, Myrna. —La voz por lo general ronca de Galinda Raventree sonó especialmente chillona mientras silenciaba a su rival—. Khelben siempre está castigando a Dan porque lanza esos hechizos tan monos e inofensivos, y esta canción es justo el modo que tiene Dan de subírsele a la barba al viejo.
—Bien dicho, mujer —corroboró una voz resonante con ligero acento de Cormyr—. El joven bardo cuenta una historia buena, os lo aseguro, pero la canción no es así.
—¡Oigámosla otra vez! —pidió otro.
El sonido del laúd acalló el debate y, tras una retahíla de notas, empezó a oírse una voz de mujer en un tono profundo y ronco que era a la vez seductor y femenino. Khelben reconoció la voz como del Juglar Enmascarado, una misteriosa mujer que vagabundeaba por el distrito del Castillo y que a menudo ofrecía conciertos al aire libre en las noches de verano en la plaza del Bufón. Su nombre y su origen daban pábulo a muchas especulaciones en la ciudad: unos aseguraban que se trataba de una dama loca; otros, una espía zhentarim; los demás, un agente Arpista. Fuera lo que fuese, la canción que entonó no dejó lugar a dudas a Khelben de que había sucumbido a la maldición extendida sobre los bardos.
En el año del Sepulcro, un vuelo repentino
condujo al sabio a una tierra donde las sombras se veían nacer
y el Malaugrym, armado con su mutante poderío,
lo siguió de regreso a la luz del amanecer.
Los Arpistas se unieron para repeler de las bestias el acecho,
con magia, y acero, y un báculo fuerte y negro como provecho.
Durban dio un codazo a Khelben en las costillas.
—Dicen que tu sobrino escribió esa canción, pero no puedo creer que el chiquillo hiciese eso. Si la escuchas entera verás que habla mucho de ti, y también de Elminster, y os sitúa hace doscientos años. ¿Quién podría haber hecho una cosa así?
—Ojalá lo supiera —musitó Khelben, indicándole con un gesto que callara para poder oír las palabras. Los versos siguientes lo dejaron todavía más inquieto. Era evidente que la canción se basaba en una de Danilo, y el incidente al que hacía referencia había sucedido durante las guerras de la Estrella del Arpa, Era un episodio oscuro de hacía más de doscientos años. Khelben sabía que Danilo era versado en historia sobre los Arpistas y en saber popular, pero la canción que Danilo había escrito no era más que una velada alegoría; las palabras de esa balada describían las batallas, nombraban a muchos de los Arpistas que habían caído en la guerra, y advertían sobre la amenaza constante que ofrecían los pocos Malaugrym mutantes que habían sobrevivido. Con una creciente sensación de temor, Khelben se dio cuenta de que fuera quien fuese el autor del cambio en la balada, debía de haber participado en los sucesos.
El archimago rebuscó en su mente en busca de los nombres de los Arpistas que habían sobrevivido a aquellos tiempos para ver quién podía seguir con vida. Tal vez un superviviente de aquella época se había apartado del camino de los Arpistas y se había torcido tanto que había sobrevivido a la muerte como un cadáver. Eso explicaría muchas cosas, porque un hechicero incorrupto de gran poder podría ser capaz de conjurar un hechizo que pudiese cambiar las mentes y las memorias de los bardos.
La balada abría asimismo otro interrogante. Khelben había hecho todo lo humanamente posible para suprimir la balada sobre el malentendido de Laeral con un artefacto diabólico, pero la canción circulaba por todas partes e iba divulgando las especulaciones y la desconfianza. Había muchas otras cosas en la vida de Khelben que era mejor que permanecieran ocultas, pero alguien parecía determinado a airearlas. Aunque los parentescos de Khelben era algo conocido y su árbol genealógico estaba abierto a todo aquel que quisiera investigar, la historia de su vida era en realidad un préstamo. Pocos conocían su verdadera edad, o los secretos de su pasado, o el alcance de su poder. De hecho, el control que Khelben ejercía sobre los asuntos de Aguas Profundas era mucho menor de lo que él era capaz de hacer, pero pocos iban a creer eso si sus secretos veían la luz.
La estrofa final de la balada del Juglar Enmascarado pareció poner música a los últimos pensamientos inquietos de Khelben.
Como una vaina de algodón cuyas semillas desperdiga el viento
impulsadas por el aire o por el abrazo del mar,
la magia no puede dominarse cuando la puerta se ha abierto
ni la vaina recomponerse cuando las semillas se van.
Desconfiad, pues, de aquellos que pueden abrir esas salidas.
Y llevad el castillo Puerta del Infierno a nuestra más profunda orilla.
La taberna entera se sumió en un silencio profundo y siniestro. La historia y las leyendas estaban repletas de narraciones que aconsejaban desconfiar de la magia que se tornara demasiado poderosa, y la línea final de la balada contenía una consigna habitual del desastre. De todos era conocida la historia del castillo Puerta del Infierno y de un mago ambicioso que había abierto una puerta al Abismo. A través de ella habían fluido a la luz demonios, diablillos y otros funestos habitantes que habían destruido un reino entero y habían sobrevivido hasta la fecha atacando a algún viajero e incitando de vez en cuando a la guerra en Luna Plateada. El peligro de que una magia poderosa se convirtiera en fracaso era real, y la posibilidad de que eso sucediera la tenían demasiado cerca.
—Es verdad, creedme —insistió Myrna, y esta vez nadie osó contradecirla.
Durnan apoyó una mano en el hombro de Khelben.
—Yo que tú saldría por la puerta de atrás, amigo.
Wyn Bosque Ceniciento continuó cantando hasta que los aventureros llegaron a un lugar seguro, cuando ya habían dejado atrás la calzada y las primeras estrellas empezaban a titilar. Danilo fue el primero en romper el sepulcral silencio.
—Ha sido increíble, fuese lo que fuera. Pero, ¿qué era?
—Un canto hechizador —musitó Elaith como para sí. Por una vez, la compostura impertérrita del elfo de la luna parecía alterada, y ahora miraba al juglar con respeto—. Un raro tipo de magia elfa que es capaz de hechizar a cualquier criatura viviente. ¡Ahora comprendo por qué te atreves a enfrentarte a dragones con un ejército de tres personas! Pocos entre los elfos poseen ese don, y nunca había visto una proeza semejante.
Danilo acercó su montura a la de Wyn.
—¿Puede enseñarse el arte del canto hechizador?
—Como en cualquier otro tipo de magia, se requiere cierta aptitud, pero, como es habitual en otras disciplinas, el canto hechizador se aprende gracias a la práctica y el estudio.
Danilo asintió con expresión meditabunda.
—¿Estás diciendo que los humanos también pueden aprenderlo?
—¡No, no dice eso! —replicó Elaith, que mantenía la cabeza en postura arrogante. Respiró hondo como si fuera a añadir algo, pero de repente su expresión se petrificó y desapareció tras una máscara inexpresiva. El elfo de la luna ladeó su montura y cabalgó al galope hacia la orilla del río hasta detenerse en un claro y llamar a los demás para montar el campamento.
Aunque parecía mentira, Danilo comprendía la actitud de Elaith. El elfo desconfiaba de los humanos y desde pequeño se le había inculcado el deseo de mantener su cultura intacta y aislada de los demás. Elaith Craulnober era el último miembro de una antigua familia noble, nacido en Siempre Unidos y educado en la corte real. La magia de Wyn recordaba a Elaith su esencia, pero también se burlaba de él por lo que no era. Danilo lo comprendía, pero también creía con firmeza que él podría aprender la magia de la canción elfa sin que ello significara una pérdida para los elfos.
Se volvió hacia Wyn, que había seguido cabalgando en silencio junto a él. El elfo dorado iba desplomado sobre la montura, agotado por el poderoso hechizo que había invocado.
—Me gustaría aprender más sobre ese tipo de música —comentó Danilo, pensativo—. ¿Estarías dispuesto a enseñarme?
El juglar tardó bastante rato en responder, pero Danilo insistió.
—Confío en que no albergues la misma hostilidad ni las mismas creencias que nuestro amigo —añadió, haciendo un gesto hacia Elaith, que ya estaba dirigiendo la partida de mercenarios para que encendieran un círculo de hogueras que les permitiese cocinar la cena y al mismo tiempo ahuyentar a los depredadores. La escena mostraba una total camaradería entre ellos, pues Morgalla trabajaba al lado de Balindar mientras iba levantando, con su hacha diminuta, astillas de madera.
—Hostilidad, no —respondió Wyn con calma—. Por favor, discúlpame.
Con esas palabras, el juglar elfo desmontó y se encaminó hacia los que estaban trabajando, dirigiéndose a Morgalla en tono amistoso. La enana hizo un alto en su trabajo y alzó la vista, con un gesto de recelo estampado en sus anchas facciones.
Cuando estuvo a solas, Danilo parpadeó varias veces, completamente petrificado. Aunque Wyn había mostrado gran amabilidad desde su primer encuentro, el significado de sus acciones era claro. Puestos a elegir entre enseñar magia elfa a un humano o sufrir —¡e incluso buscar!— la compañía de una enana a la que hasta el momento había evitado, el juglar no tenía dudas.
—Bueno, está bien regresar al terreno conocido —musitó Danilo para sí mientras descendía de la montura—. Toda esa popularidad, respeto y aclamaciones que me dispensaban en Aguas Profundas empezaba a agobiarme un poco.
Los peligros de las marismas parecían lejanos cuando empezó a chisporrotear en el fuego la carne para la cena, eclipsados, tal vez, por la enormidad de la tarea que tenían por delante. Por muy terroríficos que pudiesen parecer aquellos tubos anfibios, los dragones eran las criaturas más poderosas de la tierra, las más diabólicas e impredecibles. Quizá como contrapunto del peligro que les esperaba, los miembros de la expedición Música y Caos parecían dispuestos a que la noche antes de la confrontación fuera un festejo.
Unos peces humeaban en el fuego, sazonados con hierbas que Danilo había extraído de su bolsa mágica —«No viajes nunca sin ciertas comodidades», había comentado a Yando, el cocinero del grupo—, y las trufas que Vartain había localizado bajo un grupo de viejos robles habían sido añadidas al arroz que se cocía en un puchero. Mientras los viajeros comían, Wyn estuvo amenizando la velada con canciones que había ido recopilando tras años de viajes entre hombres del Norland, ffolk de las Moonshaes y una docena de reinos de Faerun.
Morgalla estaba sentada sobre un leño, a pocos metros del fuego, comiendo trozos de pan y de pescado mientras escuchaba cantar a Wyn. La verdad es que todos parecían embelesados con las canciones del elfo. Mientras observaba el círculo de mercenarios, una sospecha empezó a formarse en la mente de Danilo. Viendo lo que Wyn era capaz de hacer hechizando a monstruos con forma de rana, ¿qué efecto tendría su música sobre la gente? ¿Sería posible que el poder de la música elfa controlara su voluntad?
Tras limpiarse los dedos con un pañuelo, Danilo se retiró a las sombras que quedaban más allá del círculo de pequeños fuegos que bordeaban el campamento. Aunque no le agradaban los recelos que sentía, tenía que asegurarse de que la habilidad mágica de Wyn no pusiera en peligro su misión. Empezó a invocar un conjuro, un simple hechizo que podía detectar el uso de la magia.
Wyn dejó de cantar y, gracias a su aguzada visión, pudo ver a través de las sombras que ocultaban al mago.
—El instrumento es mágico, pero la canción no —comentó apaciblemente. Se levantó y le tendió la lira plateada—. Ven, pruébalo tú mismo. Esto es una lira mutante y, si lo pides, puede convertirse en cualquier otro instrumento que desees de este tamaño o inferior. Pero, por favor, no pidas una gaita —suplicó con una fugaz sonrisa.
—Eso no hace falta que me lo digas —accedió Danilo mientras se reincorporaba al círculo. Examinó la lira con gran interés, pues nunca había tenido un instrumento como aquél en las manos a pesar de que había oído hablar de ellos.
—Un rabel, por favor —pidió, y la lira se convirtió de inmediato en un instrumento largo, con forma de pera, que parecía vagamente un laúd pero que se tocaba al igual que el violín con un arco de pelo de caballo. Danilo volvió a hablar y el rabel se convirtió en un tipo de arpa inusual que nunca había visto. El instrumento era de un pálido color madera cuya textura había sido esculpida con diminutas conchas marinas, además de veleros, sirenas y gaviotas. Danilo devolvió el instrumento mágico, impresionado.
—Yo soy muy aficionado a la música de arpa pero no sé tocar —comentó Wyn pensativo mientras volvía a colocar el arpa en manos de Danilo—. ¿Querrás hacer los honores?
—Por supuesto —intervino Elaith con voz suave y los labios curvados en una cortés sonrisa—. Nimia tarea para alguien que se llama a sí mismo Arpista y aspira a enfrentarse con dragones legendarios.
—Hablando de leyendas, elfo, he oído tu nombre en más de una ocasión —observó Morgalla en tono casual mientras pinchaba un pedazo de pescado con un cuchillo de caza de aspecto ajado—, aunque siempre se habla de ti como un reptil en esas historias. ¿Por qué será, lo sabes?
—Una serpiente —corrigió Vartain—. Es por su gracilidad en la batalla y la rapidez de sus ataques.
—Si repta, para mí son todas iguales —replicó la enana con un encogimiento de hombros.