La situación al norte de Aguas Profundas era más amarga de lo que Texter había temido.
Desde la atalaya que le proporcionaba su enorme caballo de guerra, el paladín inspeccionó los campos arruinados que lo rodeaban. En esa época del año, la segunda cosecha de heno debería haber llegado a la altura del corvejón, pero el caballo estaba de pie rodeado de brotes enanos y zarzas. Aquel campo, por su situación cercana a la linde de la espesura, habría sido plantado como forraje, pero lo mismo podía decirse de los cultivos que había visto plantados cerca de la seguridad de las aldeas campesinas. Durante días y días Texter había cabalgado para contemplar escenas de desolación, y a lo largo del camino había visto que todo seguía un peculiar diseño. Las cosechas habían quedado arruinadas alrededor de la ciudad, pero a medida que cabalgaba hacia el norte, la zona perjudicada se iba haciendo más estrecha. Fuera lo que fuese o quienquiera que hubiera causado el desastre, había dejado un camino nítido y aparentemente de forma deliberada.
Dejando a su espalda los escuálidos campos, Texter se encaminó al norte hacia las primeras congregaciones de árboles que marcaban el inicio del bosque. Mientras avanzaba en dirección al río Dessarin, se dio cuenta de que incluso la arboleda había quedado arruinada en las zonas por donde pasaba ese misterioso trayecto. Helechos ajados, pedazos de musgo negro sobre leños caídos y los árboles de las cercanías envueltos en un extraño silencio por falta de pájaros y animales de reducido tamaño.
Un grito de mujer resonó por detrás de una pequeña colina y Texter azuzó a su montura para acercarse galopando al punto de donde parecía proceder el sonido. Mientras urgía al corcel para que cruzara la cima de la colina, vio a los pies el río y el origen del alarido.
Cerca de la ribera, dos orcos verde grisáceos jugaban con una joven mujer. Habían dejado las armas a un lado y la hacían girar de mano en mano como si jugaran cruelmente a pillarla. El tono rojizo de los primeros rayos de sol se reflejaba en sus ojos y sus colmillos relucían de gozo perverso ante el terror de la mujer.
Texter desenfundó su espada y bajó a la carga por la colina. El estampido de los cascos del enorme caballo hacía tambalearse el suelo y los sorprendidos orcos echaron a la aterrorizada mujer a un lado y se apresuraron a coger sus armas. El primer orco agarró su hacha y se incorporó justo a tiempo para enfrentarse a la primera estocada que le lanzaba Texter. Con el mismo impulso que llevaba, el paladín decapitó al orco y la cabeza salió disparada para acabar zambulléndose en el río y ser arrastrada por la impetuosa corriente.
El segundo orco saltó por encima del cuerpo caído de su hermano sosteniendo en la mano una maza con púas. El corcel de Texter, entrenado para el combate, esquivó ágilmente el encontronazo mientras el paladín arremetía con la derecha con la parte roma de su espada, alcanzando al orco en el morro y haciendo recular a la bestia. La espada de Texter embistió de nuevo y arrancó no sólo un pedazo de pellejo gris del pecho del orco sino también un mechón de pelo basto. Su última acometida encontró el corazón de la criatura, que se desplomó sobre el suelo, ensangrentado.
Texter desmontó para acercarse a la mujer que estaba encogida y sollozaba.
—Tranquilizaos, mujer —murmuró—. Estáis a salvo.
La mujer alzó unos ojos verdes como el mar para observarlo y el paladín vio que unos lagrimones le caían por las mejillas. Era sorprendentemente joven, no contaría más de quince inviernos, y era hermosa a pesar de las lágrimas. Llevaba el pelo castaño recogido en dos trenzas y tenía un rostro de mejillas suaves como manzanas y salpicadas de pecas.
Supuso que sería una campesina, probablemente de la aldea que quedaba cerca de Yartar, pero le sorprendía que estuviese tan lejos de casa. Sin embargo, el motivo de su viaje estaba junto a ella: un cesto medio lleno de los helechos cabeza de violín que crecían en las calmas aguas de la ribera del río. Esas hierbas eran una exquisitez, cocinadas al vapor y servidas con una punta de manteca, y debido a la escasez de las cosechas debían de ir ahora muy buscadas.
—Te llevaré a casa —se ofreció Texter, ofreciendo la mano a la muchacha—.
Galadin
es fuerte y puede cargar con los dos.
La muchacha dejó que el paladín la pusiera de pie.
—Primero, quisiera agradecerle que me salvara la vida —declaró en un tono de voz que era suave y claro y que denotaba tranquilidad—. Lamento no tener como recompensa más que una canción.
La muchacha empezó a cantar con las manos cruzadas recatadamente sobre el regazo. En su voz se mezclaban la música del aire y del agua, y el embrujo de un sueño casi rememorado. Mientras cantaba, su cuerpo se transformó y pasó de ser una muchacha campesina a una criatura rara y mágica. Ante la perpleja mirada de Texter, su rostro adquirió la belleza suficiente para apoderarse del alma de un hombre. Sobre sus hombros colgaba una abundante cabellera color alga marina y sus manos, esbeltas y palmeadas, gesticulaban con gracia al compás de la música. Sólo el color de sus ojos permaneció inalterable: el vivaz verde marino de una dríade.
Mientras Texter escuchaba con arrebatada atención el canto de la dríade, el paisaje que lo rodeaba empezó a tornarse borroso, y las siluetas y los colores empezaron a difuminarse como si formaran parte de una pintura dejada bajo la lluvia. Pronto sólo fue consciente de aquella canción embrujadora y sin palabras, y de la melancolía que se agitaba en su pecho.
Sin darse cuenta de lo que hacía, Texter volvió a montarse en su caballo y siguió a la dríade, que se había zambullido en el agua del río y nadaba sin esfuerzo contra la impetuosa corriente, rumbo hacia el norte, sin dejar de cantar.
Hipnotizado por el canto de la sirena, Texter cabalgó por el margen del río, sin darse cuenta de que la criatura hacía que se adentrase cada vez más en la espesura.
Los miembros de la expedición Música y Caos se levantaron antes del amanecer y, cuando aparecieron las primeras luces, se encontraban ya en pleno Bosque Elevado. Mientras viajaban rumbo al norte, el sendero se fue haciendo más estrecho hasta que se vio cubierto por completo por una profunda bóveda de hojas. A ambos lados del camino crecían gruesas mantas de helechos y el entresijo de raíces al descubierto alrededor de los árboles centenarios se veía cubierto de musgo aterciopelado. De vez en cuando, el camino discurría cerca de la corriente del Unicornio, cuyas aguas de un variopinto tono azul verdoso pasaban cantarinas por encima de las pulidas rocas. Incluso el aire parecía verde, porque la luz se filtraba a través de capas y capas de verdor, y la brisa llegaba hasta ellos impregnada del aroma de la menta silvestre, que según decían era la comida preferida de los unicornios. Danilo escudriñó las sombras en busca de ellos, pero transcurrió la mañana sin que tuvieran esa suerte y se quedó pensando que tal vez las criaturas mágicas presentían el peligro que portaban aquellos viajeros y se mantenían inteligentemente a distancia.
Danilo no olvidaba en ningún momento que el dragón era tan sólo uno de los riesgos de su misión. Aunque había dormido poco la noche anterior porque la memorización del difícil hechizo lo había mantenido despierto casi hasta el alba, el Arpista se mantenía alerta porque el peligro podía acecharlos en cualquier lugar.
El elfo de la luna era un compañero en el que Danilo no podía confiar, y haber descubierto que llevaba una hoja de luna no hacía más que incrementar su incertidumbre. No alcanzaba a comprender por qué Elaith portaba un recordatorio de su fracaso. De hecho, casi ninguno de los motivos del elfo le quedaban claros. Danilo no podía comprender por qué Elaith exigía sólo un cofre lleno de gemas del dragón. El elfo poseía una afición legendaria por los objetos mágicos, y con toda seguridad el botín de un dragón podía contener cosas mucho más interesantes para él que las joyas. A sus elucubraciones tenía que añadir Danilo la posibilidad real de que Elaith pudiese traicionarlo en cuanto hubiese conseguido lo que andaba buscando.
Los jinetes llegaron a un pequeño claro antes de que el sol llegara a su cenit y se pusieron a trabajar siguiendo las indicaciones de Elaith. Dos mercenarios montaron un campamento, mientras que Orcoxidado, el mejor arquero, se dedicaba a cazar un puñado de ardillas que parloteaba y correteaba por los robles centenarios. Pronto empezó a humear un caldero de cocido cargado de especias, y la leña para el fuego se roció con agua y hierbas para que el humo perfumado confundiera el aguzado sentido del olfato del dragón. Según había explicado Elaith, esa precaución la tomaban para asegurarse de que su presencia o la de Wyn en el claro no fuera descubierta. Como los elfos eran la comida favorita de los dragones verdes, los wyrms tenían gran habilidad en detectarlos por el olor y perseguirlos, y eso podía distraer al dragón del acertijo que pensaban plantearle. Acto seguido, el elfo envió a los mercenarios por un sendero estrecho bordeado de jóvenes abedules y que, a juicio de Elaith, era demasiado espeso para permitir el paso de un dragón desarrollado. Para sorpresa de Danilo, Elaith pasó las riendas de su corcel negro a Sarna, y ordenó a Orcoxidado que se llevara también los caballos de Wyn y de Balindar.
—Nosotros tres nos quedaremos cerca —anunció Elaith—. Balindar y yo para proteger mis intereses y el juglar para proporcionarnos la magia del canto hechizador si es necesario.
Danilo bajó la vista para observar al elfo, con sus ojos grises teñidos de frialdad.
—Eso no es lo que acordamos. No dejaré que pongas a Wyn en peligro.
—Si permaneces aquí discutiendo menudencias en vez de anunciar tus intenciones al dragón, nos pones a todos en peligro —replicó Elaith señalando el campamento—. ¿Cuánto tiempo crees que tardará el dragón en darse cuenta de que hay viajeros por el bosque?
—Será mejor que hagas lo que él dice —convino Wyn dirigiéndose a Danilo—. Tiene razón con respecto al dragón. Haremos todo lo que sea necesario para recuperar ese pergamino.
El Arpista accedió con un tenso ademán y Balindar, junto con los dos elfos, se pusieron al amparo del viento en un grupo cercano de jóvenes abedules y helechos gigantescos. Morgalla ató flojo a los tres caballos que quedaban cerca de la vía de escape, y Vartain barrió a toda prisa con una rama de pino los rastros de pisadas del arenoso suelo del calvero.
Luego, se reunieron con Danilo junto al fuego. A todos los efectos, parecían tres viajeros que habían hecho una parada en el claro del bosque. Cuando todo estuvo listo, Danilo se situó sobre una roca cercana cubierta de musgo y empezó a ajustar las clavijas de su laúd.
—¡Empieza ya! —siseó Elaith desde su cercano escondrijo.
—Ese dragón tuyo nos va a traer un bonito cambio de ritmo —murmuró Morgalla a Danilo, mirando de reojo el escondite del elfo de la luna.
Danilo respiró hondo y empezó a entonar las estrofas de la
Balada de Grimnoshtadrano
, pero al final añadió una nueva estrofa que subrayaba sus exigencias.
—¿Y ahora qué? —preguntó la enana cuando hubo finalizado.
—Esperamos. De aquí a unos minutos, la cantaré otra vez.
Esperaron casi una hora y Danilo tuvo que entonar varias veces el reto antes de que su paciencia se viera recompensada.
Una criatura alada de grandes proporciones asomó de repente en el cielo sobre el calvero. Grimnoshtadrano sobrevoló la corriente del Unicornio, con sus enormes alas de murciélago replegadas para pillar la corriente de aire cálida que ascendía desde el río, y con sorprendente agilidad aterrizó en un montículo cercano para aproximarse al calvero a cuatro patas. Los tres aterrorizados caballos se soltaron de sus ataduras y salieron huyendo por el sendero, pero los jinetes apenas se dieron cuenta.
Danilo vio aproximarse al dragón con asombro y respeto. Nunca había visto uno con anterioridad, y Grimnoshtadrano no era la criatura legendaria que él se había esperado. Danilo siempre se había imaginado un dragón como un monstruo pesado, una presencia impresionante, mortal pero bastante poderoso. Muy parecido a su tío Khelben, ahora que pensaba en ello. Aunque Grimnosh era bastante corpulento, debía de medir casi veinticinco metros desde el hocico hasta la punta del rabo, poseía una gracilidad tan hermosa como increíble y su largo y esbelto rabo se movía en el aire en constante y sinuoso vaivén. El dragón avanzaba por el bosque tan silencioso como cualquier otra criatura, sus escamas no rechinaban como si fueran las versiones anfibias de una armadura antigua, y su superficie reflejaba toda la gama de colores verdosos del bosque. A medida que el dragón se aproximaba, Danilo se dio cuenta de que su colorido variaba en función de su entorno, y pronto descubrió que esos cambios los podía hacer a voluntad porque al entrar en el calvero las escamas se tornaron brillantes como piedras preciosas para imitar tonos de esmeraldas, jades y malaquitas. «Joyas de la corona», pensó Danilo, y supo que la analogía cuadraba con la criatura.
Una vez que Grimnoshtadrano se hubo introducido en el claro, empezó a caminar en círculos alrededor de los tres aventureros como un lobo al acecho, examinándolos. Sus ojos lucían un tono verde dorado, estaban partidos por la mitad por pupilas verticales y brillaban con una inteligencia fría y extraña.
—¿Y bien? —inquirió el dragón. Su voz era profunda, un rugido inhumano que recordó a Danilo la reverberación de un timbal. Tras dejar el laúd a un lado, el Arpista se puso de pie e hizo una profunda reverencia.
—Saludos, noble Grimnoshtadrano. Soy Danilo Thann de Aguas Profundas, Arpista y bardo, y éstos son mis compañeros, trovadores los dos. Sabéis lo que deseamos gracias a las palabras de mi canción.
—Esta pequeña fruslería, según creo. —Grimnosh se puso en cuclillas y con una de las garras delanteras sacó una bolsa grande que le colgaba de un cuerno y, de dentro, extrajo un rollo de pergamino. Lo colocó en el suelo, frente a él y, luego, colocó en un lado un diminuto cofre dorado. Con la punta de la cola abrió el pestillo y, al alzar la tapadera, quedó al descubierto un montón de centelleantes gemas—. ¿Estáis dispuestos a ganaros esto?
—Mi talento no alcanza para acertijos —comentó Danilo—. He traído conmigo un oponente más valioso.
Vartain se puso de pie, con la cabeza calva muy erguida.
—Soy Vartain de Calimport, un maestro de acertijos versado en la tradición Mulhorand. He viajado desde la sureña ciudad de Shaar hasta Aguas Profundas, desde las occidentales tierras de las Moonshaes hasta las tierras de Rashemen, recopilando acertijos y adivinanzas de un centenar de reinos. Gracias a esos viajes, he conseguido reunir una colección de tres volúmenes de acertijos guardados en la biblioteca del Alcázar de la Candela. He estudiado lenguas tanto modernas como ya olvidadas, estas últimas para poder sumergirme en las riquezas de las épocas antiguas. Como una vida activa ofrece también rompecabezas, he ayudado en las causas de multitud de afamados exploradores y aventureros, pero la modestia me impide nombrarlos a todos.