»Qué engañada estaba —musitó Morgalla con una triste sonrisa—, y convencida de que enseguida se conocería en Cormyr mi nombre. Pero no salió como yo esperaba. La gente alta no se imagina que un enano pueda hacer otra cosa que blandir un martillo o un arma. Decidieron que yo era divertida, sin tomarse la molestia de escuchar o de ver.
La enana se encogió de hombros al pensar en aquello que todavía le provocaba punzadas de dolor.
—Los humanos no tienen paciencia. Los tipos altos no se sientan a escuchar un relato, pero sí que pueden contemplar un dibujo, así que me dio por dibujar y enseguida vi que podía esconder gran cantidad de palabras e ideas en un esbozo. Los esculpía en planchas de madera y hacía copias suficientes, y así los humanos se morían de risa. —Morgalla soltó una risotada ahogada y la música que tanto se había negado a sí misma resonó como un eco en su tímida carcajada.
—Me preguntaba por qué eras tan reacia a cantar —comentó Danilo—. Eres un músico bien dotado, Morgalla, y todo Cormyr se habría dado cuenta con el tiempo. Incluso con tu labor te has alzado por encima de tus detractores porque no le falta inspiración.
—Tal vez sí —admitió—, pero no se trata de eso. Perdí la fe en mí misma, olvidé quién era y qué debía hacer.
La enana se estiró para dar una palmada a Danilo en la espalda.
—Los que excavan la tierra tienen un refrán: si alguien ha caminado por un túnel y te dice dónde termina, ya habrás recorrido todo el tramo sin dar un solo paso, así que más vale que te ahorres el esfuerzo y la dificultad de recorrerlo entero.
—¡Uff! No pretendo ofenderte, querida, pero he oído refranes más sagaces.
Morgalla se encogió de hombros.
—Si te quedas con la idea… Tú eres un maldito bardo de categoría, y te harás un favor si conservas eso en la mente. —Se dio la vuelta y regresó a la comodidad que le ofrecía el fuego.
Danilo la vio marchar y deseó poder seguir de corazón el consejo de la enana. Aunque Morgalla lo tuviese en alta estima, el hecho de que hubiera aceptado una tarea que superaba con creces sus posibilidades era obvio, y las exigencias eran mayores que su habilidad para afrontarlas. Por desgracia, tenía tan poco tiempo como talento, así que suspiró profundamente y centró toda su atención en la tarea que tenía entre manos.
Encontró la lira junto al ermitaño elfo, que se había visto superado por su baile salvaje y yacía ahora dormido sobre la hierba alta que rodeaba el embalse. Danilo se quedó mirando al elfo chiflado durante largo rato, y al ver que caía una lágrima por su devastado rostro, se preguntó qué sueños atormentarían su mente.
El Arpista se inclinó a toda prisa y cogió la lira mutante. Pronunció una palabra, y cuando el objeto se hubo transformado en un arpa de madera coloreada, se adentró en la espesura en busca de un lugar tranquilo para ensayar y reflexionar. A poca distancia del campamento, encontró un claro a la sombra de un roble gigantesco y, tras sentarse en el suelo, empezó a tocar una tonada rítmica.
El crepúsculo se convirtió pronto en noche cerrada, pero Danilo no necesitaba más luz que la que le proporcionaba la luna llena y el cortejo parpadeante de las luciérnagas. Ya se había aprendido de memoria la letra del canto hechizador porque desde siempre había tenido el don de retener enseguida aquello que leía y oía, y sus tutores bardos se habían dedicado a cultivar esa habilidad. Enseguida se hizo también con la melodía y, tras hacer varios intentos, se unió en dueto al arpa. La voz de tenor le salía fuerte y nítida, y traducía mucha más seguridad de la que realmente tenía.
Danilo era incapaz de percibir si existía magia en la música antigua y los acertijos arcanos. Quizá Wyn estuviera en lo cierto y la magia del canto hechizador pertenecía únicamente a los elfos. La magia parecía fluir a partir y a través de ellos sin esfuerzo ni artificio. Una vez Khelben le explicó que los humanos utilizaban la aureola de magia que rodea a todas las cosas, mientras que los elfos formaban parte de esa aureola.
Danilo apartó de su mente esos pensamientos y volvió a ensimismarse en la música para poner en orden la intensa concentración que había aprendido en sus años de estudios mágicos.
Atraído por el sonido de la voz del joven, Wyn se adentró también en la espesura. A primera hora de aquella misma tarde había enseñado al Arpista varios de los principios del canto hechizador, pero le quedaba todavía una lección importante para impartir. Danilo había demostrado ser un buen alumno, y pocas dudas le quedaban a Wyn de que el Arpista sería capaz de dominar y lanzar el difícil hechizo.
En un principio, el elfo había dudado sobre la posibilidad de enseñar el canto hechizador a alguien que había sido educado para considerar la magia un arte laborioso y antiguo repleto de cánticos y runas, gestos elaborados y ridículos componentes de hechizos. Lo que él había olvidado era lo siguiente: la magia existía en la propia música, y en el corazón del músico. Eso era lo que Danilo tenía que comprender y recordar.
Y así fue como Wyn rebuscó en la bolsa que llevaba en el cinturón y extrajo un pedazo de papel doblado, el dibujo que Morgalla había hecho de Danilo unos días atrás en Aguas Profundas. El archimago se lo había confiado a Wyn al comprender que su sobrino no estaba todavía preparado para ver el retrato de sí mismo a través de los ojos astutos de la enana.
Wyn se acercó al roble centenario, pero como Danilo estaba tan absorto en su tarea, tenía los ojos grises cerrados, concentrado, mientras tocaba y cantaba.
—A pesar de todo lo que ha ocurrido, a pesar de las argumentaciones a favor que has hecho, no acabas de creerte que el canto hechizador pueda ser tuyo —murmuró Wyn, interrumpiéndolo.
El Arpista dio un brinco, pero luego se quedó en silencio, perplejo por aquella interrupción inesperada. Wyn le tendió el esbozo.
—Quizá puedas aceptar la visión de Morgalla.
Danilo bajó la vista para contemplar el papel. La enana solía confiar en una breve serie de rasgos, detalles exagerados que resaltaban aquello que quería puntualizar, pero en este caso la interpretación era precisa y realista. Tal como Morgalla lo dibujaba, iba vestido con su equipo desgastado y práctico de aventurero, pero algo en la inclinación de su cabeza daba la impresión de que fuera un caballero viajando de incógnito. En las comisuras de sus ojos asomaba un cierto rictus de humor, pero tenía los ojos serios, teñidos de tristeza. Estaba tocando el laúd, pero a su alrededor había una aureola de notas diminutas y estrellas que sugerían tanto la presencia de magia como de música. Lo más sorprendente de todo era el modo en que Morgalla había conseguido el retrato de un hombre que controlaba sus poderes, en paz con sus propias contradicciones. El título era escueto: «El bardo».
—La magia está en la música, y también en el corazón del bardo. La dama enana ha equivocado el instrumento —comentó Wyn Bosque Ceniciento mientras señalaba el arpa situada junto a Danilo—, pero creo que tiene razón en muchos detalles.
Como no decía nada, al cabo de un rato el elfo rompió el silencio.
—Se está haciendo tarde. Deberías intentar descansar un poco, porque tendremos que partir hacia Aguas Profundas al alba.
El día de la Fiesta del Solsticio de Verano, Khelben Arunsun se levantó antes que el sol y esperó la llegada de su sobrino caminando por el patio que separaba la torre de Báculo Oscuro y el muro circundante.
El día antes, Danilo había redactado el pergamino de memoria y dejado una copia en la torre. Khelben había estado estudiando el documento hasta bien entrada la noche, pero al final había sido Laeral quien había descubierto que se trataba de una variante del canto hechizador elfo. Era una de las pocas humanas que eran bien recibidas en Siempre Unidos y estaba familiarizada con los usos de los elfos. Khelben nunca había prestado mucha atención a la magia del canto hechizador, porque no tenía el don de la música en las manos, y mucho menos en la voz. Laeral tampoco era músico y ninguno de los dos hechiceros conocía a ningún rapsoda del hechizo.
La tarea de invocar el embrujo recaería necesariamente en Danilo, aunque Khelben no sabía si el muchacho estaba preparado para ello. Su propio conocimiento de la música era insuficiente para resolver los retos del acertijo, y no tenía modo de evaluar qué serían capaces de discernir Danilo y Wyn juntos.
—Buenos días, tío.
El archimago dio un brinco. Danilo estaba de pie a su espalda, con una socarrona sonrisa en los labios y un laúd bastante usado colgado del hombro. Le acompañaban Wyn Bosque Ceniciento y Morgalla. Khelben percibió de refilón que a la enana no le había sentado demasiado bien el viaje mágico porque tenía el rostro muy pálido y se apoyaba en el brazo del elfo mientras sujetaba con la otra mano su vara con tanta fuerza que los nudillos se le veían blancos.
—Lo habéis conseguido —comentó el archimago, ocultando el alivio que sentía con un ceño fruncido de severa recriminación.
—Como de costumbre, te ciñes a lo que es obvio —se mofó Danilo—. Bendito seas, tío, ¿qué es ese olor tan bueno que impregna el aire?
—Gachas de avena —respondió Khelben de pasada mientras se dirigía a la torre—. Bien, pasad todos.
—¿Con un recibimiento como éste? —Danilo olfateó el aire—. Me parece que no. Si hubiese sabido que me esperabas con gachas, hubiera dirigido el viaje al horno de Ackrieg.
—Podemos hablar del hechizo mientras coméis —ofreció Khelben, sin darse cuenta de la broma que le estaba gastando el joven.
Danilo ofreció su brazo a la enana.
—¿Qué dirías si te ofrezco un buen guiso de carne de venado con una jarra de cerveza para desayunar? Conozco una taberna cerca del campo de torneos donde saben lo que significa la hospitalidad y sirven un sabroso festín de buena mañana. Los pasteles de frambuesa son su especialidad, pero también hacen unos de almendra realmente buenos.
—Si me ofreces tres jarras y no una, trato hecho.
—¡Trato hecho!
Morgalla soltó el brazo con que se sujetaba a Wyn y ella y Danilo se encaminaron al muro negro de granito. Con gran disimulo, el juglar elfo flexionó los dedos para recobrar el tacto de la mano.
El archimago se quedó mirando al Arpista que se alejaba.
—No lo dices en serio.
—Claro que sí. Te sorprende, ¿no? —Danilo habló sin volverse—. Wyn te puede contar todo lo que quieras sobre el canto hechizador, y por qué necesitamos el arpa Alondra Matutina. Como tenemos menos de dos días para encontrarla, me voy. Voy a seguirle el rastro como un sabueso, como se suele decir, pero después de almorzar. —Dicho esto, el Arpista indicó a la enana donde estaba la puerta invisible, y los dos desaparecieron en la ciudad.
—Y ahora ¿qué? —musitó Khelben, sacudiendo la cabeza.
—El pergamino dice que caerá un noble en el campo del triunfo. Sin duda el joven bardo pensará ir al campo de torneos de la ciudad para buscar pistas que le conduzcan hasta el arpa elfa —respondió Wyn.
El archimago se quedó contemplando los ojos calmados y verdosos del elfo.
—El joven bardo, ¿eh? Así que el dibujo de Morgalla se acercaba a la verdad, ¿no?
—Como todos, dio en el clavo.
Khelben asimiló las noticias en silencio.
—Ya veo —comentó al final—. Es un hecho.
—Sea cual sea el camino que le depare el futuro, vuestro sobrino os honra —añadió Wyn con voz pausada—. Le habéis enseñado bien. Tiene una memoria notable y una disciplina impresionante. Supongo que su dominio de la magia será igual de fuerte.
—Eso espero —concluyó el archimago con voz sombría—. Sea o no sea hechicero, por los Nueve Infiernos que hay un hechizo para invocar. Y ahora dime, ¿qué es eso del canto hechizador que el chico contaba?
El sol de primera hora proyectaba rayos oblicuos en los campos de cultivo del este de Aguas Profundas, y hacía brillar los desperdigados edificios encalados como si fueran nidos de palomas. Era el día antes del solsticio estival y los campos y los huertos tenían que haber estado cargados de frutos y enjoyados con los tonos más verdosos del año. Desde su atalaya en el
asperii
, por encima de los campos, Granate contemplaba una vegetación escasa. A pesar de su hechizo, crecían algunas cosechas como un ejemplo de la tozuda resistencia necesaria para sobrevivir en el Norland. Un puñado de granjeros se encaminaba hacia Aguas Profundas con las carretas cargadas de productos para ponerlos a la venta.
Granate condujo a su caballo del viento hacia la puerta del río, la entrada occidental al distrito de los mercaderes de Aguas Profundas. Aterrizaron fuera de la vista de los visitantes de la ciudad y los centinelas de la muralla, pero luego se unieron al flujo de personas que se aproximaba a la entrada de la ciudad. Se sintió más segura en cuanto el
asperii
tocó tierra firme porque el caballo mágico se estaba volviendo cada vez más asustadizo y Granate temía que pronto se declarara en franca oposición, cosa que supondría la muerte del
asperii
porque la criatura estaba ligada a Granate de por vida. No deseaba pasar por el apuro de obtener y domar una nueva montura porque los
asperii
eran difíciles de conseguir. Apartó de su mente la inquietante duda de que ningún otro
asperii
la aceptaría como dueña.
El distrito de los mercaderes hervía de actividad cuando Granate se introdujo en sus calles. Un corpulento granjero introducía un puchero de peltre en un barril de leche espumosa para llenar los cántaros y jarras que una pequeña multitud le tendía, mientras un muchacho de mejillas brillantes cortaba rebanadas de una enorme rueda de queso. En las cercanías, un alfarero, cuya silueta desnuda hasta la cintura resplandecía ante el calor brillante, manchado ya de arcilla roja por el trabajo de aquella mañana, encendía un horno. Los vendedores exponían sus mercancías en las esquinas y los mercaderes preparaban sus productos a la espera de los comerciantes que llegaban a comprar productos para las tiendas situadas en el amplio mercado al aire libre de la ciudad. Aquellos que se dedicaban a vender sus propias mercancías cargaban carros para el mercado mientras las tabernas hacían negocio vendiendo cervezas y tortas de avena. A medida que Granate contemplaba una a una todas las escenas que tenían lugar, empezó a cuestionarse si lady Thione había cumplido su parte del trato, porque el comercio parecía ir viento en popa.
Sin embargo, si uno escudriñaba más a fondo se percibían los signos de la calamidad. Las mercancías expuestas tenían una calidad inferior a lo que estaban acostumbrados los exigentes habitantes de Aguas Profundas. Había escasez, en especial entre los mercaderes que vendían fruta o flores y sus productos eran caros. Las tabernas servían raciones pequeñas y los clientes que tomaban el desayuno iban en su mayoría vestidos con la ropa hecha en casa de los comerciantes locales. El bullicio de primera hora de la mañana empezó pronto a decaer y Granate se dio cuenta de que lo que ella había tomado por gran negocio era en realidad el estruendo propio de los negociantes locales que emprendían las rutinas habituales dictadas por una vida entera de costumbres industriales. Pronto se concentraron en sus negocios, y en sus rostros se veían grados distintos de resignación y expectación. Granate se cruzó con varios clientes de paso y compradores de mercancías, pero en general las calles y las tiendas se veían bastante tranquilas.