Danilo meditaba confuso sobre esa cuestión mientras la música se iba haciendo más y más rápida. La danza, una extraña combinación de elegancia y gestos amenazadores, era digna de verse. El pálido rostro del elfo de la luna se veía absorto y extasiado mientras giraba y saltaba al compás de la melodía de la flauta de cristal. Sus cabellos plateados producían destellos por la proximidad de la hoguera y él mismo parecía haberse transformado en un arma hermosa y mortal. De repente, el elfo rozó con una de sus botas una daga que subió disparada hacia lo alto y que, al descender, captó la luz de la hoguera. El elfo la cogió sin esfuerzo y la volvió a lanzar en espiral hacia arriba. El ritmo de la música era ahora frenético y, una a una, Elaith fue dando puntapiés a las hojas para que echaran a volar. Él se contorsionaba y se agazapaba para intentar esquivar los cuchillos que caían, mientras cogía algunos y permitía que otros se clavaran en tierra para formar un diseño que era siempre cambiante pues de inmediato volvía a lanzarlas al aire con un giro de muñeca o un puntapié. Era un curioso despliegue de arte y agilidad, y Danilo descubrió que lo observaba aguantando la respiración y con el corazón desbocado. Elaith se mostraba tan sinuoso y grácil como una serpiente, animal con el que era apodado, e igual de sibilante.
La flauta emitió una última y prolongada nota y la danza se interrumpió, dejando a Elaith de pie en el centro de un círculo perfecto de armas, con los brazos alzados al cielo, el cabello plateado reluciente y el rostro anguloso contraído en pleno éxtasis. La magia parecía rodear al elfo y las espadas brillaban con una intensidad que no podía deberse a las ya mortecinas llamas de la hoguera. Con una certidumbre extraña, Danilo supo que la danza del elfo poseía el poder del ritual y que el propio Elaith no era más que el punto de encuentro de una unión mística entre las estrellas y el acero. La verdad parpadeó un instante en su mente, pero se esfumó antes de que pudiera aprisionarla y examinarla, y se dio cuenta de lo poco que comprendía a los elfos, cosa que lo sumió en una especie de tristeza y nostalgia que no podía explicar.
La audiencia soltó al unísono la respiración contenida en señal de respeto y alivio. Se escucharon murmullos entre los diferentes grupos, pero nadie hizo gesto alguno para recuperar su arma. Era evidente que nadie más podría actuar aquella noche.
Elaith salió del círculo, respirando entrecortadamente por el esfuerzo. Cogió un odre de agua y lo agitó, pero al ver que estaba casi vacío, la derramó toda y luego echó un vistazo alrededor en busca de otro.
Danilo rebuscó en su bolsa y extrajo un frasco de plata diminuto.
—Elverquisst —murmuró con voz pausada mientras se lo ofrecía al elfo. Elaith clavó la mirada en el Arpista, como si no acabara de creer que el humano comprendiera tan bien sus propios gestos. Los caldos elfos formaban parte del rito y la celebración elfa, y el hecho de que se lo ofreciera ahora, después de la danza, era un tributo más que un regalo. Danilo lo había aprendido de Arilyn, con quien había compartido la despedida ritual del verano y quien le había descrito varios de los otros ritos que hacían del elverquisst una celebración, aparte de una libación. Elaith aceptó el frasco que le tendía con un ademán y, tras derramar unas gotas sobre la tierra, empezó a beber con lentitud, saboreando la esencia destilada de frutas veraniegas y magia elfa.
—Hermosa danza, elfo —lo felicitó Morgalla.
Las palabras de la enana parecieron romper el aura de satisfacción y misterio que rodeaba al elfo de la luna, que se sentó frente a Morgalla y empezó a examinarla como haría uno con un animal extraño que hubiese aparecido de forma misteriosa en el patio trasero.
—¿Por qué te alejas tanto de tu clan y de tu tierra? —preguntó—. Con una población en continua recesión y con tan pocas enanas hembras, deberías estar cumpliendo con tu deber y alimentar a pequeños mineros.
—Ten cuidado con tus palabras —comentó Danilo en voz baja—. La dama enana no es un ama de cría.
Morgalla alzó la vista para poner la mirada a la altura de los ojos de Elaith.
—Tampoco los elfos parece que lo estén haciendo muy bien al respecto. Hay un montón de semielfos por ahí circulando, pero me da la impresión de que la mayoría son mezclas entre hembras elfas y varones humanos. Y que yo sepa, no les sucede nada malo a vuestras mujeres. —Los ojos de Elaith centellearon ante el insulto y la enana, una experta estratega en el combate, lo vio y disparó a fondo—: Tampoco tú estás por la labor. No veo retoños de orejas puntiagudas circulando por aquí.
—De hecho —respondió Elaith en tono apacible—, nuestra gente mantiene a los niños alejados de enanos y goblins hasta que aprenden a mantener las distancias con esas criaturas. Como los elfos somos una raza de inteligencia superior, somos capaces de discernir esas pequeñas diferencias después de, pongamos, veinte o treinta años de práctica.
Morgalla se puso de pie y la luz del fuego se reflejó en el hacha de doble hoja y pulido mango de madera que lucía ostentosamente en su cinto.
—Me estás provocando, elfo, y no tienes derecho a hacerlo. Aquellos que horadamos la tierra tenemos un refrán que dice: «Ten cuidado con lo que crees que es granito».
—O te arrepentirás —murmuró Danilo con la esperanza de romper la tensión entre ambos luchadores, pero ni Morgalla ni Elaith le prestaron atención.
—Muy bonita —respondió Elaith haciendo un gesto hacia el hacha de Morgalla, pero en un tono que despreciaba tanto el arma como a su dueña.
Los ojos de la enana se endurecieron.
—Pues ha sido la primera y la última cosa que han visto montones de orcos. No sé si me explico…
—De hecho, he de admitir que la sutileza de los enanos se me escapa —replicó el elfo con afilado tono sarcástico.
Danilo apoyó una mano en el hombro de la enfadada mujer.
—Cortar al elfo en pedazos pequeños es una tentación, lo admito. Pero te daré una idea mejor: dibújalo.
Morgalla asintió despacio mientras se quedaba mirando mucho rato a Elaith. Un destello relució en sus ojos marrones y alargó la mano para coger su otra arma: lápices de carboncillo. La enana se sentó en un leño a varios metros de distancia y empezó a dibujar.
—¿Juegas a ser diplomático? —comentó Elaith con frialdad—. Si esperas que te agradezca que hayas evitado una pelea, puedes esperar sentado. No necesito que me protejas de una simple enana.
La sonrisa que esbozó Danilo como respuesta tenía un punto de ironía.
—Morgalla es más que simple, pero por el momento dejaremos esa cuestión de lado. Tu habilidad como luchador es legendaria y te aprecio demasiado para ver cómo desperdicias tu talento con un arma tan poco merecedora de él como es el hacha de Morgalla. —Al cabo de unos instantes, el Arpista se acercó a la enana y alargó la mano para coger el papel que le tendía.
En él había dibujado a grandes rasgos un diseño que evocaba el arte de una antigua gente de las Moonshae, un diseño en el que los círculos se entrelazaban de modo que no se discernía ni un principio ni un final. Sin embargo, el dibujo de Morgalla era diferente a todos los que había visto hasta ahora Danilo porque lo que se mezclaba en círculos de forma intrínseca eran dos cosas: el cuerpo largo y delgado de una serpiente con orejas en punta como los elfos y los rasgos de Elaith y una espada sin vida y fláccida con una apagada adularia en la empuñadura.
El Arpista alzó la vista del papel para contemplar a la enana con franco estupor. Una vez más, parecía haber visto más de lo que sus ojos podían haberle transmitido. Danilo tendió el esbozo a Elaith sin comentario alguno.
El elfo lo contempló en silencio, con el rostro pálido como la muerte e inexpresivo.
—Como puedes observar —comentó Dan—, su arte tiene un filo más cortante que su hacha.
—¡Eh! —metió baza Morgalla, ofendida por el comentario, mientras descolgaba de su cinto el arma difamada para blandirla—. ¡Podrías afeitarte con el filo de esta arma, bardo!
En respuesta, Danilo acarició el vello rojizo apenas visible que cubría las mejillas de la enana.
—Igual que tú, querida dama, igual que tú.
—Ja, ja… —ratificó ella, tan complacida como un adolescente humano contemplando su primera barba.
En la algarabía de risas que resonó en el campamento, nadie excepto Danilo se dio cuenta de que Elaith se separaba del grupo. Aunque el Arpista había ganado la primera ronda, sus ojos grises no traducían triunfo sino desconcierto.
Las estrellas titilaban en el cielo sobre la mansión de lady Thione, y en el patio completamente cerrado, flores poco comunes aromatizaban con su fragancia la cálida noche de verano. En el centro borbotaba una silenciosa fuente; el arco apartado de una pérgola cubierta de parra evocaba besos robados, y el porche, adornado con suaves almohadones, invitaba a citas más prolongadas. La música de un arpa impregnaba el aire, pero en el corazón de la mujer inclinada sobre las cuerdas no había sitio para el romanticismo. La única pasión que le quedaba era la justicia.
El dolor le entumecía los dedos y Granate interrumpió la canción con un frustrado juramento. Desde el día que había obtenido del dragón la Alondra Matutina, había estado luchando para intensificar sus poderes. Ella era una maga experimentada y podía manejar la magia tanto con hechizos como con las canciones. Un artefacto como esa arpa elfa atesoraba mucha magia, y ella había lanzado un hechizo que le garantizaba hasta siete poderes, pero por el momento sólo había podido dominar cuatro, y no con demasiada soltura. No le fallaba su capacidad como hechicera, sino su habilidad como músico.
Una vez más maldijo a los Arpistas por aquello en lo que se habían convertido, por lo que habían hecho de ella al tenerla a su servicio, y a Khelben Arunsun por su participación en ambas cosas. Los Heraldos, aquellos guardianes de la historia y la tradición que tan lejos viajaban, ya no formaban parte de la organización Arpista, pues se habían escindido, hacía ya muchos años, por no querer comprometer su neutralidad con unos Arpistas cuyos objetivos políticos eran cada vez más evidentes. Luego fueron los colegios de bardos, antes bastiones por excelencia, los que cayeron en declive y se esfumaron en el recuerdo, mientras los Arpistas hacían poco por evitarlo. Elminster y Khelben los mantenían demasiado ocupados participando en guerras y vigilando las rutas comerciales.
Sí que era cierto que muchos Arpistas eran todavía bardos, pero su ocupación principal era ser guerreros o informadores y no tocar un instrumento o cantar. El antaño honorífico título de «bardo» se concedía ahora a cualquier necio que fuera capaz de entonar una canción de taberna. El prestigio y el poder del arte de los trovadores había disminuido y mucha gente creía que los bardos no eran más que delincuentes que viajaban. Los bardos, que antaño habían sido consejeros de reyes, eran tratados ahora como sirvientes que comían en la cocina entre los criados. Eso Granate no lo olvidaría nunca.
Ni tampoco podía olvidarlo ahora que notaba sus propias manos entumecidas por haberlas utilizado durante años sólo para luchar y para lanzar hechizos en nombre de los Arpistas. La última batalla en que participó a su favor fue en las guerras de la Estrella del Arpa contra criaturas de otra esfera. Quedó gravemente herida y la dieron por muerta en la confusión de la batalla, pero fue encontrada y curada por un druida de edad avanzada. Cuando Granate se recuperó y empezó de nuevo a cantar y tocar, el druida reconoció su don para el canto hechizador y no dudó en presentarla a un pequeño grupo de elfos de los bosques. Aunque ella era semielfa, los elfos la habían aceptado y con ellos había estado perfeccionando su don durante casi doscientos años. A medida que su poder aumentaba, se incrementaba también su determinación por probar a los Arpistas que la música no era una fuerza que pudiera tomarse a la ligera.
El crujido de la seda interrumpió los sombríos pensamientos de la hechicera y, al alzar la vista, Granate vio que lady Thione estaba apoyada en una celosía. Aquella noche la noble mujer iba ataviada con un ajustado vestido de seda violeta cubierto con una tela de satén. Llevaba el pelo recogido con una redecilla de terciopelo y sus rasgos delicados y aguileños traducían compostura y autocomplacencia.
—¿Cómo está la ciudad? —inquirió Granate mientras se masajeaba los dedos entumecidos.
—Bastante mal, gracias a vos —respondió Lucía Thione en tono alegre—. Vuestros monstruos con inclinaciones musicales se han cebado con granjeros y viajeros. Las Cofradías de Mercaderes han contratado bandas de mercenarios para perseguirlos, al igual que los Señores de Aguas Profundas. A pesar de estas precauciones, se espera una pequeña multitud para la Fiesta del Solsticio de Verano, cosa que está provocando muchos rumores y descontento entre los hombres de negocios y los mercaderes. El fracaso de los cultivos está provocando privaciones, pero aquellos que tienen dinero para pagar grandes sumas se hacen traer los suministros por vía marítima.
—¿Privaciones? —repitió la semielfa—. ¿Qué podría provocar entonces una catástrofe?
Lucía titubeó.
—Una interrupción del comercio.
—Ah… Aguas Profundas —La sonrisa de Granate fue forzada—. Bueno, todo llegará.
—No me importa lo que digáis —replicó la noble mujer con voz tensa—. No acepto órdenes como una vulgar doncella.
—Por supuesto que sí lo hacéis. Servís a los Caballeros del Escudo y ellos me han asegurado que cooperaréis conmigo en todo lo que os pida, para llevar a cabo mi plan de expulsar del poder a Khelben Arunsun.
—Eso lo decís vos. ¿Qué pruebas tengo de que sea cierto?
Granate murmuró un nombre y la mujer palideció pues la hechicera acababa de nombrar a un Caballero de alta posición y oscuro poder, el hombre al que Lucía tenía que enviar sus informes.
—Me envía recuerdos para vos —añadió Granate en tono despreocupado—. Vamos a incrementar nuestras acciones contra la ciudad —prosiguió—. Tengo cierta influencia sobre la gente del mar…, os sorprendería saber cómo corre la música y el descontento bajo el mar. También quitaremos a más Señores de Aguas Profundas para incrementar la presión sobre Khelben Arunsun y sus poderosos asociados. Dad a lord Hhune los nombres de tres Señores más de menor categoría. Aunque los métodos de Hhune son crueles, posee los recursos suficientes para manejar este asunto con rapidez.
—¿Hhune sigue todavía en la ciudad? —preguntó Lucía, incapaz de ocultar el tono de inquietud que traducía su voz. Hhune no mantenía en secreto sus ambiciones y nada habría agradado tanto al mercader tethyriano como usurpar a Lucía su lugar en Aguas Profundas.