Todos daban por seguro que Khelben Arunsun formaba parte de los Señores secretos de Aguas Profundas, y había quien pensaba que el archimago acumulaba demasiado poder sin contar con semejante posición, pero la mayoría de los habitantes de la ciudad no tenía nada contra el poder del mago. De hecho, cerca de allí se alzaba la torre de Ahghairon, un monumento en recuerdo del mago que había fundado los Señores de Aguas Profundas varios siglos atrás. La ciudad había prosperado bajo el largo reinado de Ahghairon y ése parecía ser el consenso: que mientras Báculo Oscuro lo hiciese igual de bien, ¡que los dioses lo acompañaran! Los habitantes de Aguas Profundas no eran partidarios de poner la venda antes de que se hiciera la herida, pero a medida que aumentaban los conflictos en la ciudad, muchos temían que Khelben Arunsun estuviese dedicando demasiado tiempo a librarse de Señores rivales y poco a ocuparse de la ciudad y de sus preocupaciones.
Imzeel se dio cuenta con gran satisfacción de que su negocio no parecía afectado por los problemas de la ciudad. Acababa de iniciarse el turno de cenas, y el camarero había empezado ya el tercer barril de cerveza. Los clientes disfrutaban incluso de música para amenizar el ágape, porque el Juglar Enmascarado había abandonado su lugar habitual en la plaza del Juglar para entrar en el local a cantar lastimeras melodías con el laúd. Por lo común, la aparición de la misteriosa mujer provocaba mucho revuelo e interés, pero esa noche parecían prioritarios otros asuntos. Pocos parecían prestar atención a sus canciones y a Imzeel no le sorprendió ver que al final dejaba a un lado el laúd en respuesta a una invitación musitada en susurros. Desapareció por la puerta de atrás con un joven cliente, sin duda para perderse más allá de la plaza del Bufón en la privacidad de los bosques que cubrían las laderas de las montañas de Aguas Profundas. «Los negocios siguen igual», repitió Imzeel en silencio, y el pensamiento le pareció reconfortante.
—Los brujos que pediste están aquí —anunció Ginalee mientras dejaba caer una bandeja de jarras vacías sobre el mostrador y señalaba en dirección a tres recién llegados—. ¿Les digo que pasen?
Imzeel asintió y la sensación de alivio le hizo esbozar algo parecido a una sonrisa. Era un hombre prudente en cuestión de negocios y, como muchos otros, había contratado los servicios de la Cofradía de Brujos para colocar barreras mágicas protectoras en su establecimiento.
La Vigilante Orden de Magos y Protectores era la cofradía más joven de Aguas Profundas, y se ocupaba de asuntos tan dispares como hacer de guía para hechiceros de visita o echar una mano en el cuerpo de bomberos. La cofradía también buscaba la manera de influir y —en la medida en que les era posible— controlar las actividades mágicas de hechiceros poderosos e independientes. Los extraños sucesos ocurridos últimamente en la ciudad sugerían que se estaba utilizando algún tipo de magia, y eso provocaba una demanda inaudita de los servicios de la cofradía. Por toda la ciudad se afanaban multitud de magos en la colocación de protecciones mágicas para detectar y desvanecer la magia. Imzeel se sintió seguro al verlos y sus clientes también musitaron palabras de aprobación al ver cómo se disponían los preparativos.
Mientras los magos ultimaban una sucesión de gestos complejos de un hechizo que iba a liberar la estancia de ilusiones mágicas, el Juglar Enmascarado entró de nuevo en la sala del brazo de su último cliente. Un intenso rayo de luz azul restalló alrededor de la pareja e hizo soltar un chillido a la mujer. La estancia se quedó en silencio y todos los ojos se desviaron hacia la luz mágica. Mientras los clientes observaban, los rasgos del joven se fundieron para cristalizarse de inmediato en una silueta nueva y familiar.
De pie junto a la misteriosa mujer enmascarada había un hombre alto y musculoso, vestido con sombría magnificencia. Tenía los rasgos marcados, la expresión adusta, y sus ojos, por lo general de un negro intenso, traducían un toque de incertidumbre. El mechón de cabellos plateados que le cruzaba la barba confirmaba su identidad para todos aquellos que no habían sido capaces de identificarlo por su rostro.
El Juglar Enmascarado se apartó de él y se tapó con una mano los labios pintados. Reculó varios pasos antes de dar media vuelta y salir huyendo en dirección a la plaza del Bufón. Era imposible saber si la había sorprendido aquella súbita transformación o sólo deseaba que no la relacionasen con Khelben Arunsun en aquellas circunstancias tan adversas.
—Así es como pasa una noche de verano el archimago de Aguas Profundas —musitó Ginalee dirigiéndose a Imzeel—. Y la ciudad rindiéndole homenaje a Cyric, y todo eso.
—Chitón, chiquilla —susurró con rudeza el hombre, santiguándose para apartar de sí la mala suerte que provocaba la invocación del dios de la guerra.
Uno de los clientes rompió el tenso silencio. Un clérigo de Tymora, tal vez amparándose en la suerte legendaria que se suponía que proporcionaba su dios, se alzó de la mesa y se enfrentó al archimago.
—Quizá nadie en la ciudad pueda enfrentarse a vos ni a vuestra ambición —repuso el clérigo con voz calmada—, pero eso no significa que tengamos que beber con vos.
El hombre dio media vuelta y salió de la taberna. Una a una, fueron rechinando las sillas a medida que los demás clientes lo imitaron. Al poco rato, la sala estaba vacía, sólo quedaban Imzeel y sus empleados, contemplando al archimago con una mezcla de temor e incertidumbre.
Khelben Arunsun se acercó a la barra y el retumbar de sus zancadas provocó eco en la habitación desierta. Colocó una diminuta bolsa de cuero sobre la pulida madera.
—Lo siento, Imzeel —musitó con voz inexpresiva—. Acepta, por favor, esta bolsa. Espero que el dinero que hay en ella cubra tus pérdidas.
Un instante después, se había esfumado.
—¡Qué decepción! —exclamó Ginalee con fingida indignación. Le temblaba un poco la voz, pero el tono jocoso seguía intacto—. ¡Aparece y desaparece! Sin destellos de luces, sin nubes de humo ni colores, ni siquiera rastro de azufre. Tiene que haber brujos más interesantes en Thay, o eso he oído.
—Ginalee —intervino Imzeel con voz cansada—. ¿Por qué no te tomas el resto de la noche libre?
Danilo y sus compañeros elfos permanecieron en La Pícara Doncella durante la velada y buena parte de la noche. Cuando la oscuridad del cielo nocturno empezó a tornarse añil y se desvaneció el resto de estrellas, muchos de los clientes del comedor y de la taberna disfrutaban todavía del vigoroso vino de fama justificada, las diversiones exóticas y la compañía de aquellos que se alojaban en la taberna. El Arpista y sus acompañantes salieron a la oscuridad y el silencio de las calles de Sundabar mucho más ligeros de monedas pero repletos de información.
La anormal tormenta de verano había sacudido sólo una parte de Sundabar. El distrito comercial apenas había sufrido grandes daños causados por la violencia de la tormenta eléctrica y el granizo, y Danilo se dio cuenta, aunque no lo comentó, de que el colegio de bardos quedaba en mitad de la zona más afectada. Se ofrecían varias explicaciones, pero la mayoría de los clientes de la taberna consideraba que el extraño clima que sufrían en mitad de verano era muy mal presagio.
Además, los centinelas contaban que habían visto entrar en la ciudad aquella mañana a un bardo cargado con una pequeña arpa oscura y que llevaba las riendas de un
asperii
blanco como la nieve. Nadie podía dar detalles de su apariencia pero se decía que era una mujer menuda y envuelta en una capa ligera.
—Una hechicera de mucho poder sería capaz de dominar un
asperii
—murmuró Danilo mientras bajaban por la calle—, pero un animal de esas características no aceptaría a un jinete que albergara malas intenciones. ¡Es difícil creer que nuestro oponente tenga en mente beneficiar al Norland!
—Ya hemos averiguado todo lo que podíamos —intervino Wyn con impaciencia—. Regresemos de inmediato. Tengo que echar una ojeada al pergamino.
Danilo se detuvo y escrutó al juglar.
—¿Qué esperas encontrar?
—No estoy seguro. Sólo tengo la sensación de que se nos está pasando por alto algo importante —fue todo lo que el elfo pudo decir mientras miraba de soslayo a Elaith. Danilo captó la indirecta y dejó el asunto para más tarde.
El Arpista condujo a los elfos a un callejón cercano y una vez más invocó la magia de su anillo. Cuando la luz arremolinada se esfumó, vieron el ruinoso huerto donde se habían encontrado días antes.
Los signos del combate todavía eran visibles a la pálida luz que precedía al alba. Tres montículos de tierra removida marcaban el lugar donde habían sido enterrados los mercenarios que habían muerto y en el extremo más alejado del huerto se veían los restos de una hoguera que había reducido a huesos humeantes y cenizas los cadáveres de las arpías.
—¿Por qué nos has traído aquí? —gruñó Elaith al darse cuenta con desagrado de dónde se encontraban—. ¡Se suponía que teníamos que encontrarnos con los demás en el río Ganstar!
—Los viajes mágicos sólo son fiables si se conoce el punto de destino. Podía haber intentado evocar el río, pero corríamos el riesgo de convertirnos en parte indeleble del paisaje. Imagínate un árbol que tenga los nudos de la madera con la forma de tus orejas, y te harás una idea.
El elfo soltó un bufido con gesto de exasperación y se dio la vuelta para marcharse.
—¡Espera! —chilló a su espalda una voz teñida de histeria. El eremita elfo salió corriendo de un edificio abandonado, con sus andrajosas ropas flotando alrededor—. Yo también voy —añadió, observando con ojos suplicantes a Elaith—. Tú buscar la Alondra Matutina, y yo sé el baile del arpa.
Wyn Bosque Ceniciento escrutó con interés al elfo chiflado.
—¡La Alondra Matutina! ¿Qué tienes tú que ver con el Arpa de Ingrival?
El desastrado rostro del ermitaño pareció recobrar de repente toda su cordura y sus ojos color violeta tradujeron una vida entera de tristeza.
—Ya no tengo nada que ver con ella, pero lo fue todo para mí. Yo la tocaba.
Wyn se le aproximó. Soltó un juramento en voz baja y abrió los ojos de par en par mudo de sorpresa.
—Tú eres Ingrival, ¿no? —preguntó al ermitaño en tono de profundo respeto.
—Puede ser. No recuerdo mi nombre —fue la triste respuesta.
—¿Qué sucede, Wyn? —inquirió con suavidad Danilo.
—La Alondra Matutina es una antigua arpa elfa, un artefacto creado en los primeros tiempos de Myth Drannor —explicó el elfo en un aparte—. Se cree que es demasiado poderosa para que la toque nadie que no sea un rapsoda del hechizo muy experimentado. Durante siglos, estuvo a salvo en manos de Ingrival, un músico famoso, que se retiró y se mantuvo apartado de todo durante años. Se supuso que el arpa había desaparecido.
Wyn se volvió hacia Elaith, que escuchaba con rostro impasible.
—Eso es lo que buscas tú, ¿verdad? ¿La Alondra Matutina? —inquirió en tono acusador.
—¿Qué tiene que ver contigo?
—El arpa es sagrada para nuestra Gente. No es un tesoro, ni una herramienta. ¡Es poder para conseguir cosas!
—Mis motivaciones no te incumben —le espetó Elaith.
—Pero tus acciones sí. —Temblando de indignación, Wyn se enfrentó al elfo de la luna—. Tú conocías, o al menos sospechabas, la identidad de ese elfo. No se exilió por elección propia, sino por infortunio. El hecho de que condenes a alguien, y más a un compañero elfo, a una vida de soledad y locura, ¡es una vileza! ¡Pero darle la espalda así a un héroe de la Gente…!
El juglar se apartó de Elaith para dirigirse a Danilo.
—Debemos llevar con nosotros a Aguas Profundas a este elfo desafortunado. Los sacerdotes del templo del panteón se ocuparán de él y quizá puedan proporcionarle cierta curación. Son elfos sagrados, que se cuidan de los enfermos y los proscritos.
Por el rabillo del ojo, Danilo vio que Elaith reculaba ante las palabras de Wyn y por un instante el elfo canalla pareció profundamente afectado, pero enseguida su expresión de humor burlón se instaló en su atormentado rostro como si fuera una cortina. Danilo archivó en su mente aquella extraña reacción para meditar más tarde sobre ella, al tiempo que hacía un gesto de asentimiento al plan de Wyn.
—Bienvenido seas entre nosotros, amigo elfo —saludó el Arpista al personaje que Wyn había llamado Ingrival—. El patriarca del templo elfo me debe un favor, pero estoy seguro de que el buen sacerdote te acogerá por tus propios méritos.
El rostro del ermitaño pareció iluminarse tras la costra de suciedad que lo cubría, pero acto seguido soltó un alarido de puro terror y se perdió tras unos matorrales.
Danilo fue el primero en vislumbrar cómo se aproximaba la sombra gigantesca, cuyo perfil alargaban los sesgados rayos matutinos. Se agazapó instintivamente y rodó por el suelo para darse la vuelta y alzar la vista al cielo. Una enorme criatura alada sobrevolaba en círculos el poblado abandonado y, aunque parecía una alondra inofensiva, aunque gigantesca, se percibía con claridad que era un ave de presa porque llevaba en las garras un ciervo con la misma facilidad con que un halcón transportaría un ratón de campo.
—¿Qué sucede ahora? —musitó Elaith mientras ponía a punto una flecha.
—No dispares —ordenó Danilo mientras se descolgaba el laúd del hombro y afinaba las cuerdas—. Sea lo que sea, es demasiado grande para que puedas derribarlo con una flecha.
Empezó a interpretar el preámbulo de la canción que había embrujado con anterioridad al dragón, con la esperanza de que tuviera el mismo efecto sobre la criatura. Wyn cogió su lira y se unió al hechizo musical. Desde lo alto, les llegó la reverberación de la melodía cargada de magia, unida al eco de un gorjeo de ave. El extraño sonido le erizó a Danilo el pelo de la nuca y lo hizo estremecer de pies a cabeza, pero prosiguió.
Como atraída por la música, la enorme criatura se acercó al claro y aterrizó sobre el tejado hundido de una granja abandonada para dejar allí a su presa. El monstruoso pájaro cantor se posó luego en el jardín, a pocos pasos de los rapsodas.
De un tamaño aproximado al de un caballo, la bestia tenía la forma y las características plumas salpicadas de gris y blanco de una alondra calandrina, una alondra capaz de imitar el canto de otras aves, pero esa criatura tenía también las afiladas garras y el pico en gancho propio de un águila, y en el centro de la cabeza lucía un único ojo de gran tamaño, que de tan reluciente y oscuro parecía hecho de obsidiana.