Authors: Chuck Palahnouk
Imagínate ti mismo en la mesa de reconocimiento con las rodillas pegadas al pecho en lo que llaman la postura de la navaja. Tienes las nalgas abiertas y separadas con cinta adhesiva. Alguien te aplica presión periabdominal mientras alguien más te inserta un par de fórceps para tejido y trata de manipular y extraer transanalmente el cuerpo extraño. Por supuesto, todo esto se hace con anestesia local. Por supuesto, nadie se ríe ni saca fotos, pero aun así.
Aun así. Estamos hablando de uno mismo.
Imagina la perspectiva del sigmoidoscopio en una pantalla de televisión, una luz brillante penetrando por un túnel prieto de tejido mucoso, húmedo y rosáceo, penetrando la oscuridad arrugada hasta que el objeto aparece en televisión a la vista de todos: el hámster muerto.
Véase también: la cabeza de la muñeca Barbie.
Véase también: la bola de goma roja.
Ursula ha detenido el movimiento ascendente y descendente de su mano y me dice:
—Oigo los latidos de tu corazón —dice—. Pareces bastante asustado.
No. De ninguna manera, le digo. Me lo estoy pasando bien.
—No lo parece —dice, y noto su aliento cálido en mi región periabdominal—. Noto túneles carpianos.
—Quieres decir
síndrome del túnel carpiano
—le digo—. Y no puedes notarlo porque no se inventará hasta la revolución industrial.
Para evitar que el cuerpo extraño siga ascendiendo por el colon, uno puede suministrar tracción usando un catéter de Foley e insertar un globo en el colon dirigido al cuerpo extraño. Luego se infla el globo. Es más común crear un vacío dirigido al cuerpo extraño. Esto es lo que se suele hace en caso de botellas de vino o cerveza autoadministradas.
Con la oreja todavía pegada a mi vientre, Ursula dice:
—¿Sabes de quién es?
Le digo que no tiene gracia.
Con las botellas autoadministradas con la boca hacia dentro, hay que insertar un catéter de Robinson alrededor de la botella y dejar que entre aire y se rompa el vacío. Con las botellas autoadministradas con la boca hacia afuera, se inserta un retractor en la boca de la botella y luego se llena la botella de yeso. Una vez el yeso se compacta alrededor del retractor se retira la botella.
Los enemas son otro método, pero son menos fiables.
Mientras estoy aquí con Ursula en el establo, oímos que fuera empieza a llover. La lluvia tamborilea sobre el techo de paja y el agua corre por las calles. La luz de las ventanas se vuelve más tenue, de color gris oscuro, y se oye el chapoteo rápido y repetitivo de alguien que corre para ponerse a cubierto. Los pollos deformes y blanquinegros se escurren por un tablón abierto de la pared y agitan las plumas para sacudirse el agua.
Y yo digo:
—¿Qué más dice la tele sobre Denny?
Denny y Beth.
Le digo:
—¿Crees que Jesucristo supo automáticamente que era Jesucristo desde el principio o tal vez se lo dijo su madre o alguien y entonces se convirtió en Jesucristo?
Un ronroneo sordo viene de mi regazo, pero no de mi interior.
Ursula espira y luego vuelve a roncar. Su mano se vuelve flácida en torno a mi polla. Se arrastra sobre mí. Su pelo me cae sobre las piernas. Su oreja suave y cálida se me hunde en el vientre.
A través de la espalda de mi camisa me pica el heno.
Los pollos arañan el polvo y el heno. Las arañas dan vueltas.
Para hacer una chimenea de cera hay que coger un trozo de papel normal y enrollarlo en forma de tubo fino. No es muy milagroso. Pero bueno, hay que empezar con las cosas que uno sabe hacer.
Se trata de más desechos que me han quedado de la facultad de medicina y que ahora les enseño a los niños que vienen de excursión al Dunsboro colonial.
Tal vez hay que aprender para hacer los milagros genuinos.
Denny viene a verme después de pasarse todo el día amontonando piedras bajo la lluvia y me dice que tiene tanta cera en los oídos que no oye nada. Se sienta en una silla en la cocina de mi madre y Beth se queda de pie junto a la puerta trasera, con el culo ligeramente apoyado en el borde de la encimera. Denny está sentado con la silla colocada de lado y uno de los brazos descansando en la mesa.
Y le digo que se quede quieto.
Enrollo el papel en forma de tubo fino y le digo:
—Pongamos por caso —digo— que Jesucristo tuvo que practicar el hecho de ser hijo de Dios para llegar a hacerlo bien.
Le digo a Beth que apague las luces de la cocina y retuerzo un extremo del tubo de papel para introducirlo en el túnel oscuro del oído de Denny. Le ha crecido un poco el pelo, pero seguimos hablando de un riesgo de incendio menor que el del resto de la gente. Le hago girar el tubo dentro de la oreja, no demasiado dentro, solo lo suficiente para que se quede sujeto cuando yo lo suelte.
A fin de concentrarme, intento no pensar en la oreja de Paige Marshall.
—¿Y si Jesucristo hubiera pasado toda su etapa de crecimiento equivocado —digo— o no hubiera conseguido apañar ningún milagro hasta pasados los treinta?
Beth adelanta en mi dirección la entrepierna de sus vaqueros ajustados, yo uso su bragueta para encender una cerilla de la cocina y transporto la llamita de un lado a otro de la habitación hasta la cabeza de Denny. Uso la cerilla para encender el tubo de papel.
Después de encender la cerilla la habitación huele a azufre.
Sale humo del extremo encendido del tubo y Denny dice:
—No vas a dejar que me duela, ¿verdad?
La llama se acerca a su cabeza. El extremo encendido del tubo se abre y se deshace. Papel negro bordeado de gusanitos incandescentes de color naranja. Pedacitos de papel elevándose hacia el techo. Algunas cenizas de papel negro revolotean y caen al suelo.
Así es como se llama de verdad. Chimenea de cera.
Y yo digo:
—¿Y si Jesucristo empezó haciendo cosas por la gente, ya sabes, ayudando a ancianitas a cruzar la calle o avisando a la gente de que se había dejado los faros encendidos? —le digo—. Bueno, no
exactamente
eso, pero ya te haces una idea.
Miro cómo el fuego se acerca cada vez más al oído de Denny y le digo:
—¿Y si Jesucristo se pasó años practicando para conseguir que le saliera el rollo aquel de los panes y los peces? O sea, a lo mejor el rollo aquel de Lázaro también se lo tuvo que currar, ¿no?
Denny mira con el rabillo del ojo para intentar ver si el fuego ya está muy cerca y dice:
—Beth, ¿me va a quemar esto?
Beth me mira a mí y dice:
—¿Victor?
Yo digo:
—No pasa nada.
Apoyándose un poco más en la encimera, Beth tuerce la cara para no ver y dice:
—Parece alguna clase de tortura extraña.
—Tal vez —digo—, tal vez Jesucristo ni siquiera creía en sí mismo al principio.
Me inclino encima de la cara de Denny y apago la llama de un soplido. Cogiéndole la mandíbula con una mano para evitar que se mueva le saco lo que queda del tubo de papel. Cuando se lo enseño, el papel está oscuro y pringoso de la cera que le he sacado.
Beth enciende la luz de la cocina.
Denny le enseña el tubito quemado, Beth lo huele y dice:
—Apesta.
Yo le digo:
—A lo mejor los milagros son una habilidad y tienes que empezar por las cosas pequeñas.
Denny se tapa la oreja limpia con la mano y se la destapa. Se la tapa y se la destapa una y otra vez y dice:
—Definitivamente mejor.
—No quiero decir que Jesucristo hiciera juegos de manos —digo—. Pero no hacer daño a la gente ya es un buen comienzo.
Beth se acerca y se retira el pelo con una mano para poder mirar dentro de la oreja de Denny. Guiña los ojos y mueve la cabeza para mirar desde distintos ángulos.
Hago otro rollo bien fino con otra hoja de papel y le digo:
—Me han dicho que el otro día saliste en la tele.
Le digo:
—Lo siento. —Enrollo el papel para hacer el tubo cada vez más fino y le digo—. Fue culpa mía.
Beth se me queda mirando. Se suelta el pelo otra vez. Denny se mete un dedo en la oreja limpia, hurga y se huele el dedo.
Y sosteniendo el tubo de papel, digo:
—De ahora en adelante quiero ser mejor persona.
Asfixiarse en restaurantes, engañar a la gente, ya no voy a hacer más esas mierdas. Acostarme con cualquiera, el sexo casual, esa clase de porquerías.
Le digo:
—Llamé al ayuntamiento y me quejé de ti. Llamé a la cadena de televisión y les conté un montón de cosas.
Me duele el estómago, pero no sabría decir si es la culpa o la deposición atascada.
En cualquier caso estoy de mierda hasta el cuello.
Durante un segundo me resulta más fácil mirar la ventana oscura que hay encima del fregadero de la cocina y la noche que se extiende al otro lado. Me veo reflejado en la ventana y me encuentro tan flaco y hecho polvo como mi madre. El nuevo san Yo beatífico y tal vez divino. Veo a Beth mirándome con los brazos cruzados. Y veo a Denny sentado junto a la mesa de la cocina, hurgándose en la oreja sucia con la uña. Luego se mira debajo de la uña.
—Solamente quería que necesitaras mi ayuda —digo—. Quería que me la tuvieras que pedir.
Beth y Denny me miran muy serios y yo miro el reflejo de nosotros tres en la ventana.
—Sí, claro —dice Denny—. Necesito tu ayuda. —Luego le dice a Beth—: ¿Qué es eso de que salimos en la tele?
Beth se encoge de hombros y dice:
—Me parece que fue el martes —dice—. No, espera. ¿Qué día es hoy?
Sentado en la silla, Denny señala con la cabeza el tubo de papel que tengo listo. Levanta la oreja sucia hacia mí y dice:
—Tío, hazlo otra vez. Mola. Límpiame la otra oreja.
Ya está oscuro y empieza a llover cuando llego a la iglesia y me encuentro a Nico esperándome en el aparcamiento. Se pone a forcejear con su abrigo y durante un momento deja que una manga cuelgue vacía, luego vuelve a meter el brazo en ella. Por fin mete los dedos en el puño de la otra manga y saca algo blanco y con encajes.
—Aguántame esto —dice, y me pasa un amasijo caliente de elásticos y encaje.
Es su sujetador.
—Solamente un par de horas —me dice—. No tengo bolsillos. —Sonríe con la comisura de la boca y con los dientes de arriba mordiendo ligeramente el labio inferior. La lluvia y las farolas le centellean en los ojos.
No le voy a coger sus cosas, le digo, no puedo. Ya no.
Nico se encoge de hombros y se vuelve a meter el sujetador en la manga del abrigo. Todos los adictos al sexo han entrado ya en la sala 234. Los pasillos están vacíos, con sus suelos relucientes de linóleo encerado y sus tablones de anuncios en las paredes. Hay noticias de la iglesia y proyectos artísticos infantiles colgados por todas partes. Retratos de Jesucristo y los apóstoles pintados con los dedos. De Jesucristo y María Magdalena.
Voy caminando un paso por delante de Nico en dirección a la sala 234 cuando ella me agarra de la parte de atrás del cinturón y me empuja contra un tablón de anuncios.
Las punzadas en las tripas, la hinchazón y los calambres cuando me estira del cinturón, el dolor me provoca un eructo ácido en el fondo de la garganta. Tengo la espalda contra la pared, ella me mete una pierna entre las mías y me rodea la cabeza con los brazos. Sus pechos se interponen blancos y cálidos entre nuestros cuerpos. La boca de Nico se encaja en la mía y los dos respiramos su aroma. Tiene más lengua dentro de mi boca que dentro de la suya. Su pierna no está frotando mi erección, sino mi intestino atascado.
Los calambres podrían significar cáncer colorrectal. Podrían significar apendicitis aguda. Hiperparatiroidismo. Insuficiencia adrenal.
Véase también: obstrucción intestinal.
Véase también: cuerpos extraños colorrectales.
Fumar cigarrillos. Morderse las uñas. Mi cura para todo solía ser el sexo, pero ahora tengo a Nico magreándome y no puedo hacer nada.
Nico dice:
—Vale, busquemos otro sitio.
Ella retrocede y el dolor en las tripas me hace doblarme por la mitad. Me alejo tambaleándome hacia la sala 234 con Nico hablándome entre dientes.
—¡No! —dice entre dientes.
En la sala 234, el líder del grupo está diciendo:
—Esta noche vamos a trabajar en el cuarto paso.
—Aquí dentro no —dice Nico hasta que los dos estamos de pie en el umbral a la vista del grupo de gente sentada a la mesa grande y baja, manchada de pintura y pringada de arcilla seca. Las sillas son miniaturas de plástico tan bajas que todo el mundo tiene las rodillas delante del pecho. Todos se nos quedan mirando. Todos esos hombres y mujeres. Esas leyendas urbanas. Esos adictos al sexo.
El líder del grupo dice:
—¿Hay alguien aquí que todavía esté trabajando en el cuarto paso?
Nico se pega a mí y me susurra en el oído, me susurra:
—Si entras ahí con todos esos perdedores —dice Nico—, nunca más volveré contigo.
Véase también: Leeza.
Véase también: Tanya.
Y yo me acerco a la mesa y me dejo caer en una sillita de plástico.
Con todo el mundo mirándome, digo:
—Hola, soy Victor.
Mirando a los ojos de Nico, digo:
—Me llamo Victor Mancini y soy un adicto al sexo.
Y les cuento que llevo algo así como una eternidad atascado en el cuarto paso.
No me siento tanto al final de algo como en un nuevo principio.
Y sin moverse del umbral, ya no con lágrimas en los ojos sino con lagrimones, lagrimones negros de rímel cayéndole por la cara, Nico se restriega los ojos con una mano. Luego grita:
—¡Pues yo no! —Y el sujetador se le sale de la manga del abrigo y se le cae al suelo.
La señalo con la cabeza y digo:
—Y esta es Nico.
Y Nico dice:
—Por mí que os folien a todos. —Recoge el sujetador y se marcha.
Es entonces cuando todos dicen hola, Victor.
Y el líder del grupo dice:
—Muy bien.
Y dice:
—Como estaba diciendo, la mejor forma de exploraros a vosotros mismos es recordar dónde perdisteis la virginidad...
En algún lugar al norte-nordeste de Los Ángeles empiezo a sentir dolor, así que le pido a Tracy si lo puede dejar estar un momento. De esto hace otra eternidad.
Con una madeja enorme de baba blanquecina colgando entre mi picha y su labio inferior, con toda la cara ardiendo y ruborizada por la falta de aire y sin dejar de agarrarme el rabo dolorido con el puño, Tracy se apoya en los tacones y me cuenta que en el
Kama Sutra
dice que para conseguir unos labios bien rojos tienes que frotártelos con sudor de los testículos de un semental blanco.