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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (24 page)

Véase también: la sesión de Martha Ray.

Aparecen las tres hermanas Brontë. No son mujeres reales sino símbolos, simples nombres y armazones vacíos donde uno puede proyectarse. Que uno puede llenar de estereotipos y clichés antiguos, de piel blanca como la leche y polisones, de zapatos con botones y miriñaques. Vestidas únicamente con corsés de ballena y redecillas de ganchillo, Emily y Charlotte y Anne Brontë aparecen reclinadas, desnudas y aburridas en sofás forrados de pelo de caballo, una tarde calurosa y fétida en el salón. Símbolos sexuales. Usted llena lo que falta, el atrezzo y las posturas, el escritorio de tapa de persiana, el órgano de pedales. Póngase en el papel de Heathcliff o del señor Rochester. Ponga la cinta y relájese.

Nos resulta imposible imaginar el pasado. El pasado, el futuro, la vida en otros planetas, todo son extensiones, proyecciones de la vida tal como la conocemos.

Yo estoy encerrado en mi habitación. Denny va y viene.

Como si fuera un accidente inocente, me sorprendo a mí mismo hojeando la guía de teléfonos en busca del apellido Marshall. Su nombre no está en la guía. Algunas noches después del trabajo cojo el autobús que pasa por delante de Saint Anthony. Nunca la veo en ninguna ventana. Desde el autobús no se puede saber cuál es su coche en el aparcamiento. No me bajo.

No sé si rajarle los neumáticos o dejarle una nota de amor.

Denny va y viene y cada vez hay menos piedras en la casa. Y si dejas de ver a alguien todos los días, lo ves cambiar. Yo miro desde una ventana del piso de arriba y Denny va de un lado a otro cargando piedras cada vez más grandes en un carrito de la compra. Y cada día parece un poco más grande debajo de su vieja camisa a cuadros. Su cara se pone morena, su pecho y sus hombros se vuelven lo bastante grandes como para llenar la tela a cuadros y que no cuelgue vacía. No está enorme pero sí grande, para ser Denny.

Cuando veo a Denny desde la ventana soy una piedra, soy una isla.

Le grito si necesita ayuda.

En la acera, Denny mira a su alrededor, cargando una piedra en los brazos.

—Aquí arriba —le digo—. ¿Necesitas que te ayude?

Denny deja caer la piedra en el carrito y se encoge de hombros. Niega con la cabeza y me mira haciendo visera con la mano.

—No necesito ayuda —dice—. Pero puedes ayudarme si quieres.

Déjalo.

Lo que yo quiero es que me necesiten.

Lo que necesito es ser indispensable para alguien. Necesito a alguien que ocupe todo mi tiempo libre, mi ego y mi atención. Alguien adicto a mí. Una adicción mutua.

Véase también: Paige Marshall.

Es lo mismo que cuando dices que una droga puede ser buena o mala.

No comes. No duermes. Chupar a Leeza no se parece a comer. Si duermes con Sarah Bernhardt no estás dormido de verdad.

La magia de la adicción es que uno nunca tiene hambre ni está cansado ni aburrido ni se siente solo.

En la mesa del comedor se amontonan todas las tarjetas nuevas. Todos los cheques y las felicitaciones de un montón de extraños que quieren pensar que son héroes para alguien. Que creen que alguien los necesita, Una mujer me cuenta que ha empezado una cadena de oraciones por mí. Un esquema piramidal espiritual. Como si uno pudiera confabularse contra Dios. Intimidarlo.

La delgada línea entre rezar y molestar.

El martes por la noche, una voz en el contestador me pide permiso para trasladar a mi madre a la tercera planta de Saint Anthony, la planta donde la gente va a morir. Lo primero que oigo es que no es la voz de la doctora Marshall.

Le grito al contestador que sí, que claro. Que trasladen a esa zorra chiflada al piso de arriba. Que la pongan cómoda, pero que no voy a pagar ninguna medida heroica. Sondas de estómago. Respiradores. Sé que podría reaccionar de una forma más amable, pero la suavidad con que me habla la administradora, la sordina de su voz. La forma en que asume que soy una persona agradable.

Le digo a su dulce vocecilla grabada que no me vuelva a llamar hasta que la señora Mancini esté bien muerta.

A menos que esté estafándolos para conseguir dinero, prefiero que la gente me odie a que me compadezca.

Oigo el mensaje y no me siento furioso. Ni triste. Ya solamente puedo sentirme cachondo.

Y los miércoles quieren decir Nico.

En el lavabo de mujeres, con el puño acolchado de su hueso púbico aporreándome la nariz, Nico se restriega contra mi cara y me la pringa. Durante dos horas, Nico mantiene sus dedos entrelazados detrás de mi cabeza y hunde mi cara en su interior hasta que me asfixio con su vello público.

Cuando lamo sus labios menores, estoy recorriendo con la lengua los pliegues de la oreja de la doctora Marshall. Respiro con la nariz y extiendo la lengua hacia la salvación.

El martes toca en primer lugar Virginia Woolf. Luego Anaïs Nin. Luego hay el tiempo justo para una sesión con Sacajawea antes de que se haga de día y me tenga que ir a trabajar a 1734.

En el tiempo que me queda, voy apuntando mi pasado en un cuaderno. En eso consiste el cuarto paso de mi terapia, en mi inventario moral completo y sin miedo.

Los viernes quieren decir Tanya.

Para el viernes ya no quedan piedras en casa de mi madre.

Tanya viene a casa y Tanya quiere decir sexo anal.

La magia de hacerlo por el culo es que siempre la encuentro prieta como una virgen. Y Tanya trae juguetes. Cuentas y barras y sondas, todas oliendo a lejía, que transporta de tapadillo en una bolsa de cuero negro que guarda en el maletero. Tanya se trabaja mi rabo con una mano y con la boca mientras me aprieta la primera bola de una larga ristra de bolas de goma rojas y grasientas contra el ojete.

Cierro los ojos e intento estar lo bastante relajado.

Inspire. Y espire.

Piense en el mono y en los cacahuetes.

Lento y suave, inspire y espire.

Tanya retuerce la primera bola contra mi ojete y yo le digo:

—Si empezara a resultar pesado me lo dirías, ¿verdad?

Y la primera bola entra.

—¿Por qué la gente no me cree —digo— cuando les digo que todo me da igual?

Y la segunda bola entra.

—Nunca más nadie me va a hacer daño —le digo.

Algo más entra en mí.

Sin dejar de comerme el rabo, Tanya cierra la mano en torno a la cuerda y estira.

Imagina a una mujer sacándote las tripas de un tirón.

Véase también: mi madre agonizante.

Véase también: la doctora Paige Marshall.

Tanya da otro tirón y me corro. Los soldaditos blancos se estrellan contra el papel de la pared del dormitorio junto a su cara. Ella da otro tirón y mi rabo ya no suelta nada, pero sigue jadeando.

Y mientras me corro en seco, le digo:

—Joder. En serio, he notado
eso.

¿Qué NO haría Jesucristo?

Inclinado hacia delante con las manos abiertas apoyadas en la pared y las rodillas temblando un poco, le digo:

—Tranqui, ¿vale? —le digo a Tanya—. No estás arrancando una cortadora de césped.

Y Tanya se arrodilla a mi lado, mirando las bolas grasientas y apestosas que hay en el suelo, y dice:

—Oh, tío. —Levanta la ristra de bolas de goma roja para enseñármela y dice—: Se supone que hay diez.

Solamente hay ocho y lo que parece un trozo de cuerda vacía.

Me duele tanto el culo que me toco con el dedo y luego me miro los dedos en busca de sangre. Ahora mismo me duele tanto que es asombroso que no haya sangre por todas partes.

Con los dientes rechinando, le digo:

—Ha sido divertido, ¿no?

Y Tanya dice:

—Necesito que me firmes el impreso de salida para poder volver a la cárcel. —Mete la ristra de bolas en la bolsa negra y dice—: Vas a tener que pasar por urgencias.

Véase también: atasco de colon.

Véase también: bloqueo intestinal.

Véase también: dolores, fiebre, shock séptico, paro cardíaco.

Hace cinco días de la última vez que recuerdo haber sentido bastante hambre para comer. No me he sentido cansado. Ni preocupado ni furioso ni con miedo ni sediento. Si el aire de aquí dentro huele mal no me doy cuenta. Solamente sé que es viernes porque ha venido Tanya.

Paige y su hilo dental. Tanya y sus juguetes. Gwen y su palabra de seguridad. Todas estas mujeres tirando de mí como de una marioneta.

—No, en serio —le digo a Tanya. Firmo el impreso, debajo de «Avalador», y le digo—: En serio, no me pasa nada. No siento que se me haya quedado nada dentro.

Tanya coge el impreso y dice:

—No me lo puedo creer.

Lo gracioso es que yo tampoco estoy seguro de creérmelo.

34

Como no tengo seguro ni permiso de conducir, llamo a un taxi para que venga a ayudarme a arrancar el viejo coche de mi madre. En la radio explican dónde se puede encontrar atascos: ha habido un accidente de dos coches en la carretera de circunvalación y hay un camión con remolque averiado en la autopista que va al aeropuerto. Después de llenar el depósito de gasolina, encuentro un accidente y me pongo en la cola de coches. Solamente para sentir que formo parte de algo.

Sentado en medio del atasco, mi corazón late a un ritmo regular. No estoy solo. Atrapado aquí, puedo ser una persona normal que va a reunirse con una esposa, unos hijos y una casa. Puedo fingir que mi vida es algo más que esperar al siguiente desastre. Que puedo funcionar. De la misma forma que los niños juegan a tener una casa, yo puedo jugar a que hago mi viaje diario del trabajo a casa.

Después del trabajo voy a visitar a Denny al solar vacío donde ha dejado todas sus piedras, al viejo solar de las Casas Unifamiliares Mennington Country donde ha ido juntando filas de piedras con argamasa hasta tener un muro, y le digo:

—Eh.

Y Denny dice:

—Tío.

Denny dice:

—¿Qué tal tu madre?

Le digo que me da igual.

Denny usa la paleta para colocar una capa de barro gris y arenoso encima de la fila superior de piedras. Con la punta metálica de la paleta remueve la argamasa hasta que está igualada. Usa un palo para pulir las junturas entre las piedras que ya ha colocado.

Hay una chica sentada bajo un manzano lo bastante cerca de nosotros como para ver que es Cherry Daiquiri, la del club de striptease. Está sentada encima de una manta, sacando paquetes blancos de comida para llevar de una bolsa de la compra marrón y abriéndolos.

Denny empieza a colocar piedras sobre la nueva capa de mortero.

Le digo:

—¿Qué estás construyendo?

Denny se encoge de hombros. Hace girar una piedra cuadrada y marrón para hundirla más profundamente en la argamasa. Dando golpecitos con la paleta, coloca argamasa entre dos piedras. Está ensamblando toda su generación de bebés para formar algo más grande.

Y Denny dice:

—¿Cómo dices?

Mueve unas cuantas piedras con el pie hasta encontrar la mejor y la coloca en su sitio. No hace falta licencia para pintar un cuadro, dice. No necesitas un expediente para proyectar un libro. Hay libros que hacen más daño del que él podría hacer nunca. No hace falta que tus poemas pasen una inspección. Existe una cosa llamada libertad de expresión.

Denny dice:

—No hace falta licencia para tener un bebé. Entonces, ¿por qué hay que comprar una licencia para construir una casa?

Y yo digo:

—¿Y qué pasa si construyes una casa fea y peligrosa?

Y Denny dice:

—Bueno, ¿y qué pasa si crías a un niño peligroso y agilipollado?

Yo levanto un puño en dirección a él y digo:

—Espero que no te refieras a
mí,
tío.

Denny mira a Cherry Daiquiri sentada en la hierba y dice:

—Se llama Beth.

—No pienses ni por asomo que el municipio va a aceptar tu lógica a lo Primera Enmienda —digo.

Y le digo:

—En realidad no es tan atractiva como tú crees.

Denny se seca el sudor de la cara con el faldón de la camisa. Sus abdominales parecen una coraza ondulada. Dice:

—Tienes que ir a verla.

Ya la veo desde aquí.

—Me refiero a tu madre —me dice.

Ya no me reconoce. No me va a echar de menos.

—No es por ella —dice Denny—. Tienes que hacerlo para ti mismo.

Los brazos de Denny se llenan de sombras cuando se le flexionan los músculos. Se le han quedado pequeñas las mangas de su camiseta vieja. A sus brazos flacos parece haberles crecido el contorno. Sus hombros caídos se han ensanchado. Con cada fila de piedras que pone parece volverse más fuerte. Denny dice:

—¿Quieres quedarte y comer comida china? —dice—. Pareces hecho polvo.

Le pregunto si está viviendo con esta tal Beth.

Le pregunto si la ha dejado embarazada o algo así.

Sosteniendo una piedra gris enorme con ambos brazos a la altura de la cintura, Denny se encoge de hombros. Hace un mes, entre los dos apenas podíamos levantar esa piedra.

Por si acaso lo necesita, le digo que he hecho funcionar el coche viejo de mi madre.

—Ve a ver cómo está tu madre —dice Denny—, Luego ven a ayudar.

Todo el mundo en el Dunsboro colonial te manda saludos, le digo.

Y Denny dice:

—No me mientas, tío. No soy yo el que necesita que lo animen.

35

Paso deprisa los mensajes del contestador de mi madre y me encuentro todo el tiempo la misma voz mortecina, apagada y comprensiva, diciendo: «Su estado se deteriora». Diciendo: «Crítico...». Diciendo: «Madre...». Diciendo: «Intervenir...».

Me limito a pulsar el botón de pasar deprisa.

En la estantería tengo a Collen Moore reservada para esta noche, sea quien sea. Está Constance Lloyd, sea quien sea. Está Judy Garland. Está Eva Braun. Está claro que lo que queda es la segunda división.

La voz del contestador automático se interrumpe y empieza de nuevo.

—... estado llamando a algunas de las clínicas de fertilidad que salen en el diario de su madre... —dice.

Es Paige Marshall.

Rebobino.

—Hola, soy la doctora Marshall —dice—. Necesito hablar con Victor Mancini. Por favor, dígale al señor Mancini que he estado llamando a algunas de las clínicas de fertilidad que salen en el diario de su madre y resulta que todas son auténticas. Incluso los médicos son reales —dice—. Lo más extraño es que se ponen muy nerviosos cuando les pregunto por Ida Mancini.

Dice:

—Esto parece ser algo más que una simple fantasía de la señora Mancini.

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