Authors: Chuck Palahnouk
Mientras me abrocho los botones de las calzas, le dije:
—Tal vez la verdad es que quiero que me guste.
Y con ambas manos en la cabeza, tensando de nuevo el cerebro de pelo negro, Paige dijo:
—Tal vez el sexo y el afecto no son mutuamente excluyen tes.
Y yo me reí. Atándome el fular con las manos, le dije que sí. Que sí que lo son.
Denny yo llegamos al número setecientos de la calle que el letrero identifica como Birch Street. Le digo a Denny, que va empujando el carrito:
—Nos equivocamos de dirección, tío. —Señalo a nuestra espalda y digo—. La casa de mi madre está por ahí.
Denny sigue empujando. La parte posterior del carrito chirría contra el suelo. La pareja feliz permanece boquiabierta, mirándonos todavía un par de casas por detrás de nosotros.
Yo camino a su lado, pasándome la cabeza rosácea del muñeco de una mano a otra:
—Tío —le digo—, volvamos atrás.
Denny dice:
—Primero tenemos que ver el número ochocientos.
¿Qué hay ahí?
—Se supone que nada —dice Denny—, Mi tío Don era el propietario.
Las casas se terminan y el ochocientos es un solar vacío con más casas en la manzana siguiente. Hay hierba alta plantada en los contornos del terreno y manzanos viejos con la corteza arrugada y los troncos retorciéndose en la oscuridad. Más allá de la maleza, de las zarzamoras y los matorrales con las ramas atiborradas de espinas, el centro del solar está limpio.
En la esquina hay un letrero de contrachapado pintado de blanco con una foto en la parte superior de casas adosadas de ladrillo rojo y gente saludando con la mano desde ventanas con macetas de flores. Debajo de las casas pone en letras negras: «Próximamente casas unifamiliares Menningtown Country». Debajo del letrero, el suelo está nevado de virutas de pintura blanca. De cerca se ve que el letrero está doblado y que las casas unifamiliares de ladrillo están resquebrajadas y descoloridas.
Denny empuja la piedra fuera del carrito y la piedra aterriza sobre la hierba alta junto a la acera. Sacude la manta rosa y me da dos esquinas de la misma. Entre los dos la doblamos y Denny dice:
—Si quieres lo contrario a un modelo de conducta, ese sería mi tío Don.
Denny deja caer la manta doblada en el carrito y empieza a empujarlo en dirección a casa.
Yo lo llamo:
—Tío, ¿ya no quieres esta piedra?
Y Denny dice:
—Esas madres que protestan contra los que conducen bebidos, te aseguro que hicieron una fiesta cuando supieron que se había muerto el viejo Don Menning.
Se levanta un poco de viento y dobla la hierba. Aquí no vive nadie más que las plantas, y al otro lado del corazón a oscuras de la manzana se ven las luces de los porches de las casas del otro lado. En medio se ven las siluetas negras zigzagueantes de los viejos manzanos.
—¿Entonces esto es un parque? —digo.
Y Denny dice:
—En realidad, no. —Sin dejar de caminar, me dice—: Es mío.
Le tiro la cabeza del muñeco y digo:
—¿De verdad?
—Desde que hace dos días me llamaron mis padres —dice. Coge la cabeza y la mete en el carrito. Caminamos bajo las farolas, frente a las casas a oscuras.
Con las hebillas de los zapatos relucientes y las manos en los bolsillos, digo:
—Tío —digo—, tú no crees que yo sea Jesucristo ni nada parecido, ¿verdad?
Le digo:
—Di que no, por favor.
Seguimos caminando.
Y mientras empuja el carrito vacío, Denny dice:
—Afróntalo, tío. Casi practicaste el sexo sobre el altar de Dios. Ya eres una vergüenza de primera magnitud.
Seguimos caminando y el efecto de la cerveza se disipa. El aire nocturno está sorprendentemente frío.
Y yo digo:
—Por favor, tío, dime la verdad.
No soy bueno ni amable ni cariñoso ni ninguna de esas mierdas felices.
No soy más que un perdedor inconsciente y descerebrado. Puedo vivir con eso. Es lo que soy realmente. Un puto adicto al sexo recalcitrante perseguidor de agujeros, meneador de rabo y taladrador de chichis.
Le digo:
—Dime otra vez que soy un cabrón insensible.
Lo que tengo que hacer esta noche es esconderme en el armario del dormitorio mientras la chica se da una ducha. Luego, cuando ella salga reluciente de sudor, en medio de la atmósfera impregnada de vapor, laca y colonia, saldrá desnuda salvo por un albornoz de encaje. Entonces yo salgo con una media tapándome la cara y unas gafas de sol puestas. La tiro encima de la cama. Le pongo un cuchillo en la garganta. Luego la violo.
Así de simple. La espiral de vergüenza continúa.
Solamente hay que preguntarse todo el tiempo:
¿Qué NO haría Jesucristo?
Lo que pasa es que no la puedo violar en la cama, me dice, porque la colcha es de seda rosa clarito y se puede manchar. En el suelo tampoco porque la alfombra le rasca la piel. Acordamos hacerlo en el suelo, pero sobre una toalla. No una toalla buena para los invitados, me ha dicho. Me ha dejado una toalla vieja en el tocador y yo tengo que extenderla en el suelo previamente para no romper la atmósfera.
Me deja la ventana del dormitorio abierta antes de meterse en la ducha.
Así que me escondo en el armario, desnudo y con toda su ropa del tinte pegándose a mí, con la cabeza enfundada en la media, las gafas de sol y llevando en la mano el cuchillo menos afilado que he encontrado, esperando. La toalla extendida en el suelo. La media da tanto calor que se me llena la cara de sudor. El pelo pegado al cráneo me empieza a picar.
Junto a la ventana no, me ha dicho. Y tampoco cerca de la chimenea. Me ha dicho que la viole cerca del ropero, pero no demasiado cerca. Que intente extender la toalla en una zona de paso frecuente donde la alfombra no se vea tan gastada.
Ella es una chica llamada Gwen que he conocido en la sección de autoayuda de una librería. Es difícil decir quién ligó con quién, pero ella estaba fingiendo que leía un libro de terapia de doce pasos sobre la adicción sexual y yo llevaba mis pantalones de camuflaje de la suerte, rondaba a su alrededor con un ejemplar del mismo libro y me estaba preguntando qué más daba otra relación peligrosa.
Los pájaros lo hacen. Las abejas lo hacen.
Necesito el subidón de endorfinas. Para tranquilizarme. Me muero por la péptido feniletilamina. Eso es lo que soy. Un adicto. Porque, a ver, ¿quién lleva la cuenta?
En la cafetería de la librería, Gwen me dice que consiga una cuerda, pero no una cuerda de nailon porque hace daño. El cáñamo le produce sarpullido. La cinta aislante negra también sirve, pero no en la boca, y que no sea cinta de aluminio para tuberías.
—Que te arranquen cinta de aluminio —me explica— es tan erótico como que te depilen las piernas.
Consultamos nuestras agendas y el jueves queda descartado. El viernes tengo mi reunión de adictos al sexo. Esta semana nada de recibos. El sábado lo paso en Saint Anthony. Casi todos los domingos por la noche ella ayuda en el bingo de su parroquia, así que quedamos el lunes. El lunes a las nueve, no a las ocho porque ella trabaja hasta tarde y a las diez tampoco porque yo tengo que trabajar temprano por la mañana.
Y llega el lunes. La cinta aislante está lista. La toalla extendida, pero cuando salto encima de ella con el cuchillo va y me dice:
—¿Esas medias que llevas son mías?
Le retuerzo un brazo detrás de la espalda y le pongo el filo helado en la garganta.
—¡Por el amor de Dios! —dice—. Esto es demasiado. Te dije que podías violarme.
No te dije
que pudieras estropearme las medias.
Con la mano del cuchillo le agarro la parte de delante del albornoz e intento desnudarle los hombros.
—Para, para, para —dice, y me da una palmada en la mano—. Déjame que lo haga yo. Te lo vas a cargar. —Se aparta.
Le pregunto si me puedo quitar las gafas de sol.
—No —dice, y se quita el albornoz. Luego va al armario abierto y lo cuelga de una percha acolchada.
Pero es que casi no veo.
—No seas egoísta —me dice. Desnuda, me coge la mano y me la cierra en torno a una de sus muñecas. Luego se coloca el brazo detrás de la espalda y se gira para apretar la espalda desnuda contra mí. El rabo se me pone más y más duro y la raja cálida y resbaladiza de su culo se me pega. Y me dice—: Necesito que seas un atacante sin rostro.
Le digo que me da demasiada vergüenza comprar un par de medias. Un tío que compra medias es un criminal o un pervertido. En cualquiera de los dos casos, es difícil que la cajera te acepte el dinero.
—Joder, deja de quejarte —dice—. Todos los violadores con los que he estado se compraban sus medias.
Además, le digo, cuando miras la estantería de las medias resulta que las tienen de todos los tamaños y colores. Color carne, negro, beige, castaño, negro mate, cobalto, y ninguna es de la «Talla cabeza».
Ella frunce la cara y gime:
—¿Te puedo decir algo? ¿Te puedo decir una sola cosa?
Le pregunto qué.
Y ella dice:
—El aliento te huel
e fatal.
En la cafetería de la librería, mientras elaborábamos el guión, me dijo:
—Acuérdate de meter el cuchillo en la nevera antes. Necesito que esté realmente frío.
Yo le pregunté si no podíamos usar un cuchillo de goma.
Y ella me dijo:
—El cuchillo es muy importante para mi experiencia total.
Y me dijo:
—Lo mejor es que me pongas el filo del cuchillo en la garganta antes de que esté a la temperatura ambiente.
Y dijo:
—Pero ten cuidado, porque si me cortas por accidente —se inclinó hacia mí por encima de la mesa, adelantando la barbilla—, si se te ocurre hacerme un arañazo, te juro que estás en la cárcel antes de que te puedas poner otra vez los pantalones.
Tomó un sorbo de su chai de hierbas, volvió a poner la taza en el platillo y dijo:
—Mis fosas nasales te agradecerían que no usaras ninguna clase de colonia, aftershave ni desodorante de olor fuerte. Soy muy sensible.
Estas adictas al sexo tan salidas tienen una tolerancia altísima. Todo les está bien con tal de que se las folien. No pueden parar, no importa lo degradante que se vuelva el rollo.
Dios, cómo me gusta ser codependiente.
En la cafetería, Gwen se puso el bolso sobre el regazo y buscó en el interior:
—Ten —me dijo, y desenrolló una lista fotocopiada de los detalles que quería incluir. Encima de la lista ponía:
La violación es una cuestión de poder. No es algo romántico. No te enamores de mí. No me beses en la boca. No esperes quedarte después del acto. No uses mi cuarto de baño.
El lunes por la noche en su dormitorio, desnuda y apretada contra mí, me dice:
—Quiero que me pegues —dice—. Pero ni demasiado fuerte ni demasiado flojo. Lo justo para que me corra.
Con una mano le sujeto el brazo detrás de la espalda. Ella frota el culo contra mí. Tiene un cuerpecillo superbronceado, pero su cara está pálida y tiene textura de cera por culpa del exceso de crema hidratante. En el espejo de la puerta del armario la veo por delante y veo mi cara asomando por encima de su hombro. El pelo y el sudor se le acumulan en el espacio donde están pegados mi pecho y su espalda. Su piel tiene ese olor a plástico caliente de las camas de rayos UVA. Con la otra mano sostengo el cuchillo, así que le pregunto si quiere que la golpee con el cuchillo.
—No —dice—. Eso sería apuñalamiento. Pegar a alguien con un cuchillo es apuñalamiento —dice—. Deja el cuchillo y usa la mano abierta.
Y yo tiro el cuchillo.
Y Gwen dice:
—En la cama
no.
Así que dejo el cuchillo en el cajón. Luego levanto la mano para pegarle. Me resulta muy raro desde atrás.
Y ella dice:
—Pero en la cara no.
Así que bajo un poco la mano.
Y ella dice:
—Y no me des en los pechos, porque luego salen bultos.
Véase también: mastitis quística.
Me dice:
—¿Por qué no me abofeteas el culo?
Y yo le digo que por qué no se calla y me deja violarla a mi modo.
—Si eso es lo que te apetece, ya puedes coger tu picha diminuta y largarte corriendo a casa.
Como acaba de salir de la ducha, tiene el vello púbico suave y tupido, no aplastado como cuando le quitas la ropa interior a una mujer. La mano libre se la meto entre las piernas y le noto un tacto falso, como de goma y plástico. Demasiado liso. Un poco grasiento.
Le digo:
—¿Que le pasa a tu vagina?
Gwen se mira y dice:
—¿Qué? —dice—, Ah, eso. Es un femidón, un condón femenino. Los bordes sobresalen así. No quiero que me contagies nada.
Debo equivocarme, le digo, pero yo pensaba que la violación era más espontánea, ya sabes, un crimen pasional.
—Eso demuestra que no sabes ni una palabra sobre violar a la gente —dice—. Un buen violador planea su crimen meticulosamente. Ritualiza hasta los pequeños detalles. Esto tendría que ser casi una experiencia religiosa.
Lo que sucede aquí, dice Gwen, es sagrado.
En la cafetería de la librería me pasó la hoja fotocopiada y me dijo:
—¿Puedes aceptar todas estas condiciones?
La hoja decía:
No me preguntes dónde trabajo.
No me preguntes si me estás haciendo daño.
No fumes en mi casa.
No esperes quedarte a pasar la noche.
La hoja decía:
La palabra de seguridad es GARBEO.
Le pregunté qué quería decir «palabra de seguridad».
—Si la escena se vuelve demasiado fuerte o no funciona para alguno de los dos —dice—, uno dice «garbeo» y la acción se detiene.
Le pregunté si podía correrme.
—Si es tan importante para ti... —dijo ella.
Estas patéticas adictas al sexo. Todas hambrientas de polla.
Sin ropa está un poco flaca. Tiene la piel caliente y húmeda y parece que al apretarla vaya a salir agua caliente con jabón. Tiene las piernas tan delgadas que no se tocan hasta llegar al culo. Sus pechos diminutos parecen adherirse a su caja torácica. Sujetándole todavía el brazo detrás de la espalda y viéndonos en el espejo de la puerta del armario, ella tiene el cuello largo y los hombros caídos, como una botella de vino.
—Para, por favor —dice—. Me haces daño. Por favor, te daré dinero.