Authors: Chuck Palahnouk
Y la Mamaíta miró el mapa por el retrovisor y dijo:
—Perfecto.
Se miró el reloj de pulsera y pisó el acelerador y aumentó la velocidad y dijo:
—Ahora ponle nombre. Dibuja el río en nuestro mapa nuevo. Y prepárate, se acercan un montón de cosas más que necesitan nombre.
Y dijo:
—Porque la única frontera que queda es el mundo de lo intangible, las ideas, los relatos, la música, el arte.
Y dijo:
—Porque nada es tan perfecto como uno lo imagina.
Y dijo:
—Porque no voy a estar siempre viniendo a molestarte.
Pero la verdad era que el niño no quería ser responsable de sí mismo ni del mundo. La verdad era que el niño estúpido siempre estaba planeando montar una escena en el siguiente restaurante, conseguir que a su madre la detuvieran y la hicieran salir de su vida para siempre. Porque estaba cansado de aventuras y creía que su querida vida estúpida y aburrida iba a durar para siempre.
Ya estaba eligiendo entre la seguridad, la confianza, la satisfacción y ella.
Conduciendo el autobús con las rodillas, la Mamaíta extendió el brazo, le estrujó el hombro y le dijo:
—¿Qué quieres para comer?
Y como si fuera una respuesta inocente, el niño dijo:
—Salchichas rebozadas de maíz.
Un momento más tarde, me abrazan por detrás. Un detective de policía me está estrujando con fuerza, me oprime con los puños por debajo de la caja torácica y me dice entre dientes al oído:
—¡Respire! ¡Respire, joder!
Me dice al oído:
—No pasa nada.
Los brazos me enlazan, me levantan del suelo y un desconocido murmura:
—Se pondrá bien.
Presión periabdominal.
Alguien me da un golpe en la espalda del mismo modo que el médico golpea a un recién nacido y yo escupo el tapón. Las tripas se me sueltan por la pernera del pantalón, seguidas de las dos bolas de goma y toda la mierda amontonada detrás de ellas.
Mi vida entera hecha pública.
Nada más que ocultar.
El mono y los cacahuetes.
Un segundo más tarde me desplomo en el suelo. Rompo a llorar y alguien me dice que no pasa nada. Que estoy vivo. Me han salvado. He estado a punto de morir. Alguien me abraza la cabeza contra su pecho, me acuna y me dice:
—Relájese.
Me ponen un vaso de agua en los labios y me dicen:
—No diga nada.
Me dicen que todo ha terminado.
Agolpados alrededor del castillo de Denny hay un millar de personas que yo no recuerdo, pero que no me van a olvidar nunca.
Es casi medianoche. Apestando y huérfano y sin trabajo y sin que nadie me quiera, me abro paso entre la multitud hasta que me reúno con Denny, de pie en el centro de la multitud, y le digo:
—Tío.
Y Denny me dice:
—Tío.
Mirando a la muchedumbre armada con piedras.
Y me dice:
—Definitivamente no tendrías que estar aquí.
Después de que saliéramos por la tele, dice Denny que esta gente sonriente no ha parado de venir durante todo el día y de traer piedras. Piedras formidables. Unas piedras que no te lo creerías. Granito de cantera y sillares de basalto. Bloques pulidos de caliza y arenisca. Vienen uno detrás de otro, traen argamasa, palas y paletas.
Y todos preguntan, sin excepción:
—¿Dónde está Victor?
Hay tanta gente que han llenado la manzana y ahora ya no se puede trabajar. Todos querían darme su piedra en persona. Todos estos hombres y mujeres no han parado de preguntarle a Denny y Beth si estoy bien.
Les han dicho que yo tenía un aspecto horrible en la televisión.
Lo único que hace falta es que una persona se jacte de ser un héroe. De ser un salvador y de haber salvado la vida de Victor en un restaurante.
De haber salvado
mi
vida.
La palabra «polvorín» viene que ni pintada.
En el margen de la escena, un héroe ha dado que hablar a todo el mundo. Incluso en la oscuridad, uno ve que la revelación se va extendiendo entre la multitud. Es la línea invisible entre la gente que todavía sonríe y la gente que ya no lo hace.
Entre la gente que siguen siendo héroes y los que conocen la verdad.
Y despojados de su momento de mayor orgullo, todos empiezan a mirar a su alrededor. Toda esta gente que han pasado de salvadores a tontos en un solo instante empiezan a perder un poco la cabeza.
—Tienes que largarte, tío —dice Denny.
La multitud es tan densa que ya no se ve la obra de Denny, las columnas y las paredes, las estatuas ni las escalinatas. Y alguien grita:
—¿Dónde está Victor?
Y otra persona grita:
—¡Entregadnos a Victor Mancini!
Y está claro que me merezco esto. Un pelotón de fusilamiento. Todo mi clan de adopción.
Alguien enciende los faros de un coche y yo quedo iluminado contra una pared.
Mi sombra se cierne horriblemente sobre todos nosotros.
Yo, aquel palurdín ignorante que creía que se podía ganar lo suficiente, aprender lo suficiente, poseer lo suficiente, correr lo suficiente, esconderse lo suficiente. Follar lo suficiente.
Entre los faros y yo se interponen los contornos de un millar de personas sin cara. Toda esas personas que pensaban que me querían. Que pensaban que me habían devuelto la vida. La leyenda de sus vidas, evaporada. Luego una mano levanta una piedra y yo cierro los ojos.
Las venas del cuello se me hinchan de no respirar. La cara se me ruboriza y me empieza a arder.
Algo golpea a mis pies. Una piedra. Luego otra. Y una docena más. Un centenar de golpes. Caen las piedras y el suelo tiembla. Las piedras se amontonan a mi alrededor y todo el mundo grita.
Es el martirio de san Yo.
Con los ojos cerrados e inundados de lágrimas, veo la luz de los faros roja a través de mis párpados, de mi carne y de mi sangre. De mis lágrimas.
Más golpes en el suelo. El suelo tiembla y la gente grita con dificultad. Más temblores y estruendo. Más palabrotas. Y luego todo queda en silencio.
Le digo a Denny:
—Tío.
Sin abrir los ojos, me sorbo la nariz y digo:
—Dime qué está pasando.
Y algo blando de algodón y no muy limpio se cierra en torno a mi nariz y me dice:
—Suénate, tío.
Y luego todo el mundo se ha ido. Casi todo el mundo.
El castillo de Denny. Los muros han quedado tumbados, las piedras abatidas y desperdigadas pese a lo bien colocadas que estaban. Las columnas derrocadas. Las columnatas. Los pedestales volcados. Las estatuas hechas pedazos. Piedras rotas y argamasa, los escombros llenan los patios y las fuentes. Incluso los árboles han quedado astillados y abatidos bajo la lluvia de piedras. Las escaleras destruidas no llevan a ninguna parte.
Beth está sentada en una piedra, mirando una estatua rota que Denny hizo de ella. No de su aspecto real, sino de cómo él la veía. Tan hermosa como él creía. Perfecta. Y ahora destruida.
Pregunto si ha habido un terremoto.
Y Denny dice:
—Te acercas, pero este ha sido otra clase de acto divino.
No queda una piedra encima de otra.
Denny olisquea y dice:
—Hueles a mierda, tío.
Se supone que no puedo salir de la ciudad hasta nuevo aviso, le digo. Me lo ha dicho la policía.
Solamente queda una silueta recortándose contra los faros. Un único contorno negro y encorvado hasta que los faros se desvían y el coche aparcado se marcha.
A la luz de la luna Denny, Beth y yo miramos para ver quién hay ahí.
Es Paige Marshall. Con la bata blanca de laboratorio sucia y remangada. Con la pulsera de plástico en la muñeca. Tiene los zapatos náuticos mojados y embarrados.
Denny avanza un paso y dice:
—Lo sentimos, pero ha habido un terrible malentendido.
Y yo le digo, no, tranquilo. No es lo que crees.
Paige se acerca y dice:
—Bueno, he venido. —Tiene el peinado negro deshecho, su moño en forma de cerebro negro. Con los ojos hinchados e inyectados en sangre, se sorbe la nariz, se encoge de hombros y dice—: Supongo que eso quiere decir que estoy loca.
Todos miramos las piedras desperdigadas, simples piedras, pedazos marrones de nada en especial.
Tengo una pernera de los pantalones sucia de mierda y pegada a la pierna. Y digo:
—Bueno —digo—. Supongo que no voy a salvar a nadie.
—Sí, bueno. —Paige levanta la mano y dice—: ¿Crees que me puedes quitar esta pulsera?
Le digo que sí. Que lo podemos intentar.
Denny está pateando las piedras caídas, haciéndolas girar con el pie hasta que se agacha para recoger una. Beth va a ayudarlo.
Paige y yo nos quedamos mirándonos, viéndonos tal como somos de verdad. Por primera vez. Podemos pasarnos la vida dejando que el mundo nos diga quiénes somos. Si estamos locos o cuerdos. Si somos santos o adictos al sexo. Héroes o víctimas. Dejando que la Historia nos diga si somos buenos o malos.
Dejando que nuestro pasado decida nuestro futuro.
O podemos decidir por nosotros mismos.
Y tal vez nuestro trabajo sea inventar algo mejor.
En los árboles se oye cantar a una paloma torcaz. Debe de ser medianoche.
Y Denny dice:
—Eh, nos iría bien un poco de ayuda.
Paige se acerca y yo también. Los cuatro intentamos meter los dedos por debajo de la piedra. En la oscuridad, la piedra está fría y dura y cuesta una eternidad levantarla, y los cuatro juntos nos dejamos la piel solamente para colocar una piedra encima de otra.
—¿Conoces a aquella chica de la antigua Grecia? —dice Paige.
¿La que dibujó la silueta de su amante perdido? Le digo que sí.
Y ella dice:
—¿Sabías que más tarde se olvidó de él e inventó el papel pintado?
Es grotesco, pero aquí estamos, los pioneros, los zumbados de nuestra época, intentando construir nuestra realidad alternativa. Construir un mundo a partir de piedras y caos.
No tengo ni idea de cómo saldrá.
Incluso después de tanto ajetreo, hemos terminado en mitad de la noche en medio de ninguna parte.
Y tal vez la cuestión no sea saber.
El sitio donde estamos ahora, unas ruinas a oscuras, y lo que construimos, podrían ser cualquier cosa.
[1]
«Ring a ring of roses / A pocket full of posies» ('Un círculo de rosas / y ramilletes en el bolsillo') es el principio de la canción con que los niños ingleses acompañan el juego tradicional del corro.
(N. del T.)