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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (28 page)

En algún lugar al norte-nordeste por encima de Little Rock, Tracy me dice:

—Con el
pompoir
esto sería un juego de niños. Es cuando las mujeres albanesas te hacen correrte usando solamente los músculos constrictores de su vagina.

¿Te follan con las tripas?

Tracy dice:

—Sí.

¿Las mujeres albanesas?

—Sí.

Yo digo:

—¿Tienen líneas aéreas?

Otra cosa que uno aprende es que cuando una azafata llama a la puerta, se puede terminar deprisa usando el método Florentino, en el cual la mujer agarra al hombre por la base del pene y retrae la piel con fuerza para aumentar la sensibilidad. Esto acelera considerablemente el proceso.

Para postergar el momento hay que apretar con fuerza la parte inferior de la base del pene. Aunque esto no evite la eyaculación, el semen se retrae hasta la vejiga y uno se ahorra gran parte de la limpieza. Los expertos llaman a esto «saxonus».

Mientras la pelirroja y yo estamos en el enorme baño trasero de un McDonell Douglas DC-20 serie 30CF, ella me enseña la posición de la negra, en la que ella apoya las rodillas a ambos lados del lavabo y yo apoyo las manos abiertas en la parte trasera de sus hombros blancos.

Con su aliento empañando el espejo y con la cara ruborizada de estar en cuclillas, Tracy dice:

—En el
Kama Sutra
dice que si un hombre se da masajes con zumo de granada, calabaza y semillas de pepino, se empalmará y permanecerá así durante seis meses.

La recomendación tiene una especie de fecha límite a lo Cenicienta.

Ella ve mi mirada reflejada en el espejo y dice:

—Coño, no te lo tomes todo de forma tan personal.

En algún sitio al norte por encima de Dallas, intento reunir más saliva mientras ella me cuenta que para que una mujer no te deje nunca tienes que cubrirle la cabeza de espinas de ortiga y boñiga de mono.

Y yo pregunto: ¿En serio?

Y si bañas a tu mujer en leche de búfalo y bilis de vaca, todos los hombres que la usen se volverán impotentes.

Yo le digo que no me extraña.

Si una mujer unta un hueso de camello enjugo de caléndulas y se aplica el líquido en las pestañas, todos los hombres a los que mire se quedarán embrujados. Si fuera necesario, se pueden usar huesos de pavo real, halcón o buitre.

—Échale un vistazo —dice—. Todo está en el gran libro.

En algún lugar al sur-sudeste por encima de Alburquerque, con mi cara cubierta de una pasta blanca y espesa como el huevo de tanto lamerla y las mejillas raspadas por su vello, Tracy me explica que los testículos de carnero hervidos en leche con azúcar restauran tu virilidad.

Luego dice:

—No quería que pareciera una indirecta.

Y yo pienso que lo estoy haciendo bastante bien. Teniendo en cuenta que me he tomado dos bourbons y que llevo tres horas de pie.

En algún lugar al sur-sudoeste por encima de Las Vegas, y con las piernas temblándonos ya a los dos como si tuviéramos la gripe, ella me enseña a hacer lo que el
Kama Sutra
llama «pacer». Luego a «chupar el mango». Luego a «devorar».

Forcejeando en nuestra cabina de plástico diminuta y limpiada en seco, suspendidos en el tiempo y el espacio donde todo vale, esto no es
bondage,
pero se le acerca.

Ya han desaparecido aquellos viejos Lockheed súper Constellations en donde todos los lavabos de babor y de estribor eran suites de dos habitaciones: un camerino y un lavabo separados por una puerta.

El sudor le cae por sus músculos firmes. Mientras nos movemos rítmicamente, somos dos máquinas perfectas haciendo un trabajo para el que fuimos diseñados. Hay momentos en los que solo nos tocamos con la parte deslizante de mí y con los labios de ella vagamente irritados y retraídos, yo apoyo los hombros en la pared de plástico y el resto de mi cuerpo de cintura para abajo se sacude rítmicamente. Tracy está de pie en el suelo, luego pone un pie encima del lavabo y se apoya en la rodilla levantada.

Resulta fácil vernos a nosotros mismos en el espejo, bidimensionales y atrapados en el cristal, como actores en una película, en una página de Internet, en una foto de una revista, como si no fuéramos nosotros, como si fuéramos gente guapa sin vida ni futuro más allá de este momento.

El mejor sitio en un Boeing 767 es el lavabo central que hay al fondo de la cabina de clase turista. Las pasas canutas en el Concorde, donde los lavabos son minúsculos, pero esa es simplemente mi opinión. Si lo único que tienes que hacer es orinar o quitarte las lentillas o cepillarte los dientes, seguro que hay sitio de sobra.

Pero si lo que ambicionas es lo que el
Kama Sutra
llama el «Cuervo» o la «Cuissade», o cualquier cosa para la que necesites más de cinco centímetros de movilidad hacia atrás y hacia delante, te alegrarás de estar en un Airbus 300/310 europeo con sus lavabos del fondo de clase turista lo bastante grandes para montar fiestas. Si buscas el mismo espacio de encimera y sitio para mover las piernas, no encontrarás nada mejor a nivel de lujo que los dos lavabos traseros de un British Aerospace One-Eleven.

En algún lugar al norte-nordeste por encima de Los Ángeles, me empieza a doler, así que le pido a Tracy que lo deje estar.

Y le pregunto:

—¿Por qué haces esto?

Y ella dice:

—¿El qué?

Esto.

Y Tracy sonríe.

La gente a la que se conoce detrás de puertas sin pasar el pestillo está cansada de hablar del tiempo. Está cansada de la seguridad. Es gente que ha remodelado demasiadas casas. Es gente bronceada que ha dejado de fumar, ha dejado el azúcar blanco y la sal, la grasa y la carne de ternera. Es gente que ha visto estudiar y trabajar a sus padres y abuelos durante toda su vida solamente para acabar perdiéndolo todo. Gastándolo todo solamente para acabar viviendo con una sonda de estómago. Olvidándose incluso de cómo masticar y tragar.

—Mi padre era médico —dice Tracy—. En el sitio donde está ahora ya no se acuerda ni de cómo se llama.

Estos hombres y mujeres sentados detrás de puertas sin cerrar saben que una casa más grande no es la respuesta. Ni tampoco un cambio de marido o de mujer ni más dinero ni una piel más tersa.

—Cualquier cosa que puedas adquirir —dice ella— es otra cosa que acabarás perdiendo.

La respuesta es que no hay respuesta.

En serio, este es un momento muy fuerte.

—No —digo, y le paso un dedo entre los muslos—. Me refería a esto. ¿Por qué te rasuras el pubis?

—Ah, eso —dice, y pone los ojos en blanco, sonriendo—. Es para poder llevar tanga.

Mientras me siento para descansar en el retrete, Tracy examina el espejo, no tanto viéndose a sí misma como comprobando lo que queda de su maquillaje, y se limpia con un dedo mojado los restos del pintalabios corrido. Se frota con los dedos las marcas de mordiscos de alrededor de los pezones. Lo que el
Kama Sutra
llama Nubes Dispersas.

Hablando con el espejo, dice:

—La razón de que haga el circuito es que, si lo piensas, no hay una buena razón para hacer nada.

No hay sentido.

Es gente que no quiere tanto un orgasmo como olvidar. Olvidarlo todo. Durante un par de minutos, diez minutos, media hora.

O tal vez es la manera en que la gente reacciona cuando la tratas como a ganado. O tal vez todo esto son excusas. Tal vez simplemente están aburridos. Tal vez es que nadie está hecho para pasarse el día sentado en un cajón de embalaje diminuto rodeado de otra gente y sin mover un músculo.

—Somos gente sana, joven, despierta y viva —dice Tracy—, Si te paras a pensarlo, ¿qué es lo más antinatural?

Se está poniendo otra vez la blusa, subiéndose las medias.

—¿Por qué hago nada? —dice—. Tengo suficiente educación como para disuadirme a mí misma de hacer cualquier cosa. Para deconstruir cualquier fantasía. Para convencerme de abandonar cualquier meta. Soy tan lista que puedo negarme cualquier sueño.

Conmigo aquí todavía sentado y agotado, la tripulación anuncia el descenso, que nos aproximamos al área de Los Ángeles; luego dicen la hora y la temperatura y por fin la información sobre las conexiones de vuelos.

Y durante un momento, esta mujer y yo nos quedamos de pie escuchando, mirando a ninguna parte.

—Hago esto,
esto,
porque es agradable —dice, y se abotona la blusa—, A lo mejor no sé por qué lo hago en realidad. En cierta forma, es la razón de que ejecuten a los asesinos. Porque una vez has cruzado ciertas líneas, nunca dejas de cruzarlas.

Con ambas manos detrás de la espalda, abrochándose la cremallera de la falda, dice:

—La verdad es que no
quiero
saber por qué practico el sexo con desconocidos. Lo sigo haciendo —dice—, porque en cuanto te des a ti misma una buena razón empezarás a abandonarlo.

Se vuelve a poner los zapatos, se atusa el pelo a los lados de la cabeza y dice:

—Por favor, no pienses que esto ha sido algo especial.

Abre la puerta y dice:

—Relájate. Algún día todo lo que hemos hecho te parecerá una nimiedad.

Sale la primera a la cabina del pasaje y dice:

—Hoy es simplemente la primera vez que cruzas esta línea en concreto. —Y dejándome desnudo y solo, dice—: No te olvides de pasar el pestillo ahora. —Luego se ríe y dice—: Bueno, si es que quieres volver a pasarlo alguna vez.

41

La chica del mostrador de entrada no quiere café.

No quiere ir al aparcamiento a ver su coche.

Me dice:

—Si le pasa algo a mi coche ya sé a quién echar la culpa.

Y yo le digo:

—Chiiist.

Le digo que he oído algo importante, un escape de gas o un bebé llorando en alguna parte.

Es la voz de mi madre, apagada y fatigada, que se oye en el altavoz procedente de alguna sala desconocida.

De pie en el mostrador del vestíbulo de Saint Anthony, escuchamos cómo mi madre dice:

—El eslogan de América es «Nada es bastante bueno». Nada va lo bastante deprisa. Nada es lo bastante grande. Nunca estamos satisfechos. Siempre estamos mejorando...

La chica del mostrador de entrada dice:

—Yo no oigo ningún escape de gas.

La voz débil y cansada dice:

—Me he pasado la vida atacándolo todo porque me daba demasiado miedo arriesgarme a crear algo...

Y la chica del mostrador de entrada corta la transmisión. Pulsa el micrófono y dice:

—Enfermera Remington. Enfermera Remington al mostrador de entrada inmediatamente.

El guarda de seguridad gordo, el del bolsillo lleno de bolígrafos.

Pero cuando deja de pulsar el botón la voz del intercomunicador regresa, débil como un murmullo.

—Nunca nada estaba bien —dice mi madre—, o sea que al final de mi vida no me queda nada.

Y su voz se desvanece.

No queda nada. Solamente ruido de fondo. Interferencias.

Y ahora se va a morir.

A menos que haya un milagro.

El guarda cruza las puertas de seguridad, mira a la chica del mostrador y dice:

—A ver, ¿qué pasa aquí?

Y en el monitor, la imagen borrosa y en blanco y negro la muestra a ella señalándome a mí, doblado por la cintura por culpa del dolor de tripas, agarrándome la barriga hinchada con las manos. Y ella dice:

—Él.

Ella dice:

—A este hombre hay que prohibirle la entrada en nuestras instalaciones. A partir de ya.

42

Lo que apareció anoche en las noticias fuimos yo gritando y agitando los brazos delante de la cámara, Denny a poca distancia detrás de mí, trabajando para colocar una piedra en la pared, y Beth a poca distancia detrás de él, golpeando un bloque de piedra con un martillo e intentando esculpir una estatua.

En la tele salgo amarillento como si tuviera ictericia y encorvado por culpa de la hinchazón y la inflamación de mis tripas, que se me están descomponiendo por dentro. Inclinado hacia delante, levanto la vista para mirar a la cámara y el cuello se me dobla entre la cabeza y el cuello de la camisa. Con el cuello tan flaco como un brazo, la nuez de Adán me sobresale como si fuera un codo. Esto tuvo lugar ayer después del trabajo, de modo que todavía llevaba mi camisa de lino del Dunsboro colonial parecida a una blusa y las calzas. Ni los zapatos de hebilla ni el fular ayudan en estas situaciones.

—Tío —dice Denny, sentado junto a Beth en el apartamento de Beth donde estamos viéndonos a nosotros mismos en la tele—, no tienes muy buena pinta.

Me parezco al Tarzán regordete del cuarto paso de mi terapia, el que estaba agachado con el mono y los cacahuetes tostados. El salvador gordezuelo de la sonrisa beatífica. El héroe a quien no le quedaba nada que ocultar.

Lo único que yo intentaba en la tele era explicar a todo el mundo que no había ninguna controversia. Convencer a la gente que yo había llamado al ayuntamiento diciendo que vivía al lado y que un chiflado estaba construyendo sin permiso, no sabía el qué. Y que la zona de obras representaba un peligro para los niños del vecindario. Y que el tío que estaba construyendo no parecía muy sano. Y que sin duda estaba construyendo una iglesia satánica.

Luego llamé a los de la cadena de televisión y les expliqué lo mismo.

Y así fue como empezó todo.

Lo de que hice todo aquello para conseguir que Denny me necesitara, eso no lo expliqué. No en la televisión.

En serio, todas mis explicaciones se quedaron en la sala de montaje, porque en la tele parezco simplemente un maníaco sudoroso e inflado que intenta tapar la lente de la cámara con la mano, que le grita al reportero que se largue y que le da manotazos al micrófono de jirafa que cuelga durante toda la toma.

—Tío —dice Denny.

Beth ha grabado en vídeo mi pequeño momento fosilizado y lo miramos una y otra vez.

Denny dice:

—Tío, pareces poseído por el demonio o algo así.

La verdad es que he sido poseído por una deidad distinta. Estoy intentando hacer el bien. Estoy intentando hacer algunos milagros pequeñitos para poder pasar después a los grandes.

Sentado aquí con un termómetro en la boca, me lo saco y veo que pone treinta y ocho grados y medio. No paro de sudar y le digo a Beth:

—Lo siento por tu sofá.

Beth coge el termómetro para echarle un vistazo y luego me pone la mano fría en la frente.

Y le digo:

—Siento haber creído que eras una pedorra estúpida y cabeza hueca.

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