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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (23 page)

La bailarina es Cherry Daiquiri, la misma que en nuestra última visita, pero ahora se ha teñido el pelo rubio de negro. En el interior del muslo tiene un apósito pequeño y redondo.

Para entonces ya me he acercado lo suficiente como para ver por encima del hombro de Denny y le digo:

—Tío.

Y Denny dice:

—Tío.

Y yo digo:

—Parece que has vuelto a visitar la biblioteca.

A Cherry le digo:

—Está bien que te hayas quitado aquel lunar.

Cherry Daiquiri hace girar el pelo alrededor de la cabeza como si fuera un ventilador. Se inclina hacia delante y arroja su larga melena negra por encima de los hombros.

—Y me he teñido el pelo —dice. Con una mano se coge unos mechones y me los enseña, frotándolos entre dos dedos—, Ahora es negro —dice—. Me imaginé que sería más seguro —dice—, porque me dijiste que las rubias tienen más probabilidades de coger cáncer de piel.

Yo me dedico a agitar todas las botellas de la mesa en busca de alguna donde quede un poco de cerveza, y miro a Denny.

Denny está dibujando, no escucha, ni siquiera está aquí.

Arquitrabes compuestos toscano-corintios de entablamento... A alguna gente solamente la tendrían que dejar entrar en la biblioteca con receta médica. En serio, los libros sobre arquitectura se han convertido en la pornografía de Denny. Sí, al principio eran un puñado de piedras. Luego bóvedas de tracería. Lo que quiero decir es que esto es América. Uno empieza con las pajas y llega a las orgías. Uno fuma un poco de hierba y acaba metiéndose caballo. Es esta cultura nuestra de lo más grande, lo más fuerte, lo más rápido y lo mejor. La palabra clave es progresar.

En América, si tu adicción no se renueva y mejora constantemente, eres un perdedor.

Me doy unos golpecitos en la cabeza mirando a Cherry. Luego la señalo. Le guiño el ojo y digo:

—Chica lista.

Ella intenta pasarse un pie por detrás de la cabeza y dice:

—Siempre va bien prevenir. —Su pubis sigue rasurado, su piel sigue siendo de color rosa pecoso. La música da paso a una ráfaga de fuego de ametralladoras, luego al silbido de bombas cayendo, y Cherry dice—: Llegó el descanso. —Encuentra la raja de la cortina y desaparece entre bastidores.

—Míranos, tío —digo. Encuentro la última botella con cerveza y está caliente. Digo—: Lo único que tienen que hacer las mujeres es desnudarse y les damos todo nuestro dinero. O sea, ¿por qué tenemos que ser tan esclavos?

Denny pasa la página de su bloc y empieza un dibujo nuevo.

Dejo su piedra en el suelo y me siento.

Estoy cansado, le digo. Parece que las mujeres siempre están dándome órdenes. Primero mi madre y ahora la doctora Marshall. Entretanto hay que hacer felices a Nico, Leeza y Tanya. Y Gwen, que ni siquiera me dejó violarla. Solamente miran por sus intereses. Todas creen que los hombres son algo obsoleto. Inservible. Como si no fuéramos más que un apéndice sexual.

El simple sistema de soporte vital de una erección. O una cartera.

De ahora en adelante, le digo, ya no voy a ceder ni un centímetro.

Me declaro en huelga.

En adelante, que las mujeres se abran la puerta ellas solas.

Que paguen ellas la cuenta de sus comidas.

Ya nunca más voy a moverle el sofá a nadie.

Ni tampoco voy a abrir más tapas de frascos.

Y nunca más voy a levantar otra tapa de retrete.

Coño, en adelante me voy a mear encima de todas las tapas.

Levanto dos dedos para hacerle a la camarera la señal que en el lenguaje internacional de los signos quiere decir dos. Dos cervezas más, por favor.

Digo:

—Dejemos que las mujeres se las apañen sin mí. Veamos cómo se colapsa su pequeño mundo femenino.

La cerveza caliente sabe a la boca de Denny, a sus dientes y su protector labial, tanta es la necesidad que tengo de beber cerveza.

—Y en serio —digo—, si estoy en un barco que se hunde, yo seré el primero en subirme al bote salvavidas.

No necesitamos a las mujeres. Hay muchas otras cosas en el mundo con las que tener relaciones sexuales: ve a una reunión de adictos al sexo y toma apuntes. Están las sandías pasadas por el microondas. Está el mango vibrador del cortacésped colocado a la altura de la entrepierna. Están las aspiradoras y los sillones de bolas de poliestireno. Las páginas web. Todos esos maníacos sexuales que fingen ser chicas de dieciséis años en los chats. En serio, los viejos del FBI son las ciberchatis más sexy.

Por favor, enseñadme una sola cosa en el mundo que sea lo que parece.

A Denny le digo, voy y le digo:

—Las mujeres no quieren igualdad de derechos. Tienen más poder cuando están
oprimidas. Necesitan
que los hombres sean la inmensa conspiración enemiga. Toda su identidad se basa en ello.

Y Denny gira la cabeza como un búho, me mira con los ojos fruncidos bajo las cejas y dice:

—Tío, estás perdiendo el control.

—No, lo digo en serio —digo.

Le digo que me dan ganas de matar al hombre que inventó el consolador. En serio que me dan ganas.

La música se convierte en una alarma de bombardeo. Luego una bailarina nueva sale pavoneándose. Su cuerpo es de color rosa brillante debajo de un camisoncito de lo más potente, que casi le deja ver el matorral y los pechos.

Deja caer uno de sus tirantes. Se chupa el dedo índice. El otro tirante cae también y únicamente sus pechos impiden que la prenda le caiga hasta los pies.

Mientras Denny y yo la estamos mirando, la prenda acaba de caer.

32

Cuando llega la grúa del club automovilístico, la chica del mostrador delantero tiene que salir y yo le digo que le vigilo el mostrador.

En serio, cuando el autobús me ha dejado hoy en Saint Anthony he visto que su coche tenía dos neumáticos deshinchados. Tenía las dos ruedas de atrás apoyadas en las llantas, le digo, y me obligo a mí mismo a mirarla a los ojos todo el tiempo.

El monitor de seguridad muestra el comedor, donde un montón de viejas están comiendo diferentes tonos de papilla gris para almorzar.

El dial del intercomunicador está colocado en el uno y se oye música de ascensor y agua corriente procedente de alguna parte.

El monitor muestra la sala de manualidades vacía. Luego la sala de estar comunal, con el televisor apagado. Diez segundos más tarde, la biblioteca, donde Paige está empujando la silla de ruedas de mi madre entre las estanterías de libros viejos y ajados.

Hago girar el control del intercomunicador hasta que las oigo en el número seis.

—Ojalá tuviera el valor para dejar de luchar contra todo y dudar de todo —dice mi madre. Extiende un brazo y toca el lomo de un libro, diciendo—: Ojalá, una sola vez, pudiera decir: «
Esto.
Esto ya me está bien. Porque yo lo he
elegido
».

Saca el libro, mira la portada y lo devuelve a la estantería negando con la cabeza.

Y su voz se oye chirriante y amortiguada en el altavoz:

—¿Cómo decidió hacerse médico?

Paige se encoge de hombros.

—Una tiene que cambiar su juventud por algo...

El monitor da paso a la imagen de una zona de carga y descarga vacía detrás de Saint Anthony.

Ahora la voz en
off
de mi madre dice:

—Pero ¿cómo aceptó ese compromiso?

Y la voz en
off
de Paige dice:

—No lo sé. Simplemente un día quise ser médico... —Y luego se desvanece al pasar a otra sala.

El monitor da paso a una imagen del aparcamiento de la entrada, donde están la grúa aparcada y el conductor arrodillado al lado de un coche azul. La chica del mostrador de entrada está de pie a un lado con los brazos cruzados.

Muevo el dial de un número a otro y escucho.

El monitor cambia y me muestra a mí sentado con la oreja pegada al altavoz del intercomunicador.

En el número cinco se oye el tableteo de alguien escribiendo a máquina. En el ocho se oye el zumbido de un secador de pelo. En el dos, oigo la voz de mi madre diciendo:

—¿Conoce esa vieja frase que dice «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo»? Bueno, creo que aquellos que
recuerdan
el pasado están peor todavía.

La voz en
off
de Paige dice:

—Los que recuerdan el pasado tienden a no entender una mierda de la historia.

El monitor cambia y las muestra a ellas dos yendo por un pasillo y a mi madre con un libro abierto en el regazo. Está leyéndolo y sonriendo.

Vuelve la vista atrás en dirección a Paige, que va empujando su silla, y dice:

—En mi opinión, aquellos que recuerdan el pasado viven paralizados por él.

Paige empuja su silla y dice:

—¿Qué le parece: «Aquellos que pueden olvidar el pasado van muy por delante del resto de nosotros»?

Y sus voces se desvanecen de nuevo.

Alguien está roncando en el número tres. En el diez se oye el chirrido de una silla de ruedas.

El monitor pasa a enseñar el aparcamiento de la entrada, donde la chica está firmando algo sobre un sujetapapeles.

Antes de que yo pueda encontrar otra vez a Paige, la chica del mostrador de entrada habrá vuelto y estará diciendo que a sus neumáticos no les pasa nada. Y me mirará de reojo otra vez.

¿Qué NO haría Jesucristo?

Resulta que algún gilipollas se los ha deshinchado.

33

Los miércoles quieren decir Nico.

Los viernes quieren decir Tanya.

Los domingos quieren decir Leeza, a quien pillo en el aparcamiento del centro cívico. A dos puertas de la reunión de adictos al sexo, intercambiamos un poco de semen en un armario de los trastos con una fregona a nuestro lado, metida en un cubo de agua gris. Hay paquetes de papel higiénico para que Leeza se apoye en ellos y yo le bombeo el culo con tanta fuerza que a cada golpe de caderas su cabeza golpea contra una estantería llena de trapos doblados. Le chupo el sudor de la espalda para colocarme de nicotina.

Así era la vida en la Tierra tal como yo la conocía. Esa clase de sexo sucio y basto en el que primero quieres colocar unas cuantas hojas de papel de periódico. Aquí estoy yo intentando devolver las cosas al estado en que estaban antes de Paige Marshall. Recrear aquella época. Yo intentando reconstruir el funcionamiento de mi vida tal como era hasta hace unas semanas. El bonito funcionamiento de mi disfuncionalidad.

Me dirijo al pelo revuelto de la nuca de Leeza y digo:

—¿Si me estuviera volviendo demasiado cariñoso me lo dirías, verdad?

La embisto a un ritmo regular y continuo, preguntándole:

—¿No te parece que me estoy volviendo blando, verdad?

Para evitar correrme, me imagino escenarios de accidentes aéreos y el acto de pisar mierda.

Con la polla a punto de estallar, me imagino fotos policiales de accidentes de coches y heridas de disparos a quemarropa. Para evitar sentir algo, me limito a clavarla una y otra vez.

Clavar la polla, tapar los sentimientos. Cuando eres un adicto al sexo está claro que es lo mismo.

Hundido en su interior, la tanteo con los brazos. Metido en sus entrañas, extiendo los brazos por debajo de ella para retorcerle los pezones duros y puntiagudos con las manos.

Y con su sombra oscura proyectándose sobre el paquete marrón claro de papel higiénico, Leeza me dice:

—Tranquilízate —dice—, ¿Qué estás intentando demostrar?

Que soy un mamón sin sentimientos.

Que me importa un pito.

¿Qué NO haría Jesucristo?

Leeza, Leeza la del impreso de salida por tres horas, agarra el paquete de papel higiénico y empieza a toser, y siento los espasmos de sus abdominales duros como la piedra ondulando entre mis dedos. Los músculos de la base de su pelvis, los músculos pubococcígeos, llamados los músculos PC para abreviar, sufren unos espasmos que provocan un efecto constrictivo increíble en mi rabo.

Véase también: Punto de Gräfenberg.

Véase también: Punto de la Diosa.

Véase también: Punto tántrico sagrado.

Véase también: Perla negra taoísta.

Leeza apoya las manos abiertas en la pared y empuja con el cuerpo hacia atrás.

Todos esos nombres para el mismo lugar, todos esos símbolos para lo mejor de todo. La Federación de Centros Sanitarios Feministas lo llama la esponja uretral. Regnier de Graaf llamó a esa masa de tejido eréctil, nervios y glándulas la próstata femenina. Todos esos nombres para las dos pulgadas de uretra que uno puede palpar a lo largo de la pared delantera de su vagina. La pared anterior de la vagina. Lo que algunos llaman el cuello de la vejiga.

Todo esto designa el mismo territorio en forma de judía al que todo el mundo quiere poner nombre.

A la hoguera con su bandera. Con su símbolo.

Para evitar correrme, me imagino la clase de primero de anatomía y la disección de las dos ramas del clítoris, los crura, cada una de ellas tan larga como el dedo índice. Imagínate la disección del cuerpo cavernoso, esos dos cilindros de tejido eréctil del pene. Cortamos los ovarios. Extirpamos los testículos. Aprendes a cortar todos los nervios y a dejarlos a un lado. Los cadáveres apestando a formol, a formaldehído. Ese olor a coche nuevo.

Teniendo en mente este rollo de los cadáveres, uno puede cabalgar durante horas sin llegar a ninguna parte.

Cuando eres un adicto puedes pasarte la vida sin sentir nada más que la borrachera, el colocón de la droga o el hambre. Y sin embargo, cuando comparas esto con otros sentimientos, como la tristeza, la furia, el miedo, la preocupación, la desesperación o la depresión, pues bueno, la adicción ya no pinta tan mal. Parece una opción muy viable.

El lunes me quedo en casa después del trabajo y registro las cintas viejas de las sesiones de terapia de mi madre. Dos mil años de mujeres en una sola estantería. La voz de mi madre, tranquila y profunda como cuando yo era un renacuajo de mierda.

El burdel del inconsciente.

Historias para irse a dormir.

Imagínese un peso enorme sobre su cuerpo, inmovilizándole la cabeza y los brazos, hundiéndolo cada vez más en los cojines del diván. Ponga la cinta en los auriculares, acuérdese de quedarse dormido encima de su toalla.

Aparece el nombre Mary Todd Lincoln en una de las sesiones grabadas.

Imposible. Demasiado fea.

Véase también: la sesión de Wallis Simpson.

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