Authors: Chuck Palahnouk
—Tío —dice Denny, forcejeando todavía con la camisa—, demasiadas capas. ¿Por qué tiene que hacer tanto calor aquí dentro?
—Porque es una especie de hospital. Es una residencia de asistencia continua.
Por debajo de los vaqueros y del cinturón le asoma el elástico desgastado de unos calzoncillos baratos. El elástico distendido tiene manchas de óxido de color naranja. Por delante le sobresalen unos cuantos pelos retorcidos. Tiene manchas de sudor amarillentas, en serio, en la piel del sobaco.
La chica del mostrador de entrada está sentada mirando con la cara fruncida en torno a la nariz.
Intento ponerle la camiseta en su sitio y doy fe de que tiene pelusas de varios colores en el ombligo. En el vestuario del trabajo he visto a Denny quitarse los pantalones junto con los calzoncillos igual que hacía yo cuando era niño.
Y con la cabeza todavía enfundada en la camisa, Denny dice:
—Tío, ¿puedes ayudarme? Hay un botón en alguna parte y no lo encuentro.
La chica del mostrador de entrada se me queda mirando. Tiene el auricular del teléfono descolgado pero no acaba de llevárselo a la oreja.
Con la mayor parte de su ropa en el suelo, Denny va haciéndose cada vez más flaco hasta quedarse solamente con la camiseta apestosa y los téjanos con las rodillas llenas de porquería. Tiene dobles nudos en las zapatillas de tenis y los nudos y los agujeros para los cordones emplastados perpetuamente con porquería.
Aquí dentro estamos casi a treinta y cinco grados porque esta gente no tiene sistema de ventilación, le cuento. Está lleno de vejestorios.
Huele a limpio, lo cual quiere decir que solamente huele a productos químicos, productos de limpieza o perfumes. Se sabe que el olor a pino tapa el olor a mierda. El limón quiere decir que alguien ha vomitado. Las rosas son para la orina. Después de una tarde en Saint Anthony, uno ya no quiere volver a oler a rosas durante el resto de su vida.
El vestíbulo tiene muebles tapizados, plantas falsas y flores. La decoración empieza a desaparecer cuando uno atraviesa las puertas cerradas con llave.
Denny le dice a la chica del mostrador:
—¿Alguien me va a mangar mis cosas si las dejo por aquí? —Se refiere a su montón de ropa vieja. Y luego dice—: Soy Victor Mancini. —Me mira—. He venido a ver a mi madre, ¿verdad?
Le digo a Denny:
—Joder, tío, esta no es la que tiene lesiones cerebrales. —Y a la chica del mostrador—:
Yo
soy Victor Mancini. Vengo aquí constantemente a ver a mi madre, Ida Mancini. Está en la habitación ciento cincuenta y ocho.
La chica pulsa un botón del teléfono y dice:
—Llamando a la enfermera Remington. Enfermera Remington al mostrador de entrada, por favor. —Su voz sale amplificada del techo.
Uno se pregunta si la enfermera Remington existe de verdad.
Uno se pregunta si esta chica debe de creer que Denny es otro exhibicionista agresivo crónico.
Denny patea su ropa hasta dejarla debajo de una silla tapizada.
Un hombre gordo viene haciendo
jogging
por el pasillo con una mano aguantándose el bolsillo del pecho, lleno de bolígrafos, y otra mano en la cartuchera, donde lleva un espray de pimienta. En el otro bolsillo del pantalón le tintinean unas llaves. Le dice a la chica del mostrador:
—A ver, ¿qué pasa aquí?
Y Denny le dice:
—¿Hay algún baño que pueda usar? O sea, uno para civiles.
Lo que pasa es Denny.
Para que Denny pueda oír la confesión de mi madre, primero tiene que conocer a lo que queda de ella. Mi plan es presentárselo como Victor Mancini.
De esa forma Denny podrá descubrir quién soy yo realmente. De esa forma mi madre podrá encontrar un poco de paz. Ganar un poco de peso. Ahorrarme lo que cuesta la sonda. Y no morirse.
Cuando Denny vuelve del baño, el vigilante nos acompaña a la parte viva de Saint Anthony y Denny dice:
—No hay cerrojo en la puerta del baño. Estaba sentado en la taza y una vieja ha abierto la puerta.
Le pregunto si quería sexo.
—¿Cómo dices?
Atravesamos unas puertas que el vigilante tiene que abrir con llave y luego otras. Mientras caminamos las llaves le tintinean en la cadera. Hasta en el pescuezo tiene un michelín.
—¿Se parece a ti? —dice Denny—. Tu madre.
—Tal vez —le digo—. Lo que pasa...
Y Denny dice:
—Lo que pasa es que está en los huesos y se le ha secado el seso, ¿no?
Yo le suelto:
—Para ya —le digo—. Vale, fue una madre de mierda, pero es la única madre que tengo.
—Lo siento, tío —dice Denny—. ¿Pero no se dará cuenta de yo no soy tú?
Aquí en Saint Anthony tienen que correr las cortinas antes de que anochezca porque si una interna se ve reflejada en la ventana cree que hay alguien mirándola. Lo llaman «efecto puesta de sol». Cuando todas las viejas se vuelven locas al anochecer.
A la mayoría de esta gente las puedes poner delante de un espejo y decirles que es un programa especial de televisión sobre viejos hechos polvo que se están muriendo y se quedarán mirando durante horas.
El problema es que mi madre no quiere hablar conmigo cuando soy Victor y tampoco quiere hablar conmigo cuando soy su abogado. Mi única esperanza es ser su abogado de oficio mientras Denny hace de mí. Yo puedo darle la tabarra. Denny puede escuchar. A lo mejor entonces habla.
Se puede considerar una especie de emboscada gestáltica.
Por el camino el vigilante me pregunta si no soy el tío que violó al perro de la señora Field.
No, le digo. Es una larga historia, le digo. Hace ya unos ochenta años.
Encontramos a mi madre en la sala de estar, sentada a una mesa con un puzzle desordenado y extendido delante de ella. Debe de tener mil piezas, pero no hay caja para ver la imagen que se tiene que componer. Podría ser cualquier cosa.
Denny dice:
—¿Es ella? —Y dice—: Tío, no se te parece en nada.
Mi madre está removiendo piezas del puzzle, algunas de ellas vueltas del revés, de tal modo que solo se ve el gris del cartón, e intentando juntarlas entre sí.
—Tía —dice Denny. Le da la vuelta a una silla y se sienta a la mesa de forma que pueda inclinarse hacia delante y apoyarse en el respaldo—. De acuerdo con mi experiencia, estos puzzles salen mejor si uno encuentra primero todas las piezas de los bordes.
La mirada de mi madre recorre lentamente a Denny, su cara, sus labios agrietados, su cabeza afeitada y los agujeros en las costuras de su camiseta.
—Buenos días, señora Mancini —digo yo—. Su hijo Victor ha venido a visitarla. Es este —le digo—. ¿No tiene que decirle algo importante?
—Sí —dice Denny, asintiendo—. Soy Victor. —Empieza a apartar las piezas de los bordes—, ¿Se supone que esta parte azul es cielo o agua?
Los viejos ojos azules de mi madre se empiezan a llenar de lágrimas.
—¿Victor? —dice.
Carraspea. Se queda mirando a Denny y dice:
—Has venido.
Denny continúa separando las piezas del puzzle con los dedos, eligiendo las que corresponden a los bordes del puzzle y apartándolas a un lado. En la barba mal afeitada se le han quedado pelusas rojas de la camisa de cuadros rojos.
Y la mano arrugada de mi madre se arrastra sobre la mesa y se cierra en torno a la mano de Denny.
—Me alegro de verte —dice—, ¿Cómo estás? Ha pasado tanto tiempo. —Una lágrima le resbala por el rabillo del ojo y le recorre las arrugas de la comisura de la boca.
—Joder —dice Denny apartando la mano—, señora Mancini, tiene las manos congeladas.
Mi madre dice:
—Lo siento.
Huele a algún tipo de comida de cafetería, calabaza o judías, con las que están haciendo papilla.
Yo permanezco de pie todo el tiempo.
Denny consigue encajar unos centímetros del borde del puzzle. Luego me dice:
—¿Y cuando vamos a conocer a esa doctora perfecta tuya?
Mi madre dice:
—No te vas a ir ya, ¿verdad? —Mira a Denny con los ojos inundados de lágrimas y las cejas juntándose encima de la nariz—. Te he echado tanto de menos.
Denny dice:
—Eh, tía, estamos de suerte. ¡Aquí hay una esquina!
Mi madre levanta una mano temblorosa y de aspecto hervido y quita una pelusa roja que Denny tiene en la cabeza.
Yo le digo:
—Perdone, señora Mancini, pero ¿no quería contarle algo a su hijo?
Mi madre me mira a mí y luego a Denny:
—¿Puedes quedarte, Victor? —dice—. Tenemos que hablar. Tengo tantas cosas que explicarte.
—Explíquelas, vamos —le digo.
Denny dice:
—¿Se supone que esto tiene que ser una cara?
Mi madre levanta una mano temblorosa en dirección a mí y me dice:
—Fred, esto es entre mi hijo y yo. Son asuntos de familia importantes. Vaya a alguna parte. Vaya a ver la televisión y déjenos reunimos en privado.
Yo digo:
—Pero...
Y mi madre me dice:
—Váyase.
Denny dice:
—Aquí hay otra esquina —Denny reúne todas las piezas azules y las aparta a un lado. Todas las piezas tienen la misma forma básica, como cruces líquidas. Como esvásticas derretidas.
—Vaya a intentar salvar a otro para variar —dice mi madre, sin mirarme. Luego mira a Denny—. Victor irá a buscarlo cuando hayamos terminado.
Se me queda mirando hasta que llego al pasillo. Después le dice a Denny algo que no puedo oír. Extiende una mano temblorosa y le toca la cabeza afeitada, reluciente y azulada a Denny, justo detrás de la oreja. Allí donde acaba la manga de su pijama, su muñeca se ve correosa y de un color marrón claro como el cuello de un pavo cocido.
Con las narices todavía metidas en el puzzle, Denny se estremece.
Me llega un olor, un olor a pañales, y una voz rota habla a mi espalda:
—Tú eres el que me tiró todos los libros de texto de segundo al barro.
Sin dejar de mirar a mi madre y tratando de adivinar qué está diciendo, le contesto:
—Sí, supongo que sí.
—Bueno, al menos eres sincero —dice la voz. Una mujer pequeña y arrugada como una pasa entrelaza su brazo esquelético con el mío—. Ven conmigo —dice—. La doctora Marshall tiene muchas ganas de hablar contigo. En algún sido donde podáis estar a solas.
Lleva la camisa a cuadros rojos de Denny.
Echando la cabeza hacia atrás, y con ella su peinado en forma de cerebro negro, Paige Marshall señala la bóveda de color beige del techo.
—Antes había ángeles —dice—. Cuentan que eran increíblemente hermosos, con alas de plumas azules y halos dorados con oro de verdad.
La anciana me lleva a la vieja capilla de Saint Anthony, un sitio enorme y vacío de cuando esto era un convento. Una pared la ocupa en su totalidad una vidriera coloreada con un centenar de tonos del dorado. La otra pared solamente tiene un enorme crucifijo de madera. Entre las dos paredes está Paige Marshall con su bata blanca de laboratorio, dorada por la luz de la vidriera, debajo del cerebro negro de su peinado. Lleva sus gafas de montura negra y está mirando al techo. Toda ella en dorado y negro.
—Siguiendo los decretos del Concilio Vaticano Segundo —dice—, taparon con pintura la mayor parte de los murales de las iglesias. Los ángeles y los frescos. Se llevaron la mayor parte de las estatuas. Todos estos maravillosos misterios de la fe. Se los llevaron.
Me mira.
La anciana se ha ido. La puerta de la capilla se cierra con un chasquido detrás de mí.
—Es patético —dice Paige— que no podamos soportar las cosas que no entendemos. Que si no entendemos algo simplemente lo neguemos.
Me dice:
—He encontrado una forma de salvar la vida de su madre dice—. Pero a lo mejor usted no la aprueba.
Paige Marshall empieza a desabrocharse los botones de la bata y cada vez se le ve más y más piel desnuda debajo.
—Tal vez la idea le parezca completamente repugnante —dice.
Se abre su bata de laboratorio.
No lleva nada debajo. Está desnuda y tan pálida como la piel de debajo del pelo. Desnuda y pálida y a un metro y medio de mí. Y apetecible. Se quita la bata con un encogimiento de hombros de manera que le queda colgando de los codos detrás de la espalda. Sus brazos siguen dentro de las mangas.
Tengo delante todas esas zonas peludas y sombrías a dónele me muero por ir.
—Solo tenemos este pequeño rayo de esperanza —dice.
Y avanza hacia mí. Sin quitarse las gafas. Sin quitarse los zapatos náuticos blancos, que aquí dentro parecen dorados.
Yo tenía razón sobre sus orejas. Está claro, el parecido es asombroso. Otro agujero que no puede cerrar, escondido y bordeado de piel. Enmarcado en su pelo suave.
—Si quiere usted a su madre —dice—. Si quiere que viva, tendrá que hacer esto conmigo.
¿Ahora?
—Estoy a punto —dice—. Tengo la mucosa tan espesa que puede hundir una cuchara en ella.
¿Aquí?
—No puedo encontrarme con usted fuera de aquí —dice.
Su anular está tan desnudo como el resto de ella. Le pregunto si está casada.
—¿Es una cuestión que le preocupe? —dice.
Puedo extender el brazo y tocar la curva de su cintura en el punto en que se funde con el perfil de su culo. A la misma distancia están los arrecifes de los pechos subiendo hasta los granos oscuros de los pezones. Si extiendo el brazo puedo tocar el punto cálido donde se unen sus piernas.
Yo le digo:
—No. Ni hablar. Ni pensarlo.
Sus manos se reúnen en el botón superior de mi camisa, luego en el siguiente, luego en el siguiente. Sus manos me abren la camisa y me la sacan por los hombros hasta que cae a mi espalda.
—Solamente quiero que sepa —le digo—, ya que usted es médico y todo eso —le digo—, que soy un adicto al sexo en fase de recuperación.
Sus manos me abren la hebilla del cinturón y me dice:
—Entonces haga lo que le salga de forma natural.
Paige no huele a rosas ni a pino ni a limón. A nada de eso, ni siquiera a piel.
Huele a húmedo.
—Usted no lo entiende —le digo—. Llevo casi dos días enteros de abstinencia.
Bajo la luz dorada tiene un aspecto cálido y resplandeciente. Con todo, tengo la sensación de que si la besara mis labios quedarían adheridos como si hubiera besado metal congelado. Para retrasar las cosas pienso en carcinomas de células elementales. Me imagino un impétigo bacteriano de piel. Úlceras de córnea.